Es una tarde fría y lluviosa y un hombre camina a paso apresurado hasta que alcanza la cornisa del edificio que busca. Se sacude las gotas de las solapas de su abrigo con la mano derecha y luego entra al lugar.
Le pide indicaciones a un portero sobre la oficina que busca y minutos después, cuando por fin la encuentra, la secretaria de la academia de artes de Viena le pregunta: Wie heissen Sie? (¿Cuál es su nombre?)
El hombre que está a punto de responder es pequeño y lleva un bigote cómico como de personaje de caricatura.
“Adolf Hitler”, responde.
La mujer toma un libro gordo y lo mueve con dificultad hasta ponerlo encima de su escritorio. Luego busca los apellidos que empiezan por la H y desliza su dedo por ellos: Haas, Heinrichs, Herrmann, Höfler, Hoover, Hidmann, Hiebaum, Hildmann, hasta que por fin llega a Hitler. Luego busca uno al que lo acompañe el nombre Adolf y desliza su dedo hacia la derecha, sobre una columna titulada “admitido”. La casilla tiene la palabra “Nein”.
Le da la noticia y complementa la información con una frase de consuelo vacía: “puede volver a intentarlo el año que viene.”, pero eso ya se lo habían dicho la primera vez que se presentó en 1907 y este, 1908, es ese año que viene que le habían dicho.
Warum? (¿por qué?) se pregunta el joven Hitler. Nadie se lo dice, pero la razón es que como pintor no es original ni creativo.
Aprieta los puños y no dice nada. La rabia lo consume lentamente, da media vuelta y deja el lugar.
Un par de años más tarde, en 1914, estalla la Primera Guerra Mundial y Hitler cae en las garras del ejército. Eso sí, nunca abandona la pintura, ni siquiera en tiempos de guerra, e incluso carga su caballete y utensilios al frente de combate.
miércoles, 3 de enero de 2024
martes, 2 de enero de 2024
No me sale nada
Me senté hace como media hora a escribir algo, pero no me sale nada. Primero quise escribir sobre Carlos, que a la pregunta “ ¿Cómo le fue de inicio año? respondió: mal. Hoy se enteró de que un tío de él, que sufría de depresión, se suicidó ahogándose. Le alcance a arrancar un poco más de 200 palabras a ese tema, pero leí lo que había escrito y no me convenció, entonces decidí escribir sobre otra cosa.
Pensé entonces escribir algo sobre Natalia, la vez que nos agarramos cuando estábamos de rumba en Medellín, y de cómo soñaba bailar con ella la canción Underneath it all.
la probabilidad de que la pusieran en el sitio al que fuimos debía ser mínima y como nos agarramos, esa noche quedó en nada. A ese tema le salieron 266 palabras, pero leí lo que llevaba y me pareció que le faltaba un cojonal de sinceridad, entonces también lo dejé.
Por eso ahora escribo sobre mi gran capacidad para no escribir, porque imagino que me va a ocurrir lo mismo con cualquier otro tema que escoja.
El punto, si es que lo hay, es que este año quiero volver a escribir de Lunes a Viernes en este espacio. El que paso me costó hacerlo y no sé si fue porque gasté las palabras en otros escritos o qué. Me pregunto si eso es posible, ¿qué? me refiero a secarse de palabras. No sé, siento que hace unos años me fluían con más facilidad, que podía ver una mosca volando y escribir sobre el suceso sin problema alguno, pero ahora me siento y hay veces en que me quedo viendo la pantalla como un tarado, me aburro y decido hacer otra cosa.
Seguro que son excusas y lo único que ocurre es que no he puesto atención suficiente a lo que me ocurre a mí o a otras personas.
Eso era todo, quería escribir algo y por eso esta especie de Disclaimer, signifique lo que eso signifique.
Pensé entonces escribir algo sobre Natalia, la vez que nos agarramos cuando estábamos de rumba en Medellín, y de cómo soñaba bailar con ella la canción Underneath it all.
You see the colors in me like no one else
And behind your dark glasses you're
You're something else
la probabilidad de que la pusieran en el sitio al que fuimos debía ser mínima y como nos agarramos, esa noche quedó en nada. A ese tema le salieron 266 palabras, pero leí lo que llevaba y me pareció que le faltaba un cojonal de sinceridad, entonces también lo dejé.
Por eso ahora escribo sobre mi gran capacidad para no escribir, porque imagino que me va a ocurrir lo mismo con cualquier otro tema que escoja.
El punto, si es que lo hay, es que este año quiero volver a escribir de Lunes a Viernes en este espacio. El que paso me costó hacerlo y no sé si fue porque gasté las palabras en otros escritos o qué. Me pregunto si eso es posible, ¿qué? me refiero a secarse de palabras. No sé, siento que hace unos años me fluían con más facilidad, que podía ver una mosca volando y escribir sobre el suceso sin problema alguno, pero ahora me siento y hay veces en que me quedo viendo la pantalla como un tarado, me aburro y decido hacer otra cosa.
Seguro que son excusas y lo único que ocurre es que no he puesto atención suficiente a lo que me ocurre a mí o a otras personas.
Eso era todo, quería escribir algo y por eso esta especie de Disclaimer, signifique lo que eso signifique.
martes, 26 de diciembre de 2023
Guardar el puestico
24 de diciembre por la mañana.
Mi hermano me pregunta si quiero acompañarlo a un centro comercial para hacer una compra de último minuto.
Lo dudo porque me desperté a las 2.00 a.m, caí en el abismo de hojear el celular y no dormí mucho, así que preferiría quedarme haciendo pereza. “No sé”, respondo. Me dice que si me decido acompañarlo, sale en quince minutos.
Acomodo las almohadas, cierro los ojos, pero el sueño se esfumó por completo, así que me levanto y me meto a la ducha.
Más tarde paseamos por el centro comercial y mi hermano no consigue nada de lo que está buscando. “Vámonos”, dice, pero antes de salir debemos comprar unas cosas, para la cena de navidad, en el supermercado.
Si el centro comercial está lleno, el supermercado es un territorio de guerra. Vamos por unos pan baguette a la panadería y no encontramos ni medio, pero el panadero mete los dos que necesitamos al horno. Mi hermano me dice que lo mejor es que me adelante y vaya a pagar el esto de cosas a las cajas que quedan a la salida del lugar.
Las cajas están a reventar y las colas para pagar están larguísimas, me hago en una que tiene un aviso que dice: “Máximo 10 productos”, la caja rápida que llaman, pero la verdad está lenta. Miro a la cajera y atiende como con desgano y con cada cliente se demora bastante. No la culpo, debe estar cansada como un berraco.
Cuando comienzo a hacer fila solo hay 4 personas delante de mí, pero luego de un par de mintos la cola detrás mío crece con furia navideña.
Como siempre ocurre cuando hago fila en un supermercado, parece que en mi frente aparece un letrero que dice “Pase por aquí”, pues varias personas quieren cruzar la fila justo por el lugar en el que estoy ubicado.
La mujer que tengo delante, que lleva puesto un saco navideño con mucho verde y rojo, se voltea y me pregunta: “¿Será que me puede guardar el puestico?”. “Claro”, le repondo. Me agredan ese tipo de códigos sociales tácitos, y me acuerdo de ese otro que ocurre en un bus y que consiste en pasar las vueltas del pasaje de una persona de mano en mano,
Mientras guardo el puestico, me distraigo con el títulos de uno de los libros que ofrecen en la caja como: Enseñale a tu ansiedad quién manda. Pienso que debe ser porno motivacional, pues creo que si se trata de mandar, la ansiedad nos da dos vueltas, pero ¿qué sé yo?.
Otro título es El milagro metabólico, pero ese no me dice nada. De pronto me parece aburridor porque lo asocio con dietas. En fin, mientras echo globos con los títulos de los libros, un hombre que está atrás le habla a una bebé: “Mi amor, ¿quieres tetero?”. El único gesto que hace la niña es estirar los brazos, el hombre lo toma como un sí y con unos movimientos rápidos y precisos, saca un biberón y prepara el tetero como de la nada.
La fila sigue sin avanzar y ahora pienso que el gentío y un turno que parece no terminar, le pueden causar ansiedad a la cajera.
A la mujer, pienso, le debe saber a mierda tener que trabajar un 24 de diciembre, con una balaca ridícula con dos papás noel que tiemblan cada vez que se mueve.
Mi hermano me pregunta si quiero acompañarlo a un centro comercial para hacer una compra de último minuto.
Lo dudo porque me desperté a las 2.00 a.m, caí en el abismo de hojear el celular y no dormí mucho, así que preferiría quedarme haciendo pereza. “No sé”, respondo. Me dice que si me decido acompañarlo, sale en quince minutos.
Acomodo las almohadas, cierro los ojos, pero el sueño se esfumó por completo, así que me levanto y me meto a la ducha.
Más tarde paseamos por el centro comercial y mi hermano no consigue nada de lo que está buscando. “Vámonos”, dice, pero antes de salir debemos comprar unas cosas, para la cena de navidad, en el supermercado.
Si el centro comercial está lleno, el supermercado es un territorio de guerra. Vamos por unos pan baguette a la panadería y no encontramos ni medio, pero el panadero mete los dos que necesitamos al horno. Mi hermano me dice que lo mejor es que me adelante y vaya a pagar el esto de cosas a las cajas que quedan a la salida del lugar.
Las cajas están a reventar y las colas para pagar están larguísimas, me hago en una que tiene un aviso que dice: “Máximo 10 productos”, la caja rápida que llaman, pero la verdad está lenta. Miro a la cajera y atiende como con desgano y con cada cliente se demora bastante. No la culpo, debe estar cansada como un berraco.
Cuando comienzo a hacer fila solo hay 4 personas delante de mí, pero luego de un par de mintos la cola detrás mío crece con furia navideña.
Como siempre ocurre cuando hago fila en un supermercado, parece que en mi frente aparece un letrero que dice “Pase por aquí”, pues varias personas quieren cruzar la fila justo por el lugar en el que estoy ubicado.
La mujer que tengo delante, que lleva puesto un saco navideño con mucho verde y rojo, se voltea y me pregunta: “¿Será que me puede guardar el puestico?”. “Claro”, le repondo. Me agredan ese tipo de códigos sociales tácitos, y me acuerdo de ese otro que ocurre en un bus y que consiste en pasar las vueltas del pasaje de una persona de mano en mano,
Mientras guardo el puestico, me distraigo con el títulos de uno de los libros que ofrecen en la caja como: Enseñale a tu ansiedad quién manda. Pienso que debe ser porno motivacional, pues creo que si se trata de mandar, la ansiedad nos da dos vueltas, pero ¿qué sé yo?.
Otro título es El milagro metabólico, pero ese no me dice nada. De pronto me parece aburridor porque lo asocio con dietas. En fin, mientras echo globos con los títulos de los libros, un hombre que está atrás le habla a una bebé: “Mi amor, ¿quieres tetero?”. El único gesto que hace la niña es estirar los brazos, el hombre lo toma como un sí y con unos movimientos rápidos y precisos, saca un biberón y prepara el tetero como de la nada.
La fila sigue sin avanzar y ahora pienso que el gentío y un turno que parece no terminar, le pueden causar ansiedad a la cajera.
A la mujer, pienso, le debe saber a mierda tener que trabajar un 24 de diciembre, con una balaca ridícula con dos papás noel que tiemblan cada vez que se mueve.
viernes, 22 de diciembre de 2023
La abuelita
Nunca fui muy cercano a mis abuelas. La paterna vivía muy lejos y la visitábamos con muy poca frecuencia, y mi relación con la materna, Inés, no pasaba del pico en la mejilla para el saludo y la despedida.
Recuerdo a la abuelita, porque leo una novela en la que una abuela es un personaje importante, y el narrador la llama así: abuelita.
Cuando era pequeño, mi abuelita vivía en una casa de dos pisos inmensa que parecía tener cientos de cuartos. Ella ocupaba el segundo piso con dos de mis tías, y el primero lo arrendaba a una familia o familias que siempre me causaron curiosidad, pero nunca supe quiénes eran. Me resultaba extraño que dos familias que no tenían nada que ver, vivieran en un mismo lugar.
De esa casa recuerdo que el piso de la sala y el comedor era de madera y a mí me gustaba deslizarme por él cuando lo encerraban, hasta que mi madre o alguna de mis tías me regañaba para que dejara de hacerlo. Al fondo había un radio viejo y gigante, que nunca funcionó o que nunca prendían.
Años más tarde a la abuelita, una mujer menuda y arrugada como una pasa, que caminaba como dando pasitos de pingüino, le comenzó a fallar la visión. A pesar de que la mejor opción para su edad eran unas gafas, por pura vanidad se negó a utilizarlas y se obligó a utilizar lentes de contacto.
También recuerdo el ritual que tenía para ponerselos: extendía un pañuelo blanco sobre la cama y con una parsimonia que parecía tomar 100 años, se arrodillaba para ponerselos. Aunque siempre procuraba hacerlo con cuidado, muchas veces algún lente se perdía y mi madre y mis tías terminaban todas en cuatro patas buscándolo. Hoy supe que una vez sintió una molestía cuando se puso uno, y la solución que encontró fue limarlo.
A la abuelita también le diagnosticaron diabetes y mis tías cuidaban mucho su alimentación. A veces se metía a la cocina y salía con un aire distraído con las manos debajo de sus sobacos. “Mamá, ¿qué lleva ahí?”, le preguntaban mis tías. “Nada”, respondía ella. A veces la dejaban en paz, pero si repetía esa conducta mucho la requisaban, porque lo más probable era que debajo de un brazo llevara un pan y del otro un bocadillo.
Los últimos años de su vida fueron tristes, porque una trombosis la dejo en coma y tendida en una cama por 4 años. Me aterra pensar que sentía, si es que sentía algo en esa época. Porque aunque no tenía como comunicarse, sus ojos, negros y profundos, seguían a las personas por la habitación.
Recuerdo a la abuelita, porque leo una novela en la que una abuela es un personaje importante, y el narrador la llama así: abuelita.
Cuando era pequeño, mi abuelita vivía en una casa de dos pisos inmensa que parecía tener cientos de cuartos. Ella ocupaba el segundo piso con dos de mis tías, y el primero lo arrendaba a una familia o familias que siempre me causaron curiosidad, pero nunca supe quiénes eran. Me resultaba extraño que dos familias que no tenían nada que ver, vivieran en un mismo lugar.
De esa casa recuerdo que el piso de la sala y el comedor era de madera y a mí me gustaba deslizarme por él cuando lo encerraban, hasta que mi madre o alguna de mis tías me regañaba para que dejara de hacerlo. Al fondo había un radio viejo y gigante, que nunca funcionó o que nunca prendían.
Años más tarde a la abuelita, una mujer menuda y arrugada como una pasa, que caminaba como dando pasitos de pingüino, le comenzó a fallar la visión. A pesar de que la mejor opción para su edad eran unas gafas, por pura vanidad se negó a utilizarlas y se obligó a utilizar lentes de contacto.
También recuerdo el ritual que tenía para ponerselos: extendía un pañuelo blanco sobre la cama y con una parsimonia que parecía tomar 100 años, se arrodillaba para ponerselos. Aunque siempre procuraba hacerlo con cuidado, muchas veces algún lente se perdía y mi madre y mis tías terminaban todas en cuatro patas buscándolo. Hoy supe que una vez sintió una molestía cuando se puso uno, y la solución que encontró fue limarlo.
A la abuelita también le diagnosticaron diabetes y mis tías cuidaban mucho su alimentación. A veces se metía a la cocina y salía con un aire distraído con las manos debajo de sus sobacos. “Mamá, ¿qué lleva ahí?”, le preguntaban mis tías. “Nada”, respondía ella. A veces la dejaban en paz, pero si repetía esa conducta mucho la requisaban, porque lo más probable era que debajo de un brazo llevara un pan y del otro un bocadillo.
Los últimos años de su vida fueron tristes, porque una trombosis la dejo en coma y tendida en una cama por 4 años. Me aterra pensar que sentía, si es que sentía algo en esa época. Porque aunque no tenía como comunicarse, sus ojos, negros y profundos, seguían a las personas por la habitación.
“Escuché los pasos de la abuelita, nerviosa y esperanzada como
un ratoncillo, husmeando el prohibido mundo de la cocina”
- Nada -
miércoles, 20 de diciembre de 2023
Exponer las vísceras
Desde hace un tiempo no me siento del todo a gusto con lo que escribo aquí, aunque eso no se debe a su calidad, es decir, no me importa que sean textos pésimos, malos o excelentes. Como dice Rosa Montero, independiente de su calidad, la escritura es un esqueleto exógeno que nos mantiene en pie.
A lo que voy es que a veces siento que mucho de lo que cuento es superficial, es decir, muy pandito o a medias tintas, y se me ocurre pensar que quizás escribir debería ser todo lo contrario, un acto visceral, si es que el término aplica, en el que se deja todo en la página y cuyo fin último debe ser vomitar palabras sin importar lo crudas o retorcidas que sean.
Puede que eso tenga que ver con lo que hablan muchos escritores acerca de que escribir tiene tiene que ver más con el subconsciente, con esos deseos profundos y retorcidos que todos llevamos por dentro.
Me pregunto si será falta de vivir más, de ir tan a lo seguro en la vida, en vez de tropezar en o con ella casi de forma deliberada, para contar con más material narrativo, o de abrazar la oscuridad que se lleva, que no es poca, y narrarla con desparpajo.
El punto es que hay que tener cuidado con la aguas mansas de la vida, con esa supuesta apariencia de tranquilidad que a veces nos envuelve, pues bien decía Sylvia Plath: “Me preocupa que la felicidad me vuelva perezosa (para la escritura)” y también lo sentenciaron los Beatles: Hapiness is a warm gun.
Según Mario Mendoza a veces se vive poco y se especula más de lo necesario, y un escritor sin vivencias puede ser peligroso no solo para él, sino también para los demás.
La clave, creo, de la escritura, está en no dejar de practicarla pues, como dicen por ahí, es como un músculo que se debe ejercitar de forma constante. De pronto, con algo de suerte, en medio de ese ejercicio, aparecen esas palabras con visos de verdad, que estaban tan enquistadas allá, en ese lugar donde el cuerpo las guarda, y todo cobra sentido.
Escribir, entonces, como muchas cosas en la vida, no es más que un ejercicio de prueba y error, más lo segundo que lo primero, pues como ya lo he dicho, somos más nudo que desenlace.
A lo que voy es que a veces siento que mucho de lo que cuento es superficial, es decir, muy pandito o a medias tintas, y se me ocurre pensar que quizás escribir debería ser todo lo contrario, un acto visceral, si es que el término aplica, en el que se deja todo en la página y cuyo fin último debe ser vomitar palabras sin importar lo crudas o retorcidas que sean.
Puede que eso tenga que ver con lo que hablan muchos escritores acerca de que escribir tiene tiene que ver más con el subconsciente, con esos deseos profundos y retorcidos que todos llevamos por dentro.
Me pregunto si será falta de vivir más, de ir tan a lo seguro en la vida, en vez de tropezar en o con ella casi de forma deliberada, para contar con más material narrativo, o de abrazar la oscuridad que se lleva, que no es poca, y narrarla con desparpajo.
El punto es que hay que tener cuidado con la aguas mansas de la vida, con esa supuesta apariencia de tranquilidad que a veces nos envuelve, pues bien decía Sylvia Plath: “Me preocupa que la felicidad me vuelva perezosa (para la escritura)” y también lo sentenciaron los Beatles: Hapiness is a warm gun.
Según Mario Mendoza a veces se vive poco y se especula más de lo necesario, y un escritor sin vivencias puede ser peligroso no solo para él, sino también para los demás.
La clave, creo, de la escritura, está en no dejar de practicarla pues, como dicen por ahí, es como un músculo que se debe ejercitar de forma constante. De pronto, con algo de suerte, en medio de ese ejercicio, aparecen esas palabras con visos de verdad, que estaban tan enquistadas allá, en ese lugar donde el cuerpo las guarda, y todo cobra sentido.
Escribir, entonces, como muchas cosas en la vida, no es más que un ejercicio de prueba y error, más lo segundo que lo primero, pues como ya lo he dicho, somos más nudo que desenlace.
martes, 19 de diciembre de 2023
De los peligros de ir a leer a un café y otros temas
Abro los ojos antes de que suene la alarma. Esta vez no me molesto porque no es de madrugada y, al parecer, descansé lo suficiente. ¿Qué hace uno si se despierta así de repente? No sé que harán la mayoría de personas, pero cada vez que a mí me ocurre. me pongo a mirar pal techo. A los pocos minutos de observar esa especie de nada, la alarma suena, la cancelo y luego pierdo unos minutos haciendo scroll down en ese aparato.
Más tarde pido un taxi y cuando me subo al vehículo el cinturón de seguridad no funciona. Antes no me preocupaba en ponermelo, hasta que escuché la noticia de una mujer que tomó un taxi en la madrugada, el carro se accidentó y salió disparada atravesando el vidrio panorámico. Como es de mañana, considero que el conductor no va a andar muy rápido, así que dejo de pelear con el cinturón. Espero que el taxista diga algo como: no está funcionando o alguna frase por el estilo, pero se queda callado. Al final, concluyo que lo mejor es eso, pues puedo dedicarme al fino arte de echar globos mientras miro por la ventana.
Apenas me bajo del taxi, veo a un hombre que camina deprisa con una carreta en la que lleva aguacates, lo esquivo y luego con un pasito tun tun evito pisar una alcantarilla que tiene toda la pinta de estar floja. No he oído ninguna noticia sobre alguien que haya pisado una alcantarilla y se haya ido por el hueco, pero prefiero no ser el protagonista de esa noticia, así que por eso prefiero no pisarla.
Después de no morir por no haberme puesto el cinturón de seguridad o haber caído en el hueco de una alcantarilla, llegó a un café y luego de comprar un capuchino y algo para acompañarlo, me ubico en la terraza del lugar que está desocupada y me engancho con la lectura.
Todo va bien, hasta que llegan dos hombres a hablar de negocios cada uno con un café y un único Croissant, que parece pertenecer al que lidera la conversación y gastó las bebidas. El otro, un hombre joven, parece recién salido de la universidad, puede que tenga mucha hambre, pero consideró abusivo pedir también algo de comer. Ahí están y hablan de proyectos, de fulanito, el financiero, y menganita, la de marketing, y de aquel y aquella. La verdad me gustaría que se callaran, pero como el espacio no me pertenece no hay nada que hacer. La gente, creo, no debería sentir la necesidad de decir tantas cosas en un periodo corto de tiempo, en fin.
Los dos hombres terminan de conversar y abandonan el lugar, pero al instante llegan un hombre y una mujer. La última lleva un gesto de rabia o fastidio, puede que la causa sea su acompañante, la vida, el lugar, es difícil saberlo con tan poca información. Puede ser que hoy, al ponerse de pie, se pegó en el dedo chiquito del pie izquierdo, y ese incidente de mierda oscureció su ánimo por el resto del día. La pareja se sienta en una mesa, se acomodan en las sillas, se ponen de pie, buscan otro lugar donde sentarse, hasta que dejan la terraza y se deciden por una mesa dentro del local. Parece que les cuesta encontrar su lugar en el mundo, ¿a quién no?. Durante ese tiempo de indecisión, la mujer no deja de hacer cara de todo me sabe a mierda.
Ahora en la terraza aparece otra pareja mayor y ambos se sientan con una determinación impresionante. A diferencia de la otra pareja, imagino que ya están más acostumbrados a la vida, a sus rutinas, a aguantarse sin necesidad de hacer gestos. Apenas se sientan cada uno se sumerge en la pantalla de su celular y no cruzan palabra.
Le doy un último sorbo a mi bebida y abandonó el lugar. A pocas cuadras pasó por un restaurante asiático en el que celebran algo con un grupo vallenato que canta La plata de Diomedes Díaz.
Más tarde pido un taxi y cuando me subo al vehículo el cinturón de seguridad no funciona. Antes no me preocupaba en ponermelo, hasta que escuché la noticia de una mujer que tomó un taxi en la madrugada, el carro se accidentó y salió disparada atravesando el vidrio panorámico. Como es de mañana, considero que el conductor no va a andar muy rápido, así que dejo de pelear con el cinturón. Espero que el taxista diga algo como: no está funcionando o alguna frase por el estilo, pero se queda callado. Al final, concluyo que lo mejor es eso, pues puedo dedicarme al fino arte de echar globos mientras miro por la ventana.
Apenas me bajo del taxi, veo a un hombre que camina deprisa con una carreta en la que lleva aguacates, lo esquivo y luego con un pasito tun tun evito pisar una alcantarilla que tiene toda la pinta de estar floja. No he oído ninguna noticia sobre alguien que haya pisado una alcantarilla y se haya ido por el hueco, pero prefiero no ser el protagonista de esa noticia, así que por eso prefiero no pisarla.
Después de no morir por no haberme puesto el cinturón de seguridad o haber caído en el hueco de una alcantarilla, llegó a un café y luego de comprar un capuchino y algo para acompañarlo, me ubico en la terraza del lugar que está desocupada y me engancho con la lectura.
Todo va bien, hasta que llegan dos hombres a hablar de negocios cada uno con un café y un único Croissant, que parece pertenecer al que lidera la conversación y gastó las bebidas. El otro, un hombre joven, parece recién salido de la universidad, puede que tenga mucha hambre, pero consideró abusivo pedir también algo de comer. Ahí están y hablan de proyectos, de fulanito, el financiero, y menganita, la de marketing, y de aquel y aquella. La verdad me gustaría que se callaran, pero como el espacio no me pertenece no hay nada que hacer. La gente, creo, no debería sentir la necesidad de decir tantas cosas en un periodo corto de tiempo, en fin.
Los dos hombres terminan de conversar y abandonan el lugar, pero al instante llegan un hombre y una mujer. La última lleva un gesto de rabia o fastidio, puede que la causa sea su acompañante, la vida, el lugar, es difícil saberlo con tan poca información. Puede ser que hoy, al ponerse de pie, se pegó en el dedo chiquito del pie izquierdo, y ese incidente de mierda oscureció su ánimo por el resto del día. La pareja se sienta en una mesa, se acomodan en las sillas, se ponen de pie, buscan otro lugar donde sentarse, hasta que dejan la terraza y se deciden por una mesa dentro del local. Parece que les cuesta encontrar su lugar en el mundo, ¿a quién no?. Durante ese tiempo de indecisión, la mujer no deja de hacer cara de todo me sabe a mierda.
Ahora en la terraza aparece otra pareja mayor y ambos se sientan con una determinación impresionante. A diferencia de la otra pareja, imagino que ya están más acostumbrados a la vida, a sus rutinas, a aguantarse sin necesidad de hacer gestos. Apenas se sientan cada uno se sumerge en la pantalla de su celular y no cruzan palabra.
Le doy un último sorbo a mi bebida y abandonó el lugar. A pocas cuadras pasó por un restaurante asiático en el que celebran algo con un grupo vallenato que canta La plata de Diomedes Díaz.
lunes, 18 de diciembre de 2023
Hollywood absurdo
Sábado.
Despierto y me siento lento, desubicado: Estoy apestado.
Mi condición me lleva a ver pasar la vida en cámara lenta, a sobreanalizar las cosas, sin importar lo insignificante que sean.
Me acompaña un desgano que potencia esa sensación al tiempo que mis ganas de hacer nada. Saco fuerzas de algún lugar remoto para ir a la sala de estar, tumbarme en el sofá, tomar el control remoto y prender el televisor.
La escena que me recibe es de una catástrofe. un edificio se derrumba, al parecer a causa de un terremoto o una explosión. Sea cual sea la razón, pedazos de techo caen por todos lados y van aplastando a personas que gritan desesperadas y corren para salvar sus vidas.
La cámara enfoca a una mujer que se arrastra por el piso. Una de sus piernas está totalmente ensangrentada. Es su final, pienso, no le queda otra opción que esperar a la muerte, mientras repta por el piso, a menos que un bloque de cemento no prolongue su agonía y le aplaste la cabeza. De repente otra mujer llega corriendo, se arrrodilla a su lado y le dice: Fulanita, tenemos que subir a la azotea, un helicóptero viene por nosotras.
Que situación tan absurda. La mujer que está en el piso escasamente se puede mover y la otra quiere que se ponga de pie y suba a la azotea de lo que parece ser un rascacielos, de por lo menos 50 pisos.
Calmado, solo es una película, dirán ustedes, pero, ya les dije, mi estado virulento es el que me lleva a sobreanalizar la escena.
Al final, como en la vida, me aburro de no entender bien lo que pasa y cambio de canal.
Despierto y me siento lento, desubicado: Estoy apestado.
Mi condición me lleva a ver pasar la vida en cámara lenta, a sobreanalizar las cosas, sin importar lo insignificante que sean.
Me acompaña un desgano que potencia esa sensación al tiempo que mis ganas de hacer nada. Saco fuerzas de algún lugar remoto para ir a la sala de estar, tumbarme en el sofá, tomar el control remoto y prender el televisor.
La escena que me recibe es de una catástrofe. un edificio se derrumba, al parecer a causa de un terremoto o una explosión. Sea cual sea la razón, pedazos de techo caen por todos lados y van aplastando a personas que gritan desesperadas y corren para salvar sus vidas.
La cámara enfoca a una mujer que se arrastra por el piso. Una de sus piernas está totalmente ensangrentada. Es su final, pienso, no le queda otra opción que esperar a la muerte, mientras repta por el piso, a menos que un bloque de cemento no prolongue su agonía y le aplaste la cabeza. De repente otra mujer llega corriendo, se arrrodilla a su lado y le dice: Fulanita, tenemos que subir a la azotea, un helicóptero viene por nosotras.
Que situación tan absurda. La mujer que está en el piso escasamente se puede mover y la otra quiere que se ponga de pie y suba a la azotea de lo que parece ser un rascacielos, de por lo menos 50 pisos.
Calmado, solo es una película, dirán ustedes, pero, ya les dije, mi estado virulento es el que me lleva a sobreanalizar la escena.
Al final, como en la vida, me aburro de no entender bien lo que pasa y cambio de canal.
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