martes, 7 de septiembre de 2021

Alzheimer

Tengo una cita médica.

Cuando llego al consultorio, la recepcionista atrincherada en una esquina de la sala, en un cubículo con vidrios por todos los lados, me dice que la doctora no me tiene anotado en su agenda.

Me quedo de pie, pensando que mi lenguaje corporal es desafiante y que dice algo como: “¿Y entonces qué hago?

No creo que la mujer se percate de eso, pero le debe dar fastidio tenerme ahí enfrente sin hacer o decir nada y decide hablar  “La doctora me dice que va a buscar un hueco para atenderlo”.

Le doy las gracias y me siento.

En el televisor de la sala, que está a todo volumen, pasan la noticia de un atraco. Un hombre iba a entrar en carro a su conjunto en Chía, y cuando se abrió la puerta llegaron dos motos, una de ellas con parrillero y le apuntaron con una pistola, le hicieron bajar la ventana y lo obligaron a que les pasara algo.

Luego, cuando comienzan los comerciales saco el Kindle, lo prendo y duro un par de segundos decidiendo qué voy a leer. Al final selecciono el Infinito en un junco, un libro que he leído de a pequeños sorbos de lectura y que parece que nunca voy a terminar, pero ahí sigo, ya sabemos que leer no se trata de una estadística, sino de exprimirle todo el jugo experiencia.

Ayer había leído sobre cómo la literatura y los libros salvaron a personas que se aferraron a ellos, en escenarios tan  trágicos como los campos de concentración de la segunda guerra mundial.

Comienzo a leer y ahora Vallejo, la autora, cuenta un episodio de la guerra de Sarajevo y como ardió la biblioteca pública de la ciudad luego de que fuera bombardeado el edificio Vijećnica donde se encontraba ubicada.

En ese momento llaman a consulta a un paciente. Es un hombre viejo que casi no se puede mover. Lo acompaña su hija.

Cuando comienzan a caminar la recepcionista grita desde su trinchera: “Solo entra el paciente”

La hija le regala una mirada desafiante y le dice: “¡Tiene alzheimer!”

De los libros de la biblioteca de Sarajevo, como los recuerdos de ese hombre, ya no queda nada.

lunes, 6 de septiembre de 2021

Las diez de la noche

Ya no es esa hora, pues acaba de pasar. Así lo dictaminaron los diez campanazos del reloj cucú, pero ya sabemos que eso del tiempo es relativo, en el sentido en que todos llevamos uno distinto. Por eso, quizás, es que hay veces en las que no coincidimos con las otras personas y nos gusta más vivir en conflicto que en armonía.

Eso, lo de las campanadas me refiero, ocurrió hace un rato, cuando estaba echado en la cama. Podría haberme quedado allí, tendido, mirando al techo, como tanto me gusta hacerlo, pues no tenía ni idea sobre qué escribir.

Si me puse de pie fue porque, como ya saben, si no escribo en este espacio, algo se desbarajusta en mi mundo, y el mío, supongo, de alguna manera estará conectado al de ustedes de una u otra forma, bien sea por esa teoría de los 6 grados de separación o por lo que sea (disculpe usted, estimado lector, que no conozca más teorías para respaldar lo que escribí).

No sé, quizá sea bueno escribir así no se tengan muchas ganas o no se sepa bien sobre qué, pues es posible que los textos siempre tienen algo por decirnos. Creemos que tenemos total control y dominio sobre ellos, pero, se me ocurre pensar, son ellos los que mandan, y nosotros, los que escribimos, somos un simple médium por el que cobran vida. Vaya uno a saber.

A la larga, como ya lo he dicho, no sabemos nada, o, más bien, sabemos mucho menos de lo que creemos saber, pero como todos vivimos engañados, nadie corrige a nadie, nadie le dice al otro que lleva la hora mal puesta en su reloj, y de ahí que vivamos a destiempo, tropezándonos los unos con los otros a cada rato.

viernes, 3 de septiembre de 2021

Drenar el dolor

Conocí la obra de Rosa Montero luego de enterarme que Juan José Millás escribía columnas para El País. Investigué quienes eran los otros columnistas y di con ella. Aún tengo pendiente a Javier Marías, escritor que volvió a aparecer en mi vida hace poco, luego de que una prima me recomendara su novela Berta Isla.

Lo primero que leí de Montero fue "La ridícula idea de no volver a verte", un libro bellísimo que explora los diarios de Marie Curie y la relación de estos con la muerte, su vida y, me atrevo a decir, la de todos.

Luego caí en el Peso del corazón, es decir, empecé la trilogía de su personaje favorito Bruna Husky, por la segunda entrega. En esa obra Husky, una androide, sabe cuántos años le quedan de vida, pues está diseñada para durar diez años, y cada día lo recuerda.

La desesperación por la llegada de la muerte, dice Montero, es algo que ha tenido desde niña. De ahí, imagino, su obsesión con el paso del tiempo, otro tema recurrente en toda su obra.

Pero afirma que esa conciencia sobre la muerte, en vez de llenarla de angustia, le ha ayudado a ver la vida como una droga que le quema las venas, y eso le ha ayudado a apreciarla mucho más.

Cuando comenzó a escribir esa saga futurista de novela negra, su pareja enfermó y solo bastaron diez meses para que muriera. En medio de esa tormenta emocional, Montero no paro de escribir y dice que si logro hacerlo fue por Bruna, pues se siente más cerca de ella que de ninguno de sus otros personajes.

Imagino que escribir, entre muchas otras cosas, sirve para drenar los dolores que nos causa la vida.

"Escribo para otorgar al mal y al dolor
un sentido que sé que no tienen"
- Rosa Montero -

miércoles, 1 de septiembre de 2021

Aguacero de tristeza

Mariana Salgado acaba de salir de la oficina.

Luego de que una corriente de viento helada se estrella contra su cara, levanta la mirada hacia el cielo. Está encapotado, con nubes sucias de todo tipo de grises.

“Va a llover piensa” y con pasos rápidos se une al caudal humano que transita por la acera.

Ahí va, caminando de afán, con la cartera aferrada a su pecho, mientras unos goterones gordos comienzan a manchar el pavimento. Salgado apresura el paso.

En ese momento, por la extraña manera en que funcionan los recuerdos, le llega a su cabeza una canción y la comienza a tararear mentalmente.

La canción, que no tiene nada en particular, por alguna razón le toca las fibras de la nostalgia y le dan ganas de llorar. En vez de fijar sus pensamientos en algo diferente, como el hombre de barba rala y lentes de marco negro y grueso que vio hace unos segundos y le llamo la atención, Salgado decide arremolinarse en la melancolía. A veces, piensa, es bueno abrazar la tristeza y no resistirse a ella.

Da un paso, da otro, no aguanta más y un chorro de lágrimas imparables comienza a escurrir por su cara.

Respira con dificultad. Se detiene, se recuesta en el muro del antejardín de una casa y apoya el mentón contra el pecho. Llora desconsolada.

Sabe que varios transeúntes la miran detenidamente antes de pasarla de largo. Espera un rato para ver si se calma, y por si, de pronto, alguien se acerca a preguntarle qué le pasa.

Así lo hizo una vez ella. Se acercó a una mujer que estaba sentada y llorando en un andén y le preguntó qué le ocurría.  Se había enterado que su esposo había muerto.  De pronto por eso ninguna persona se detiene a preguntarle qué le ocurre, porque presienten que es una simple pataleta. 

Nadie se acerca.

Salgado se pone de pie y emprende de nuevo su camino. La melodía de la canción sigue martillando su cabeza. A pocos metros del paradero, el cielo se rompe por completo, pero no se preocupa en resguardarse de la lluvia, que se mezcla con sus lágrimas.

martes, 31 de agosto de 2021

La pistola en el cajón

Me gusta leer para pasar un buen rato, no para evadir la realidad, sino para deshabilitarla por un tiempo pues, con los absurdos que nos propone a diario, ya sabemos que supera a la ficción.

Ya les conté en esta entrada que me gustan mucho los diarios de los escritores por su crudeza, y porque son piezas donde los autores se esfuerzan en contar, sin necesidad de estar ligados a una estructura narrativa o trama.

También hay ocasiones en las que me gusta leer para cuestionarme, para enredarme un poco la cabeza con nuevos interrogantes.

"Sentir cierta incomodidad es parte de la experiencia de leer un libro; hay mucha más pedagogía en la inquietud que en el alivio", dice Irene Vallejo y no puedo estar más de acuerdo.

Me gusta la sinceridad de esos libros que causan incomodidad, porque evidencian que el autor no se quería guardar nada, que, de forma simbólica, quería morir en o con el escrito.

Creo que los diarios de Sándor Márai son de ese tipo.

El escritor narra sus últimos años de vida y su deterioro físico. Después de que Lola, su esposa, muere. Luego de haber pasado 62 años juntos, el escritor comienza a contemplar la idea del suicidio.

“¿La echo de menos? Tanto como echaría
de menos el aire. Me la evocan las palabras, los objetos, todo.
Incluso al aire le falta algo.”

“Durante sesenta y dos años todo se lo he leído primero a ella, 
todos los escritos. Ya no tengo a quién hacerlo. La expresión escrita 
ha perdido todo atractivo para mí. Si ella se va, debo seguirla 
sin algaradas, sin hacer ruido."

Cuenta que un día va a reclamar una pistola, y que el vendedor se la entrega empacada con esmero, junto con 50 balas. Márai le indica que no va necesitar tantas, pero el dependiente se encoge de hombros y contesta: “eso nunca se sabe”.

Luego, en un viaje que hace a donde unos amigos, dice que le conforta pensar en el revolver que tiene en el cajón de la mesita de noche, y que su pensamiento no es producto de la desesperanza, sino que es la única forma de huir de su situación, pue no concibe la idea de no tener control alguno de su cuerpo.

En otro aparte se pregunta: “Si el deterioro de mi ojo avanza a este ritmo, ¿seré capaz de encontrar la pistola en el cajón?”

“He dejado el revólver en el cajón de la mesita de noche para 
tenerlo a mano si llega el momento en que desee morir. 
Aunque cabe la posibilidad que al final ocurra de otra manera. 
Todo es siempre de otra manera.”

lunes, 30 de agosto de 2021

99 emails

Llevo media hora mirando la pantalla, y no se me ocurre nada. Dicho estado, al parecer, convierte mi cabeza en un territorio minado por la duda, en un remolino de autorreproches y preguntas existenciales que no tienen respuesta alguna.

Busco refugio en la carpeta de spam de mi email. Tiene 99 mensajes.

A veces ingreso esa carpeta, porque fantaseo con la idea de que si no la reviso, me voy a perder un mail que me va a cambiar la vida. Qué se yo, un productor de cine se topó con uno de mis cuentos y lo quiere hacer una adaptación para llevarlo a la pantalla grande.

Esos números que están como al filo del abismo de la siguiente escala numérica causan intriga. Imagino que esa es una de las razones por las que algo que cuesta 9,99 dólares nos llama la atención, en fin.

Mi fantasía me hace entrar en esa carpeta, para ver si, en efecto, por fin me voy a encontrar ese mensaje que llevo esperando desde hace tiempo, ese mensaje que me va a cambiar la vida; porque uno siempre quiere ser otro o que la buena suerte, en cualquiera de sus presentaciones: fama, billete o fortuna, lo encuentre  porque sí, solo por el mero hecho de creer ser buena persona, de existir.

Ya en la carpeta comienzo a darle scroll down como si mi vida dependiera de ello. Y cuando llego al final del down, le doy scroll up. Repito la operación un par de veces.

Cuando estoy a punto de abandonar la carpeta, el asunto de Un email capta mi atención. Morgan, me pregunta: Can I tell you a secret, Juan?

No veo la necesidad para tanto secretismo si se trata de anunciar la buena fortuna, además que solo me pertenece a mí.

Me reclino en la silla y pongo las manos detrás de la cabeza, mientras me imagino en un evento en el que doy entrevistas cada dos pasos, mientras los flashes de las cámaras alumbran mi cara.

A veces sonrío y otras decido adoptar una expresión seria, como para que las personas se pregunten: “En qué estará pensando?”.

Abro el email que me va a llevar a la cima del mundo.

Me llevo una gran decepción porque Morgan, como muchos otros en internet no me quiere dar ninguna sorpresa, ni transformar mi vida de la noche a la mañana, sino que quiere venderme una formación para diseñar cursos digitales.

Tanto misterio para nada.

Me devuelvo. Borro todos los mensajes de la bandeja de spam y me río de mi estúpida fantasía, pero sé que en el fondo sigo esperando ese mensaje que lo va a cambiar todo.

jueves, 26 de agosto de 2021

Fuego

Me salió un fuego  a la derecha del labio superior. A cada rato me paso la lengua por encima de él para ver si, como por arte de magia, desapareció, pero ahí sigue. 

 Cada vez que lo hago, aparecen en mi cabeza, como en estampida, un conjunto de palabras: fiebre, temperatura, combustión, calor y hielo.  Me imagino que esta última, tan opuesta a las otras, y que aparece por un segundo y luego se derrite; lo hace porque el cerebro siempre anda tras la búsqueda de equilibrio para que no enloquezcamos.

Esas son las palabras principales. A veces otras se les pegan otras, pero no aguantan estar al lado de esas palabras calientes y por eso el grupo, como una manada compacta, termina siendo siempre el mismo.

No sé a qué se deba. Tengo entendido que cuando salen fuegos es porque a uno le da fiebre mientras duerme, porque esa es una característica de los fuegos:  se acuesta uno sin ellos y al día siguiente nos acompaña. Nunca, que yo recuerde. me ha aparecido un fuego en los labios durante el día.

Dicen otros, o los mismos, qué sé yo, que muchas veces ese tipo de accidentes corporales, son producto de cosas que no andan bien en uno a nivel emocional. Fuegos mentales que van quemando nuestros nervios, y la forma que encuentra el organismo para defenderse es somatizarlo de diferentes formas, como un fuego en los labios.

Para tratarlo me eché Sangre de Drago, un producto que conocí gracias a un diseñador con el que trabajé, que vivía cortándose los dedos con un bisturí. Él le tenía tanta devoción a ese producto, que yo creo que lo utilizaba hasta para cocinar.

Desde que el fuego apareció he tratado de identificar algún tipo de angustia o estrés, pero, al parecer, no tengo ninguno, pero uno nunca sabe qué carajos esconde la mente. Ya lo he dicho que todos estamos locos, y que si aún conservamos algo de cordura, es porque ningún evento ha logrado disparar nuestra demencia.

Acabo de pasar, otra vez, la lengua por él y ahí sigue.

Me salió un fuego, eso era todo lo que les quería contar.

Los mantendré informados.