lunes, 29 de junio de 2020

Sin tapabocas

Camina con la mano derecha metida en el bolsillo. Lleva puestos jeans azules desteñidos y una chaqueta roja. De repente frena en seco y mira hacia ambos lados nervioso, como si estuviera a punto de hacer algo que no debe. Luego se baja el tapabocas con la mano derecha. 

¿Por qué diablos hace eso? Me gustaría gritarle y decirle que es un desconsiderado, pero uno no puede andar por la calle como un maniático, gritándole cosas a gente que no conoce. Lo miro de lejos, al tiempo que lo maldigo en silencio. 

Ahora sube la mano que estaba libre hacia la cara. ¿Se la va a tocar?, ¿acaso está contagiado y ya no le importa nada?. No lo sabemos. No sabemos nada de nadie, pero lo que sí sabemos del hombre, les cuento, porque no he dejado de observarlo, es que se lleva un cigarrillo a la boca, para darle una profunda calada, como si de eso se tratara la vida, la suya por lo menos, claro está. 

Cuando la termina sonríe, parece que está completo, que no le falta nada, que el acto de fumar, por más sencillo que sea, lo es todo para él. La vida está llena de pequeños detalles a los que les atribuimos todo el significado del mundo, detalles que nos sostienen y con los que nuestra existencia cobra sentido, sin ellos seguro enloqueceríamos. 

nuestras miradas se cruzan. Me hago el loco, dejo de insultarlo mentalmente, y miro hacia otro lado.

jueves, 25 de junio de 2020

Plagio

Me entero, por un amigo, que un escritor sacó un libro a modo de denuncia en contra de Enrique Bunbury, en el que afirma que ha localizado 539 versos en sus canciones, que están hechos con fragmentos de otros escritores como Benedetti, Raymond Carver, Frida Kahlo, entre otros, a los cuales nunca citó. 


Leo la noticia por encima y, de ser verdad, me parece descarada la forma en que el músico utilizó los textos de los escritores, pero la verdad nunca he sido fan de su música así que la verdad me importó poco. 

Todos, creo, hemos plagiado algo de alguna manera por simple que sea. Yo lo he hecho, a una menor escala y de forma inversa que Bunbury en algunos cuentos que he escrito, utilizando frases de canciones que me gustan.

En el último que escribí, por ejemplo, hay una escena en la que describo como unas ancianas sentadas en la entrada de sus casas observan a los emigrantes que viajan encima de la Bestia, el tren de carga que atraviesa México. Ellas no los saludan levantando los brazos, sino que les regalan una sonrisa que parece decir: “Dios los bendiga en sus viajes”.

“God bless you in your travels in your conquests and querys”.
No Pressure Over Cappuccino, Alanis Morissette.

En otro, “El aprendiz del rastreador del tiempo”, el protagonista se encarga de tomar el tiempo entre los buses de transporte público en Bogotá. Uno de los pensamientos del personaje es: “La vida es una gran pregunta cuando estás mirando el reloj.” 


“Life is one big question when you’re staring at the clock”.
40oz. to Freedom, Sublime.

Y en el de Nikolče Drangov, el francotirador Croata, para una escena en que una niña con un abrigo camina hacia el centro de una plaza desierta, bajo la mira del francotirador, adapté una figura que utilizó Vargas Llosa en Conversación en la Catedral, que me parece bellísima: “Un vestido del mismo color de su piel, que besaba el suelo y la obligaba a dar unos pasitos cortos, unos saltitos de grillo.”

martes, 23 de junio de 2020

La mujer del vestido rojo

Hace sol. Salgo a caminar un poco para airear la cabeza. Espero que los pensamientos viejos, esos archivos temporales que llevo en algún rincón de mi cerebro, se esfumen y le den entrada a unos nuevos. En parte de eso, supongo, también se trata la vida: Que el flujo, la corriente de ideas que uno lleva en la cabeza nunca se estanque, para así evitar cosas tan nocivas como fanatismos o puntos de vista recalcitrantes. 

Todo es muy distinto de aquella ocasión de los condones y el maní, cuando estábamos a punto de entrar en cuarentena. Ahora todos llevamos tapabocas. La mayoría son de color blanco y no cumplen ninguna función estética, a diferencia del de una mujer que lleva un sombrero de fieltro grande y un vestido violeta largo con un estampado de flores, que le deja los hombros descubiertos. Ella lleva un tapabocas negro que contrasta con el color de su vestido y hace juego con su larga melena crespa de color petróleo. 

Me gusta su pinta y la actitud que lleva como de turista en vacaciones. Se diferencia de los que andamos por ahí por su andar decidido, que invita a pensar que camina contenta, que no solo salió a hacer compras o vueltas de banco aprovechando que hoy es el día en el que puede salir, sino que realmente disfruta de su caminata. 

Imagino también que el color original de su vestido era rojo intenso, pero como es su preferido, se lo ha puesto varios días a la semana desde que comenzó el encierro y se ha ido destiñendo con cada lavada que le ha dado. 

La mujer va por la acera de enfrente y nos cruzamos de largo. Ahí queda, ahora es solo una imagen que circula en mi cabeza. Llego a la esquina tuerzo a la derecha, y paso por un parque en el que veo hombres sentados solos. Lucen sospechosos. ¿Qué hacen ahí?, ¿tienen una cita?, ¿a quién esperan?, ¿a alguien distraído, por ejemplo, para robarlo? No sé, de pronto no. Es posible que también solo estén aireando su cabeza y que sean unos tipos queridísimos, pero prefiero no averiguarlo y apresuro el paso porque no me dan buena espina. 

De vuelta a la casa, me encuentro de nuevo con la mujer del vestido rojo. Ahora está en la entrada de una heladería que tiene la puerta abierta a medias para atender los pocos clientes que la visitan. Veo, de lejos, como saca plata de su billetera para pagar un cono, con una bola de helado blanca, que le acaban de entregar.

lunes, 22 de junio de 2020

Dudar

Lunes 3:39 p.m. Dudo. 

De mi papel en la vida si es que interpreto alguno. Dudo de todo, de las opciones que he tomado, tomaré y la que acabo de tomar hace un instante—¿Será mejor tomar tinto o te? —Sin importar lo insignificantes que parezcan, pues cualquier suceso, imagino, le cambia la dirección a la vida en una u otra dirección, pero nunca nos damos cuenta.  No nos damos cuenta de nada.

Es una tarde quieta, sin sol, pero mucha luz y también como sin aire. Me siento en la mesa de la cocina a tomarme el tinto que me acabo de preparar y lo acompaño con una porción de torta de chocolate. Saben bien. La vida debería consistir en eso: tomar algo caliente y acompañarlo con un postre y una buena lectura, nada más. ¿Acaso es mucho lo que pido? 

Como música de fondo me acompaña el incansable traqueteo de la lavadora y uno que otro trino de un pájaro despistado, supongo. La duda sigue ahí, quieta, intacta, pero me rehúso a caer en ese espiral de preguntas sin respuesta que mi cabeza quiere plantear. 

Miro el cielo a través de la ventana pequeña de la cocina, pero la contraluz no me permite distinguir nada. Así, imagino, debe ser la luz intensa que afirman ver las personas que han tenido experiencias cercanas a la muerte. 

Que lento transcurre este día festivo, este lunes con cara de domingo que se perfila hacia esa hora maldita en la que la tarde está a punto de convertirse en noche y aparece ese nudo en el estomago que nadie sabe bien qué es, pero que todos hemos experimentado alguna vez. 

Le doy un sorbo al cuncho del tinto, que ya esta frío, y raspo del plato restos de chocolate con el tenedor. Luego, agarro el limpión de la cocina y lo tiro en gancho, por encima de mi cabeza, hacia el lugar donde se cuelgan. Si lo engancho al primer intento significa que todo va a estar bien, caso contrario alguna desgracia ocurrirá en mi vida. ¿Cuándo? Quién sabe, pero mejor no tentar al destino, así que el corto tiempo que el trapo dura describiendo un tiro parabólico, deseo con todas mis fuerzas que no caiga al piso. 

Queda enganchado. Por fin una certeza en medio de tanta duda. 

Ahora, mientras escribo esto, llueve.

sábado, 20 de junio de 2020

Combustión espontánea

De pequeño acompañaba a mi mamá a hacer mercado a Cafam de la Floresta, cuando el lugar apenas era un supermercado. Yo estaba a cargo del manejo del carrito y acomodaba los productos, como mejor me parecía, dentro de él. 

Cuando terminábamos de pasear por los pasillos del lugar, mi mamá revisaba la lista de compras que llevaba en una mano, para asegurarse de que no había olvidado de echar algún producto y para ver si se le ocurría algún otro que no había tenido en cuenta. 

En el sector de las cajas registradoras las filas siempre solían ser largas y ese era uno de mis momentos favoritos, pues tenía la oportunidad de tomar la revista “Muy Interesante” que trataba todo tipo de temas paranormales: fantasmas, ovnis y casos curiosos. 

Yo no leía la revista a fondo, sino que devoraba las imágenes para saciar mis ansias de amarillismo paranormal. Uno de los temas que más me impactó fue el de las combustiones espontáneas, un fenómeno en el que las personas terminan convertidas en cenizas, sin tener contacto con el fuego. 

Recuerdo que precisamente eso, montones de cenizas, era lo que salía en las fotos: cenizas encima de una cama, en el pavimento; cenizas de lo que antes había sido un cuerpo humano. 

Ese artículo me causó mucha impresión así que lo leí un poco. Recuerdo que decía que las personas que estudiaban el fenómeno no tenían indicios de a qué se debía y que simplemente las personas comenzaban a sentir calor en un sector del cuerpo hasta que se consumían. 

En ese entonces quedé nervioso por el artículo y en las noches, cuando me iba a dormir, se me atravesaban imágenes de una montañita de cenizas encima de mi cama al día siguiente. Afortunadamente nunca ardí. 

Me acordé del tema porque ayer senti calor en la palma de la mano izquierda hasta el punto  de que fui al baño para dejar que el chorro del agua fría del lavamanos la lavara por completo. Luesgo la sequé toque el punto de calor, deseé que no fuera el inicio de una combustión espontánea y me puse a ver el primer capítulo de Mr. Robot. Al poco tiempo olvidé el asunto.

jueves, 18 de junio de 2020

Mal genio


Me meto en mi cabeza a ver si logro dar con lo que me incomoda que, supongo, debe venir en forma de idea o recuerdo, para luego transformarse en sentimiento. Me imagino al cerebro como una red de millones de circuitos, y los responsables de mi ira son un par que no están haciendo el contacto adecuado. 

Llevo puesto un overol azul oscuro y una caja de herramientas cuelga de mi mano derecha. Pasados unos minutos no encuentro nada. Lo único que veo, en mi corta caminata mental, aparte de unas fantasías inconfesables, son fogonazos, aquí y allá, producto de la sinapsis. 

Todo aparenta estar en orden. Es como si el mal genio proviniera de la nada, del vacío, del espacio exterior o de otra dimensión, y ese hecho, que carezca de base y sustancia, hace que me moleste más. “¡Que ridiculez sentir tanto!” pienso. Deberíamos tener algo de robots, ser más importa-culistas o las dos cosas, qué sé yo. 

La cabeza, es decir, nuestros pensamientos o todo lo que almacenamos en ella, deberían ser elementos binarios: 1/0, blanco/negro, derecha/izquierda, por aquí/por allá y ya está, pero la paleta de colores que se despliega ante nosotros en cualquier situación, buena o mala, es algo que, me aventuro a pensar, a veces nos jode la cabeza. 

Entonces escribo, porque escribir es una certeza que me tranquiliza. Redacto un texto de 288 palabras que va en su novena versión hasta que quedo contento con él. 

Guardo el documento, apago el computador y me pongo a ver una serie que se llama “Escapando hacia la noche”, que lleva ese formato de: grupo de desconocidos intentan superar un peligro. En este caso es que el sol los va a fritar y van en un avión escapándose del amanecer, de ahí el nombre de la serie. 

Me pregunto hasta cuanto lograrán los guionistas mantener la tensión bajo ese escenario y le estimo una temporada, pero siempre las extienden y una historia que podía ser redondita y compacta, termina llena de curvas y huecos en la trama. 

miércoles, 17 de junio de 2020

Sueño romántico

El reloj despertador suena por segunda vez. Entreabro los ojos y estiro la mano para presionar algún botón, el que sea, hasta que logro que esa chicharra del demonio deje de sonar. Por eso el mundo anda tan mal, porque el primer contacto que tenemos cada día con la realidad es una experiencia traumática. 

Cierro los ojos pues quiero volver a caer en el sueño que tuve, en continuarlo, pero no ocurre nada. Estoy despierto. La trama de esa ficción onírica estaba protagonizada por una mujer y yo. Estábamos muy cerca y, al parecer, la abrazaba y besaba, pero como suele ocurrir en mis sueños, las imágenes que recuerdo están envueltas en una neblina que no me permite definir los bordes, dónde comienzan y terminan las cosas, los objetos, las personas o los sucesos; todas las figuras son bultos sin facciones. 

¿Es esa mujer producto de retazos mal pegados de toda la tela que llevo en el inconsciente? ¿Es alguien que conocí, conozco o voy a conocer? Me molesta mi incapacidad para no tener sueños claros y envidio a las personas que los recuerdan fácil y logran dar todo tipo de detalles. 

¿Cuál es la línea que separa lo que soñamos de la realidad?, ¿comparten algún territorio en común la vigilia y el sueño? No lo sé. También hay veces que me molesta eso, saber tan poco, andar siempre a tientas, en fin. 

Entonces imagino que todos, como la mujer del sueño y yo, vamos flotando por la vida como cuerpos celestes, hasta que la fuerza gravitacional propia o del otro(a) hace que nos estrellemos.

Esas colisiones, catastróficas o no, son las encargadas de que todo esto, que no sabemos muy bien qué es, siga en marcha.