jueves, 27 de diciembre de 2018

Héctor

En la mañana, cuando voy a salir del edificio, la puerta la abre un celador nuevo y joven. Le pregunto su nombre y me da también su apellido; solo se me graba el primero, Virgilio, que considero sonoro. 

También le pregunto que si lleva mucho trabajando en el edificio; me dice que no, que solo está haciendo un remplazo. 

“¿De quién, Christian?”, le pregunto. Me dice que no, mientras intenta recordar el nombre del celador al que está remplazando. No lo logra y busca un papel que tiene a la mano. “Héctor”, responde. “Y eso, ¿está de vacaciones?”, pregunto. 

De inmediato visualizo la cara de Héctor. ¿Qué sé acerca de él?, la verdad muy poco, por no decir nada, pero es un hombre de sonrisa eterna, una de esas personas que dan buena espina. 

Es hincha del deportivo Tolima, y de las pocas conversaciones que sostuve con él, la mayoría  trataban sobre su equipo, en preguntarle cómo iba, qué tal le había parecido el partido del fin de semana. Sus respuestas siempre llevaban sonrisas y risas atravesadas; es un un tipo muy alegre, de esos que le ve el lado bueno a todas las cosas . 

“No—responde Virgilio cortando mi chorro imaginativo—, tuvo un accidente en la moto. Esta en la UCI”. Le pregunto qué le pasó. 

El lunes pasado, al finalizar la tarde, mientras varios, supongo, nos alistábamos para la celebración de la navidad con nuestras familias, Héctor se reunió en la portería del edificio, con el resto de los celadores y trabajadores, para la repartición de los regalos. 

Tiempo después se subió a su moto, y cuando bajaba por una calle dos carros lo cerraron. Héctor intentó maniobrar para no chocarlos, con tan mala suerte que logro esquivarlos, pero un furgón lo atropello. 

Ojalá se recupere pronto. Quiero saber un poco más de su vida, averiguar por qué siempre está de buenas pulgas, y preguntarle de nuevo sobre el Tolima, su equipo del alma.

miércoles, 26 de diciembre de 2018

Cervezas amargas

Hace un tiempo me encontré con un amigo, al que llevaba un largo tiempo sin ver, en un evento. Después de que finalizó caminamos un rato, hasta que encontramos una tienda de barrio, compramos unas cervezas y nos fuimos a su apartamento. 

Esa noche hablamos de muchas cosas, ya no recuerdo qué, pero la conversación fluía de manera “normal”, o lo que sea que eso signifique, hasta que yo, supongo, hablé de libros,  o de un libro, la verdad ya no recuerdo. 

En ese entonces estaba leyendo Fugas de James Rhodes, y creí que una frase del libro. que había leído ese día, aplicaba totalmente para uno de los temas de nuestra conversación. Como llevaba el libro conmigo, le pedí a mí amigo que me diera un momento para encontrarla y leérsela, pues consideré necesario que la escuchara para que me contara qué le parecía. 

Mientras se la leía, la frase produjo en mí ese sentimiento que producen las buenas citas; esa sensación de verdad, de orden. Cuando terminé, levante la cabeza para ver qué me iba a decir, pero lo note aburrido; era claro que la frase no le produjo ningún efecto, no lo movió para nada, es probable que ni siquiera me hubiera prestado atención. 

 No lo culpo, de pronto me excedí con todo el cuento de sacar el libro para leer un fragmento. Supongo que a algunas personas les molesta eso, es decir, que yo hable tanto sobre libros, sobre mi gusto por la lectura, en fin. 

Intentamos que la conversación retomara el cauce previo, pero parece que algunas palabras: mías, de él, se habían desbordado, alterándola. No tenía el mismo ritmo, nos costaba encontrarla; igual seguimos hablando como si nada hubiera ocurrido. 

De un momento a otro mi amigo me dijo algo como: “¿Sabe?, lo que pasa es que usted se escuda mucho en los libros”. “Nahh ¿usted cree? La verdad no creo”, respondí. 

Di esa respuesta porque sentí como si eso estuviera mal, como si la lectura y mi gusto por los libros fuera algo de lo que me debiera avergonzar. Como en muchas ocasiones en las que alguien dice algo que me molesta, no dije nada, actué como si nada hubiera ocurrido, pero sus palabras desbordaron la conversación por completo, en resumidas cuentas, me emputé. 

Pensé en irme, pero no lo hice porque todavía quedaban un par de cervezas, en las que había invertido algo de dinero. Destape una y hablé cualquier pendejada por un rato, dando sorbos largos, quería acabarla rápido para largarme del lugar lo antes posible. 

Después del episodio, nunca le dije que su comentario(s) (Luego del de los libros hizo otro que me la volo por completo), me habían molestado; craso error, lo sé, pero también me gusta evitar el drama. 

Si mi amigo quería tener la razón, debí haberle respondido que sí, que sí me escudo en los libros, y que no le veo nada de malo, pues cada quién mira como sobrellevar mejor la vida, cada quién mira qué veneno o droga se aplica: estudio, alcohol, sexo, infidelidad, religión; el que sea, pues la verdad sobran. En mí caso son los libros, la lectura y la escritura, y no los voy a dejar nunca porque me ayudan a ponerle un poco de orden al caos, al mío y al del mundo.

"La verdad es que la fantasía es una droga:
Freud creía que era un mecanismo de defensa; 
Klein, una proyección; y Jung..., joder, menos mal que está Jung.
A él le parecía algo sano, un modo de acceder a la creatividad"
- James Rhodes, Fugas -

lunes, 24 de diciembre de 2018

Feliz navidad

Hoy no iba a escribir nada. Ayer escribí algo en lo que explicaba mi supuesta no-escritura de hoy, pero deje el texto a medias, supuestamente pare editarlo y publicarlo hoy. Nunca me gusto, no sé, me parece que fue un escrito, digamos, hipócrita. 

Me desperté hace una media hora y no tengo idea a que hora me dormí; fue en la madrugada después de leer un par de capítulos de un libro, y luego de tener el control remoto del televisor en mis manos y dudar de si prenderlo o no; al final lo puse en mí mesa de noche, que de mesa no tiene nada pues es un mueble modular. y decidí dormirme. Parece que hay veces que uno quiere prolongar el día quedándose despierto a la fuerza.

Mi higiene del sueño en los últimos días está muy sucia, entonces quién sabe qué es o cómo debería llamarla. Cuando me trasnocho siempre me prometo dormir las supuestas 8 horas reglamentarias, sin necesidad de poner alarma, pero pocas veces lo logro, pues algo me despierta, un síntoma interno o externo. De pronto tiene algo que ver con mi desorden en las comidas en estos días de fin de año: desayuno tarde, lo que corre la hora del almuerzo, lo que me obliga  a picar  cualquier pendejada en la noche.

Hace un rato, recostado en la cama, y mientras pensaba sobre ese texto que escribí ayer para publicar hoy, se me ocurrió una idea para un cuento. Va a tratar acerca de una persona que emigra. En ese otro lugar “nuevo”, la persona tiene el chance de ser alguien más, de supuestamente cambiar de vida, ser otro(a), aunque creo que uno nunca deja de ser, del todo, quien fue. 

La idea no tiene nada de novedosa, en el sentido en que se han escrito miles de textos similares, es decir, de personajes que experimentan un viaje físico y otro interno al mismo tiempo, pero fue lo que se me ocurrió y todo depende del tratamiento que le dé; lo que más me gusta, es que creo que a diferencia de esa idea para un cuento pretenciosa, de las que les hablé hace un par de ideas, esta me suena sincera.

Pero volvamos a la cama, es decir, visualíceme, querido lector, de nuevo recostado en ella. Estaba ahí, rumiando pensamientos, cuando llegó la idea del cuento y decidí anotarla en el celular, al que le quedaba 15 % de batería. Para un celular normal, o no viejo, esa cantidad de energía habría sido suficiente, pero no para el mío que poco a poco va sacando la mano. No quiero pensar en el día en que de nuevo me toque invertir en uno, son aparatos muy caros, ojalá no dependiéramos tanto de él, de las redes sociales, en fin.

Volvamos ahora al tema de la batería, cuando mi celular tiene esa cantidad de carga, significa que en cualquier momento se puede apagar, y eso fue lo que ocurrió, apenas anoté dos frases que pretendían contener la idea del cuento. 

Luego de eso me distraje con otro par de pensamientos, hasta que decidí reptar, es un decir o, mejor, un escribir, hasta el escritorio y aquí estoy escribiendo estas líneas de navidad, que no tengo idea cómo concluir. Hagámoslo fácil: 

¡Feliz Navidad!

sábado, 22 de diciembre de 2018

El libro de tapa verde

Hace unos años, parece que en otra vida, trabajé cerca del centro comercial Avenida Chile. 

Muchas veces, después del almuerzo, uno de mis planes favoritos era visitarlo, para ir a hojear libros en las librerías, que en ese entonces eran dos: Tornamesa, que aún existe y continúa en el mismo local, y otra pequeña ubicada hacia las escaleras del costado occidental, que no recuerdo cómo se llamaba. 

Esta última me gustaba mucho, y a pesar de lo pequeño que era el local, tenían un amplio surtido de libros. 

Un día, en una de esas hojeadas, tomé un libro de tapa color verde y le di la vuelta para leer la contraportada. El texto con el que me encontré me encantó. Ya no recuerdo sobre qué hablaba, pero prometí comprar el libro en una próxima ocasión en la que tuviera dinero; ese es uno de los grandes problemas de hojear libros compulsivamente, que muchas veces no se cuenta con el dinero suficiente para comprarlos. 

A fin de mes, cuando me pagaron, visité de nuevo la librería, esta vez no para hojear libros, sino para comprar el de tapa verde, pero esa vez no lo encontré por ningún lado. 

Hoy volví a visitar ese centro comercial, no había mucha gente y un Papá Noel con un vestido de color azul, un impostor claro está, se paseaba por el lugar, junto a una mujer que parecía estar disfrazada de duende. 

La librería del local pequeño ya no existe. Guardaba cierta esperanza de que el libro de tapa verde, después de todos estos años, me estuviera esperando; me quedé sin saber que tenía por enseñarme.

viernes, 21 de diciembre de 2018

Ataque de rabia

Hace un par de horas me senté a escribir algo, pero me sentía cansado, quizá debido al ataque de rabia que experimenté hoy. 

Pensé hacerlo en tercera persona, ficcionar de alguna manera el episodio, pero a veces es mejor narrarse en primera. Empecé a escribir un post titulado “Envidia”, pero después de tres párrafos lo encontré zonzo por todo lado, así que decidí borrarlo. Luego, todavía con la sangre hirviendo, me eché en la cama a ver una serie, y exactamente a las 11:40 me entraron ganas de escribir algo, de sacar del sistema los vestigios de esa rabia que oscureció mi día; entonces aplique la técnica de siempre cuando el día se va a acabar y quiero escribir: Creé un post fantasma al que le di el título de punto (.), para editarlo una vez terminara de escribir. 

Ahora, con la ayuda, claro está, de los dos capítulos  que me empaqué de la serie  y lo que he escrito, me parece que fue una simple pataleta, unas ganas desmedidas de coger el mundo a patadas y puños, cosa que no hice porque habría sido muy doloroso. Además, ahora que repaso todo, no entiendo muy bien que fue lo que lo originó. 

Traté lo mejor que pude de liberar toda esa energía, me refiero a la de la rabia, a través de madrazos liderados por la palabra hijupueta, pero eso no dio mucho resultado, pues el insulto, el que sea, siempre nos deja incompletos, como con ganas de algo más; de ahí, supongo, que las personas enloquezcan y hagan cosas de las que no se creían capaces.

De todos modos no le podemos echar toda la culpa a la rabia, y menos en esta época, de la que me molesta que, supuestamente, todo debe ser paz, amor, felicidad y pues no, estimado lector, la balanza de cualquier cosa, nunca se puede inclinar toda hacia un lado, pues siempre debe existir un equilibrio. 

Aunque quizá no tenga que ver con el tema, cuando experimento rabia de cerca, la mía o la de algún familiar o amigo, siempre me acuerdo del título de la canción de los Beatles Happiness is a warm gun (La felicidad es un arma caliente), y también de Freedom: “Your anger is a gift” (Tu ira es un regalo). 

Uno tiene derecho a emputarse, y la felicidad puede ser un arma de doble filo.

jueves, 20 de diciembre de 2018

Ser uno mismo

Salgo de la casa. Prendo el MP3 y me llevo los audífonos a las orejas. Hace Sol, y me siento como en la escena de una película en la que el personaje principal, yo por supuesto, se siente agradecido con la vida. Suena Strange kind of woman, canción que había dejado por la mitad ayer, del Made In Japan, mi álbum favorito. 

No suelo hacer eso, es decir, la manía que tengo es que cuando enciendo el aparato reproductor, debo escuchar una nueva canción desde el principio y no la que quedó a medias el día anterior, pero cuando la canción me gusta mucho hago excepciones; además esta quedó en ese punto en el que Ian Gillan hace el duelo de voz contra la guitarra de Ritchie Blackmore, del que me sé la melodía de memoria.

Luego de esa canción el dios de la aletoreidad me regala She Was, también de Deep Purple pero de una época más reciente, con Steve Morse en la guitarra. Esta canción no me gusta tanto como la otra, pero igual dejo que suene. La primera estrofa de la canción dice lo siguiente:

“She was, she was
She was all that she said she was
She was all that she said she was”
Que bueno sería eso, ¿no?, me refiero a ser todo lo que uno afirma ser, ser sinceros hasta el tuétano, ser los mismos en todos los escenarios de nuestras vidas. 

La canción me hace caminar con una cadencia lenta y su final coincide con la llegada a mí casa. apenas saco las llaves para abrir la puerta comienza a sonar, alineada con mis pensamientos, Come as you are: “Come as you are, as you were, as I want you to be. As a friend, as a friend as a Known enemy”…

Que bueno sería ser uno mismo, dar, llegar o ir tal como se es, entregarse igual en todo lado, tanto en la caracterización virtual que nos damos en  redes sociales,como en persona.

martes, 18 de diciembre de 2018

Amanda

Hoy, al escuchar Hot in here,  canción de moda en el verano del 2002, y que no dejaba de sonar en Freaky Tiki y Baja, dos discotecas de moda en ese entonces, me acordé de Amanda. Yo y mis amigos trabajabamos en un parque de diversiones en Myrtle Beach, y ella ara la supervisora de algunos de ellos. 

A veces la veía en el parque cuando me encontraba con Angela y Carolina, dos amigas. Era una mujer rubia, menuda y de ojos azules. Era bonita, pero nunca me sentí atraído hacia ella. 

Un día nos invitaron a una fiesta que organizaron unos colombianos en un hotel. Todos los hombres teníamos expectativa de conocer a una mujer de Bulgaria que iba a estar allá y que, según los rumores, era hermosa. Yo, la verdad, tenía más ganas de encontrarme con Vanessa una mujer de Lyon, Francia, con pelo negro que le llegaba debajo de los hombros y un acento que me encantaba. 

Cuando llegamos a la fiesta nos encontramos lo de siempre, mucho trago y música a todo volumen: vallenato pues ya sabemos quiénes eran los anfitriones. Me puse a tomar cerveza, bailé algunas canciones, hasta que llegó Amanda junto a mis amigas. 

Ángela me saludo, y me presentó a Amanda. Mucho gusto, como estás, qué haces, qué estudias, en fin, la típica conversación de dos personas que apenas se conoces o, mejor, que ya se conocen pero que nunca habían intercambiado más que un simple saludo. 

Nos pusimos a hablar hasta que mi yo galante salió a la superficie, y le pregunté que si quería una cerveza; me dijo que sí, así que fui a conseguirla, y en mi travesía hacia la cocina del lugar, alguien me presentó a la mujer de Bulgaria. 

Sonó un vallenato y la búlgara me dio a entender que quería bailar. Era muy bonita, cierto, pero lo poco que hablamos, que quién sabe qué temas tocamos en medio del baile, ella siempre terminaba sus frases con una risita sonsa y hacía lo mismo cuando yo terminaba de hablar. Como no encontré mucho terreno en común con la “reina” de la fiesta, hice todo lo posible para volver con Amanda, con quien la conversación fluía mejor o, si acaso, era más natural. 

No recuerdo si finalmente le entregué o no la cerveza—seguro la perdí luego de mi fugaz encuentro con la búlgara—, pero seguimos charlando como si nada. Otra canción sonó, y Amanda me dijo que ella quería aprender a bailar vallenato,  le dije que bueno. Me pare enfrente de ella, le puse una mano en la cintura y otra en la espalda, esperando que ella hiciera lo mismo; en cambio ella lanzo sus brazos detrás de mi cuello. Y bailamos, sí, solo eso, no pasó nada más. 

Como ya dije, no sé bien por qué, pues era una mujer bonita y su lenguaje corporal en esa ocasión tal vez significaba algo más, pero nunca me atrajo, y mucho menos pensé que yo le podía gustar a ella. 

Tiempo después le conté el episodio del vallenato a Andrea, una amiga que trabajó con Amanda, me contó que ella siempre le preguntaba mucho sobre mi vida. 

Me pregunto si con esa información me habría forzado a creer que me gustaba.