lunes, 27 de noviembre de 2017

Traidor

Dos hombres y una mujer están sentados en la terraza de un café. Ella lleva una falda azul corta con arabescos, y cada vez que cruza la pierna, la abertura de un costado permite ver cómo se le tensionan los músculos. También lleva varias pulseras en sus muñecas que parecen campanillas, pues hacen mucho ruido cada vez que gesticula con las manos. Se coge y acomoda el pelo muy seguido; también masca un chicle, que, probablemente, ya no tiene ningún sabor. 

El hombre que, al parecer, está liderando la conversación o fue quien los citó a conversar les dice: “Lo que si quiero dejar claro con ustedes es que esta conversación nunca existió”. 
“No, si, claro”, responde torpemente el otro hombre, cayendo en esa afirmación- negación inconclusa. 
“No quiero que vayan a pensar que soy un traidor” 

“Bueno y ¿qué más querían saber?” pregunta el traidor esbozando una sonrisa que indica el fin de la conversación, y sin darles tiempo de contestar le dice al otro hombre: “Don Jaison, estoy buscando trabajo, por si sabe de algo” y vuelve a terminar el comentario con una sonrisa que lo que menos inspira es confianza. 

“Ustedes saben que yo admiro a la gente que pasan dos meses o tres meses y no les han pagado” les dice ahora, y luego habla sobre un machetazo financiero que realizó la mujer de las campanas en las muñecas, a lo que esta, con cara de asombro, responde al instante: “No, tu sabes que yo no soy así de chambona, yo no las eliminé, las trasladé a la 24 por centros de costos”. 

El traidor parece no reparar en la respuesta y continúa hablando sobre otro tema. La mujer, ya aburrida, comienza a jugar con su pelo, agarra un mechón largo y comienza a enrollarlo y desenrollarlo a manera de terapia. 

Ahora el traidor, quien parecía haber estado a punto de dar fin a la conversación, sacó fuerzas narrativas de quién sabe dónde y continua hablando de números y finanzas.

viernes, 24 de noviembre de 2017

Bajo control

Medio día.

Sin preocuparme en dar un vistazo por la ventana, a pura intuición, tomo el paraguas y salgo a hacer una vuelta que se va a trifurcar en tres: una consignación, la compra de un plátano maduro y la de una gaseosa.

Cuando piso la calle sonrío ante mi acierto del pronóstico del clima, pues unas gruesas gotas de agua comienzan a oscurecer el pavimento. Tengo todo bajo control: primero voy a ir al banco, luego a comprar el plátano y por último iré a la tienda.

Varias personas caminan de afán sin paraguas, los compadezco, o bien por su deficiente capacidad para pronosticar el clima a punta de feeling, o porque no tienen o dejaron la sombrilla en algún lugar. 

Mi vuelta transcurre sin problemas. En el banco no hay fila y en el restaurante me entregan el plátano casi al instante después de pedirlo, solo queda comprar la gaseosa. El cielo finalmente no se quebró en la forma que esperaba y ahora llueve sin ganas.

A menos de media cuadra de llegar sano y salvo a casa, camino por la entrada a los parqueaderos de un edificio de oficinas, con mis manos ocupadas con el paraguas y dos paquetes. Es un terreno inclinado y está muy resbaloso.

He pasado miles de veces por el lugar así que no le presto atención, pero a los dos pasos siento como mis tenis se deslizan por la superficie como si estuviera hecha de jabón. Patino y muevo las manos y todo mi cuerpo violentamente para mantener el equilibrio. Lo logro, “Mucho putas, todo bajo control”, pienso. 

Levanto la cabeza con orgullo y cuando voy a dar el segundo paso todo el esfuerzo previo pierde sentido, pues me resbalo, y esta vez ni el piso ni mis tenis le colaboran al equilibrio y me estampo contra el suelo. Caigo de cola y creo que me golpeo el coxis o, ustedes saben, justo en la frontera del culo con la espalda.

Ya en el piso, casi del todo boca arriba, caigo en cuenta que no solté los paquetes ni el paraguas, quizás intentando salvar algo de mi dignidad. Me muevo un poco para revisar si me duele algo, pero no siento nada. Me pongo de pie y sigo mi camino como si nada. 

El puto control es una ilusión.

jueves, 23 de noviembre de 2017

Primer párrafo

No sabe cuánto tiempo le ha dedicado al primer párrafo de su obra. Cada día lo lee varias veces, mentalmente y en voz alta, y vuelve a editarlo, le cambia la puntuación, reordena las palabras y lo saborea hasta el cansancio; incluso, cuando el desespero lo embarga, lo borra y vuelve a escribirlo desde cero, dando inicio una vez más a ese ciclo que se repite y que quién sabe cuándo va a lograr romper.

Ya tiene claro qué es lo que quiere narrar, la escena con la que quiere iniciar, el sentimiento a transmitir, la manera en que van a interactuar los personajes, pero siente que si ese primer párrafo no es contundente, y que si no tiene sentido alguno, no vale la pena continuar. Hay días en que cataloga las pocas líneas como el inicio de una obra que va a sacudir los cimientos de la literatura, pero en otros le parece una completa basura. Muchos le han asegurado que la perfección no se puede alcanzar y le recomiendan que no sea tan obstinado.  Sabe que nada es perfecto, pero siente que su primer párrafo se puede acercar mucho.

Quiere que las líneas sean una descarga de adrenalina en el lector, una bofetada, que los sacuda de alguna forma y de la que no se puedan recuperar fácilmente.

“Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”. Por ejemplo, ¿Cómo no estremecerse con el inicio de la novela de Kafka?, se pregunta.

“La música clásica me la pone dura” es la altiva frase con la que James Rhodes abre Instrumental, ls obra autobiográfica del pianista que leyó hace poco. Rhodes queda en deuda con el lector en las 275 páginas restantes, en las que debe demostrar por qué es tan poderoso ese vórtice de palabras que crea y nos succiona con tanta fuerza. 

Piensa que su primer párrafo debe contener la historia que se pretende contar y miles de historias paralelas quizás igual de importantes que la principal.

miércoles, 22 de noviembre de 2017

El baúl

La casa de la abuela Inés que conocí, mi abuela materna, era una estructura de dos pisos inmensa. Quizá siempre la percibí así porque de pequeño uno tiende a agrandarlo todo. En el primero siempre vivió otra familia, y el único contacto que teníamos con sus miembros era el pasillo de la entrada que estaba conectado a la escalera; ellos, ese núcleo familiar, siempre fueron para mí, e imagino que para otras personas de la familia, una especie de incógnita; fantasmas que, sabíamos, flotaban cerca de nosotros, pero rara vez se nos aparecían. 


En el segundo piso vivía mi abuela con dos de sus hijas, y en cierto momento vivió otra más con su familia. Esa planta tenía un gran salón principal que contenía a la sala y el comedor y estaba conectado al cuarto de mi abuela. Esos tres espacios con pinta de uno, eran los únicos que tenían piso de madera, que siempre permanecía brillado, despedía olor a cera y se quejaba con nuestros pasos.


Cuando visitábamos a la abuela, ese espacio era el lugar en el que pasaba la mayor parte del tiempo, al igual que la alberca; no sé por qué me atraía ese último lugar en el que jugaba a recoger agua con un tazón que flotaba en ella para luego regarla de nuevo dentro de la estructura de cemento; creo que eso se debía a la fascinación que, también de pequeños, tenemos con el agua, cuando es contenida en grandes cantidades: piscinas, fuentes, albercas, etc. y también porque las veces que visitaba ese lugar, ubicado en la azotea, era a escondidas, desafiando las advertencias de peligro, y un posible regaño, que me daba mi madre.


El cuarto de mi abuela era un lugar frio. Lo recuerdo oscuro, opaco, con dos camas, un televisor, un cuadro del sagrado corazón, un televisor y un baúl gigante desprovisto de cualquier tipo de estética; una caja de madera simple y lisa de aspecto lúgubre. 


Lo que la abuela guardaba en ese baúl era todo un misterio. Mi madre asegura que ahí tenía los documentos de sus hijos, ¿cuáles documentos? Partidas de nacimiento, exámenes y ese tipo de papeles imagino; también almacenaba monedas de plata, billetes y regalos, paquetes de ropa, sin abrir, porque, supongo, creía que lo que tenía de momento le bastaba.

martes, 21 de noviembre de 2017

Insecto

Algunas letras de la página que estoy leyendo se comienzan a mover, imagino a la letra “a” con un capricho de unidad lingüística, cansada de su fonema, transformándose en una “o”, una “l” en una “t”, y así, cada una de las letras del abecedario, agobiadas de su rol en la sociedad del lenguaje, quieren convertirse en otra(s). Eso es lo que debe estar ocurriendo, y el dios de las palabras me ha premiado con ese espectáculo, de tinte caótico, solo a mí. 

Cierro los ojos unos segundos. Quizá es una simple cuestión de enfoque y cansancio visual. cuando los abro, las letras continúan transformándose, mutando, inmersas en un baile misterioso que destruye a la vez que crea el lenguaje. A veces funciona y las recién formadas palabras existen, pero es una cuestión de suerte, amparada bajo el capricho de las letras. 

La palabra coma, se convirtió, por ejemplo, en como, al transformarse solo sus vocales, pero también hay problemas de sentido cuando las consonantes cambian a la par que ellas: yoro, voma; ya se podrán imaginar ustedes la cantidad de combinaciones posibles para una sola palabra. 

¿Qué ocurre? me pregunte. Miré hacia los lados y me cercioré de que el mundo y la vida transcurrieran de forma de normal: cada quien con sus afanes, el sol está en el mismo lugar, acompañado de unas nubes que aseguran lluvia en la tarde, el tráfico, los segundos acumulándose uno detrás de otro; si algo raro ocurre sólo me concierne a mí, a mí cabeza, mi tiempo.

¿Estaré enloqueciendo?, ¿cómo saberlo?,¿quién o qué dicta lo normales o desquiciados qué somos? Pienso que, tal vez, cada quien es loco a su manera, la mía, la de este momento, consiste en delirar con palabras. 

Algo preocupado, acerco el libro a la cara, para ver si las letras quieren transmitirme algún mensaje secreto. Decepcionado me doy cuenta de que la ilusión se debe a un insecto diminuto que aterrizó en la página y le cogió cariño a un par de líneas. Lo soplo y el texto retoma su rigurosidad impresa. 

¿Y si era un mensaje?, ¿una especie de señal? pienso, al tiempo en que me asombra pensar semejantes pendejadas a estas alturas de la vida; de todas maneras, leo las líneas por las que se paseó el transformador de palabras, pero no les encuentro relación alguna con mi vida ni ninguno de mis asuntos personales.

lunes, 20 de noviembre de 2017

Chispita azul

Chispita, supongo que así se llama, no lo sé, llega un momento en que uno se aterra de la cantidad de temas sobre los que no sabe nada, o sobre los que se cree saber pero en verdad son asuntos que navegamos a plena oscuridad; lo que pasa es que somos buenos contándonos historias de que somos unos chachos, me gusta esa palabra, y que tenemos todo bajo control, que dominamos lo poco que sabemos. 

Estimado lector, si todavía sigue acá, conmigo, leyendo estas palabras que escribí y se aguantó esa especie de regaño, muchas gracias, pues ese fue el narrador que surgió, qué se yo, si hubiera decidido inventarme un relato, seguro habría sido otro, uno más objetivo y menos cantaletudo.

Creo que se llamaba Natalia y llevaba una chispita de color azul en la nariz. Su pelo era de color rubio y trabajaba de mesera en el bar El Anónimo, en esa época en que lo frecuentaba mínimo una vez cada quince días pues un amigo era el encargado de poner la música, y a veces me dejaba llevar mis cd’s y me soltaba la consola toda la noche. Los dueños del bar no ponían problema, e incluso, en ocasiones, me regalaban un par de cervezas, cortesía de la casa, por tomarme el trabajo de poner la música, mientras ellos y mi amigo se dedicaban a tomar cerveza y atender a la gran cantidad de amigos que los visitaban, que prácticamente era toda la clientela. Siempre me gustó mucho eso de ese bar, que todos parecían conocerse con todos. 

Natalia Me parecía sexy a morir y me intimidaba como nadie. Cada vez que iba, la saludaba tímidamente pues ya nos conocíamos de vista, que llaman. Imagino que así saludaba a otros tipejos que también eran clientes frecuentes del bar. Nunca le dije nada más allá del saludo; puro miedo, puro hueva que es uno en ciertos momentos de la existencia. Me inventaba la excusa de que estaba muy ocupada, y en serio lo estaba, pero pues era obvio, ¿qué más se podía esperar de una mesera de bar en una noche de viernes o sábado? 

Había otra mesera, una flaquita, crespita con la que si dialogaba más. A otro amigo le gustaba mucho, pero a mí no. No me parecía fea,  en términos generales era atractiva, pero no tenía nada que hacer contra la monita de la chispita azul.

De un momento a otro la dejé de ver, supongo que dejó de trabajar en el bar y que yo deje de ir tan seguido, Hoy vi una mujer con una de esas chispitas y por eso me acordé de ella.

sábado, 18 de noviembre de 2017

Asaltantes

Es una pareja, al parecer, dispareja en edad. El hombre, con muchas canas, bien podría ser el padre de la mujer rubia, que lleva el pelo corto, un pantalón negro ceñido, tenis del mismo color y cara con un gesto agrio, como si la existencia le supiera feo.

Los novios, amantes, padre e hija, agentes secretos, asaltantes; las combinaciones resultan alarmantes, se sientan en la mesa de al lado y no conversan. Si lo hacen, es a través de un lenguaje de miradas que solo ellos conocen.

El hombre comienza a hojear una revista y la mujer a mirar su teléfono celular. Continúan sin decir nada, excepto ese intercambio de miradas que quién sabe que cantidad de información contiene.

El mesero los saluda y les entrega las cartas. Sin haber recibido la suya, la mujer dice que por favor le traigan una porción de papaya. También Ordena dos tintos. “Por favor bien cargaditos” dice ahora. El hombre que la acompaña muestra desinterés en la dinámica de ordenar platos; la mujer podría ordenarle un café con cicuta y se lo tomaría sin problema. Pero el veneno no está disponible en la carta, aunque recordemos que pueden ser agentes secretos y la mujer lo lleva en un frasquito en algún compartimiento secreto de la chaqueta que lleva puesta.

“Por favor que los cafés queden bien cargaditos” dice ahora. “Ok, ya mismo se los traigo”. “Pero, ¿no nos a tomar la orden de una vez?” responde la mujer en un tono que evidencia ganas de cachetearlo. “Si claro” responde apenado.

Antes de que el mesero, quien pienso le vas a escupir en sus platos en respuesta a la actitud agria de la mujer, se vaya, la mujer le pregunta: “¿Cuántos meseros hay hoy?. “siete” responde el hombre como si estuviera en una evaluación oral. “y cuántas mesas son?”. “dieciocho”.

Un rato después, el mesero llega con las bebidas que ordenaron, la mujer prueba su tinto y le dice, “noooo, se fueron para el otro lado, ahora quedó muy cargado, ¿me puede traer agua caliente por favor?. El hombre que los atiende evita el contacto visual y responde: “con gusto”. 

La mujer dice: “Casi 2 meseros por mesa”, soltando el pensamiento en voz alta, “18 mesas”, concluye. Me extraña su obsesión con los cálculos y el tema de los meseros y mesas, definitivamente deben ser asaltantes.

Luego de que les traen lo que ordenaron, comen muy deprisa, y el hombre por fin habla, menciona algo relacionado con un comercial de un banco, que le vino a la memoria por algo que vio en la revista.

Piden la cuenta, pagan y dejan el lugar. Al rato me voy, Quién sabe para que día y hora están planeando el golpe al lugar