Tomo un taxi.
A mitad de camino al conductor le entra una llamada, se pone unos audífonos y comienza a hablar con alguien.
“Me siento mal, ¿no le digo? Hace un rato iba en la 106 y me dio la pálida, tuve que orillarme en una bahía y descansar un rato”.
“Ni idea qué tengo. Me comenzó un dolor de cabeza y siento como si no hubiera dormido en una semana. ¿Qué qué hice? me tomé un naproxeno y descansé un rato, pero no sé que tengo. De un momento a otro me dio la pálida.
¿Y si es el paciente cero de un nuevo virus que va acabar con la raza humana?, me pregunto. Si se transmite por vía aérea probablemente ya ingresó a mi sistema. Decido no hablar para que el taxista tampoco lo haga y deje escapar una gotícula con carga viral. Abro la ventana con disimulo y siento como una corriente de aire invade el interior del carro. Espero que desaloje al virus.
“No sé hermano, Paula va a tener que venir a recoger el carro”, continúa hablando el taxista. “La verdad no sé qué hacer porque me hace falta levantar $100.000 para pagar el arriendo y con esta maluquera no puedo trabajar”.
Cuando llego a mi destino le preguntó cuánto le debo y dejó caer la plata en la palma de su mano. Miro su cara y siento algo de alivio, pues sus ojos no están inyectados con sangre y tampoco tiene espuma en la boca.
“Muchas gracias y que se mejore”, le digo. En verdad se lo deseo tanto a nivel de salud como económico, pues su voz cargaba mucha angustia.
Hasta el momento he estornudado un par de veces y nada más.
Los mantendré informados.
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martes, 9 de abril de 2024
miércoles, 3 de abril de 2024
La mujer de la foto
Esa noche, la segunda de nuestra luna de miel, llegamos muy cansados al hotel, después de haber caminado todo el día por la ciudad visitando sus sitios icónicos: el museo Louvre, la torre Eiffel, el Palacio de Versalles, y otro par más. La verdad, de todo el día, el lugar que más me gustó fue ese cafecito de barrio en la Rue Saint-Rustique. Muchas veces esos lugares que pasan inadvertidos para la mayoría de personas, resultan ser los mejores.
Ya en la habitación del hotel, mientras Ángela tomaba una ducha, me tumbé en la cama y me puse a revisar las fotos que habíamos tomado ese día: Ángela y yo, Angela con la torre Eiffel a sus espaldas, un par de selfies solos y otras donde salíamos los dos abrazados o besándonos. Las fotos de un viaje en pareja al final resultan zonzas y redundantes. Ahí estaba, concentrado y pulsando el botón de adelantar con mi pulgar derecho, cuando llegué a la foto donde Juliette aparecía en segundo plano. Se la había tomado a Ángela mientras alzaba los brazos en forma de V. Ahí detrás estaba ella, Julliete, con su pelo rubio largo y liso, su cara de facciones angulosas, y una minifalda roja que dejaba ver sus largas piernas. Sonreía, no sé por qué o a quién. Quedé como hipnotizado durante un par de segundos , hasta que oí a Angela salir del baño y preguntarme: “Cariño, ¿por qué tan concentrado?"
Estaba envuelta en una toalla roja, y una blanca hacía sus veces de turbante. Seguro había dejado en el baño una azul que no tenía forma de poner en su cuerpo.
Los nervios me jugaron una mala pasada y sentí como mi cara hervía. Apagué la cámara y la puse en la mesa de noche. Luego la tome de la cintura y la atraje hacía mí para estamparle un beso. En ese instante ya sabía que todo se había ido a la mierda y que no iba a descansar hasta encontrar a la mujer de la foto.
Ya en la habitación del hotel, mientras Ángela tomaba una ducha, me tumbé en la cama y me puse a revisar las fotos que habíamos tomado ese día: Ángela y yo, Angela con la torre Eiffel a sus espaldas, un par de selfies solos y otras donde salíamos los dos abrazados o besándonos. Las fotos de un viaje en pareja al final resultan zonzas y redundantes. Ahí estaba, concentrado y pulsando el botón de adelantar con mi pulgar derecho, cuando llegué a la foto donde Juliette aparecía en segundo plano. Se la había tomado a Ángela mientras alzaba los brazos en forma de V. Ahí detrás estaba ella, Julliete, con su pelo rubio largo y liso, su cara de facciones angulosas, y una minifalda roja que dejaba ver sus largas piernas. Sonreía, no sé por qué o a quién. Quedé como hipnotizado durante un par de segundos , hasta que oí a Angela salir del baño y preguntarme: “Cariño, ¿por qué tan concentrado?"
Estaba envuelta en una toalla roja, y una blanca hacía sus veces de turbante. Seguro había dejado en el baño una azul que no tenía forma de poner en su cuerpo.
Los nervios me jugaron una mala pasada y sentí como mi cara hervía. Apagué la cámara y la puse en la mesa de noche. Luego la tome de la cintura y la atraje hacía mí para estamparle un beso. En ese instante ya sabía que todo se había ido a la mierda y que no iba a descansar hasta encontrar a la mujer de la foto.
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