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martes, 26 de diciembre de 2023

Guardar el puestico

24 de diciembre por la mañana.

Mi hermano me pregunta si quiero acompañarlo a un centro comercial para hacer una compra de último minuto.

Lo dudo porque me desperté a las 2.00 a.m, caí en el abismo de hojear el celular y no dormí mucho, así que preferiría quedarme haciendo pereza. “No sé”, respondo. Me dice que si me decido acompañarlo, sale en quince minutos.

Acomodo las almohadas, cierro los ojos, pero el sueño se esfumó por completo, así que me levanto y me meto a la ducha.

Más tarde paseamos por el centro comercial y mi hermano no consigue nada de lo que está buscando. “Vámonos”, dice, pero antes de salir debemos comprar unas cosas, para la cena de navidad, en el supermercado.

Si el centro comercial está lleno, el supermercado es un territorio de guerra. Vamos por unos pan baguette a la panadería y no encontramos ni medio, pero el panadero mete los dos que necesitamos al horno. Mi hermano me dice que lo mejor es que me adelante y vaya a pagar el esto de cosas a las cajas que quedan a la salida del lugar.

Las cajas están a reventar y las colas para pagar están larguísimas, me hago en una que tiene un aviso que dice: “Máximo 10 productos”, la caja rápida que llaman, pero la verdad está lenta. Miro a la cajera y atiende como con desgano y con cada cliente se demora bastante. No la culpo, debe estar cansada como un berraco.

Cuando comienzo a hacer fila solo hay 4 personas delante de mí, pero luego de un par de mintos la cola detrás mío crece con furia navideña.

Como siempre ocurre cuando hago fila en un supermercado, parece que en mi frente aparece un letrero que dice “Pase por aquí”, pues varias personas quieren cruzar la fila justo por el lugar en el que estoy ubicado.

La mujer que tengo delante, que lleva puesto un saco navideño con mucho verde y rojo, se voltea y me pregunta: “¿Será que me puede guardar el puestico?”. “Claro”, le repondo. Me agredan ese tipo de códigos sociales tácitos, y me acuerdo de ese otro que ocurre en un bus y que consiste en pasar las vueltas del pasaje de una persona de mano en mano,

Mientras guardo el puestico, me distraigo con el títulos de uno de los libros que ofrecen en la caja como: Enseñale a tu ansiedad quién manda. Pienso que debe ser porno motivacional, pues creo que si se trata de mandar, la ansiedad nos da dos vueltas, pero ¿qué sé yo?.

Otro título es El milagro metabólico, pero ese no me dice nada. De pronto me parece aburridor porque lo asocio con dietas. En fin, mientras echo globos con los títulos de los libros, un hombre que está atrás le habla a una bebé: “Mi amor, ¿quieres tetero?”. El único gesto que hace la niña es estirar los brazos, el hombre lo toma como un sí y con unos movimientos rápidos y precisos, saca un biberón y prepara el tetero como de la nada.

La fila sigue sin avanzar y ahora pienso que el gentío y un turno que parece no terminar, le pueden causar ansiedad a la cajera.

A la mujer, pienso, le debe saber a mierda tener que trabajar un 24 de diciembre, con una balaca ridícula con dos papás noel que tiemblan cada vez que se mueve.

martes, 19 de diciembre de 2023

De los peligros de ir a leer a un café y otros temas

Abro los ojos antes de que suene la alarma. Esta vez no me molesto porque no es de madrugada y, al parecer, descansé lo suficiente. ¿Qué hace uno si se despierta así de repente? No sé que harán la mayoría de personas, pero cada vez que a mí me ocurre. me pongo a mirar pal techo. A los pocos minutos de observar esa especie de nada, la alarma suena, la cancelo y luego pierdo unos minutos haciendo scroll down en ese aparato.

Más tarde pido un taxi y cuando me subo al vehículo el cinturón de seguridad no funciona. Antes no me preocupaba en ponermelo, hasta que escuché la noticia de una mujer que tomó un taxi en la madrugada, el carro se accidentó y salió disparada atravesando el vidrio panorámico. Como es de mañana, considero que el conductor no va a andar muy rápido, así que dejo de pelear con el cinturón. Espero que el taxista diga algo como: no está funcionando o alguna frase por el estilo, pero se queda callado. Al final, concluyo que lo mejor es eso, pues puedo dedicarme al fino arte de echar globos mientras miro por la ventana.

Apenas me bajo del taxi, veo a un hombre que camina deprisa con una carreta en la que lleva aguacates, lo esquivo y luego con un pasito tun tun evito pisar una alcantarilla que tiene toda la pinta de estar floja. No he oído ninguna noticia sobre alguien que haya pisado una alcantarilla y se haya ido por el hueco, pero prefiero no ser el protagonista de esa noticia, así que por eso prefiero no pisarla.

Después de no morir por no haberme puesto el cinturón de seguridad o haber caído en el hueco de una alcantarilla, llegó a un café y luego de comprar un capuchino y algo para acompañarlo, me ubico en la terraza del lugar que está desocupada y me engancho con la lectura.

Todo va bien, hasta que llegan dos hombres a hablar de negocios cada uno con un café y un único Croissant, que parece pertenecer al que lidera la conversación y gastó las bebidas. El otro, un hombre joven, parece recién salido de la universidad, puede que tenga mucha hambre, pero consideró abusivo pedir también algo de comer. Ahí están y hablan de proyectos, de fulanito, el financiero, y menganita, la de marketing, y de aquel y aquella. La verdad me gustaría que se callaran, pero como el espacio no me pertenece no hay nada que hacer. La gente, creo, no debería sentir la necesidad de decir tantas cosas en un periodo corto de tiempo, en fin.

Los dos hombres terminan de conversar y abandonan el lugar, pero al instante llegan un hombre y una mujer. La última lleva un gesto de rabia o fastidio, puede que la causa sea su acompañante, la vida, el lugar, es difícil saberlo con tan poca información. Puede ser que hoy, al ponerse de pie, se pegó en el dedo chiquito del pie izquierdo, y ese incidente de mierda oscureció su ánimo por el resto del día. La pareja se sienta en una mesa, se acomodan en las sillas, se ponen de pie, buscan otro lugar donde sentarse, hasta que dejan la terraza y se deciden por una mesa dentro del local. Parece que les cuesta encontrar su lugar en el mundo, ¿a quién no?. Durante ese tiempo de indecisión, la mujer no deja de hacer cara de todo me sabe a mierda.

Ahora en la terraza aparece otra pareja mayor y ambos se sientan con una determinación impresionante. A diferencia de la otra pareja, imagino que ya están más acostumbrados a la vida, a sus rutinas, a aguantarse sin necesidad de hacer gestos. Apenas se sientan cada uno se sumerge en la pantalla de su celular y no cruzan palabra.

Le doy un último sorbo a mi bebida y abandonó el lugar. A pocas cuadras pasó por un restaurante asiático en el que celebran algo con un grupo vallenato que canta La plata de Diomedes Díaz.

lunes, 18 de diciembre de 2023

Hollywood absurdo

Sábado.

Despierto y me siento lento, desubicado: Estoy apestado.

Mi condición me lleva a ver pasar la vida en cámara lenta, a sobreanalizar las cosas, sin importar lo insignificante que sean.

Me acompaña un desgano que potencia esa sensación al tiempo que mis ganas de hacer nada. Saco fuerzas de algún lugar remoto para ir a la sala de estar, tumbarme en el sofá, tomar el control remoto y prender el televisor.

La escena que me recibe es de una catástrofe. un edificio se derrumba, al parecer a causa de un terremoto o una explosión. Sea cual sea la razón, pedazos de techo caen por todos lados y van aplastando a personas que gritan desesperadas y corren para salvar sus vidas.

La cámara enfoca a una mujer que se arrastra por el piso. Una de sus piernas está totalmente ensangrentada. Es su final, pienso, no le queda otra opción que esperar a la muerte, mientras repta por el piso, a menos que un bloque de cemento no prolongue su agonía y le aplaste la cabeza. De repente otra mujer llega corriendo, se arrrodilla a su lado y le dice: Fulanita, tenemos que subir a la azotea, un helicóptero viene por nosotras.

Que situación tan absurda. La mujer que está en el piso escasamente se puede mover y la otra quiere que se ponga de pie y suba a la azotea de lo que parece ser un rascacielos, de por lo menos 50 pisos.

Calmado, solo es una película, dirán ustedes, pero, ya les dije, mi estado virulento es el que me lleva a sobreanalizar la escena.

Al final, como en la vida, me aburro de no entender bien lo que pasa y cambio de canal.

jueves, 14 de diciembre de 2023

El artista

Varios de mis recuerdos están atrapados en una bruma mental y cada me cuesta más recuperarlos, pero por alguna razón, aquellos relacionados con la pintura siguen frescos.

Todo comenzó cuando era pequeño. Para mi cumpleaños número 4 mi madre me regaló una libreta de hojas blancas y un set de crayolas. Desde ese momento los colores me hipnotizaron, especialmente el naranja y el púrpura.

Comencé a dibujar cualquier cosa que imaginara o que tuviera enfrente de mis narices: pájaros, perros, a mi madre cocinando, lo que fuera. Recuerdo que trataba de comunicarme mentalmente con los animales que retrataba, diciéndoles que no se movieran; obviamente fracasaba. A veces le decía a mamá que se quedara congelada, mientras fregaba el piso, y ella respondía que mejor me fuera a jugar afuera. Así, frustrado de no poder dibujar personas y animales en movimiento, comencé a dibujar objetos.

En la adolescencia descubrí el carboncillo, y lo disfruté hasta que conocí los óleos y lienzos. En ese entonces la felicidad consistía en mirar uno en blanco, mientras deslizaba los dedos por su superficie, hasta que se me ocurría qué pintar.

Muchas personas se preguntaban cómo alguien podía permanecer tantas horas encerrado en cuarto, sin más compañía que sus óleos y lienzos. Yo respondía que pintar era como hablar con Dios, pero se burlaban y me tildaban de loco.

Yo no les ponía atención, porque lo que hacía me parecía algo normal o, mejor, que me hacía sentir a gusto conmigo mismo y con la vida, pero era claro que mi familia estaba preocupada por mi salud mental.

Yo solo pintaba y pintaba, no había más vida que esa en ese entonces. Me parecía extraño que las personas se complicaran tanto con la vida, y que nunca se sintieran satisfechas con nada. Parecía como si la vida les debiera algo y que no pudieran reírse de los reveses que habían recibido por parte de ella.

Trataba de reflejar eso en mis pinturas, pero nadie me entendía, para ello solo eran los trazos de un loco. Después de unos años me aislé por completo y opté por no hablar más. Así llegué al manicomio.

Lo bueno era que siempre tenía un lienzo para pintar. los enfermeros del lugar siempre pensaron que pintaba bajo el efecto de las pastillas que me daban, pero siempre las escondí debajo de la lengua y nunca las tragué. En estos días, cuando estoy a punto de cumplir 90 años, creo que los locos son ellos. También he pensado sobre si en verdad Dios existe o no. De ser real, debe estar riéndose como loco de eso que nos dio y que nosotros llamamos vida.