jueves, 2 de julio de 2020

El TOC del ritmo

Desde pequeño un timbalero vive dentro de mi cuerpo. Cuando tenía 5 o 6 años, las agujas de tejer de mi madre hacían sus veces de baquetas y las aporreaba contra cojines, camas y otras superficies. Años más tarde aprendí a tocar batería y compré unas baquetas de verdad. 

Ahora soy muy bueno en el arte de tocar batería aérea y también, a lo largo del día, me invento diferentes secuencias de ritmos que llevo con las manos y pies. Mientras escribo estas palabras llevo un ritmo con mi pie derecho, en el que imagino el golpe del talón como el de un bombo y el de la planta como un redoblante. 

Me obsesiono con un ritmo y lo ensayo en diferentes tempos, hasta que algo me hace olvidarlo y le doy paso a otro, el que sea que llegue. ¿De dónde vienen? No tengo ni idea. A una de mis hermanas le fastidia mucho que haga ruido con manos y pies, pero a veces es algo que hago de forma inconsciente. 

No sé si llevar ritmos a cada rato sea una manera de blindarme ante pensamientos y miedos irracionales que desencadenan ese comportamiento repetitivo. Puede que sí, puede que no todo funcione de forma adecuada en mi cabeza y por eso busco la manera de drenar esas sustancia oscura y espesa, la angustia, que a veces se ubica en la boca del estómago. 

Una vez fui al teatro Jorge Eliecer Gaitán a ver una presentación de un grupo de percusionistas extranjeros que ejecutaban números con ritmos complicados y diferentes objetos. Uno de ellos era con encendedores que prendían y apagaban; eran muy buenos. 

A veces, cuando creo que me invento un ritmo bueno, imagino que asisto a una de sus presentaciones.  En un momento me pasan al frente y me piden que les enseñe un ritmo para que ellos lo sigan. Después de enseñarlo quedan deslumbrados y me ofrecen un puesto en la compañía.

miércoles, 1 de julio de 2020

Frío


Tengo Los pies fríos. Muchas veces, en las tardes, se ponen así. A pesar de que tengo zapatos y medias parece que estuviera descalzo. De pronto es una cuestión mental y apenas siento algo de frío, mi cerebro baja la temperatura de los pies de forma automática, o me hace creer en esa sensación térmica. Si uno se fija bien el cerebro es un cabrón, en fin. 

No sé cuál es el órgano que controla la temperatura del cuerpo humano, me aventuro a pensar que varios deben intervenir de una u otra forma en la tarea, pero necesitan que alguien los coordine. Ese alguien, también supongo, es el cerebro, que se la pasa dando órdenes a nosotros y al resto de los órganos para que está máquina repleta de vísceras, órganos, manías, filias, angustias y obsesiones,  funcione las 24 horas y no parezcamos bichos raros

Con el frío también hay lluvia o la lluvia trae el frío, no lo sé, pero alcanzó a escuchar como cae el agua de forma copiosa y golpea el pavimento. Parece que el agua nunca se cansa o no tiene nada más que hacer aparte de caer o acercarse y alejarse de la orilla una y otra vez como un disco rayado. 

Ese ruido del agua, más el de un perro que chilla de forma desesperada debido al frío, supongo, potencian la sensación que llevo encima. 

No me aguanté las ganas y busqué lo del órgano que controla la temperatura del cuerpo. Resultó ser el hipotálamo; no estaba tan descachado. Cuenta internet que esa parte del encéfalo funciona a manera de termostato y mantiene el equilibrio entre la generación y pérdida de calor. Pero de nada me sirve saber eso porque el frío continúa. 

No es una queja, pues estoy seguro de que nunca he sentido frío de verdad, como esas temperaturas canadienses por debajo de cero, pero pues tengo frío y eso fue lo que les vine a contar.

martes, 30 de junio de 2020

Los ojos

Nunca me ha gustado ese cliché meloso de: “Los ojos son la ventana del alma”. Los ojos son los ojos y ya está. ¿Por qué la persona que se lo inventó, no se conformó con decir que los ojos son las ventanas del cuerpo? Así la frase tendría más sentido, pues los viejitos de túnicas largas de la RAE, que viven con sus narices metidas en libros todo el día, definen una ventana como: “Abertura en un muro o pared donde se coloca un elemento y que sirve generalmente para mirar y dar luz y ventilación”, ¿y cuál es la función principal de los ojos?, pues mirar, ¿no?

Además, ¿cómo puede alguien hablar con tanta propiedad sobre el alma, si no tenemos ni idea qué es? Siempre que leo esa palabra, me acuerdo del libro “¿Cuánto pesa el alma?" que compré, hace mucho tiempo y por pura curiosidad, en un remate de libros de la editorial Random House. En ese libro cuentan cómo un médico intentó pesar el alma, calculando el peso de una persona justo después de su muerte, para compararlo con el peso que tenía antes de exhalar su último aliento; he ahí otro cliché. La diferencia, de haber alguna, de las mediciones, correspondería al peso del alma, que, se suponía, había abandonado el cuerpo.

Luego de una búsqueda rápida de esa frase de los ojos y el alma, leo que en la mirada de una persona están reflejadas sus verdaderas intenciones y que podemos discernir, según el brillo de los ojos, si están felices o enojados, por ejemplo. Imagino entonces que el alma debe ser un amasijo de todos nuestros sentimientos.

Puede que sea verdad y que yo esté equivocado. Mi madre, por ejemplo, tiene unos ojos verdes hermosos que no le heredé. Según ella, a veces el color es más intenso o cambia a un tono gris, de acuerdo a su estado de ánimo. 

Cuando salgo a la calle en estos días, la mayoría de las personas llevamos puesto un tapabocas. Intento entonces descifrar que están sintiendo con quienes me cruzo: la persona que camina en dirección contraria, la cajera de la panadería, el celador del edificio. Miro sus ojos fijamente, pero la verdad no he logrado identificar cómo se sienten ni ver su alma, de pronto soy malo para leer los estados emocionales de las personas, o quizá necesito el resto de sus facciones para descifrarlo. De cualquier manera, querido lector, la frase no deja de ser zonza o, según la RAE: tonta, simple o mentecata.

lunes, 29 de junio de 2020

Sin tapabocas

Camina con la mano derecha metida en el bolsillo. Lleva puestos jeans azules desteñidos y una chaqueta roja. De repente frena en seco y mira hacia ambos lados nervioso, como si estuviera a punto de hacer algo que no debe. Luego se baja el tapabocas con la mano derecha. 

¿Por qué diablos hace eso? Me gustaría gritarle y decirle que es un desconsiderado, pero uno no puede andar por la calle como un maniático, gritándole cosas a gente que no conoce. Lo miro de lejos, al tiempo que lo maldigo en silencio. 

Ahora sube la mano que estaba libre hacia la cara. ¿Se la va a tocar?, ¿acaso está contagiado y ya no le importa nada?. No lo sabemos. No sabemos nada de nadie, pero lo que sí sabemos del hombre, les cuento, porque no he dejado de observarlo, es que se lleva un cigarrillo a la boca, para darle una profunda calada, como si de eso se tratara la vida, la suya por lo menos, claro está. 

Cuando la termina sonríe, parece que está completo, que no le falta nada, que el acto de fumar, por más sencillo que sea, lo es todo para él. La vida está llena de pequeños detalles a los que les atribuimos todo el significado del mundo, detalles que nos sostienen y con los que nuestra existencia cobra sentido, sin ellos seguro enloqueceríamos. 

nuestras miradas se cruzan. Me hago el loco, dejo de insultarlo mentalmente, y miro hacia otro lado.

jueves, 25 de junio de 2020

Plagio

Me entero, por un amigo, que un escritor sacó un libro a modo de denuncia en contra de Enrique Bunbury, en el que afirma que ha localizado 539 versos en sus canciones, que están hechos con fragmentos de otros escritores como Benedetti, Raymond Carver, Frida Kahlo, entre otros, a los cuales nunca citó. 


Leo la noticia por encima y, de ser verdad, me parece descarada la forma en que el músico utilizó los textos de los escritores, pero la verdad nunca he sido fan de su música así que la verdad me importó poco. 

Todos, creo, hemos plagiado algo de alguna manera por simple que sea. Yo lo he hecho, a una menor escala y de forma inversa que Bunbury en algunos cuentos que he escrito, utilizando frases de canciones que me gustan.

En el último que escribí, por ejemplo, hay una escena en la que describo como unas ancianas sentadas en la entrada de sus casas observan a los emigrantes que viajan encima de la Bestia, el tren de carga que atraviesa México. Ellas no los saludan levantando los brazos, sino que les regalan una sonrisa que parece decir: “Dios los bendiga en sus viajes”.

“God bless you in your travels in your conquests and querys”.
No Pressure Over Cappuccino, Alanis Morissette.

En otro, “El aprendiz del rastreador del tiempo”, el protagonista se encarga de tomar el tiempo entre los buses de transporte público en Bogotá. Uno de los pensamientos del personaje es: “La vida es una gran pregunta cuando estás mirando el reloj.” 


“Life is one big question when you’re staring at the clock”.
40oz. to Freedom, Sublime.

Y en el de Nikolče Drangov, el francotirador Croata, para una escena en que una niña con un abrigo camina hacia el centro de una plaza desierta, bajo la mira del francotirador, adapté una figura que utilizó Vargas Llosa en Conversación en la Catedral, que me parece bellísima: “Un vestido del mismo color de su piel, que besaba el suelo y la obligaba a dar unos pasitos cortos, unos saltitos de grillo.”

martes, 23 de junio de 2020

La mujer del vestido rojo

Hace sol. Salgo a caminar un poco para airear la cabeza. Espero que los pensamientos viejos, esos archivos temporales que llevo en algún rincón de mi cerebro, se esfumen y le den entrada a unos nuevos. En parte de eso, supongo, también se trata la vida: Que el flujo, la corriente de ideas que uno lleva en la cabeza nunca se estanque, para así evitar cosas tan nocivas como fanatismos o puntos de vista recalcitrantes. 

Todo es muy distinto de aquella ocasión de los condones y el maní, cuando estábamos a punto de entrar en cuarentena. Ahora todos llevamos tapabocas. La mayoría son de color blanco y no cumplen ninguna función estética, a diferencia del de una mujer que lleva un sombrero de fieltro grande y un vestido violeta largo con un estampado de flores, que le deja los hombros descubiertos. Ella lleva un tapabocas negro que contrasta con el color de su vestido y hace juego con su larga melena crespa de color petróleo. 

Me gusta su pinta y la actitud que lleva como de turista en vacaciones. Se diferencia de los que andamos por ahí por su andar decidido, que invita a pensar que camina contenta, que no solo salió a hacer compras o vueltas de banco aprovechando que hoy es el día en el que puede salir, sino que realmente disfruta de su caminata. 

Imagino también que el color original de su vestido era rojo intenso, pero como es su preferido, se lo ha puesto varios días a la semana desde que comenzó el encierro y se ha ido destiñendo con cada lavada que le ha dado. 

La mujer va por la acera de enfrente y nos cruzamos de largo. Ahí queda, ahora es solo una imagen que circula en mi cabeza. Llego a la esquina tuerzo a la derecha, y paso por un parque en el que veo hombres sentados solos. Lucen sospechosos. ¿Qué hacen ahí?, ¿tienen una cita?, ¿a quién esperan?, ¿a alguien distraído, por ejemplo, para robarlo? No sé, de pronto no. Es posible que también solo estén aireando su cabeza y que sean unos tipos queridísimos, pero prefiero no averiguarlo y apresuro el paso porque no me dan buena espina. 

De vuelta a la casa, me encuentro de nuevo con la mujer del vestido rojo. Ahora está en la entrada de una heladería que tiene la puerta abierta a medias para atender los pocos clientes que la visitan. Veo, de lejos, como saca plata de su billetera para pagar un cono, con una bola de helado blanca, que le acaban de entregar.

lunes, 22 de junio de 2020

Dudar

Lunes 3:39 p.m. Dudo. 

De mi papel en la vida si es que interpreto alguno. Dudo de todo, de las opciones que he tomado, tomaré y la que acabo de tomar hace un instante—¿Será mejor tomar tinto o te? —Sin importar lo insignificantes que parezcan, pues cualquier suceso, imagino, le cambia la dirección a la vida en una u otra dirección, pero nunca nos damos cuenta.  No nos damos cuenta de nada.

Es una tarde quieta, sin sol, pero mucha luz y también como sin aire. Me siento en la mesa de la cocina a tomarme el tinto que me acabo de preparar y lo acompaño con una porción de torta de chocolate. Saben bien. La vida debería consistir en eso: tomar algo caliente y acompañarlo con un postre y una buena lectura, nada más. ¿Acaso es mucho lo que pido? 

Como música de fondo me acompaña el incansable traqueteo de la lavadora y uno que otro trino de un pájaro despistado, supongo. La duda sigue ahí, quieta, intacta, pero me rehúso a caer en ese espiral de preguntas sin respuesta que mi cabeza quiere plantear. 

Miro el cielo a través de la ventana pequeña de la cocina, pero la contraluz no me permite distinguir nada. Así, imagino, debe ser la luz intensa que afirman ver las personas que han tenido experiencias cercanas a la muerte. 

Que lento transcurre este día festivo, este lunes con cara de domingo que se perfila hacia esa hora maldita en la que la tarde está a punto de convertirse en noche y aparece ese nudo en el estomago que nadie sabe bien qué es, pero que todos hemos experimentado alguna vez. 

Le doy un sorbo al cuncho del tinto, que ya esta frío, y raspo del plato restos de chocolate con el tenedor. Luego, agarro el limpión de la cocina y lo tiro en gancho, por encima de mi cabeza, hacia el lugar donde se cuelgan. Si lo engancho al primer intento significa que todo va a estar bien, caso contrario alguna desgracia ocurrirá en mi vida. ¿Cuándo? Quién sabe, pero mejor no tentar al destino, así que el corto tiempo que el trapo dura describiendo un tiro parabólico, deseo con todas mis fuerzas que no caiga al piso. 

Queda enganchado. Por fin una certeza en medio de tanta duda. 

Ahora, mientras escribo esto, llueve.