miércoles, 1 de septiembre de 2021

Aguacero de tristeza

Mariana Salgado acaba de salir de la oficina.

Luego de que una corriente de viento helada se estrella contra su cara, levanta la mirada hacia el cielo. Está encapotado, con nubes sucias de todo tipo de grises.

“Va a llover piensa” y con pasos rápidos se une al caudal humano que transita por la acera.

Ahí va, caminando de afán, con la cartera aferrada a su pecho, mientras unos goterones gordos comienzan a manchar el pavimento. Salgado apresura el paso.

En ese momento, por la extraña manera en que funcionan los recuerdos, le llega a su cabeza una canción y la comienza a tararear mentalmente.

La canción, que no tiene nada en particular, por alguna razón le toca las fibras de la nostalgia y le dan ganas de llorar. En vez de fijar sus pensamientos en algo diferente, como el hombre de barba rala y lentes de marco negro y grueso que vio hace unos segundos y le llamo la atención, Salgado decide arremolinarse en la melancolía. A veces, piensa, es bueno abrazar la tristeza y no resistirse a ella.

Da un paso, da otro, no aguanta más y un chorro de lágrimas imparables comienza a escurrir por su cara.

Respira con dificultad. Se detiene, se recuesta en el muro del antejardín de una casa y apoya el mentón contra el pecho. Llora desconsolada.

Sabe que varios transeúntes la miran detenidamente antes de pasarla de largo. Espera un rato para ver si se calma, y por si, de pronto, alguien se acerca a preguntarle qué le pasa.

Así lo hizo una vez ella. Se acercó a una mujer que estaba sentada y llorando en un andén y le preguntó qué le ocurría.  Se había enterado que su esposo había muerto.  De pronto por eso ninguna persona se detiene a preguntarle qué le ocurre, porque presienten que es una simple pataleta. 

Nadie se acerca.

Salgado se pone de pie y emprende de nuevo su camino. La melodía de la canción sigue martillando su cabeza. A pocos metros del paradero, el cielo se rompe por completo, pero no se preocupa en resguardarse de la lluvia, que se mezcla con sus lágrimas.

martes, 31 de agosto de 2021

La pistola en el cajón

Me gusta leer para pasar un buen rato, no para evadir la realidad, sino para deshabilitarla por un tiempo pues, con los absurdos que nos propone a diario, ya sabemos que supera a la ficción.

Ya les conté en esta entrada que me gustan mucho los diarios de los escritores por su crudeza, y porque son piezas donde los autores se esfuerzan en contar, sin necesidad de estar ligados a una estructura narrativa o trama.

También hay ocasiones en las que me gusta leer para cuestionarme, para enredarme un poco la cabeza con nuevos interrogantes.

"Sentir cierta incomodidad es parte de la experiencia de leer un libro; hay mucha más pedagogía en la inquietud que en el alivio", dice Irene Vallejo y no puedo estar más de acuerdo.

Me gusta la sinceridad de esos libros que causan incomodidad, porque evidencian que el autor no se quería guardar nada, que, de forma simbólica, quería morir en o con el escrito.

Creo que los diarios de Sándor Márai son de ese tipo.

El escritor narra sus últimos años de vida y su deterioro físico. Después de que Lola, su esposa, muere. Luego de haber pasado 62 años juntos, el escritor comienza a contemplar la idea del suicidio.

“¿La echo de menos? Tanto como echaría
de menos el aire. Me la evocan las palabras, los objetos, todo.
Incluso al aire le falta algo.”

“Durante sesenta y dos años todo se lo he leído primero a ella, 
todos los escritos. Ya no tengo a quién hacerlo. La expresión escrita 
ha perdido todo atractivo para mí. Si ella se va, debo seguirla 
sin algaradas, sin hacer ruido."

Cuenta que un día va a reclamar una pistola, y que el vendedor se la entrega empacada con esmero, junto con 50 balas. Márai le indica que no va necesitar tantas, pero el dependiente se encoge de hombros y contesta: “eso nunca se sabe”.

Luego, en un viaje que hace a donde unos amigos, dice que le conforta pensar en el revolver que tiene en el cajón de la mesita de noche, y que su pensamiento no es producto de la desesperanza, sino que es la única forma de huir de su situación, pue no concibe la idea de no tener control alguno de su cuerpo.

En otro aparte se pregunta: “Si el deterioro de mi ojo avanza a este ritmo, ¿seré capaz de encontrar la pistola en el cajón?”

“He dejado el revólver en el cajón de la mesita de noche para 
tenerlo a mano si llega el momento en que desee morir. 
Aunque cabe la posibilidad que al final ocurra de otra manera. 
Todo es siempre de otra manera.”

lunes, 30 de agosto de 2021

99 emails

Llevo media hora mirando la pantalla, y no se me ocurre nada. Dicho estado, al parecer, convierte mi cabeza en un territorio minado por la duda, en un remolino de autorreproches y preguntas existenciales que no tienen respuesta alguna.

Busco refugio en la carpeta de spam de mi email. Tiene 99 mensajes.

A veces ingreso esa carpeta, porque fantaseo con la idea de que si no la reviso, me voy a perder un mail que me va a cambiar la vida. Qué se yo, un productor de cine se topó con uno de mis cuentos y lo quiere hacer una adaptación para llevarlo a la pantalla grande.

Esos números que están como al filo del abismo de la siguiente escala numérica causan intriga. Imagino que esa es una de las razones por las que algo que cuesta 9,99 dólares nos llama la atención, en fin.

Mi fantasía me hace entrar en esa carpeta, para ver si, en efecto, por fin me voy a encontrar ese mensaje que llevo esperando desde hace tiempo, ese mensaje que me va a cambiar la vida; porque uno siempre quiere ser otro o que la buena suerte, en cualquiera de sus presentaciones: fama, billete o fortuna, lo encuentre  porque sí, solo por el mero hecho de creer ser buena persona, de existir.

Ya en la carpeta comienzo a darle scroll down como si mi vida dependiera de ello. Y cuando llego al final del down, le doy scroll up. Repito la operación un par de veces.

Cuando estoy a punto de abandonar la carpeta, el asunto de Un email capta mi atención. Morgan, me pregunta: Can I tell you a secret, Juan?

No veo la necesidad para tanto secretismo si se trata de anunciar la buena fortuna, además que solo me pertenece a mí.

Me reclino en la silla y pongo las manos detrás de la cabeza, mientras me imagino en un evento en el que doy entrevistas cada dos pasos, mientras los flashes de las cámaras alumbran mi cara.

A veces sonrío y otras decido adoptar una expresión seria, como para que las personas se pregunten: “En qué estará pensando?”.

Abro el email que me va a llevar a la cima del mundo.

Me llevo una gran decepción porque Morgan, como muchos otros en internet no me quiere dar ninguna sorpresa, ni transformar mi vida de la noche a la mañana, sino que quiere venderme una formación para diseñar cursos digitales.

Tanto misterio para nada.

Me devuelvo. Borro todos los mensajes de la bandeja de spam y me río de mi estúpida fantasía, pero sé que en el fondo sigo esperando ese mensaje que lo va a cambiar todo.

jueves, 26 de agosto de 2021

Fuego

Me salió un fuego  a la derecha del labio superior. A cada rato me paso la lengua por encima de él para ver si, como por arte de magia, desapareció, pero ahí sigue. 

 Cada vez que lo hago, aparecen en mi cabeza, como en estampida, un conjunto de palabras: fiebre, temperatura, combustión, calor y hielo.  Me imagino que esta última, tan opuesta a las otras, y que aparece por un segundo y luego se derrite; lo hace porque el cerebro siempre anda tras la búsqueda de equilibrio para que no enloquezcamos.

Esas son las palabras principales. A veces otras se les pegan otras, pero no aguantan estar al lado de esas palabras calientes y por eso el grupo, como una manada compacta, termina siendo siempre el mismo.

No sé a qué se deba. Tengo entendido que cuando salen fuegos es porque a uno le da fiebre mientras duerme, porque esa es una característica de los fuegos:  se acuesta uno sin ellos y al día siguiente nos acompaña. Nunca, que yo recuerde. me ha aparecido un fuego en los labios durante el día.

Dicen otros, o los mismos, qué sé yo, que muchas veces ese tipo de accidentes corporales, son producto de cosas que no andan bien en uno a nivel emocional. Fuegos mentales que van quemando nuestros nervios, y la forma que encuentra el organismo para defenderse es somatizarlo de diferentes formas, como un fuego en los labios.

Para tratarlo me eché Sangre de Drago, un producto que conocí gracias a un diseñador con el que trabajé, que vivía cortándose los dedos con un bisturí. Él le tenía tanta devoción a ese producto, que yo creo que lo utilizaba hasta para cocinar.

Desde que el fuego apareció he tratado de identificar algún tipo de angustia o estrés, pero, al parecer, no tengo ninguno, pero uno nunca sabe qué carajos esconde la mente. Ya lo he dicho que todos estamos locos, y que si aún conservamos algo de cordura, es porque ningún evento ha logrado disparar nuestra demencia.

Acabo de pasar, otra vez, la lengua por él y ahí sigue.

Me salió un fuego, eso era todo lo que les quería contar.

Los mantendré informados.

miércoles, 25 de agosto de 2021

Texto cojo

He escrito 5 veces sobre Jacinto Cabezas, que es considerado un escritor de culto por un grupo reducido de personas, y que prefiere andar en el anonimato.

En esta entrada les conté sobre la opinión que dio sobre los rituales para escribir cuando le hicieron una pregunta en un festival literario en Nantes, Francia

En esta otra, hable sobre lo que piensa de la ficción y realidad y lo malinterpretados que, según él, están ambos conceptos.

En esta, la forma en que le gusta explorar los bordes de la existencia en su obra.

Y aquí escribí acerca de sus problemas con la escritura.

La última vez que escribí sobre él, fue en este post donde conté su opinión acerca de días buenos y malos para escribir.

La semana pasada, después de una seguidilla de clics, di con una entrevista que no había leído nunca. Se la hicieron en Praga en 1983, cuando dictó una conferencia sobre el escritor Jaroslav Hašek.

La periodista, una tal Zuzanne Wilkins, le preguntó cómo hacía para lidiar con las críticas que le hacían a sus obras. Antes de contestar, Cabezas le dio un sorbo a una botella de agua, así lo narró Wilkins, cruzo la pierna derecha sobre la otra, aclaró su garganta y dijo:

“En los inicios de mi carrera, defendía mis textos con un fervor enfermizo, podría haber ido hasta la muerte por ellos. Me molestaba que alguien apuntara errores sobre mis obras o diera opiniones determinantes sobre ellas.

Luego, con el tiempo, me di cuenta de que era un desgaste; así que dejaba que la mayoría de críticas me rebotaran, sobre todo las mal intencionadas y que solo pretendían desprestigiarme. En cambio, había otras a las que les prestaba atención, pues eran constructivas y me hacían dar ganas defender mi obra como al principio de mi carrera.

Eso, lo tenía claro, dejaba en evidencia que el texto estaba cojo, pues una narrativa, sólida, compacta, redonda, digamos, y sin ningún tipo de grietas por donde se le escape el significado, no necesita que nadie la defienda."

lunes, 23 de agosto de 2021

Calles y lluvia

Por trabajo tuvimos que viajar a Cartagena por dos semanas. El hotel en el que nos quedamos estaba bien, pero quedaba en la mitad de la nada, a 12 kilómetros de la ciudad.

Un día, por cambios en el programa, lo tuvimos libre. Me inscribí en el lobby del hotel, en el bus que viajaba a la ciudad a las 3 de la tarde. Había quedado de ir con mi jefa, pero a ella le dio pereza y prefirió quedarse en el hotel.

Decidí ir solo. Había llevado un libro “La eterna parranda” de Alberto Salcedo Ramos, pero no había tenido tiempo para leer. Esa iba a ser mi oportunidad para desquitarme.

Ese día no almorcé en el hotel para comer algo en la ciudad. Cuando llegamos, el bus nos dejo cerca de la plaza de Armas.

Arranqué a caminar sin rumbo fijo y con toda la actitud flánerie posible, hasta que di con un restaurante asiático. Vendían sushi y arroces revueltos. Pensé que si pedía sushi iba a quedar con hambre, así que me decidí por un arroz con trozos de langosta.

Estuvo bien, pero fue un gran error, pues en un viaje posterior con mi hermana, visité el mismo restaurante y comí uno de los mejores sushis que he probado en mi vida.

Cuando terminé de almorzar, puse en marcha a mi segunda misión: encontrar un café, para tomarme un capuchino, comerme un postre, y leer como si no hubiera un mañana.

Otra vez empecé a caminar como si estuviera perdido y, a unas 3 cuadras, di con un café pequeño y tranquilo en el que solo había una mujer, de pelo negro crespo y esponjoso, tipeando con rabia en su portátil.

En medio de mi lectura y entre sorbo y sorbo de la bebida el cielo se quebró y cayó un aguacero corto pero sustancioso, como si toda el agua que no había caído en el año, hubiera esperado ese momento para hacerlo.

Las calles se inundaron rápido y yo, por si acaso, me aferré a mi lectura como si fuera un salvavidas.

Abandoné el local pasadas las 6, porque el bus nos iba a recoger en el lugar que nos dejó, a las 7 de la noche.

Preferí estar con anticipación en el lugar pactado, porque mi sentido de orientación suele jugarme malas pasadas. Esa vez no fue así, y llegué 25 minutos antes de tiempo.

Me senté en la terraza de un restaurante, pedí un jugo de piña con mucho hielo, mi bebida favorita cuando visito Cartagena, y me dediqué a perfeccionar el fino y placentero arte de ver pasar la gente, mientras una brisa, a veces tenue, a veces fuerte, me golpeaba la cara.

De fondo, proveniente de los parlantes, de alguno de los locales a mi alrededor, sonaba “Oye cómo va” de Santana.

Me habría podido quedar anclado a esa mesa por el resto de mis días.

domingo, 22 de agosto de 2021

De límites y otras cosas

Leo información para una presentación que debo hacer. Siento una energía extraña, uno de esos estados cargados de positivismo y sé que debo aprovecharlo, pues en cualquier momento se puede esfumar para darle paso a una lluvia de dudas sobre lo que hago.

Mientras reflexiono sobre mi estado, escucho música que viene de un radio, al parecer, de pilas.

Como ya lo he contado nunca publico fotos de atardeceres tomados desde mi ventana porque esta da hacia dos edificios de parqueaderos.

Uno de ellos, el más grande, cuenta con una especie de terraza con árboles. A veces, algunos obreros hacen trabajos en ella, y precisamente hoy hay uno trabajando en algo y tiene su radio a todo volumen.

Me pregunto cuál es el límite de nuestras acciones, y en qué momento entran en conflicto con lo que hagan los demás.

La música que escucha ese hombre me desconcentró y me puso a pensar en esto.

En economía hay una teoría que habla sobre eso, pero ahora no doy con el nombre; en vez de tenerla en la punta de la lengua la tengo en la punta pero  del estómago.

Ahora suena el aventurero, el señor ese que le gustan las altas, las gordas, las chaparritas, en fin, todas.

Le prestó atención a la música por otro rato, hasta que logro concentrarme de nuevo.

Término tarde la presentación y me siento cansado. Luego de meterme a la cama y cerrar los ojos, comienzo a dar vueltas por un rato, mientras que me llegan todo tipo de temas a la cabeza.

Justo en el momento en que presiento que me voy a quedar dormido, el ruido de un taladro que machaca la calle y una sierra que corta quien sabe qué no me dejan hacerlo.

Supongo que arreglan una calle y que los que tienen carro estarán de acuerdo, pues podrán transitar por buenas vías, contrario a los ambientalistas que se sentirán mal, pues tengo entendido que iban a tumbar unos árboles.

Vuelvo y me pregunto, ¿Cuál es el límite de nuestras acciones?