martes, 19 de febrero de 2019

Pazite, snajper!

¡Cuidado francotirador! 

Con esas dos palabras se alertaban los ciudadanos, cuando iban a cruzar de una esquina a otra de la ciudad, en la guerra del la antigua Yugoslavia a inicios de los 90, mientras un francotirador los acechaba a través de su mira, Cuando sabían que el soldado había “desperdiciado” un tiro, salían a correr hasta llegar al otro lado. 

En ese tiempo la región era un hervidero al borde de una guerra civil. Coexistian 6 republicas, había 5 diferentes nacionalidades, 4 lenguajes, dos alfabetos, y estaba populada por Musulmanes, Catolicos, entre ortodoxos y protestantes, y cristianos. 

Tengo cierta fascinación, que está lejos de ser un sentimiento amarillista, con ese conflicto armado Desde que leí la novela “El chelista de Sarajevo”. Me parece increíble que en medio de la guerra algunos ciudadadanos intentaban llevar una vida normal. 

Me encontré las palabras de alerta: Pazite, snajper! ayer, mientras leía unas noticias para una historia que estoy escribiendo acerca de un francotirador que se llama Radiša Dobrilo, originario de Macedonia. 

La historia se titula respirar y transcurre en una misión en la que Radiša, ubicado en la azotea de un edificio, cuenta mientras inhala y exhala, e intercambia información con su observador, su pareja en la misión que le ayuda dándole la posición de los objetivos y la dirección del viento, entre otras cosas. 

En plena misión Dobrilo, con el dedo en el gatillo, comienza a tener muchas dudas y a cuestionar la guerra, lo que hace, todo, y en cierto momento pierde una orden disparo por andar inmerso en sus pensamientos. 

Es el tercer borrador de la historia, y me ha gustado mucho escribirla. Desde que la retomé hace un par de días, se me metió en la cabeza el personaje y lo veo claro tendido en la azotea del edificio: con su uniforme camuflado, cubierto por mantas viejas y cajas, y respirando pausadamente, como si estuviera meditando, mientras los rayos del sol golpean su espalda. 

 Me la he pasado pensando cómo mejorar la historia, qué incluirle o quitarle para hacerla más compacta, tanto que no le queden cabos sueltos a simple vista o, mejor, lectura; que funcione como un reloj que da campanadas exactas.

lunes, 18 de febrero de 2019

Todo por una firma

El centro de convenciones de Cartagena está lleno. 1500 esperamos para ver la conversación que la periodista Alma Guillermoprieto va a sostener con la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie. 

Adichie sale al escenario en medio de una tormenta de aplausos y, antes de ocupar una de las sillas ubicadas en el centro, se para enfrente de un atril para leer un texto relacionado con Gabriel García Márquez. Cuenta una anécdota de cómo fue su primera experiencia lectora con el autor colombiano: Un día, de pequeña, no hizo caso a sus padres y por querer irse a jugar con otros niños, se hizo una herida con un alambre. Luego, mientras se recuperaba y convalecía en cama, su padre le dijo: “Mira, creo que este libro te puede interesar”, y le entregó 100 años de soledad. 

La conversación trata varios temas: Adichie habla sobre la guerra en su país y cómo la vida de su familia cambio por completo, al tener que emigrar de un momento a otro; de qué significa contar historias; incluso hablan un poco acerca de J.K Rowling y Harry Potter. Una de las frases con las que la escritora africana encarrila la conversación hacia el final es: “Creo que África está en el ADN de Colombia”, que abre paso a las preguntas de los asistentes. 

Alisto “Americanah”, su novela, que compré en la tarde y abandono el auditorio, pues quiero que me la firme. 

No entiendo esas ansias de tener los libros firmados por los autores; queda claro que aparte de poder chicanear y mostrarlo como un trofeo, la firma no le quita ni le pone a la obra, y la historia sigue siendo la misma. 

Cuando llego al lugar de la firma, ya hay más de veinte personas haciendo fila. Me ubico rápido al final y delante mío hay una señora que está cuidándole el puesto a otras dos, quienes llegan afanadas y le dan las gracias mientras la primera se retira. Justo después de que esto ocurre, una mujer rolliza, toda vestida de negro y con un sombrero colgándole a la espalda comienza a alegar; les dice a las personas que llegaron que no se cuelen, que respeten la fila. 

Mi yo metido sale a flote e interviene: “pero si uno estaba en el auditorio y se salió antes a hacer fila, las personas que están con uno pueden hacerse acá, ¿no?”. A medida que hablo la mujer de negro no deja de alegar: “No hay opinión que valga, no hay opinión que valga, ¡usted se coló!”. La miro asombrado y le explico que yo estaba en la charla, pero la mujer continúa alegando. Al final dos de los organizadores llegan a calmarla, y al rato Adichie se sienta a firmar libros.

Imagino una corta conversación con la escritora cuando sea mi turno:

“¿Para quién?”, pregunta ella
“Juan Manuel”, le respondo sonriendo.
Y con sus dotes de escritora, en menos de un segundo, imagina una dedicatoria corta, pero poética: Para Juan Manuel, un gran lector que bla bla bla… 

Próximo a mi turno, luego de casi una hora de hacer fila, me dicen que solo puedo firmar un libro. Tengo dos: el de una amiga y el mío. Suplico que hagan una excepción. “Ok, abra la página en donde quiere que se los firme. Hago lo que me indican y ellosson los que  le pasan los libros. 

Adichie lo firma o garabatea, no se sabe, de afán, sin ningún intercambio de palabras.

viernes, 15 de febrero de 2019

Arte y política

Ayer volví a ver el video en el que Roberto Ampuero, el canciller chileno, contesta a la intervención de Jorge Arreaza, el venezolano, en una sesión de la OEA. El segundo, con un tono insolente, había dicho que el secretario general era un sicario y la organización un circo, donde los demás cancilleres que estaban ahí cumplían con una orden impartida por alguien. 

Cuando Arreaza termina de escupir sus palabras venenosas y malintencionadas, al primero que le conceden la palabra es a Ampuero. Me parece brillante la capacidad de discurso que tiene en sus zapatos de político, pero creo que lo que la hace posible es su pasado, o bien, su presente, su constante como escritor, una actividad que, imagino, nunca ha dejado de lado. 

Quién es Ampuero, no lo sé. Leyendo un poco me entero de que nació en Valparaiso y que estudió en el colegio alemán, del que se graduó con un promedio destacable y donde aprendió a escribir y hablar en alemán, lo que le permitió acercarse a escritores como Goethe y Mann, entre otros. 

Sobre su colegio afirma: “me enseñó a ser disciplinado y serio en lo que hago, a no desperdiciar tiempo, a revertir situaciones difíciles, a ser frugal y sencillo, y a vivir en otras culturas”. 

Después se traslado a Santiago y estudió Antropología Social en las mañanas y literatura latinoamericana en las tardes. Militó por un tiempo en las juventudes comunistas porque creyó que el socialismo era democrático, justo y de economía prospera y partió hacia Alemania Oriental luego del golpe militar en su país. Su experiencia comunista termina con una profunda desilusión política. 

En 1993 publica “¿Quién mató a Cristián Kustermann?” su primera novela. 

Creo que una forma de conocer a alguien es a través de lo que escribe, pero no he leído ningún libro de su extensa obra que, si no estoy mal, está orientada hacia la novela negra. 

Pero volvamos a lo de su discurso. La forma en que habla es tan clara y respetuosa, con pausas en las que busca la palabra precisa para que su idea no se diluya en imprecisiones. Parece que, en vez de contrargumentar a Arreaza, estuviera contando un cuento, pues su hablar pausado cautiva y no deja de blandir empatía y respeto. 

Creo que a la política le hace mucha falta el arte o que quienes la practiquen sean más humanos, personas de diferentes disciplinas: escritores, pintores, dramaturgos, etc. quienes cuentan, me atrevo a decir, con una visión más amplia de la vida, y rehúsan a anclarse a un único punto de vista.

jueves, 14 de febrero de 2019

La niña que miraba los trenes partir

En la mañana hablo de nuevo con mi hermana y decidimos terminar de tomar las fotos. Por la tarde, cuando ya voy en camino para su apartamento, caigo en cuenta de que no eché el Kindle, a pesar de que había alistado el aparato. 

Me da algo de mal genio la situación, pues soy medio psicorígido con la lectura, y siempre trato de leer algo antes de echarme a dormir. 

Como hoy no lo voy a hacer, trato de autoconsolarme pensando que en cambio de leer voy a escribir, pero deja de molestarme el asunto. Cuando le cuento a mi hermana, me dice: “Tan bobo, acá hay muchos libros”, y pues tiene razón, pero no está ninguno de los que estoy leyendo, en fin, lo que son los caprichos. 

Hace poco en una reunión, un hombre contó que había dejado de escribir una novela, porque la lectura de ficción lo estaba distrayendo mucho, y le preguntó a un escritor con el que estábamos reunido, que él qué hacía en esos casos. El escritor le dijo que entonces lo mejor, para que su novela no quedara estancada, era dejar de leer,  y nos contó que él cuando está escribiendo una, no lee otras novelas, sino solo libros que le ayuden a desarrollar la obra que está escribiendo. 

Yo no estoy muy de acuerdo con eso, pues no concibo la vida sin leer, y pienso que la lectura es un contrapeso de la escritura, y que son como dos actividades siameses, donde una no funciona del todo bien sin la otra, pero quién sabe, de pronto estoy equivocado y dejar de leer es precisamente lo que se debe hacer para que el cauce de escritura de una novela no se seque. 

Me pongo a mirar qué libros tiene mi hermana, y veo uno que me llama la atención: “La niña que miraba los trenes partir”, En la portada sale una niña con mirada triste que, por su vestimenta, un abrigo negro con botones grandes, me hace pensar que la historia tiene algo que ver con una guerra, probablemente la segunda. 

Le pregunto a mi hermana que si ya lo leyó y me dice que no. “¿Si me gusta me lo puedo llevar?". “Si, no hay lío”, responde. 

Le voy a dar una oportunidad antes de acostarme, a ver si logra entrar en la lista de los libros que estoy leyendo.

miércoles, 13 de febrero de 2019

Sesión de fotos

En este momento mi hermana me está tomando unas fotos en la terraza de un café. Se supone que deben reflejar un momento en el que esté escribiendo. Estamos en este lugar, no porque acostumbre a escribir en ellos, nunca lo hago, sino porque creemos que es adecuado para las fotos.

Abro un documento de Word y comienzo a escribir lo que salga, pues me parece ridículo teclear o pretender hacerlo con la pantalla apagada. El texto que resulta es este; no se me ocurre sobre qué otro tema escribir; a veces pasa esto, como que el cerebro se cierra a otras ideas, actúa de forma perezosa y ya. 

Soy malo para esto de posar a propósito para una foto. “Pero ríete un poco”, me dice mi hermana, y caigo en cuenta de que estoy haciendo cara de puño, aunque no suelo reírme cuando escribo o eso creo; de pronto cuando he escrito algo que considero medianamente gracioso lo he hecho, pero la verdad no soy consciente de mis gestos mientras escribo. 

En este momento me gustaría entrar en un flujo de escritura libre, ese método en el que dicen que lo importante es no ponerle atención a lo que se escribe, sino dejarse llevar por cualquier barbaridad que se le ocurra al cerebro. 

Me imagino que ese método de escritura involucra mucho al inconsciente. Anaïs Nin habla mucho de eso en sus diarios; dice que aprecia su vida, pues vive de lo que otros solo hablan, estudian o analizan, y que ella quiere seguir viviendo el sueño sin censura, el inconsciente libre. 

También que en una ocasión vio a Dali en una reunión, en la que apareció con un traje de buceo y que, como todos los presentes, río de lo absurdo del asunto, pero que luego cayó en cuenta del profundo significado de esa manera de comportarse, y se debía, según ella, a que el artista busca la manera de adentrarse en lo más secreto, profundo, su ser inconsciente, pues en ese lugar está la fuente verdadera de la creación. 

En ese aspecto me gustaría ser como Nin, no estar tan apegado al mundo real y dejar que la ficción, fantasía y los sueños tomen la rienda, pues tanta realidad junta, tanto deber ser. a veces resulta abrumador. 

La luz del día se está apagando y un mesero llega con un jugo que pedí. Mi hermana deja de tomarme fotos y se sienta a mí lado. Comienza a hacer frio y escucho el trino de unos pájaros que están cerca pero no a la vista.

martes, 12 de febrero de 2019

Tintos y turnos

La hora de almuerzo ya pasó, si se supone que lo debemos tomar entre las doce y la una de la tarde. 

Engaño al estómago, con un paquete de Limoncitas, mientras me preparo para hacer una vuelta casi de banco. Digo casi porque es en una entidad en la que va a haber mucha gente, y en donde a las personas que llegan les dan un turno, junto a la consabida consigna de: “Esté atento a la pantalla”. 

En la entrada del lugar hay una celadora y un empleado de la institución, pero todos los que llegan le piden consejo a la primera, quien parece estar al tanto de todos los procedimientos del lugar, mientras que el otro hombre suplica que alguien le pregunte algo. “Dígame, en qué le pudo ayudar”, repite la frase varias veces antes de que las personas le descarguen sus dudas a la vigilante. 

Me siento en una fila de sillas desocupada. Es enclenque y se zangolotea, que alegría que exista esta palabra, cada vez que me muevo. Esto ocurre hasta que una pareja se sienta al otro extremo. Les doy las gracias mentalmente.


Lo único diferente del sistema de turnos del lugar es que la voz que los lee no solo pronuncia la combinación de letras y números, sino también el nombre de la persona que está a punto de ser atendida. 

Siempre me generan cierta angustia esos sistemas de turnos, pues imagino una situación en la que se me va a pasar el mío, y cuándo me de cuenta de que eso ocurrió, se va a formar un lío gigante tanto con las personas que atienden en el lugar, como con el resto de los usuarios que esperan sentados e igual de aburridos que yo. 

En la fantasía imagino que todas las personas me chiflan, y dicen cosas tipo: “Respete el turno”, “vuelva a hacer la fila”, mientras intento explicarles que me distraje, y sostengo el papelito en alto como si ellos tuvieran interés alguno en leerlo. Por eso casi no dejo de mirar la pantalla y estoy muy atento cada vez que la voz sale de los parlantes. 

De repente aparece la mujer de los tintos del lugar, quien camina haciendo equilibrio con una bandeja que parece tener pegada a la mano, pues da giros violentos como si nada y sin derramar ni una sola gota de los tintos humeantes que lleva sobre ella. 

Se acerca a mi fila, y junto a los tintos hay unos vasos de agua. Alguien le dice que quiere uno, y ella, como adivinándole el pensamiento, responde que son de agua caliente para las aromáticas, pero las bolsitas no se ven por ningún lado ni mucho menos los vasos desocupados. 

La señora desocupa rápido la bandeja y al rato vuelve con otra llena de bebidas. Esta vez le digo que quiero una aromática y responde: “ahh no, esta vez no traje agua caliente”. 

Apenas se va, me llaman a mí, a mí turno o a ambos, y me pongo de pie rápido. Quiero salir rápido del lugar porque el efecto del paquetico de galletas está comenzando a pasar.

lunes, 11 de febrero de 2019

Escribir para sobrevivir

Estoy leyendo “Lágrimas en la lluvia”, la primera novela de la saga de Bruna Husky, uno de los personajes favoritos, si no el más, de la escritora Rosa Montero. 

Husky es una tecnohumana y a cada vez que se despierta es consciente de su mortalidad, pues los de su raza saben con exactitud el momento en que van a morir. 

En cierto momento de sus vidas, cuando rondan los 35 años de edad, los Rep como también se les conoce, están diseñados para que a nivel celular se les desarrolle un TTT(Tumor Total Tecno) terriblemente agresivo que acaba con su vida de forma fulminante. 

Algo que me gusta de toda la obra de Montero, aparte de lo versátil de su escritura, es su obsesión con la muerte y el paso del tiempo. 

Imagino que el destino fatídico de los tecnohumanos tiene mucho que ver con la muerte de su pareja, el periodista español Pablo Lizcano, a quien le dedica la novela. Lizcano enfermó de cáncer a los 58 años, y la enfermedad acabó con su vida en 10 meses. 

La nueva novela de Montero en ese entonces iba a tratar sobre algo alegre y de celebración, afirma la escritora, pero cuándo llevaba poco tiempo escribiéndola, Lizcano enferma, y por eso Husky domina su pensamiento y decide escribir esa novela. También dice que le costó mucho continuarla después de la muerte de su pareja, pero que gracias a la fuerza de su protagonista logró concluirla. 

Tiempo después Montero escribe otro libro bellísimo: “La ridícula idea de no volver a verte”, después de que la editorial Seix Barral le pidiera escribir el prologo para el diario de la científica Marie Curie, que también perdió a su esposo, al ser atropellado por un carruaje. 

Acerca de la pérdida de un ser querido Montero dice: “No te recuperas nunca, ese es el error: uno no se recupera, uno se reinventa”. La escritura, sus novelas y personajes, le han ayudado a eso, a reinventarse, sobrevivir y lidiar con lo que no entendemos. 


“La literatura, como el arte en general, es la demostración de que la vida no basta” 
- Fernando Pessoa -