jueves, 30 de noviembre de 2017

Volverse mierda

Mario y Jaime, amigos de infancia. Hace mucho no se ven, pues la vida y sus innumerables vueltas se han encargado de apartar sus caminos, aunque, a veces, de forma deliberada y en otras fortuita, estos se cruzan.

Apenas entran a una tienda para comprar unas cervezas, a Jaime le sorprende la cacofonía del lugar: un batiburrillo de voces, botellas que se entrechocan, risas y, de fondo, una ranchera que sale de una Rockola. 

Mario conoce a algunas de las personas que se encuentran sentadas en las mesas y las saluda con el típico: “¡Buenas vecino!”. El tendero, al ver que Jaime acompaña a Mario, le extiende la mano. Jaime sella la bienvenida que le da ese desconocido con un apretón de manos e intenta que sea lo más sincero posible; aprieta fuerte y mira al hombre, que lleva un delantal blanco, a los ojos.

“¿Cuántas cervezas compramos?”, pregunta Mario
“¿Qué le digo? Unas 6, tres y tres”, responde Jaime

Las piden para llevar, pero Mario, instintivamente pide que le completen la docena.

En el apartamento, Jaime se sienta en un sofá viejo que opaca sus años de uso con la comodidad que proporciona, mientras a Mario se lo traga el pasillo. A lo lejos Jaime escucha como saluda a Carla, su novia. Al rato ella, con cara de sueño, sale en pijama y saluda a Jaime.

“ ¿ Quieres una cerveza amor?” le pregunta Mario quien vuelve a aparecer en la sala.
“Si”, responde ella, al tiempo que agarra una junto con el destapador”

“Ahora quedan 11 cervezas, uno va a tomar más y el otro menos” piensa Jaime, a quien en ocasiones le molestan ese tipo de desequilibrios. 

Carla deja la sala arrastrando los pies, Mario le pide cinco minutos a su amigo y sale del apartamento. Pasado ese tiempo, del cual Jaime esta seguro que fue más del que le pidieron, Mario llega con una cajetilla de cigarrillos y prende uno. También enciende el equipo de sonido, pone música y los amigos comienzan a hablar, a recordar historias, a filosofar sobre lo cojonuda y extraña que es la vida.

Pasan un par de horas y cuando la cerveza está a punto de desaparecer, Mario saca una botella de Whiskey. “¿Quiere?” pregunta. “No con la cervecita estoy bien", responde Jaime, que ha alargado la última todo lo posible. Mario no insiste, se sirve una copa casi al tope y se la toma fondo blanco.

La música suena y la conversación ya no es tan animada como al principio. Cada uno está sumido en sus propios pensamientos,  ¿analizándose, quizás? “Creo que ya estoy borracho”, dice Mario, y luego, de la nada, le comenta a Jaime que debe dejar de vivir a lo seguro.

Hablan sobre mujeres y relaciones. Mario le pregunta por su última relación, Jaime ya no la recuerda, fue hace mucho tiempo, y deja claro que nunca se ha obsesionado con el cuento de estar sin pareja. 

“¿Por qué no?” pregunta Mario, “hay que arriesgarse, hay que volverse mierda. Imagínese lo que podría llegar a escribir si sufre un fracaso bien hijueputa, un desamor, por ejemplo.” 

Jaime lo mira, pero no dice nada, no comparte la idea de que para producir algo sensible y de calidad: una canción, un escrito, lo que sea, las personas tengan que revolcarse en la miseria.

“Que sea un propósito para el otro año, volvámonos mierda”, concluye Mario, mientras bebe otra copita de whiskey, y vuelve a decir: “Ya me emborraché”.

martes, 28 de noviembre de 2017

Ventana indiscreta

La ventana da hacia una calle que siempre parece estar en trancón, debido a un semáforo al que le dura muy poco la luz verde. Es de color opaco y sé que ninguno de los peatones me ve porque yo también he visto su aspecto polarizado desde fuera. 

Me siento como en una de esas películas en las que unos detectives estudian a un sospechoso a través de un vidrio, mientras que el último sólo puede ver su reflejo.

¿Acaso no es una situación perfecta?, me refiero al hecho de husmear la vida de otras personas, de espiarlas sin que se den cuenta; ver o creer ver, de alguna manera, sus rutinas, costumbres, manías, sin ser vistos. Supongo que alguna vez nos hemos inclinado hacia esa especie de voyerismo urbano, si es que el término aplica.

El ejercicio no deja de ser trivial; ninguno sabe que lo observo y, de todas maneras, descifrarlos resulta imposible, pues van en su papel de ser humano adulto y funcional, el que siempre desempeñamos cuando vamos por la calle, que oculta todos nuestros deseos, obsesiones, filias que rebotan dentro de nuestras cabezas con fuerza, y aún así somos capaces de dar una respuesta al interlocutor que camina a nuestro lado. No culpo a nadie, así somos todos.

Un hombre avanza lento, montado en su bicicleta, por el andén, esquivando a diferentes peatones que caminan bajo el amparo de tranquilidad que brinda el haber acabado una jornada laboral; otra mujer habla o envía mensajes de voz por su celular, que tiene pegado a la boca.

El semáforo se pone en verde y la ola de carros arremete contra la avenida principal y se desvanece cuando aparece la luz roja. El viento agita las hojas grises de los árboles, producto del vidrio oscuro; un guardia de seguridad se pasea, con su perro, por la entrada de un edificio que esporádicamente escupe grupos de personas.

La calle, la ciudad, en medio de su tráfico y personas que se mueven de afán y sin tiempo, parece ordenada o, más bien, todos entendemos sus códigos y señales, y nos acoplamos a su frenesí de urbe revolucionada, cumpliendo nuestro papel, el que hayamos elegido, nos hayan asignado o, en últimas, el que nos haya tocado, ¿qué más da?

lunes, 27 de noviembre de 2017

Traidor

Dos hombres y una mujer están sentados en la terraza de un café. Ella lleva una falda azul corta con arabescos, y cada vez que cruza la pierna, la abertura de un costado permite ver cómo se le tensionan los músculos. También lleva varias pulseras en sus muñecas que parecen campanillas, pues hacen mucho ruido cada vez que gesticula con las manos. Se coge y acomoda el pelo muy seguido; también masca un chicle, que, probablemente, ya no tiene ningún sabor. 

El hombre que, al parecer, está liderando la conversación o fue quien los citó a conversar les dice: “Lo que si quiero dejar claro con ustedes es que esta conversación nunca existió”. 
“No, si, claro”, responde torpemente el otro hombre, cayendo en esa afirmación- negación inconclusa. 
“No quiero que vayan a pensar que soy un traidor” 

“Bueno y ¿qué más querían saber?” pregunta el traidor esbozando una sonrisa que indica el fin de la conversación, y sin darles tiempo de contestar le dice al otro hombre: “Don Jaison, estoy buscando trabajo, por si sabe de algo” y vuelve a terminar el comentario con una sonrisa que lo que menos inspira es confianza. 

“Ustedes saben que yo admiro a la gente que pasan dos meses o tres meses y no les han pagado” les dice ahora, y luego habla sobre un machetazo financiero que realizó la mujer de las campanas en las muñecas, a lo que esta, con cara de asombro, responde al instante: “No, tu sabes que yo no soy así de chambona, yo no las eliminé, las trasladé a la 24 por centros de costos”. 

El traidor parece no reparar en la respuesta y continúa hablando sobre otro tema. La mujer, ya aburrida, comienza a jugar con su pelo, agarra un mechón largo y comienza a enrollarlo y desenrollarlo a manera de terapia. 

Ahora el traidor, quien parecía haber estado a punto de dar fin a la conversación, sacó fuerzas narrativas de quién sabe dónde y continua hablando de números y finanzas.

viernes, 24 de noviembre de 2017

Bajo control

Medio día.

Sin preocuparme en dar un vistazo por la ventana, a pura intuición, tomo el paraguas y salgo a hacer una vuelta que se va a trifurcar en tres: una consignación, la compra de un plátano maduro y la de una gaseosa.

Cuando piso la calle sonrío ante mi acierto del pronóstico del clima, pues unas gruesas gotas de agua comienzan a oscurecer el pavimento. Tengo todo bajo control: primero voy a ir al banco, luego a comprar el plátano y por último iré a la tienda.

Varias personas caminan de afán sin paraguas, los compadezco, o bien por su deficiente capacidad para pronosticar el clima a punta de feeling, o porque no tienen o dejaron la sombrilla en algún lugar. 

Mi vuelta transcurre sin problemas. En el banco no hay fila y en el restaurante me entregan el plátano casi al instante después de pedirlo, solo queda comprar la gaseosa. El cielo finalmente no se quebró en la forma que esperaba y ahora llueve sin ganas.

A menos de media cuadra de llegar sano y salvo a casa, camino por la entrada a los parqueaderos de un edificio de oficinas, con mis manos ocupadas con el paraguas y dos paquetes. Es un terreno inclinado y está muy resbaloso.

He pasado miles de veces por el lugar así que no le presto atención, pero a los dos pasos siento como mis tenis se deslizan por la superficie como si estuviera hecha de jabón. Patino y muevo las manos y todo mi cuerpo violentamente para mantener el equilibrio. Lo logro, “Mucho putas, todo bajo control”, pienso. 

Levanto la cabeza con orgullo y cuando voy a dar el segundo paso todo el esfuerzo previo pierde sentido, pues me resbalo, y esta vez ni el piso ni mis tenis le colaboran al equilibrio y me estampo contra el suelo. Caigo de cola y creo que me golpeo el coxis o, ustedes saben, justo en la frontera del culo con la espalda.

Ya en el piso, casi del todo boca arriba, caigo en cuenta que no solté los paquetes ni el paraguas, quizás intentando salvar algo de mi dignidad. Me muevo un poco para revisar si me duele algo, pero no siento nada. Me pongo de pie y sigo mi camino como si nada. 

El puto control es una ilusión.

jueves, 23 de noviembre de 2017

Primer párrafo

No sabe cuánto tiempo le ha dedicado al primer párrafo de su obra. Cada día lo lee varias veces, mentalmente y en voz alta, y vuelve a editarlo, le cambia la puntuación, reordena las palabras y lo saborea hasta el cansancio; incluso, cuando el desespero lo embarga, lo borra y vuelve a escribirlo desde cero, dando inicio una vez más a ese ciclo que se repite y que quién sabe cuándo va a lograr romper.

Ya tiene claro qué es lo que quiere narrar, la escena con la que quiere iniciar, el sentimiento a transmitir, la manera en que van a interactuar los personajes, pero siente que si ese primer párrafo no es contundente, y que si no tiene sentido alguno, no vale la pena continuar. Hay días en que cataloga las pocas líneas como el inicio de una obra que va a sacudir los cimientos de la literatura, pero en otros le parece una completa basura. Muchos le han asegurado que la perfección no se puede alcanzar y le recomiendan que no sea tan obstinado.  Sabe que nada es perfecto, pero siente que su primer párrafo se puede acercar mucho.

Quiere que las líneas sean una descarga de adrenalina en el lector, una bofetada, que los sacuda de alguna forma y de la que no se puedan recuperar fácilmente.

“Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”. Por ejemplo, ¿Cómo no estremecerse con el inicio de la novela de Kafka?, se pregunta.

“La música clásica me la pone dura” es la altiva frase con la que James Rhodes abre Instrumental, ls obra autobiográfica del pianista que leyó hace poco. Rhodes queda en deuda con el lector en las 275 páginas restantes, en las que debe demostrar por qué es tan poderoso ese vórtice de palabras que crea y nos succiona con tanta fuerza. 

Piensa que su primer párrafo debe contener la historia que se pretende contar y miles de historias paralelas quizás igual de importantes que la principal.

miércoles, 22 de noviembre de 2017

El baúl

La casa de la abuela Inés que conocí, mi abuela materna, era una estructura de dos pisos inmensa. Quizá siempre la percibí así porque de pequeño uno tiende a agrandarlo todo. En el primero siempre vivió otra familia, y el único contacto que teníamos con sus miembros era el pasillo de la entrada que estaba conectado a la escalera; ellos, ese núcleo familiar, siempre fueron para mí, e imagino que para otras personas de la familia, una especie de incógnita; fantasmas que, sabíamos, flotaban cerca de nosotros, pero rara vez se nos aparecían. 


En el segundo piso vivía mi abuela con dos de sus hijas, y en cierto momento vivió otra más con su familia. Esa planta tenía un gran salón principal que contenía a la sala y el comedor y estaba conectado al cuarto de mi abuela. Esos tres espacios con pinta de uno, eran los únicos que tenían piso de madera, que siempre permanecía brillado, despedía olor a cera y se quejaba con nuestros pasos.


Cuando visitábamos a la abuela, ese espacio era el lugar en el que pasaba la mayor parte del tiempo, al igual que la alberca; no sé por qué me atraía ese último lugar en el que jugaba a recoger agua con un tazón que flotaba en ella para luego regarla de nuevo dentro de la estructura de cemento; creo que eso se debía a la fascinación que, también de pequeños, tenemos con el agua, cuando es contenida en grandes cantidades: piscinas, fuentes, albercas, etc. y también porque las veces que visitaba ese lugar, ubicado en la azotea, era a escondidas, desafiando las advertencias de peligro, y un posible regaño, que me daba mi madre.


El cuarto de mi abuela era un lugar frio. Lo recuerdo oscuro, opaco, con dos camas, un televisor, un cuadro del sagrado corazón, un televisor y un baúl gigante desprovisto de cualquier tipo de estética; una caja de madera simple y lisa de aspecto lúgubre. 


Lo que la abuela guardaba en ese baúl era todo un misterio. Mi madre asegura que ahí tenía los documentos de sus hijos, ¿cuáles documentos? Partidas de nacimiento, exámenes y ese tipo de papeles imagino; también almacenaba monedas de plata, billetes y regalos, paquetes de ropa, sin abrir, porque, supongo, creía que lo que tenía de momento le bastaba.

martes, 21 de noviembre de 2017

Insecto

Algunas letras de la página que estoy leyendo se comienzan a mover, imagino a la letra “a” con un capricho de unidad lingüística, cansada de su fonema, transformándose en una “o”, una “l” en una “t”, y así, cada una de las letras del abecedario, agobiadas de su rol en la sociedad del lenguaje, quieren convertirse en otra(s). Eso es lo que debe estar ocurriendo, y el dios de las palabras me ha premiado con ese espectáculo, de tinte caótico, solo a mí. 

Cierro los ojos unos segundos. Quizá es una simple cuestión de enfoque y cansancio visual. cuando los abro, las letras continúan transformándose, mutando, inmersas en un baile misterioso que destruye a la vez que crea el lenguaje. A veces funciona y las recién formadas palabras existen, pero es una cuestión de suerte, amparada bajo el capricho de las letras. 

La palabra coma, se convirtió, por ejemplo, en como, al transformarse solo sus vocales, pero también hay problemas de sentido cuando las consonantes cambian a la par que ellas: yoro, voma; ya se podrán imaginar ustedes la cantidad de combinaciones posibles para una sola palabra. 

¿Qué ocurre? me pregunte. Miré hacia los lados y me cercioré de que el mundo y la vida transcurrieran de forma de normal: cada quien con sus afanes, el sol está en el mismo lugar, acompañado de unas nubes que aseguran lluvia en la tarde, el tráfico, los segundos acumulándose uno detrás de otro; si algo raro ocurre sólo me concierne a mí, a mí cabeza, mi tiempo.

¿Estaré enloqueciendo?, ¿cómo saberlo?,¿quién o qué dicta lo normales o desquiciados qué somos? Pienso que, tal vez, cada quien es loco a su manera, la mía, la de este momento, consiste en delirar con palabras. 

Algo preocupado, acerco el libro a la cara, para ver si las letras quieren transmitirme algún mensaje secreto. Decepcionado me doy cuenta de que la ilusión se debe a un insecto diminuto que aterrizó en la página y le cogió cariño a un par de líneas. Lo soplo y el texto retoma su rigurosidad impresa. 

¿Y si era un mensaje?, ¿una especie de señal? pienso, al tiempo en que me asombra pensar semejantes pendejadas a estas alturas de la vida; de todas maneras, leo las líneas por las que se paseó el transformador de palabras, pero no les encuentro relación alguna con mi vida ni ninguno de mis asuntos personales.