En el sueño, al parecer, hago parte de un comando secreto.
Aterrizó en globo en el techo de una construcción que tiene pinta de monasterio. Digamos que está ubicado en Nepal. Es un aterrizaje perfecto porque la canastilla queda incrustada en un cuadrado de cemento en el que apenas cabe. Soy bueno para manejar globos en un sueño, pero creo que habría sido más sencillo llegar en paracaídas.
No sé como bajo de ahí. El director loco de mis sueños decide que eso no es importante, así que corta esa escena y en la próxima estoy buscando cómo ingresar a un cuarto. De alguna manera, que tampoco queda clara (disculpen ustedes los huecos narrativos de mi sueño), logró entrar al lugar. En él hay unas pedestales con unas urnas que guardan los tesoros, documentos, lo que sea, imagino, que estoy buscando.
Saco una llave de mi bolsillo e intentó abrir una. No funciona, así que cambio de urna, pero justo en ese momento escucho el motor de un carro que se parquea justo al frente. Me acerco a la puerta y miro por una rendija. Veo a una mujer rubia y otra adolescente que bajan de él. ¿Qué hago?, se pregunta mi yo del sueño y cuando decido buscar en donde esconderme, las mujeres se suben de nuevo al carro.
Respiro tranquilo y vuelvo a sacar la llave para seguir probándola en las otras urnas. En ese momento escucho voces de nuevo. Se acercan a la puerta y van a entrar, doy media vuelta y me escondo detrás de la urna que se encuentra al fondo del cuarto.
Por fin logran abrir la puerta y entran al cuarto un señor calvo debigote canoso y la misma adolescente de antes. Comienzan a revisar las urnas una por una hasta que llegan a la que me cubre. Tardan unos segundos en darse cuenta de que estoy escondido. Cuando hago contacto visual con la adolescente, me pongo de pie como un resorte e intento actuar como si fuera alguien más del lugar. El hombre del bigote abre los ojos y me mira con asombro. Ahí se acaba el sueño.
Queda claro que fallé en la misión que me asignaron.
martes, 9 de enero de 2024
jueves, 4 de enero de 2024
Escritos perdidos
Una vez me quedé donde mi hermana y me dieron unas ganas, casi incontenibles, de escribir una idea que estaba a punto de salirse de mi cabeza. Esos momentos, que son escasos, no se deben dejar pasar.
El texto que salió era una especie de cuento corto en el que intentaba hacer sentir al lector como un personaje más del mismo. Entonces, usted, querido lector, estaba sentado en la barra de un bar y el narrador contaba un suceso mientras hacía referencia a esa persona, que estaba perdida en sus pensamientos y que que bebía un líquido de color azul de un vaso con gotas que escurrían por su superficie a causa del hielo.
Al final el personaje de la barra, se volvía en un personaje protagónico, o más bien siempre lo había sido, pero al principio intenté dejarlo en un segundo plano.
Recuerdo que por momentos, pocos la verdad, lograba el efecto que quería, pero en otros se perdía. Esa tarde edité y edité el texto hasta el cansancio y cuando ya no sabía que más agregarle o quitarle, decidí dejarlo descansar. A veces esa es la única solución, dejar añejar los textos y ver si con eso mejoran o se puede tomar algo de distancia para apreciarlos mejor.
Hace poco, de nuevo donde mi hermana, le pedí que me dejara revisar el computador a ver si encontraba ese escrito, pero no apareció por ningún lado. Me pregunto qué habrá pasado con esa historia del hombre en la barra.
El texto que salió era una especie de cuento corto en el que intentaba hacer sentir al lector como un personaje más del mismo. Entonces, usted, querido lector, estaba sentado en la barra de un bar y el narrador contaba un suceso mientras hacía referencia a esa persona, que estaba perdida en sus pensamientos y que que bebía un líquido de color azul de un vaso con gotas que escurrían por su superficie a causa del hielo.
Al final el personaje de la barra, se volvía en un personaje protagónico, o más bien siempre lo había sido, pero al principio intenté dejarlo en un segundo plano.
Recuerdo que por momentos, pocos la verdad, lograba el efecto que quería, pero en otros se perdía. Esa tarde edité y edité el texto hasta el cansancio y cuando ya no sabía que más agregarle o quitarle, decidí dejarlo descansar. A veces esa es la única solución, dejar añejar los textos y ver si con eso mejoran o se puede tomar algo de distancia para apreciarlos mejor.
Hace poco, de nuevo donde mi hermana, le pedí que me dejara revisar el computador a ver si encontraba ese escrito, pero no apareció por ningún lado. Me pregunto qué habrá pasado con esa historia del hombre en la barra.
miércoles, 3 de enero de 2024
momentos en los que se tuerce la historia
Es una tarde fría y lluviosa y un hombre camina a paso apresurado hasta que alcanza la cornisa del edificio que busca. Se sacude las gotas de las solapas de su abrigo con la mano derecha y luego entra al lugar.
Le pide indicaciones a un portero sobre la oficina que busca y minutos después, cuando por fin la encuentra, la secretaria de la academia de artes de Viena le pregunta: Wie heissen Sie? (¿Cuál es su nombre?)
El hombre que está a punto de responder es pequeño y lleva un bigote cómico como de personaje de caricatura.
“Adolf Hitler”, responde.
La mujer toma un libro gordo y lo mueve con dificultad hasta ponerlo encima de su escritorio. Luego busca los apellidos que empiezan por la H y desliza su dedo por ellos: Haas, Heinrichs, Herrmann, Höfler, Hoover, Hidmann, Hiebaum, Hildmann, hasta que por fin llega a Hitler. Luego busca uno al que lo acompañe el nombre Adolf y desliza su dedo hacia la derecha, sobre una columna titulada “admitido”. La casilla tiene la palabra “Nein”.
Le da la noticia y complementa la información con una frase de consuelo vacía: “puede volver a intentarlo el año que viene.”, pero eso ya se lo habían dicho la primera vez que se presentó en 1907 y este, 1908, es ese año que viene que le habían dicho.
Warum? (¿por qué?) se pregunta el joven Hitler. Nadie se lo dice, pero la razón es que como pintor no es original ni creativo.
Aprieta los puños y no dice nada. La rabia lo consume lentamente, da media vuelta y deja el lugar.
Un par de años más tarde, en 1914, estalla la Primera Guerra Mundial y Hitler cae en las garras del ejército. Eso sí, nunca abandona la pintura, ni siquiera en tiempos de guerra, e incluso carga su caballete y utensilios al frente de combate.
Le pide indicaciones a un portero sobre la oficina que busca y minutos después, cuando por fin la encuentra, la secretaria de la academia de artes de Viena le pregunta: Wie heissen Sie? (¿Cuál es su nombre?)
El hombre que está a punto de responder es pequeño y lleva un bigote cómico como de personaje de caricatura.
“Adolf Hitler”, responde.
La mujer toma un libro gordo y lo mueve con dificultad hasta ponerlo encima de su escritorio. Luego busca los apellidos que empiezan por la H y desliza su dedo por ellos: Haas, Heinrichs, Herrmann, Höfler, Hoover, Hidmann, Hiebaum, Hildmann, hasta que por fin llega a Hitler. Luego busca uno al que lo acompañe el nombre Adolf y desliza su dedo hacia la derecha, sobre una columna titulada “admitido”. La casilla tiene la palabra “Nein”.
Le da la noticia y complementa la información con una frase de consuelo vacía: “puede volver a intentarlo el año que viene.”, pero eso ya se lo habían dicho la primera vez que se presentó en 1907 y este, 1908, es ese año que viene que le habían dicho.
Warum? (¿por qué?) se pregunta el joven Hitler. Nadie se lo dice, pero la razón es que como pintor no es original ni creativo.
Aprieta los puños y no dice nada. La rabia lo consume lentamente, da media vuelta y deja el lugar.
Un par de años más tarde, en 1914, estalla la Primera Guerra Mundial y Hitler cae en las garras del ejército. Eso sí, nunca abandona la pintura, ni siquiera en tiempos de guerra, e incluso carga su caballete y utensilios al frente de combate.
martes, 2 de enero de 2024
No me sale nada
Me senté hace como media hora a escribir algo, pero no me sale nada. Primero quise escribir sobre Carlos, que a la pregunta “ ¿Cómo le fue de inicio año? respondió: mal. Hoy se enteró de que un tío de él, que sufría de depresión, se suicidó ahogándose. Le alcance a arrancar un poco más de 200 palabras a ese tema, pero leí lo que había escrito y no me convenció, entonces decidí escribir sobre otra cosa.
Pensé entonces escribir algo sobre Natalia, la vez que nos agarramos cuando estábamos de rumba en Medellín, y de cómo soñaba bailar con ella la canción Underneath it all.
la probabilidad de que la pusieran en el sitio al que fuimos debía ser mínima y como nos agarramos, esa noche quedó en nada. A ese tema le salieron 266 palabras, pero leí lo que llevaba y me pareció que le faltaba un cojonal de sinceridad, entonces también lo dejé.
Por eso ahora escribo sobre mi gran capacidad para no escribir, porque imagino que me va a ocurrir lo mismo con cualquier otro tema que escoja.
El punto, si es que lo hay, es que este año quiero volver a escribir de Lunes a Viernes en este espacio. El que paso me costó hacerlo y no sé si fue porque gasté las palabras en otros escritos o qué. Me pregunto si eso es posible, ¿qué? me refiero a secarse de palabras. No sé, siento que hace unos años me fluían con más facilidad, que podía ver una mosca volando y escribir sobre el suceso sin problema alguno, pero ahora me siento y hay veces en que me quedo viendo la pantalla como un tarado, me aburro y decido hacer otra cosa.
Seguro que son excusas y lo único que ocurre es que no he puesto atención suficiente a lo que me ocurre a mí o a otras personas.
Eso era todo, quería escribir algo y por eso esta especie de Disclaimer, signifique lo que eso signifique.
Pensé entonces escribir algo sobre Natalia, la vez que nos agarramos cuando estábamos de rumba en Medellín, y de cómo soñaba bailar con ella la canción Underneath it all.
You see the colors in me like no one else
And behind your dark glasses you're
You're something else
la probabilidad de que la pusieran en el sitio al que fuimos debía ser mínima y como nos agarramos, esa noche quedó en nada. A ese tema le salieron 266 palabras, pero leí lo que llevaba y me pareció que le faltaba un cojonal de sinceridad, entonces también lo dejé.
Por eso ahora escribo sobre mi gran capacidad para no escribir, porque imagino que me va a ocurrir lo mismo con cualquier otro tema que escoja.
El punto, si es que lo hay, es que este año quiero volver a escribir de Lunes a Viernes en este espacio. El que paso me costó hacerlo y no sé si fue porque gasté las palabras en otros escritos o qué. Me pregunto si eso es posible, ¿qué? me refiero a secarse de palabras. No sé, siento que hace unos años me fluían con más facilidad, que podía ver una mosca volando y escribir sobre el suceso sin problema alguno, pero ahora me siento y hay veces en que me quedo viendo la pantalla como un tarado, me aburro y decido hacer otra cosa.
Seguro que son excusas y lo único que ocurre es que no he puesto atención suficiente a lo que me ocurre a mí o a otras personas.
Eso era todo, quería escribir algo y por eso esta especie de Disclaimer, signifique lo que eso signifique.
martes, 26 de diciembre de 2023
Guardar el puestico
24 de diciembre por la mañana.
Mi hermano me pregunta si quiero acompañarlo a un centro comercial para hacer una compra de último minuto.
Lo dudo porque me desperté a las 2.00 a.m, caí en el abismo de hojear el celular y no dormí mucho, así que preferiría quedarme haciendo pereza. “No sé”, respondo. Me dice que si me decido acompañarlo, sale en quince minutos.
Acomodo las almohadas, cierro los ojos, pero el sueño se esfumó por completo, así que me levanto y me meto a la ducha.
Más tarde paseamos por el centro comercial y mi hermano no consigue nada de lo que está buscando. “Vámonos”, dice, pero antes de salir debemos comprar unas cosas, para la cena de navidad, en el supermercado.
Si el centro comercial está lleno, el supermercado es un territorio de guerra. Vamos por unos pan baguette a la panadería y no encontramos ni medio, pero el panadero mete los dos que necesitamos al horno. Mi hermano me dice que lo mejor es que me adelante y vaya a pagar el esto de cosas a las cajas que quedan a la salida del lugar.
Las cajas están a reventar y las colas para pagar están larguísimas, me hago en una que tiene un aviso que dice: “Máximo 10 productos”, la caja rápida que llaman, pero la verdad está lenta. Miro a la cajera y atiende como con desgano y con cada cliente se demora bastante. No la culpo, debe estar cansada como un berraco.
Cuando comienzo a hacer fila solo hay 4 personas delante de mí, pero luego de un par de mintos la cola detrás mío crece con furia navideña.
Como siempre ocurre cuando hago fila en un supermercado, parece que en mi frente aparece un letrero que dice “Pase por aquí”, pues varias personas quieren cruzar la fila justo por el lugar en el que estoy ubicado.
La mujer que tengo delante, que lleva puesto un saco navideño con mucho verde y rojo, se voltea y me pregunta: “¿Será que me puede guardar el puestico?”. “Claro”, le repondo. Me agredan ese tipo de códigos sociales tácitos, y me acuerdo de ese otro que ocurre en un bus y que consiste en pasar las vueltas del pasaje de una persona de mano en mano,
Mientras guardo el puestico, me distraigo con el títulos de uno de los libros que ofrecen en la caja como: Enseñale a tu ansiedad quién manda. Pienso que debe ser porno motivacional, pues creo que si se trata de mandar, la ansiedad nos da dos vueltas, pero ¿qué sé yo?.
Otro título es El milagro metabólico, pero ese no me dice nada. De pronto me parece aburridor porque lo asocio con dietas. En fin, mientras echo globos con los títulos de los libros, un hombre que está atrás le habla a una bebé: “Mi amor, ¿quieres tetero?”. El único gesto que hace la niña es estirar los brazos, el hombre lo toma como un sí y con unos movimientos rápidos y precisos, saca un biberón y prepara el tetero como de la nada.
La fila sigue sin avanzar y ahora pienso que el gentío y un turno que parece no terminar, le pueden causar ansiedad a la cajera.
A la mujer, pienso, le debe saber a mierda tener que trabajar un 24 de diciembre, con una balaca ridícula con dos papás noel que tiemblan cada vez que se mueve.
Mi hermano me pregunta si quiero acompañarlo a un centro comercial para hacer una compra de último minuto.
Lo dudo porque me desperté a las 2.00 a.m, caí en el abismo de hojear el celular y no dormí mucho, así que preferiría quedarme haciendo pereza. “No sé”, respondo. Me dice que si me decido acompañarlo, sale en quince minutos.
Acomodo las almohadas, cierro los ojos, pero el sueño se esfumó por completo, así que me levanto y me meto a la ducha.
Más tarde paseamos por el centro comercial y mi hermano no consigue nada de lo que está buscando. “Vámonos”, dice, pero antes de salir debemos comprar unas cosas, para la cena de navidad, en el supermercado.
Si el centro comercial está lleno, el supermercado es un territorio de guerra. Vamos por unos pan baguette a la panadería y no encontramos ni medio, pero el panadero mete los dos que necesitamos al horno. Mi hermano me dice que lo mejor es que me adelante y vaya a pagar el esto de cosas a las cajas que quedan a la salida del lugar.
Las cajas están a reventar y las colas para pagar están larguísimas, me hago en una que tiene un aviso que dice: “Máximo 10 productos”, la caja rápida que llaman, pero la verdad está lenta. Miro a la cajera y atiende como con desgano y con cada cliente se demora bastante. No la culpo, debe estar cansada como un berraco.
Cuando comienzo a hacer fila solo hay 4 personas delante de mí, pero luego de un par de mintos la cola detrás mío crece con furia navideña.
Como siempre ocurre cuando hago fila en un supermercado, parece que en mi frente aparece un letrero que dice “Pase por aquí”, pues varias personas quieren cruzar la fila justo por el lugar en el que estoy ubicado.
La mujer que tengo delante, que lleva puesto un saco navideño con mucho verde y rojo, se voltea y me pregunta: “¿Será que me puede guardar el puestico?”. “Claro”, le repondo. Me agredan ese tipo de códigos sociales tácitos, y me acuerdo de ese otro que ocurre en un bus y que consiste en pasar las vueltas del pasaje de una persona de mano en mano,
Mientras guardo el puestico, me distraigo con el títulos de uno de los libros que ofrecen en la caja como: Enseñale a tu ansiedad quién manda. Pienso que debe ser porno motivacional, pues creo que si se trata de mandar, la ansiedad nos da dos vueltas, pero ¿qué sé yo?.
Otro título es El milagro metabólico, pero ese no me dice nada. De pronto me parece aburridor porque lo asocio con dietas. En fin, mientras echo globos con los títulos de los libros, un hombre que está atrás le habla a una bebé: “Mi amor, ¿quieres tetero?”. El único gesto que hace la niña es estirar los brazos, el hombre lo toma como un sí y con unos movimientos rápidos y precisos, saca un biberón y prepara el tetero como de la nada.
La fila sigue sin avanzar y ahora pienso que el gentío y un turno que parece no terminar, le pueden causar ansiedad a la cajera.
A la mujer, pienso, le debe saber a mierda tener que trabajar un 24 de diciembre, con una balaca ridícula con dos papás noel que tiemblan cada vez que se mueve.
viernes, 22 de diciembre de 2023
La abuelita
Nunca fui muy cercano a mis abuelas. La paterna vivía muy lejos y la visitábamos con muy poca frecuencia, y mi relación con la materna, Inés, no pasaba del pico en la mejilla para el saludo y la despedida.
Recuerdo a la abuelita, porque leo una novela en la que una abuela es un personaje importante, y el narrador la llama así: abuelita.
Cuando era pequeño, mi abuelita vivía en una casa de dos pisos inmensa que parecía tener cientos de cuartos. Ella ocupaba el segundo piso con dos de mis tías, y el primero lo arrendaba a una familia o familias que siempre me causaron curiosidad, pero nunca supe quiénes eran. Me resultaba extraño que dos familias que no tenían nada que ver, vivieran en un mismo lugar.
De esa casa recuerdo que el piso de la sala y el comedor era de madera y a mí me gustaba deslizarme por él cuando lo encerraban, hasta que mi madre o alguna de mis tías me regañaba para que dejara de hacerlo. Al fondo había un radio viejo y gigante, que nunca funcionó o que nunca prendían.
Años más tarde a la abuelita, una mujer menuda y arrugada como una pasa, que caminaba como dando pasitos de pingüino, le comenzó a fallar la visión. A pesar de que la mejor opción para su edad eran unas gafas, por pura vanidad se negó a utilizarlas y se obligó a utilizar lentes de contacto.
También recuerdo el ritual que tenía para ponerselos: extendía un pañuelo blanco sobre la cama y con una parsimonia que parecía tomar 100 años, se arrodillaba para ponerselos. Aunque siempre procuraba hacerlo con cuidado, muchas veces algún lente se perdía y mi madre y mis tías terminaban todas en cuatro patas buscándolo. Hoy supe que una vez sintió una molestía cuando se puso uno, y la solución que encontró fue limarlo.
A la abuelita también le diagnosticaron diabetes y mis tías cuidaban mucho su alimentación. A veces se metía a la cocina y salía con un aire distraído con las manos debajo de sus sobacos. “Mamá, ¿qué lleva ahí?”, le preguntaban mis tías. “Nada”, respondía ella. A veces la dejaban en paz, pero si repetía esa conducta mucho la requisaban, porque lo más probable era que debajo de un brazo llevara un pan y del otro un bocadillo.
Los últimos años de su vida fueron tristes, porque una trombosis la dejo en coma y tendida en una cama por 4 años. Me aterra pensar que sentía, si es que sentía algo en esa época. Porque aunque no tenía como comunicarse, sus ojos, negros y profundos, seguían a las personas por la habitación.
Recuerdo a la abuelita, porque leo una novela en la que una abuela es un personaje importante, y el narrador la llama así: abuelita.
Cuando era pequeño, mi abuelita vivía en una casa de dos pisos inmensa que parecía tener cientos de cuartos. Ella ocupaba el segundo piso con dos de mis tías, y el primero lo arrendaba a una familia o familias que siempre me causaron curiosidad, pero nunca supe quiénes eran. Me resultaba extraño que dos familias que no tenían nada que ver, vivieran en un mismo lugar.
De esa casa recuerdo que el piso de la sala y el comedor era de madera y a mí me gustaba deslizarme por él cuando lo encerraban, hasta que mi madre o alguna de mis tías me regañaba para que dejara de hacerlo. Al fondo había un radio viejo y gigante, que nunca funcionó o que nunca prendían.
Años más tarde a la abuelita, una mujer menuda y arrugada como una pasa, que caminaba como dando pasitos de pingüino, le comenzó a fallar la visión. A pesar de que la mejor opción para su edad eran unas gafas, por pura vanidad se negó a utilizarlas y se obligó a utilizar lentes de contacto.
También recuerdo el ritual que tenía para ponerselos: extendía un pañuelo blanco sobre la cama y con una parsimonia que parecía tomar 100 años, se arrodillaba para ponerselos. Aunque siempre procuraba hacerlo con cuidado, muchas veces algún lente se perdía y mi madre y mis tías terminaban todas en cuatro patas buscándolo. Hoy supe que una vez sintió una molestía cuando se puso uno, y la solución que encontró fue limarlo.
A la abuelita también le diagnosticaron diabetes y mis tías cuidaban mucho su alimentación. A veces se metía a la cocina y salía con un aire distraído con las manos debajo de sus sobacos. “Mamá, ¿qué lleva ahí?”, le preguntaban mis tías. “Nada”, respondía ella. A veces la dejaban en paz, pero si repetía esa conducta mucho la requisaban, porque lo más probable era que debajo de un brazo llevara un pan y del otro un bocadillo.
Los últimos años de su vida fueron tristes, porque una trombosis la dejo en coma y tendida en una cama por 4 años. Me aterra pensar que sentía, si es que sentía algo en esa época. Porque aunque no tenía como comunicarse, sus ojos, negros y profundos, seguían a las personas por la habitación.
“Escuché los pasos de la abuelita, nerviosa y esperanzada como
un ratoncillo, husmeando el prohibido mundo de la cocina”
- Nada -
miércoles, 20 de diciembre de 2023
Exponer las vísceras
Desde hace un tiempo no me siento del todo a gusto con lo que escribo aquí, aunque eso no se debe a su calidad, es decir, no me importa que sean textos pésimos, malos o excelentes. Como dice Rosa Montero, independiente de su calidad, la escritura es un esqueleto exógeno que nos mantiene en pie.
A lo que voy es que a veces siento que mucho de lo que cuento es superficial, es decir, muy pandito o a medias tintas, y se me ocurre pensar que quizás escribir debería ser todo lo contrario, un acto visceral, si es que el término aplica, en el que se deja todo en la página y cuyo fin último debe ser vomitar palabras sin importar lo crudas o retorcidas que sean.
Puede que eso tenga que ver con lo que hablan muchos escritores acerca de que escribir tiene tiene que ver más con el subconsciente, con esos deseos profundos y retorcidos que todos llevamos por dentro.
Me pregunto si será falta de vivir más, de ir tan a lo seguro en la vida, en vez de tropezar en o con ella casi de forma deliberada, para contar con más material narrativo, o de abrazar la oscuridad que se lleva, que no es poca, y narrarla con desparpajo.
El punto es que hay que tener cuidado con la aguas mansas de la vida, con esa supuesta apariencia de tranquilidad que a veces nos envuelve, pues bien decía Sylvia Plath: “Me preocupa que la felicidad me vuelva perezosa (para la escritura)” y también lo sentenciaron los Beatles: Hapiness is a warm gun.
Según Mario Mendoza a veces se vive poco y se especula más de lo necesario, y un escritor sin vivencias puede ser peligroso no solo para él, sino también para los demás.
La clave, creo, de la escritura, está en no dejar de practicarla pues, como dicen por ahí, es como un músculo que se debe ejercitar de forma constante. De pronto, con algo de suerte, en medio de ese ejercicio, aparecen esas palabras con visos de verdad, que estaban tan enquistadas allá, en ese lugar donde el cuerpo las guarda, y todo cobra sentido.
Escribir, entonces, como muchas cosas en la vida, no es más que un ejercicio de prueba y error, más lo segundo que lo primero, pues como ya lo he dicho, somos más nudo que desenlace.
A lo que voy es que a veces siento que mucho de lo que cuento es superficial, es decir, muy pandito o a medias tintas, y se me ocurre pensar que quizás escribir debería ser todo lo contrario, un acto visceral, si es que el término aplica, en el que se deja todo en la página y cuyo fin último debe ser vomitar palabras sin importar lo crudas o retorcidas que sean.
Puede que eso tenga que ver con lo que hablan muchos escritores acerca de que escribir tiene tiene que ver más con el subconsciente, con esos deseos profundos y retorcidos que todos llevamos por dentro.
Me pregunto si será falta de vivir más, de ir tan a lo seguro en la vida, en vez de tropezar en o con ella casi de forma deliberada, para contar con más material narrativo, o de abrazar la oscuridad que se lleva, que no es poca, y narrarla con desparpajo.
El punto es que hay que tener cuidado con la aguas mansas de la vida, con esa supuesta apariencia de tranquilidad que a veces nos envuelve, pues bien decía Sylvia Plath: “Me preocupa que la felicidad me vuelva perezosa (para la escritura)” y también lo sentenciaron los Beatles: Hapiness is a warm gun.
Según Mario Mendoza a veces se vive poco y se especula más de lo necesario, y un escritor sin vivencias puede ser peligroso no solo para él, sino también para los demás.
La clave, creo, de la escritura, está en no dejar de practicarla pues, como dicen por ahí, es como un músculo que se debe ejercitar de forma constante. De pronto, con algo de suerte, en medio de ese ejercicio, aparecen esas palabras con visos de verdad, que estaban tan enquistadas allá, en ese lugar donde el cuerpo las guarda, y todo cobra sentido.
Escribir, entonces, como muchas cosas en la vida, no es más que un ejercicio de prueba y error, más lo segundo que lo primero, pues como ya lo he dicho, somos más nudo que desenlace.
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