lunes, 15 de marzo de 2021

Ser Nadie

Me cuesta lidiar con las ganas, propias y de los demás, de ser alguien en la vida. Me molesta esa necesidad malsana de ufanarse  de los triunfos, cargos o títulos que hemos obtenido.

Hoy por unos 20 minutos me tocó ser el M903 en una sala de espera. Esos lugares me generan una pizca de ansiedad, pues siempre pienso que me voy a englobar y no me voy a dar cuenta del momento de mi turno.

Me senté cerca de una pantalla empotrada en la pared, que anunciaba los turnos, y me puse a hacer lo que la mayoría de las personas del lugar hacían: esperar, por supuesto, pero también mirar el celular como si no hubiera un mañana.

A mi lado había una mujer con un pantalón negro, con la pierna derecha cruzada sobre la otra y no dejaba de mover la primera. La pantalla no dejaba de sonar anunciando cada turno, pero como el mío no aparecía, guardé el turno en el bolsillo de la chaqueta y me dispuse, como ya les conté, a darle scroll down al celular porque sí.

En un momento sonó la pantalla y cuando la miré, todos los números ya habían cambiado. ahora aparecía el M902. Me confundí y creí que era el mío. “Vida perra, no me di cuenta y se me pasó mi turno”, pensé. Me puse de pie como un resorte, y a medida que me acercaba al mostrador hurgaba mi bolsillo con furia, sin encontrar el berraco papelito, hasta que por fin di con él, lo saqué y me di cuenta de que yo era el 903.

En ese preciso momento sonó la pantalla, para indicarme que debía acercarme al módulo 2. A mí lado, en el módulo 3, estaba una mujer delgada, de pelo rubio, crespo y mojado, como si hubiera acabado de salir de la ducha.

“¿Cuál es su e-mail señorita Camila?”, le preguntó la mujer que atendía ese módulo.

Camila se lo dictó, y era uno con números y una palabra -no-palabra, que nada tenía que ver con su nombre. En él, la letra g se repetía varias veces. Camila se lo tuvo que volver a decir.

“¿A qué se dedica?”
“Soy empleada.”
“La recepcionista levantó la cabeza y sus ojos expresaban solo duda”
“Sí, ok, pero ¿empleada de qué?, le volvió a preguntar
“Trabajo para una minera”, respondió Camila esta vez, con un dejo de fastidio en su voz, como si quisiera ser nadie, para no tener que responder esa pregunta.
“Si, pero qué hace”, volvió a contratacar la recepcionista

Camila, ya rendida y ante la insistencia de la mujer que exigía conocer sus credenciales, cedió terreno personal y respondió.

“Soy gerente de comunicaciones”.
“Ahh”, respondió la recepcionista, como dando a entender que le daba igual.

Hay una caricatura de Quino que tiene algo que ver con el tema que toco. En ella, Felipe sale hablando con Mafalda. El primero, en un soliloquio corto, le dice a su amiga a modo de pregunta-respuesta: “¿Qué necesita una vaca para ser una vaca?: ser una vaca; ¿qué necesita un perro para ser un perro?: ser un perro, ¿Qué necesita un león para ser un león?: ser un león; ¿qué necesita un ser humano para ser un ser humano?: ser un médico, un ingeniero, un economista, un arquitecto…”

Todos deberíamos ser más como Camila y restarle importancia a quién somos o creemos ser.

I feel in my private pocket and find my credentials—what I carry to prove my superiority.
— The waves —

jueves, 11 de marzo de 2021

Aventarse

Una vez, en la universidad, en un curso o taller, nos preguntaron qué coleccionábamos. No recuerdo que respondí. En algún momento de mi vida coleccioné llaveros, pero me aburrí. En cambio, si recuerdo lo que respondió una mujer de pelo negro corto, con un aire de nostalgia y seriedad: “Yo colecciono recuerdos”. ¿Acaso no hacemos eso todos?, en fin.

Si ese es el caso, yo intento coleccionar citas que leo y me llaman mucho la atención. Hoy me acordé de una de Oscar Wilde que memoricé a medias, pero, si no estoy mal, hablaba acerca de rendirse ante los deseos más profundos que tenemos, y hacer lo que tengamos que hacer, sin pensar mucho en el qué dirán.

Imagino que el autor hace referencia a esos deseos inconfesables, que no le contamos ni siquiera a la(s) almohada(s).

En últimas lo que les cuento tiene que ver con aventarse, palabra que la RAE define muy bien: “ir violentamente hacia alguien o algo”.

Pienso en esto, porque creo que ese es uno de los tantos efectos que nos va a dejar la pandemia, que nos recordó lo finito que somos.

En muchas partes he leído la frase: “Cuando éramos felices, pero no lo sabíamos”. Imagino que después de que pase esta locura, va a haber una epidemia, si me permiten decirlo, de aventamiento.

La gente se va arriesgar más, de forma violenta, a hacer lo que sea: declararle su amor a alguien, viajar a ese destino que mueren por conocer, renunciar a un trabajo o relación, escalar el Everest o nadar con tiburones, yo qué sé.

No sé si eso vaya a ser bueno o malo, pero seguro que las personas dejarán de tomarse todo tan en serio y tratarán de vivir más, de aventarse hacia eso que no pueden sacarse de la cabeza.

Guarden este post para dentro de 100 años, para ver si tengo o no razón.

miércoles, 10 de marzo de 2021

Almohadas

Muchos dicen que para dormir bien solo se necesita un buen colchón, pero pocos son los que les dan a las almohadas el lugar que realmente merecen. 

Que sean dos por favor, una muy blanda y esponjosa y la otra algo maciza, pero no del todo compacta. Hablemos de tres si uno va a leer y es necesario armar una especie de trono contra la pared, y solo una al momento de cerrar los ojos para dormir; caso contrario el dolor de cuello está listo para abrazarnos al día siguiente.

Cuando era pequeño tenía las dos, pero no eran, digamos, almohadas profesionales. Eso me obligaba a  hacer un sándwich en el que las almohadas eran las tapas y los cojines la carne. Estos últimos eran tres pequeños y cuadrados, dos verdes y uno rojo, y dejaban mi cabeza a la altura adecuada cuando ya me iba a dormir.

Una vez en una capacitación que le dictamos al equipo comercial de una empresa, el cliente pagó un hotel cinco estrellas y a cada persona le dieron cuarto con sala, baño con tina y una cama kingsize.

Esa cama tenía un ejercito de almohadas y han sido de las mejores que he probado; uno solo tenía que tirarlas cerca a la cabecera sin ningún orden específico, y quedaran como quedaran, no había necesidad de reacomodarlas. Eran, podría decirse, el nirvana hecho almohada.

Ahora cuento con las dos reglamentarias y un cojín almohada, cuya funda hace juego con el cubrelecho, y que utilizo para edificar mi trono de lectura apenas me meto en la cama. Aunque hay veces que, por alguna razón, lo lanzo lejos y decido quedarme solo con las almohadas.

Cuando ya me voy a dormir, palpo cada una para ver cuál está en mejores condiciones para prestar el servicio, es decir, no debe estar ni tan blanda ni tan dura. Supondría uno que las almohadas no cambian de suavidad o dureza nunca, pero yo sospecho que las mías sí lo hacen, de ahí ese examen que les hago cada noche.

martes, 9 de marzo de 2021

Talleres de escritura

Me gusta tomar cursos de escritura, aunque hay personas, como la escritora Vivian Gornick que dicen que no se le puede enseñar a escribir a las personas, que el don de la expresividad dramática y el sentido natural de la estructura va mucho más allá de intentar escribir, y que todo aquello con lo que se nace es imposible enseñarlo.

Eso dice en un libro que se llama The situation and the story, pero luego como para suavizar ese punto de vista tan enquistado concluye que lo que si se puede hacer es enseñar a las personas a leer y a desarrollar un sentido de crítico hacia una pieza escrita.

Se me ocurre pensar que el día en que Gornick escribió eso se había pegado en el dedo chiquito del pie izquierdo con una esquina de la cama y estaba envenenada, de ahí esas palabras como tan llenas de rabia y superioridad moral.

Es muy probable que si existan esos errores divinos, es decir esas personas que llevan el don de narrar y contar historias en la sangre, y que incluso logran que una lista de mercado sea una obra maestra, pero también, imagino, muchos escritores se han hecho a pulso y han mejorado su arte con el paso de los años.

Pero aunque la Gornick tuviera razón, igual no dejaría de tomar cursos de escritura, porque más allá de querer aprender a escribir como los dioses, me llama más la atención el ambiente de esos espacios, repletos de personas que les gusta leer y escribir, sin importar si lo hacen bien o mal; en últimas lo que más me interesa es juntarme con mi tribu.

En particular me gustan mucho los cursos que tiene clase los sábados a eso de las 9 de la mañana. Cuando doy con ellos, siempre identifico un café cercano al lugar dónde los dictan y madrugo para leer dos horas antes de la clase.

En uno que tomé en el Fondo de Cultura económica, el lugar que seleccioné era el Juan Valdez que quedaba en primer piso. A veces, cuando no lograba madrugar y llegaba justo para entrar a clase, compraba un capuchino y una torta de zanahoria y me la comía en el salón.

El escritor que dictaba el taller siempre hacia algún comentario cuando yo entraba al salón haciendo equilibrio con la bebida y la porción de torta. Al final él siempre se comía las uvas pasas, que yo iba apartando de la torta con el tenedor como un micro cirujano experto.

lunes, 8 de marzo de 2021

Revistas

La semana pasada fui al oftalmólogo. El en ese lugar solo se encontraba la recepcionista y una mujer con su hija pequeña, de unos cinco meses, a la que no dejaba de hablarle, mientras la pequeña sonreía embelesada por las palabras de su madre.

Cometí el grave error de no llevar un libro, así que escaneé el lugar con la mirada para ver si había revistas, pero el lugar, aparte de humanos, estaba desolado. Supongo que las retiraron todas como medida de bioseguridad, yo qué sé.

Siempre le tengo fe a las revistas de ese consultorio, pues en una ocasión, en una espera eterna, comencé a hojear una desprevenido. La mayoría de páginas tenían publicidad de aparatos médicos y medicinas; las que no, hablaban sobre procedimientos quirúrgicos con nombres raros.

Ya casi llegando al final había un artículo de Pedro Mairal. La revista médica le había hecho un encargo al escritor para que hablara sobre el significado de bienestar.

El texto, titulado “No estoy”, es bellísimo. En el, Mairal tuvo la genial idea de separar la palabra: Bien/Estar, y alrededor de esa idea narró una salida de vacaciones con su familia.

El texto me gustó tanto que lo leí y releí varias veces hasta que me llamaron a consulta. Pensé en robarme la revista, pero al final no lo hice, pues me propuse encontrar  el texto en internet apenas llegara a la casa.

Así fue y y le envié el link a unos amigos. Tiempo después lo olvidé, hasta que un día me entró urgencia por leerlo de nuevo. Lo busqué como loco en Internet y no lo encontré. Luego traté de buscar el mail que había enviado, pero tampoco pude dar con él. Incluso le envié un mensaje a Mairal en twitter, preguntándole por ese artículo, pero me ignoró por completo.

No desfallecí en mi búsqueda y por fin di con la revista, pero estaba en ese formato en el que solo se puede ver online, pero los textos no se dejan copiar. Así que me puse en la tarea de transcribir toda la pieza.

Siempre hojeo las revistas de cualquier sala de espera, a la espera, valga la redundancia, de encontrarme con otro gran escrito.

“Cumplo mi rol de niñero socorrista. Mi hija ahora arrastra una manta sobre el pasto. Quiere hacer “cama de nubes”. A la noche hay cama de estrellas y al día “cama de nubes”. Es solo poner la manta bajo el cielo y mirar.”

“De hecho escribir me ayuda a estar, a estar bien, pero bien significa presente, estar bien ahí, bien plantado, estar muy, estar plus, estar más, hiper estar. Bienestar. Escribir me ayuda a estar acá, a ubicarme en el tiempo: ni desfasado hacia atrás pensando en lo que fue o lo que pudo haber sido, ni inclinado hacia adelante ansiando lo que vendrá en un mañana mejor.”

“Parte de mi identidad funciona robóticamente allá, sin mí. Estoy lobotomizado por la distancia. Me felicitan, me insultan, me comentan, me palmean con clicks y yo no estoy ahí. Le mandan mensajes a un fantasma, el vanidoso ausente, al desconectado de su dopamina virtual, sin su gratificación de pantallita, su dosis de droga ancha, sus bits inundando el torrente sanguíneo como un chorro de agua helada en el calor.”

Muchas veces vuelvo al texto de Mairal, y después  de leerlo siento una gran ligereza.

viernes, 5 de marzo de 2021

Obsesión

Hay ocasiones en las que termino de escribir un texto y me obsesiono con él. Lo leo, lo edito, lo vuelvo a leer y editar, y repito esa secuencia de pasos hasta que en un momento determinado lo dejo ser, porque sé que si sigo en esa tónica nunca terminaré de revisarlo.

Hace unos días me paso con uno que había dejado reposando por más de una semana, para que sus cimientos gramaticales se asentaran. Puede que eso haya ocurrido, pero cuando lo volví a abrir no me aguante las ganas de leerlo y volverlo a editar. Le hice ajustes mínimos aquí y allá—eso me hago creer siempre— a la puntuación, cambié unas palabras por otras, a causa de un capricho lingüístico que no sé bien cómo funciona, y luego lo leí en voz alta.

Cuando pensé que lo había terminado, abrí el E-mail para enviarlo de inmediato, antes de que me entrara otra vez la duda. Pero una vez realicé esa acción no me aguanté las ganas, y volví a leerlo.

Tenía la palabra “eres” repetida no en el primer párrafo, sino en la primera línea. Lo corregí y lo volví a enviar, después de cambiar la primera frase.

Hace un tiempo leí un texto de una mujer que alegaba que estaba cansada de los correctores de estilo que eran muy estrictos con la repetición de palabras y que exigen eliminar una cuando esa situación se presenta. La mujer alegaba que hay ocasiones en que eso no es necesario por otras características del texto, como su ritmo, por ejemplo.

Ese no era el caso en el mío, sino un claro error, porque la frase sonaba chistoso. No sé en cuál de las n revisiones que le hice al texto repetí la palabra o si había estado duplicada desde el principio.

Parece que hay palabras que de tanto ser leídas deciden camuflarse.

jueves, 4 de marzo de 2021

En el centro

Debo entregar un sobre en un edificio de oficinas. Cuando llego a la puerta el celador se acerca y me pregunta qué necesito. Le doy el nombre de la oficina a dónde voy y me pregunta que si tengo cita. “No tengo”, le respondo. El hombre respira profundo y luego tuerce la boca. “Pero…” digo, y antes de que termine mi objeción cierra la puerta, no del todo, pero lo suficiente para darme a entender: “Hermanito, lo siento”.

Me quedo ahí de pie e imagino que hago cara de nada, un gesto que mezcla: frustración, rabia, cansancio, entre otras sensaciones. El celador rescata algo de bondad desde las profundidades de su ser y se acerca de nuevo a la puerta. “Toca que llame a la oficina para que alguien baje por el sobre. Si quiere le dicto el teléfono”, y comienza a hacerlo antes de que saque el celular del bolsillo.

Intento memorizar el número que dicta, pero me quedo en 3500… ¿Tres cincuenta qué?, le pregunto ya con el celular en la mano. Vuelve a dictarlo, pero como si estuviera participando en la competición del dictador de teléfonos más rápido del mundo; igual, alcanzo a copiarlo. supongo que nos es el más veloz y le hace falta práctica.

Después de tres timbrazos me contesta Alejandra. Le cuento por qué estoy ahí y a quién busco y me dice que esa persona, un tal señor Wilches, no está, pero que ella puede bajar a recibir el sobre. Al principio de mi espera pienso en retar al celador a que me dicte cualquier otro número, a ver cuál es la pendejada con eso de hacerlo tan rápido, pero otra vez se aleja de la puerta.

¿10, 15, 20 minutos? No sé cuánto tiempo pasa, pero parece que la oficina queda en uno de los últimos pisos del edificio y que Alejandra decidió bajar a pie, a manera de ejercicio físico. Me aventuro a pensar que siempre baja de esa manera, pero subir le da mucha pereza y lo hace por el ascensor.

Volteo a ver que ha pasado con la calle y si ya más personas la transitan, pero sigue igual de desocupada.

En la acera de enfrente hay dos carros de ventas ambulantes muy cerca el uno del otro, que se pelean por llamar la atención de los pocos personas que transitan por el lugar. Uno lo atiende una viejita canosa que lleva puesta una ruana blanca que le queda grande, y el otro un señor con una gorra azul, jean y una chaqueta cortavientos gris. La mujer se pasea de un lado a otro inquieta, cruza una que otra palabra con su competencia y se devuelve a su carro, para al rato volver a hacer lo mismo. El hombre no se cansa de ordenar sus productos que son, en su mayoría, paquetes de galguerías en los que predominan los colores amarillo, verde y rojo. El carro también tiene un cartel de fondo blanco que dice: “Minutos a 200” en letras rojas, y de uno de sus costados cuelga una bolsa roja transparente que, al parecer, contiene mogollas de gran tamaño.

“Señor”, dice el celador, para avisarme que Alejandra, una mujer de pelo negro que le llega hasta la cintura, y que combina con el tapabocas que lleva puesto; por fin llegó. La saludo, le pregunto su apellido, lo olvido al instante y le entrego el sobre. Intercambiamos un par de palabras de pura, digamos, cortesía urbana y nos despedimos.