viernes, 14 de febrero de 2020

Esquinas

Son 9, un grupo de estudiantes universitarios compuesto por 7 hombres y dos mujeres, los que están sentados en un bar que queda en una esquina de la carrera 11. El grupo de amigos juntó dos mesas para sentarse y la mayoría de ellos tiene una botella de cerveza enfrente. Uno de los hombres reparte aguardiente de una botella. Lo empieza servir bajo y la va subiendo hasta formar un fino hilo del líquido, se nota que tiene experiencia para hacer eso. De los parlantes del lugar sale reggaeton. 

Da gusto mirarles las caras, todos sonríen, felices del momento, de sus vidas y de que es viernes. Una pareja de la tercera edad pasa agarrada de la mano y los mira con extrañeza, como preguntándose el porqué de tanta felicidad. 

Pienso si los lugares guardan trazos de lo que fueron antes, como una especie de conciencia. Antes esa esquina fue un restaurante, y mucho antes una entidad bancaria. 

Camino en dirección al oriente y en la otra esquina de esa calle 4 obreros: 3 hombres y una mujer, que llevan puestos cascos amarillos y overoles azules con manchas de pintura,  están sentados sobre el andén y discuten sobre una de las mejores combinaciones de la vida: Tinto con chocolatina. 

Después de caminar un par de cuadras, en otra esquina, tres mensajeros: 2 hombres y una mujer hablan sobre comer helado. Uno de ellos pregunta: pero, ¿cuánto vale un cono de una bolita de helado en Crepes? Y la mujer responde: “Uy no sé, pero vamos que ya me dio antojo”. 

Cuando llego al apartamento y voy a sacar la llave para abrir la puerta, escucho que alguien toca piano en otro apartamento y ensaya escalas. A veces lo hace despacio como si fuera un principiante y otras veces muy rápido como todo un virtuoso del instrumento. Imagino que el piano está ubicado en una esquina de la sala que da hacia la avenida principal.

jueves, 13 de febrero de 2020

Náuseas

11:28 p.m. de ayer, hoy el día no ha llegado a esa hora, pero eso no importa porque uno podría aventurarse a escribir sobre el futuro, trasladarse a un momento que no existe, desfasarse en el tiempo a propósito, en últimas, complicarse la vida. 


Tengo náuseas, la palabra es igual de fea a la sensación. 

A las 11:28 p.m. les decía, me debatía entre sentarme a escribir algo y echarme a dormir. Ganó la segunda opción que se transformó, ya en la cama, en ganas de leer. La primera, entre redacción y edición, me habría tomado más de los 32 minutos que le quedaban al día, y quería dormirme antes de la medianoche; al final no fue así porque leí hasta casi hasta la 1 de la mañana. 

Le atribuyo las náuseas a eso, es decir, al hecho de no haber escrito nada. Sé que el mundo, el mío que quede claro, se fractura un poco cuando no lo hago. 

Pienso entonces sobre cosas que me dan náusea existencial y aparecen varias en mi cabeza: La necesidad malsana de querer “ser alguien” en la vida, un miembro “funcional” de la sociedad, si es que eso tiene algún sentido, o el querer tener siempre la razón; estar sentado en la verdad, cuando es una mera ilusión, pues como dice Manuel Vilas: “la verdad está siempre en constante transformación, por eso es difícil decirla, señalarla, Más bien siempre está huyendo. Más bien lo importante es reflejar su continuo movimiento, su irregular y desacomplejada metamorfosis”. 

También me dan náuseas esas personas que exudan superioridad moral y que, por lo general, quieren tener la última palabra en las conversaciones, personas que, si uno se fija bien, se mueren por “ser alguien en la vida” y creen ser poseedores de la verdad. 

Termino de escribir estas palabras y la sensación de náuseas se esfumó. Escribir cura.

martes, 11 de febrero de 2020

Mi rejoneador favorito

Debo imprimir mi extracto de la tarjeta de crédito. Enciendo el computador y espero a que cargue, mientras miro la imagen aleatoria que aparece en la pantalla. Parece la de un pueblito inglés con calles empedradas, es de noche y el piso está húmedo. Algunos faroles en la calle están encendidos, al igual que las luces de algunas casas. La imagen me da cierta desconfianza, es decir, el lugar se ve muy agradable, pero como para pasearlo de día, no a las horas en que fue tomada la foto, como para que de una de las esquinas le salte a uno, al cuello, un Jack el destripador.

Ahora en la pantalla aparece la casilla en donde debo introducir la clave, la misma que tiene mi correo. Tecleo rápido y el sistema me avisa que intente de nuevo. “Algún problema de minúsculas y mayúsculas”, pienso y vuelvo a introducirla, pero nada, de nuevo error.

Me descompongo un poco y le hecho la madre al computador, al sistema, a los datos a la nube a todos y todo; por más que tecleo la clave, el computador no quiere arrancar. Decido entonces recuperarla y me sale la casilla donde debo escribir la palabra-no-palabra de verificación, esa que sale en letras torcidas, pero tampoco puedo. intento tres veces, pero  no, nada funciona. Decido que la olvidé y me dispongo a recuperarla con las preguntas de seguridad del correo, esas a las que nunca les presto atención. La pregunta que sale es la siguiente: ¿Cuál es mi rejoneador preferido?

No lo sé, no existe. No me gusta el toreo y menos ver a un jinete hiriendo a un toro quebrándolo por el lomo. ¿En qué estaba pensando cuando escogí las preguntas de seguridad?

Me pongo a pensar si cambié la contraseña hace poco y me convenzo de que así fue; intento con otro par de contraseñas comodines de mi arsenal de contraseñas, pero ninguna funciona. Me levanto del escritorio y me pongo a hacer otra cosa, como queriendo que el mundo regrese a su cause habitual, ese en el que me sé la contraseña de mi correo. Pasados unos quince minutos vuelvo a intentarlo y la contraseña funciona.

Hay momentos en los que el mundo se descoloca, breves instantes en los que la realidad se quiebra y parece que interpretamos el personaje de un sueño.

lunes, 10 de febrero de 2020

Diario

A veces me dan ganas de escribir un diario, de registrar en algún lugar y en detalle, lo que me ocurre en el día, no porque tenga una vida repleta de aventura, sino porque tienen una gran ventaja: su carácter de, simplemente, narrar cosas: lo que se come, conversaciones que se escuchan, la caminata que se hizo en el día, hasta asuntos trascendentales, la muerte para ser más precisos, tema que se nos cruza a cada rato.

Desde hace un tiempo me fascinan los diarios de los escritores porque están repletos de pensamientos acerca de su arte y otros, como los de Anaïs Nin hacen sus veces de oráculo al leer el futuro de forma precisa.

Imagino que la mayoría de los escritores llevan alguno porque es un punto de contacto con la realidad, una manera de anclarse a ella y que les permite abandonar sus reinos de ficción, aunque lo bueno es que muchas veces la realidad resulta tan extraña que supera a la ficción.

Al escribir  un diario no hay que andar pensando en tramas ni en desarrollo de personajes, ni si en lo que se cuenta tiene sentido o no; uno cuenta lo que quiere y el lector, como siempre, tiene la libertad de atribuirle el significado que desee, de mirar si se puede ver reflejado en algo de lo que lee.

Además, funcionan, sí o sí, para ejercitar el músculo de la escritura, que como cualquier otro, si no se ejercita se atrofia.  La regla de oro para que sea un buen ejercicio es contarlo todo, desde lo más anodino y normal hasta  los pensamientos más retorcidos.

"But what is more to the point is my belief that the habit of writing thus
for my own eye only is good practice. It loosens the ligaments. Never mind the
misses and the stumbles. Going at such a pace as I do I must make the most
direct and instant shots at my object, and thus have to lay hands on words, choose
them and shoot them with no more pause than is needed to put my pen in the ink."
— A writers diary, Virginia Woolf —

domingo, 9 de febrero de 2020

Extinguirse

Hoy desperté con unas ganas particulares de extinguirme: dolor de cabeza. Al poco tiempo de deambular en el territorio de la vigilia, la sensación mermó pero, como un recuerdo impreciso, seguía latente. Decidí ignorar el asunto, me fui a preparar el desayuno, pancakes para el alma, y luego buscar algo para ver en Netflix.

Estoy viendo más de 3 series en esa plataforma, pero ninguna ha logrado engancharme, así que emprendí la tarea de buscar otra y apareció el documental “Pandemia”, que aplicaba para la sensación de extinción que había experimentado. Me enrollé en las cobijas, di media vuelta, adoptando una posición que seguro es perjudicial para la columna, y le di play

Luego de 15 minutos de estar viendo el programa mi interés por el documental se extinguió y lo dejé de ver preguntándome: ¿cómo los berracos de Netflix sacaron ese documental preciso cuando esta sucediendo lo del Corona Virus?

Decidí entonces ponerme a leer, y continué con la lectura de los diarios de John Cheever. Recordé que el autor habla en una de las entradas sobre los principios de la autodestrucción, y que cuando esta entra en el corazón, lo hace del tamaño de un grano de arena, que puede venir en forma de dolor de cabeza, indigestión, o cualquier contratiempo pequeño como perder el bus o el tren, y que todo esto lleva a hacer algo tonto u obsceno, que hace que uno desee estar muerto al día siguiente.

Cuando uno comienza a rastrear de qué manera fue que se llegó a ese abismo, concluye Cheever, se da cuenta que todo comenzó del tamaño de un mísero grano de arena.

viernes, 7 de febrero de 2020

Dormir mal

Llevo unos días durmiendo mal, es decir. no paso de 6 horas seguidas de sueño. Me invento métodos para contrarrestar eso, así que decido ver cualquier cosa en televisión hasta la madrugada, para luego enterrar mi cabeza en la almohada cuando ya no me sea posible seguir despierto.

Busco, a modo de tanteo con la mano, el cable de la lámpara de mi mesa de noche para apagarla. Un decir, lo de la mesa de noche, porque no es una per se, sino un mueble modular que haces sus veces de una. Su superficie es un completo desorden; sobre ella se encuentran algunos de los libros que estoy leyendo, una libreta, dos esferos negros de gel, unos artículos de periódico pendientes por leer, una revista de cuentos policíacos y novela negra, una botella de agua, un vaso de rabo ancho desocupado, el reloj despertador y la solidificación de la vejez: dos blísteres de pastillas. Si los elementos estuvieran dispuestos de forma ordenada quedaría espacio libre, pero están derramados sobre la mesa, entropía pura y dura.

En el proceso de búsqueda del cable, mi mano tropieza con el reloj despertador, que cae detrás de la mesa de noche. Maldigo en voz baja y apago la luz.

Luego, cuando despierto, me quedo mirando el techo corrugado del cuarto como buscando el sentido verdadero de la vida, si es que lo tiene, pero no se lo encuentro. Cierro los ojos, los abro, los cierro y, de repente, escucho una melodía que surge del piso. “¿Qué carajos estoy experimentando?”, me pregunto. Tardo en caer en cuenta que el sonido proviene del radio despertador. Luego de caer al piso su alarma quedo configurada no en modo chicharra sino radio.

La canción que suena es acústica, un hombre y su guitarra solos contra el mundo. Parte de la letra dice: “Compañeros poetas tomando en cuenta los últimos sucesos en la poesía, quisiera preguntar, me urge qué tipo de adjetivos se deben usar para hacer el poema de un barco”.  La canción es de Silvio Rodríguez y se llama Playa Girón.  

jueves, 6 de febrero de 2020

Pájaros

Le cuento a mi padre que asistí a una charla de Jeniffer Ackerman, autora del libro: The genius of birds, en el que relata lo inteligente que son las aves y como varía su inteligencia de especie a especie. 

Poco tiempo después de que comienzo a hablar mi padre me interrumpe. Me va a contar una historia. Lo sé porque cuando eso ocurre abre los ojos de determinada manera, sonríe y su cara se ilumina con miles de recuerdos. 

Ya sé cuál es la historia que me va a contar. A su edad casi siempre las repite, pero sus relatos nunca son iguales, siempre les añade nuevas arandelas narrativas que los hacen más ricos; da placer escucharlo hablar. 

Una vez le llevó de regalo a mi abuela una lora, pero cuenta que debía de ser como boba porque ella se empeñó en enseñarle a hablar dándole mantecada bañada en aguardiente y no sé qué más cosas mientras le decía: “Patojita quiere cacao”, pero la lora escasamente llegó a pronunciar un par de frases zonzas. 

La lora pasaba sus días en el solar, en la punta de un palo de madera del que ataban una cuerda a la pared para colgar la ropa. Ese lugar también lo habitaban unos pericos pequeños, verde-amarillos, que rara vez se metían con la lora. Al principio los pericos permanecían en su jaula, pero la abuela comenzó a dejarlos andar por la casa. Un hermano de mi papá estudiaba dibujo y él los llevaba, sobre sus hombros, a su mesa de trabajo. Los pericos lo examinaban todo, vaciaban los contenidos de los cigarrillos, dejando el tubo intacto y molestaban con los lápices, pero por lo general se quedaban en los hombros de mi tío mientras él dibujaba. 

En el patio también había un arbusto mediano que mi abuela regaba con agua que echaba desde una paila. Cuando ejecutaba esa tarea, los pericos se subían a las ramas más altas y se dejaban caer planeando para lavarse por completo, eso les encantaba. A veces la lora venía a fastidiarlos, pero solo bastaba con que uno de ellos le diera un picotazo en la cabeza para que se encaramara, alegando, de nuevo en su palo. 

Mi abuela seguía empeñada en hacer que la lora hablara, pero nada que lo conseguía. Un día, de repente, los que comenzaron a hablar fueron los pericos.