domingo, 22 de enero de 2017

Colecciones

Imagino que todos en algún momento intentamos coleccionar algo.  En mi época de colegio  me dio por coleccionar latas de gaseosas y llaveros.  De las primeras se suponía que debían ser latas extrañas de lo que fuera, qué se yo, una cerveza de Timor del este o una gaseosa de Praga, por ejemplo.  Llegué a tener unas 50 latas que ocuparon, durante mucho tiempo, una repisa en mi cuarto, hasta que un día no le vi sentido alguno a la colección y las boté.

No sé en qué momento me dio por tener una colección de llaveros, pero lentamente comencé a arrumarlos en un cajón, pero nunca utilicé más de uno y por más diseño novedoso que tuvieran algunos, todos cumplían a la perfección su función de cargar las llaves.  Una vez una amiga que visitó Madrid me regalo uno muy bonito; inmediatamente lo cambié por el que tenía y me sentía bien cuando lo sacaba para abrir la puerta de la casa, hasta que un día lo boté en una fiesta, creo que desde ahí le perdi la emoción a esa colección.

Quizá cuando intentamos atesorar objetos de la misma clase y les damos el estatus de colección pierden toda su gracia. Lo mejor son las colecciones inconscientes, como la de los libros o las de música, pues los objetos se adquieren por un deseo mucho más profundo que el simple hecho de tener montones de cosas parecidas solo por querer tener una colección de algo. 

Una vez en la universidad le pregunte a une mujer que si había coleccionado algo en algún momento de su vida y me respondió que coleccionaba recuerdos.  Recuerdo, valga la redundancia,  que  en esa ocasión, aparte del cliché, me molesto el aire místico en el que intentó envolver la respuesta, además que esa es una colección que todos tenemos por defecto.

sábado, 21 de enero de 2017

Montar a caballo

Dos hombres hablan sobre inversiones y negocios.  Uno de ellos le dice al otro que se acaba de comprar un apartamento  con vista al mar.  Luego comienzan a hablar sobre arriendos de locales en centros comerciales.  

Al parecer son propietarios  de varios locales en diferentes centros comerciales y hablan sobre arriendos y negocios que pueden hacer a futuro con estos.  El primer hombre, el del apartamento con vista al mar, llama por su celular y le dice a la persona con la que habla: "Acá estoy con fulanito el dueño del local X, quiere saber si estás dispuesto a arrendárselo.  "Tranquilo, con él no hay problema en los negocios, yo puedo meter las manos al fuego por él." concluye. 

Cuando cuelga, cambia rápido de tema y le pregunta  a su amigo " ¿Vos crees que puedo vender ese lote que te comenté? yo creo que me pueden dar 1000 millones.

Hablan  acerca de dinero e inversiones, como las personas hablan sobre el clima o fútbol.  En ese incomodo momento, de todas las conversaciones,  en el que se acaba el tema, ambos sacan sus teléfonos y comienzan a teclearlos frenéticamente, quizás en busca de nuevos temas.

El otro hombre, le dice al primero.  "Mira mi colección de carros" y comienza a pasar varias fotos en su celular.  "¿Todavía tienes ese BM?" le pregunta el primero. "Si, pero me compré este otro" y sigue pasando fotos hasta que llega a una que no hace parte de su colección de carros.

"¿Esos son tus hijos? como están de grandes"
"Si, ven te muestro más fotos"

En un momento deja de deslizar el dedo sobre la pantalla del celular, levanta la cara, mira a su amigo con orgullo y le dice "Y el pequeñito ya me monta a caballo", como si la actividad fuera, más bien, uno de los niveles de la pirámide Maslow. 

jueves, 19 de enero de 2017

Olores

Cuando era pequeño, cerca de mi casa estaban construyendo un edificio.  Justo al lado del lugar en donde lo estaban levantando, se encontraba esa típica estructura en madera, de dos pisos, que acompaña a las obras.  Imagino que debe tener un nombre específico pero no tengo idea cual será.

Cuando caminábamos con mi madre por el sector, a veces  pasábamos por debajo de esa estructura de madera y me gustaba mucho el olor que emanaba. No era uno dulce o totalmente agradable, sino más bien tenía algo de viejo y húmedo, sin llegar a ser asqueroso.   Al pasar por debajo de esa estructura  inspiraba fuertemente ese olor que nunca pude  asociar con nada.  La experiencia no duraba más de 10 segundos.

Nunca le conté a mi madre acerca de mi fijación con ese olor, pues pensaba que algo andaba mal conmigo.  No me parecía correcto  que uno andara por ahí oliendo lugares de la calle y mucho menos llegar a sentir gusto con un olor urbano.

A veces me obligo a pasar por debajo de esas construcciones, buscando ese olor que tanto me cautivaba,  pero nunca lo he vuelto a encontrar. 

martes, 17 de enero de 2017

Enfermedad

Vicente Jiménez, siempre se había creído inmortal, que nada le iba a pasar.  Como muchos veía a la muerte con un episodio lejano, una palabra que conocía pero que estaba fuera de su vida o lejos de atravesarse en ella. Tomaba, parrandeaba y comía como si no hubiera un mañana, pero como todo exceso viene con una cuenta de cobro incluida, finalmente le llegó el momento de pagar la suya.

Vicente lleva 3 semanas en la clínica, los médicos le dicen que es una simple recaída y que no tiene nada de que preocuparse, pero algo le dice que no, prefiere pensar que es un pálpito en vez de una  posible manifestación de un  sexto sentido que, de saber que lo tenía, lo haría sentir como un bicho raro.

Su premonición fue acertada. Después de una ronda de exámenes. en la que parece que ningún centimetro de su cuerpo quedó sin un chuzón, los médicos que lo atendían le dijeron que era lo que andaba mal.

La premisa era sencilla o adoptaba un estilo de vida sin tantos excesos  o pronto iba a conocer la muerte.  Al principio Vicente renegó y cuando estuvo completamente solo le dio fuertes golpes a la cama y tiró algunos objetos al suelo.  De todas maneras como entre sus rasgos de personalidad sobresalían la obediencia y el respeto, aceptó todas las indicaciones que le dieron sin chistar palabra.

Hoy, después de varios años, en su lecho de muerte, está convencido del terrible enfoque que le damos a cualquier enfermedad. Desde su recaída, Jiménez decidió mirarla más bien como una invitación, un banderazo para revisar que parte de su vida y relación con los demás y el medio en el que vivía debía recalibrar.  

Su último deseo fue un vaso de shiskey puro, como siempre le gusto tomarlo.

lunes, 16 de enero de 2017

Mirar pal techo

Uno de los inquilinos del edificio en el que vivo, es un hombre que debe tener unos 35 años; hace tiempo decidí llamarlo Rick. En el día e incluso en ocasiones que he llegado en la madrugada, a veces me lo encuentro en las escaleras que dan a la calle. En los días que hace buen clima, Rick se acompaña con una pequeña planta que ubica a su lado  para que le de el sol. 

Siempre lleva puestos unos audífonos grandes y la mayoría de veces fuma un cigarrillo; también teclea su teléfono inteligente frenéticamente y, en ocasiones, lleva el ritmo de lo que sea que escucha con pies y manos. Siempre tiene la mirada perdida en un punto fijo en el horizonte, y no se inmuta con nada de lo que pasa a su alrededor. Existen diferentes maneras de mirar pal techo y, como Rick, cada quien selecciona la que mejor le parezca. 

Mirar pal techo es una expresión que frecuentemente confundimos con “hacer nada.” 

Dedicarnos a actividades o tareas “no productivas” es algo que nos remuerde la conciencia, pues entregarnos deliberadamente al ocio y la contemplación relajada de la vida es fácil, pero en estos tiempos donde glorificamos a la eficiencia, eficacia y productividad (no me pregunten en que se diferencian), es algo que resulta muy difícil y perfeccionar tales conductas está completamente satanizado. 

Así son las cosas, se nos metió en la cabeza que debemos ser productivos a toda costa, al mismo tiempo que es un deber hacerles frente a todas las exigencias del mundo moderno. 

Cada vez que veo a Rick me pregunto ¿A qué se dedicará? Supongo que trabaja desde su casa y que su labor implica la generación de muchas ideas frescas, alejadas de lugares comunes y empalagosos clichés. 

Debo confesar que, en ocasiones, me da envidia verlo tan tranquilo en medio de su acto contemplativo, como si poco o nada le importara lo que pasa en el mundo. 

Tal vez mirar pal techo es precisamente lo que nos hace falta para bajarle la velocidad a todos esos asuntos que aceleran nuestra vida; sentarnos a contemplarla con cualquier ritual similar al del Rick, o algún otro que nos permita rumiar, bien despacio, nuestros pensamientos.

viernes, 13 de enero de 2017

Dedos en la boca

El cursor titila impaciente, como si   quisiera  saber que letras va a ir regando a su izquierda. Martínez lo mira con desconfianza mientras se lleva su indice derecho a la boca y juega con la lengua sobre su uña.   

Lleva un semana redactando Mejor darte prisa Lisboa.  Va en el quinto borrador y todavía esta lejos del último. Incluso no sabe si va enviar la columna al periódico.  Trata un tema que produce diferentes sentimientos en las personas:  Los que están de acuerdo con su punto de vista seguro se alegrarán y lo llenarán de comentarios afectuosos, elogiando sus cualidades como escritor.  El otro bando, el de los no conformes, que siempre parece más grande que el primero, estará listo para apedrearlo con insultos, comentarios pesados, y una que otra tímida amenaza de muerte.

Esos comentarios siempre le han hecho pensar si escogió la profesión correcta o más bien si se encuentra en el terreno indicado.  A veces le gustaría abandonar las columnas de opinión y dedicarse a escribir cosas sencillas, ligth como el horóscopo, por ejemplo.  Había leído el suyo hoy y decía: Asegúrese de que nada ni nadie se adueñe de usted. O de pronto aventurarse a escribir libros de autoayuda, repletos de lugares comunes y bálsamos motivacionales que tanto le gustan a las personas.

El cursor continúa titilando.  No sabe si abandonar el artículo, relegarlo a esa carpeta de escritos inconclusos para luego utilizar las ideas o algún par de párrafos en un escrito futuro.  ¡A la mierda!, yo no escribo para agradarle a las personas  piensa Martínez.

Va a la cocina, prepara tinto y lo mete en un termo.  Sus noches de edición siempre son largas.  Por nada del mundo permitirá que le metan los dedos en la boca...... que nada ni nadie se adueñe de usted. USu horóscopo tenía razón. 

jueves, 12 de enero de 2017

La secta de la abuela

Tomo café con mi hermana en un centro comercial.  De repente una señora canosa, con pinta de abuelita y  que lleva un fajo de fotocopias debajo de su brazo izquierdo y una carterita negra con pinta, más bien, de monedero gigante en el otro brazo, se nos acerca, balbucea un saludo ininteligible y deja una copia encima de nuestra mesa.

Pienso que es la mujer es uno de esos  militantes religiosos que pretende evangelizar a todos los que se encuentre en su camino.  Estoy dispuesto a escuchar su discurso sin refutarle nada; dejar que gaste sus energías y siga su camino, pero luego de dejar otro par de fotocopias en otras mesas, la abuela se retira sin decir nada.

La curiosidad no me permite botar la hoja y me pongo a leerla.  Es una fotocopia de un escrito hecho a mano y de afán, lo que hace difícil su lectura.  En la mitad de la hoja está la imagen de una mujer rubia que sonríe y lleva una bata blanca.

El texto tiene el nombre  completo de muchas personas y algunos vienen con direcciones.  no solo de Bogotá sino de otras ciudades como Oregon, Michigan.  Algunos nombres vienen acompañados con ordenes: visiten a fulanito en esta dirección y conózcanlo o entablen amistad fingiendo necesitar X cosa.

Más abajo en un párrafo que presenta algo más de coherencia dice: "detrás de cada buena mujer siempre habrá un hombre horroroso".  Luego aconseja buscar ciertos temas, de carácter esotérico, en internet.

La abuela debe hacer parte de una secta,  ¿de qué? imposible saberlo, pues su estrategia de volanteo desprovista de una narrativa clara y concisa, falla al momento de conseguir adeptos.

Luego de una ultima hojeada a la fotocopia, la arrugo y boto en una caneca. Esta ciudad tiene mucho loco suelto.