lunes, 31 de diciembre de 2018

El columpio

A pocas horas para que acabe el año. veo a una niña rubia y pequeña, no debe tener más de 4 años, que lleva puesto un saco azul abierto, una camiseta rosada, blue jeans, y zapatos también rosados; meciéndose en un columpio. Sus manos se agarran de las cadenas como si su vida dependiera de ello; no parar de reír y le exige a su mamá que cada vez la empuje  más fuerte. 

Si uno se fija bien, un columpio es de lo más ridículo: ir de atrás hacia adelante, mecerse porque sí, porque no hay nada más que hacer; simplemente estar ahí, presentes, yendo y vieniendo. Pero ¡joder! (Y pido permiso a los españoles para usar su expresión, pero es que la siento muy apropiada para la frase) es que precisamente de eso se trata, ¿no? Aparte de no ser niño, se me debe hacer zonzo el columpio, pues estar, solo estar, sin esperar nada a cambio o que algo ocurra, es algo que, me atrevo a decir, nos cuesta. 

El columpio, La niña, o ambas cosas, me hacen pensar en el fin del año, y lo sobrevalorado que está. La verdad es una fecha que encuentro aburridora, y a la que, creo, se le da mucha importancia, sin realmente merecer tanto bombo, tanta preparación, tanta nostalgia, tanto alboroto, pues dentro de pocos días vamos a volver a lo mismo, a nuestras rutinas. 

Siempre fantaseo con que, de repente, todo cambie del año viejo al año nuevo, poder disfrutar de otra vida a las 00:01, y no necesariamente una repleta de lujos y riquezas, sino en verdad hacerle honor a la frase: “año nuevo, vida nueva”. 

De pronto me complico demasiado la existencia, al renegar de la rutina y desear cosas imposibles. Quizás, solo quizás, la vida está diseñada a manera de columpio, un ir y venir, en apariencia, sin sentido; días que se repiten uno detrás de otro, con cambios tan pequeños que resultan imperceptibles. 

El truco, entonces, debe estar en aprender a sacarle el jugo a ese vaivén “eterno” que es nuestra existencia, como cuando los niños se montan en un columpio. 

domingo, 30 de diciembre de 2018

La loca de la casa

El cuerpo la casa; la loca, la cabeza.

La Loca de la casa es un libro de Rosa Montero, una escritora española que conocí gracias a Millás. Supe acerca de Millás por su libro de Articuentos completos, que compré a la ciega en una feria del libro, luego de leer un pasaje que me hizo reír mucho. En un principio, no sé por qué, pensé que solo escribía columnas, pero luego me enteré de que también escribía novelas. Desde ahí comencé a devorar toda su obra, junto con sus columnas de el diario El País.

Un día decidí ver quiénes eran los otros columnistas de ese diario y entre ellos me encontré a Rosa Montero y Javier Marías. Leí algunas columnas de Montero y me encantaron, busqué sus novelas y la primera que leí fue El peso del corazón, la segunda de la saga de la detective Bruna Husky. Me encantó. Luego leí la Ridícula idea de no volver a verte, La vida desnuda, un compendio de sus artículos, y también me parecieron increíbles. Me gusta mucho como escribe Rosa Montero, la forma en que narra y ve la vida; le deseo larga vida.

Hoy terminé un libro, y mañana, como vengo haciendo desde hace un par de años, pienso cerrar este dedicando unas horas del día a leer. El libro que había escogido para mi ritual de fin de año había sido la Loca de la Casa, que no es una novela, sino un texto en el que la escritora española habla acerca de su profesión, de qué significa escribir para ella, la fantasía, en fin, el arte de crear.

Ayer lo comencé a leer en la madrugada y, como lo esperaba, me gusto, pero hoy decidí, con ayuda de la cabeza que esta loca, cambiar esa lectura por otra, pues quiero sumergirme en una historia, leer novela pura y dura. 

No pienso cambiar de autora, y si mi cabeza no tiene otro capricho de último momento, creo que voy a leer Historia del Rey Transparente, de la que un lector, hace poco, le dio las gracias a la escritora por Twitter, diciéndole que esa novela había marcado un antes y un después en su vida.

viernes, 28 de diciembre de 2018

La señora del ascensor

Ayer compré un six pack de cerveza. Lo llevaba en la mano y al momento de subir al ascensor, me encontré con una señora a quien, según parece, muchos residentes del edificio odian. 

A mí no me cae de maravilla, pero ni me va ni me viene. Me han dicho que jode mucho, que es de las que le pone pero a todo, pero a mi no me consta. Si algo me incomoda es que siempre está sonriendo, pero es una sonrisa extraña, forzada, una que esconde quien sabe que tipo de pensamientos y juicios. Me recuerda a una caricatura de Walt Disney en la que un caballo sonreía de manera hipócrita. 

Cuando me subo a un ascensor, a menos de que conozca a alguien, no me gusta hablar adentro de esos aparatos; así que  de acuerdo con lo lleno que esté, y de cómo haya quedado ubicado, guardo silencio mirando un punto fijo, el que sea. Una buena opción para evitar hablar es quedar de ascensorista, y como uno está ocupado oprimiendo el botón de cerrar o abrir la puerta, parece que la gente no intenta entablar conversación con uno. 

Ayer solo íbamos la señora y yo. Luego del saludo, marcamos los pisos en el tablero y justo después la señora dijo en voz alta:“¡Huy!, ¿dónde es la fiesta?”. Haciendo referencia al six pack. ¿Por qué me habló?, ¿qué necesidad tenía de hacerlo? Sonreí incomodo, le respondí cualquier bobada y guarde silencio hasta que me baje. 

Hoy, una amiga me regalo una botella de vino, y otra. la dueña de casa, me pregunto que si quería una bolsa para llevarlo. Le dije que sí, y me dio una de Juan Valdez. 

No sé qué carajos espera el destino, la vida o el universo de mi, pues hoy, apenas llegué al edificio, de nuevo me encontré a la señora, con la cartera al hombro y las llaves del carro en una de sus manos, tomando el ascensor. Nuestro encuentro fue casi una copia del de ayer, saludo, sonrisa extraña, etc. 

Hoy clave la mirada en un punto fijo del suelo. Va a hablar, fijo va a hablar, y tómalo, ocurrió. La mujer se fijó en la bolsa de Juan Valdez y, a modo de chiste, dijo: “Ahhh ya veo un día es licor y al otro café; para balancear,  ¿cierto?”. Sonreí de nuevo, sí, todo un hipócrita, pero como les decía la mujer ni me va ni me viene, y pues tampoco se trata de hacerle mala cara o decirle “no sea sapa”; de nuevo respondí cualquier cosa, intentando que el fin de mi respuesta coincidiera con el momento en el que debía abandonar el ascensor. 

Si me la vuelvo a encontrar en los próximos días, pienso subir por las escaleras.

jueves, 27 de diciembre de 2018

Héctor

En la mañana, cuando voy a salir del edificio, la puerta la abre un celador nuevo y joven. Le pregunto su nombre y me da también su apellido; solo se me graba el primero, Virgilio, que considero sonoro. 

También le pregunto que si lleva mucho trabajando en el edificio; me dice que no, que solo está haciendo un remplazo. 

“¿De quién, Christian?”, le pregunto. Me dice que no, mientras intenta recordar el nombre del celador al que está remplazando. No lo logra y busca un papel que tiene a la mano. “Héctor”, responde. “Y eso, ¿está de vacaciones?”, pregunto. 

De inmediato visualizo la cara de Héctor. ¿Qué sé acerca de él?, la verdad muy poco, por no decir nada, pero es un hombre de sonrisa eterna, una de esas personas que dan buena espina. 

Es hincha del deportivo Tolima, y de las pocas conversaciones que sostuve con él, la mayoría  trataban sobre su equipo, en preguntarle cómo iba, qué tal le había parecido el partido del fin de semana. Sus respuestas siempre llevaban sonrisas y risas atravesadas; es un un tipo muy alegre, de esos que le ve el lado bueno a todas las cosas . 

“No—responde Virgilio cortando mi chorro imaginativo—, tuvo un accidente en la moto. Esta en la UCI”. Le pregunto qué le pasó. 

El lunes pasado, al finalizar la tarde, mientras varios, supongo, nos alistábamos para la celebración de la navidad con nuestras familias, Héctor se reunió en la portería del edificio, con el resto de los celadores y trabajadores, para la repartición de los regalos. 

Tiempo después se subió a su moto, y cuando bajaba por una calle dos carros lo cerraron. Héctor intentó maniobrar para no chocarlos, con tan mala suerte que logro esquivarlos, pero un furgón lo atropello. 

Ojalá se recupere pronto. Quiero saber un poco más de su vida, averiguar por qué siempre está de buenas pulgas, y preguntarle de nuevo sobre el Tolima, su equipo del alma.

miércoles, 26 de diciembre de 2018

Cervezas amargas

Hace un tiempo me encontré con un amigo, al que llevaba un largo tiempo sin ver, en un evento. Después de que finalizó caminamos un rato, hasta que encontramos una tienda de barrio, compramos unas cervezas y nos fuimos a su apartamento. 

Esa noche hablamos de muchas cosas, ya no recuerdo qué, pero la conversación fluía de manera “normal”, o lo que sea que eso signifique, hasta que yo, supongo, hablé de libros,  o de un libro, la verdad ya no recuerdo. 

En ese entonces estaba leyendo Fugas de James Rhodes, y creí que una frase del libro. que había leído ese día, aplicaba totalmente para uno de los temas de nuestra conversación. Como llevaba el libro conmigo, le pedí a mí amigo que me diera un momento para encontrarla y leérsela, pues consideré necesario que la escuchara para que me contara qué le parecía. 

Mientras se la leía, la frase produjo en mí ese sentimiento que producen las buenas citas; esa sensación de verdad, de orden. Cuando terminé, levante la cabeza para ver qué me iba a decir, pero lo note aburrido; era claro que la frase no le produjo ningún efecto, no lo movió para nada, es probable que ni siquiera me hubiera prestado atención. 

 No lo culpo, de pronto me excedí con todo el cuento de sacar el libro para leer un fragmento. Supongo que a algunas personas les molesta eso, es decir, que yo hable tanto sobre libros, sobre mi gusto por la lectura, en fin. 

Intentamos que la conversación retomara el cauce previo, pero parece que algunas palabras: mías, de él, se habían desbordado, alterándola. No tenía el mismo ritmo, nos costaba encontrarla; igual seguimos hablando como si nada hubiera ocurrido. 

De un momento a otro mi amigo me dijo algo como: “¿Sabe?, lo que pasa es que usted se escuda mucho en los libros”. “Nahh ¿usted cree? La verdad no creo”, respondí. 

Di esa respuesta porque sentí como si eso estuviera mal, como si la lectura y mi gusto por los libros fuera algo de lo que me debiera avergonzar. Como en muchas ocasiones en las que alguien dice algo que me molesta, no dije nada, actué como si nada hubiera ocurrido, pero sus palabras desbordaron la conversación por completo, en resumidas cuentas, me emputé. 

Pensé en irme, pero no lo hice porque todavía quedaban un par de cervezas, en las que había invertido algo de dinero. Destape una y hablé cualquier pendejada por un rato, dando sorbos largos, quería acabarla rápido para largarme del lugar lo antes posible. 

Después del episodio, nunca le dije que su comentario(s) (Luego del de los libros hizo otro que me la volo por completo), me habían molestado; craso error, lo sé, pero también me gusta evitar el drama. 

Si mi amigo quería tener la razón, debí haberle respondido que sí, que sí me escudo en los libros, y que no le veo nada de malo, pues cada quién mira como sobrellevar mejor la vida, cada quién mira qué veneno o droga se aplica: estudio, alcohol, sexo, infidelidad, religión; el que sea, pues la verdad sobran. En mí caso son los libros, la lectura y la escritura, y no los voy a dejar nunca porque me ayudan a ponerle un poco de orden al caos, al mío y al del mundo.

"La verdad es que la fantasía es una droga:
Freud creía que era un mecanismo de defensa; 
Klein, una proyección; y Jung..., joder, menos mal que está Jung.
A él le parecía algo sano, un modo de acceder a la creatividad"
- James Rhodes, Fugas -

lunes, 24 de diciembre de 2018

Feliz navidad

Hoy no iba a escribir nada. Ayer escribí algo en lo que explicaba mi supuesta no-escritura de hoy, pero deje el texto a medias, supuestamente pare editarlo y publicarlo hoy. Nunca me gusto, no sé, me parece que fue un escrito, digamos, hipócrita. 

Me desperté hace una media hora y no tengo idea a que hora me dormí; fue en la madrugada después de leer un par de capítulos de un libro, y luego de tener el control remoto del televisor en mis manos y dudar de si prenderlo o no; al final lo puse en mí mesa de noche, que de mesa no tiene nada pues es un mueble modular. y decidí dormirme. Parece que hay veces que uno quiere prolongar el día quedándose despierto a la fuerza.

Mi higiene del sueño en los últimos días está muy sucia, entonces quién sabe qué es o cómo debería llamarla. Cuando me trasnocho siempre me prometo dormir las supuestas 8 horas reglamentarias, sin necesidad de poner alarma, pero pocas veces lo logro, pues algo me despierta, un síntoma interno o externo. De pronto tiene algo que ver con mi desorden en las comidas en estos días de fin de año: desayuno tarde, lo que corre la hora del almuerzo, lo que me obliga  a picar  cualquier pendejada en la noche.

Hace un rato, recostado en la cama, y mientras pensaba sobre ese texto que escribí ayer para publicar hoy, se me ocurrió una idea para un cuento. Va a tratar acerca de una persona que emigra. En ese otro lugar “nuevo”, la persona tiene el chance de ser alguien más, de supuestamente cambiar de vida, ser otro(a), aunque creo que uno nunca deja de ser, del todo, quien fue. 

La idea no tiene nada de novedosa, en el sentido en que se han escrito miles de textos similares, es decir, de personajes que experimentan un viaje físico y otro interno al mismo tiempo, pero fue lo que se me ocurrió y todo depende del tratamiento que le dé; lo que más me gusta, es que creo que a diferencia de esa idea para un cuento pretenciosa, de las que les hablé hace un par de ideas, esta me suena sincera.

Pero volvamos a la cama, es decir, visualíceme, querido lector, de nuevo recostado en ella. Estaba ahí, rumiando pensamientos, cuando llegó la idea del cuento y decidí anotarla en el celular, al que le quedaba 15 % de batería. Para un celular normal, o no viejo, esa cantidad de energía habría sido suficiente, pero no para el mío que poco a poco va sacando la mano. No quiero pensar en el día en que de nuevo me toque invertir en uno, son aparatos muy caros, ojalá no dependiéramos tanto de él, de las redes sociales, en fin.

Volvamos ahora al tema de la batería, cuando mi celular tiene esa cantidad de carga, significa que en cualquier momento se puede apagar, y eso fue lo que ocurrió, apenas anoté dos frases que pretendían contener la idea del cuento. 

Luego de eso me distraje con otro par de pensamientos, hasta que decidí reptar, es un decir o, mejor, un escribir, hasta el escritorio y aquí estoy escribiendo estas líneas de navidad, que no tengo idea cómo concluir. Hagámoslo fácil: 

¡Feliz Navidad!

sábado, 22 de diciembre de 2018

El libro de tapa verde

Hace unos años, parece que en otra vida, trabajé cerca del centro comercial Avenida Chile. 

Muchas veces, después del almuerzo, uno de mis planes favoritos era visitarlo, para ir a hojear libros en las librerías, que en ese entonces eran dos: Tornamesa, que aún existe y continúa en el mismo local, y otra pequeña ubicada hacia las escaleras del costado occidental, que no recuerdo cómo se llamaba. 

Esta última me gustaba mucho, y a pesar de lo pequeño que era el local, tenían un amplio surtido de libros. 

Un día, en una de esas hojeadas, tomé un libro de tapa color verde y le di la vuelta para leer la contraportada. El texto con el que me encontré me encantó. Ya no recuerdo sobre qué hablaba, pero prometí comprar el libro en una próxima ocasión en la que tuviera dinero; ese es uno de los grandes problemas de hojear libros compulsivamente, que muchas veces no se cuenta con el dinero suficiente para comprarlos. 

A fin de mes, cuando me pagaron, visité de nuevo la librería, esta vez no para hojear libros, sino para comprar el de tapa verde, pero esa vez no lo encontré por ningún lado. 

Hoy volví a visitar ese centro comercial, no había mucha gente y un Papá Noel con un vestido de color azul, un impostor claro está, se paseaba por el lugar, junto a una mujer que parecía estar disfrazada de duende. 

La librería del local pequeño ya no existe. Guardaba cierta esperanza de que el libro de tapa verde, después de todos estos años, me estuviera esperando; me quedé sin saber que tenía por enseñarme.