viernes, 22 de diciembre de 2023

La abuelita

Nunca fui muy cercano a mis abuelas. La paterna vivía muy lejos y la visitábamos con muy poca frecuencia, y mi relación con la materna, Inés, no pasaba del pico en la mejilla para el saludo y la despedida.

Recuerdo a la abuelita, porque leo una novela en la que una abuela es un personaje importante, y el narrador la llama así: abuelita.

Cuando era pequeño, mi abuelita vivía en una casa de dos pisos inmensa que parecía tener cientos de cuartos. Ella ocupaba el segundo piso con dos de mis tías, y el primero lo arrendaba a una familia o familias que siempre me causaron curiosidad, pero nunca supe quiénes eran. Me resultaba extraño que dos familias que no tenían nada que ver, vivieran en un mismo lugar.

De esa casa recuerdo que el piso de la sala y el comedor era de madera y a mí me gustaba deslizarme por él cuando lo encerraban, hasta que mi madre o alguna de mis tías me regañaba para que dejara de hacerlo. Al fondo había un radio viejo y gigante, que nunca funcionó o que nunca prendían.

Años más tarde a la abuelita, una mujer menuda y arrugada como una pasa, que caminaba como dando pasitos de pingüino, le comenzó a fallar la visión. A pesar de que la mejor opción para su edad eran unas gafas, por pura vanidad se negó a utilizarlas y se obligó a utilizar lentes de contacto.

También recuerdo el ritual que tenía para ponerselos: extendía un pañuelo blanco sobre la cama y con una parsimonia que parecía tomar 100 años, se arrodillaba para ponerselos. Aunque siempre procuraba hacerlo con cuidado, muchas veces algún lente se perdía y mi madre y mis tías terminaban todas en cuatro patas buscándolo. Hoy supe que una vez sintió una molestía cuando se puso uno, y la solución que encontró fue limarlo.

A la abuelita también le diagnosticaron diabetes y mis tías cuidaban mucho su alimentación. A veces se metía a la cocina y salía con un aire distraído con las manos debajo de sus sobacos. “Mamá, ¿qué lleva ahí?”, le preguntaban mis tías. “Nada”, respondía ella. A veces la dejaban en paz, pero si repetía esa conducta mucho la requisaban, porque lo más probable era que debajo de un brazo llevara un pan y del otro un bocadillo.

Los últimos años de su vida fueron tristes, porque una trombosis la dejo en coma y tendida en una cama por 4 años. Me aterra pensar que sentía, si es que sentía algo en esa época. Porque aunque no tenía como comunicarse, sus ojos, negros y profundos, seguían a las personas por la habitación.

“Escuché los pasos de la abuelita, nerviosa y esperanzada como
un ratoncillo, husmeando el prohibido mundo de la cocina”
- Nada - 

miércoles, 20 de diciembre de 2023

Exponer las vísceras

Desde hace un tiempo no me siento del todo a gusto con lo que escribo aquí, aunque eso no se debe a su calidad, es decir, no me importa que sean textos pésimos, malos o excelentes. Como dice Rosa Montero, independiente de su calidad, la escritura es un esqueleto exógeno que nos mantiene en pie.

A lo que voy es que a veces siento que mucho de lo que cuento es superficial, es decir, muy pandito o a medias tintas, y se me ocurre pensar que quizás escribir debería ser todo lo contrario, un acto visceral, si es que el término aplica, en el que se deja todo en la página y cuyo fin último debe ser vomitar palabras sin importar lo crudas o retorcidas que sean.

Puede que eso tenga que ver con lo que hablan muchos escritores acerca de que escribir tiene tiene que ver más con el subconsciente, con esos deseos profundos y retorcidos que todos llevamos por dentro.

Me pregunto si será falta de vivir más, de ir tan a lo seguro en la vida, en vez de tropezar en o con ella casi de forma deliberada, para contar con más material narrativo, o de abrazar la oscuridad que se lleva, que no es poca, y narrarla con desparpajo.

El punto es que hay que tener cuidado con la aguas mansas de la vida, con esa supuesta apariencia de tranquilidad que a veces nos envuelve, pues bien decía Sylvia Plath: “Me preocupa que la felicidad me vuelva perezosa (para la escritura)” y también lo sentenciaron los Beatles: Hapiness is a warm gun.

Según Mario Mendoza a veces se vive poco y se especula más de lo necesario, y un escritor sin vivencias puede ser peligroso no solo para él, sino también para los demás.

La clave, creo, de la escritura, está en no dejar de practicarla pues, como dicen por ahí, es como un músculo que se debe ejercitar de forma constante. De pronto, con algo de suerte, en medio de ese ejercicio, aparecen esas palabras con visos de verdad, que estaban tan enquistadas allá, en ese lugar donde el cuerpo las guarda, y todo cobra sentido.

Escribir, entonces, como muchas cosas en la vida, no es más que un ejercicio de prueba y error, más lo segundo que lo primero, pues como ya lo he dicho, somos más nudo que desenlace.

martes, 19 de diciembre de 2023

De los peligros de ir a leer a un café y otros temas

Abro los ojos antes de que suene la alarma. Esta vez no me molesto porque no es de madrugada y, al parecer, descansé lo suficiente. ¿Qué hace uno si se despierta así de repente? No sé que harán la mayoría de personas, pero cada vez que a mí me ocurre. me pongo a mirar pal techo. A los pocos minutos de observar esa especie de nada, la alarma suena, la cancelo y luego pierdo unos minutos haciendo scroll down en ese aparato.

Más tarde pido un taxi y cuando me subo al vehículo el cinturón de seguridad no funciona. Antes no me preocupaba en ponermelo, hasta que escuché la noticia de una mujer que tomó un taxi en la madrugada, el carro se accidentó y salió disparada atravesando el vidrio panorámico. Como es de mañana, considero que el conductor no va a andar muy rápido, así que dejo de pelear con el cinturón. Espero que el taxista diga algo como: no está funcionando o alguna frase por el estilo, pero se queda callado. Al final, concluyo que lo mejor es eso, pues puedo dedicarme al fino arte de echar globos mientras miro por la ventana.

Apenas me bajo del taxi, veo a un hombre que camina deprisa con una carreta en la que lleva aguacates, lo esquivo y luego con un pasito tun tun evito pisar una alcantarilla que tiene toda la pinta de estar floja. No he oído ninguna noticia sobre alguien que haya pisado una alcantarilla y se haya ido por el hueco, pero prefiero no ser el protagonista de esa noticia, así que por eso prefiero no pisarla.

Después de no morir por no haberme puesto el cinturón de seguridad o haber caído en el hueco de una alcantarilla, llegó a un café y luego de comprar un capuchino y algo para acompañarlo, me ubico en la terraza del lugar que está desocupada y me engancho con la lectura.

Todo va bien, hasta que llegan dos hombres a hablar de negocios cada uno con un café y un único Croissant, que parece pertenecer al que lidera la conversación y gastó las bebidas. El otro, un hombre joven, parece recién salido de la universidad, puede que tenga mucha hambre, pero consideró abusivo pedir también algo de comer. Ahí están y hablan de proyectos, de fulanito, el financiero, y menganita, la de marketing, y de aquel y aquella. La verdad me gustaría que se callaran, pero como el espacio no me pertenece no hay nada que hacer. La gente, creo, no debería sentir la necesidad de decir tantas cosas en un periodo corto de tiempo, en fin.

Los dos hombres terminan de conversar y abandonan el lugar, pero al instante llegan un hombre y una mujer. La última lleva un gesto de rabia o fastidio, puede que la causa sea su acompañante, la vida, el lugar, es difícil saberlo con tan poca información. Puede ser que hoy, al ponerse de pie, se pegó en el dedo chiquito del pie izquierdo, y ese incidente de mierda oscureció su ánimo por el resto del día. La pareja se sienta en una mesa, se acomodan en las sillas, se ponen de pie, buscan otro lugar donde sentarse, hasta que dejan la terraza y se deciden por una mesa dentro del local. Parece que les cuesta encontrar su lugar en el mundo, ¿a quién no?. Durante ese tiempo de indecisión, la mujer no deja de hacer cara de todo me sabe a mierda.

Ahora en la terraza aparece otra pareja mayor y ambos se sientan con una determinación impresionante. A diferencia de la otra pareja, imagino que ya están más acostumbrados a la vida, a sus rutinas, a aguantarse sin necesidad de hacer gestos. Apenas se sientan cada uno se sumerge en la pantalla de su celular y no cruzan palabra.

Le doy un último sorbo a mi bebida y abandonó el lugar. A pocas cuadras pasó por un restaurante asiático en el que celebran algo con un grupo vallenato que canta La plata de Diomedes Díaz.

lunes, 18 de diciembre de 2023

Hollywood absurdo

Sábado.

Despierto y me siento lento, desubicado: Estoy apestado.

Mi condición me lleva a ver pasar la vida en cámara lenta, a sobreanalizar las cosas, sin importar lo insignificante que sean.

Me acompaña un desgano que potencia esa sensación al tiempo que mis ganas de hacer nada. Saco fuerzas de algún lugar remoto para ir a la sala de estar, tumbarme en el sofá, tomar el control remoto y prender el televisor.

La escena que me recibe es de una catástrofe. un edificio se derrumba, al parecer a causa de un terremoto o una explosión. Sea cual sea la razón, pedazos de techo caen por todos lados y van aplastando a personas que gritan desesperadas y corren para salvar sus vidas.

La cámara enfoca a una mujer que se arrastra por el piso. Una de sus piernas está totalmente ensangrentada. Es su final, pienso, no le queda otra opción que esperar a la muerte, mientras repta por el piso, a menos que un bloque de cemento no prolongue su agonía y le aplaste la cabeza. De repente otra mujer llega corriendo, se arrrodilla a su lado y le dice: Fulanita, tenemos que subir a la azotea, un helicóptero viene por nosotras.

Que situación tan absurda. La mujer que está en el piso escasamente se puede mover y la otra quiere que se ponga de pie y suba a la azotea de lo que parece ser un rascacielos, de por lo menos 50 pisos.

Calmado, solo es una película, dirán ustedes, pero, ya les dije, mi estado virulento es el que me lleva a sobreanalizar la escena.

Al final, como en la vida, me aburro de no entender bien lo que pasa y cambio de canal.

viernes, 15 de diciembre de 2023

Media pal bobo

Antes de visitar una librería entro a un Juan Valdez a tomar algo. Compro un capuchino, una porción de torta y cuando voy a dejar la barra, me aseguro de tener bien agarrado mi pedido.

El lugar está repleto, pero logró ocupar la última mesa que está libre. Al frente, a un par de mesas, una mujer de pelo negro largo, gafas de marco grueso y una nariz respingada de campeonato, teclea en su portatil con furia. Me parece bellísima, pero dejo de mirarla para no pasar por freaky, y porque debo descargar mis cosas sobre la mesa.

Pongo el vaso y la mochila, pero no sé qué movimiento hago y el primero comienza a temblar. Todavía tengo el plato de la torta en una mano y cuando lo voy a dejar sobre la mesa, veo cómo el vaso se ladea por completo y comienza a caer.

Todo pasa en cuestión de segundos, pero yo lo veo en cámara lenta. La tapita va a proteger la bebida y solo se va a regar un poco, pienso, pero Murphy hace presencia y cuando el vaso toca el piso, la tapa vuela por los aires y se riega sobre el piso hasta la última gota de capuchino. Todo ese espectáculo decadente seguro evita que la mujer atractiva que les mencioné, se convierta en la madre de mis hijos.

Levantó la cara como si nada y me dirijo de nuevo a la barra para contarles el desastre que acabo de hacer. Muero por probar una gota de café, así que vuelvo a hacer la fila para comprar otro, y cuando es mi turno, la cajera me mira extrañada. Solo atino a decir: “boté todo mi café”. Cuando estoy listo para ordenar otro, la barista que me había preparado el anterior se acerca a nosotros y dice: “tranquilo, no tienes que pagar nada, ya te estoy preparando de nuevo tu bebida”.

Como decía un amigo de la familia: Media pal bobo.

jueves, 14 de diciembre de 2023

El artista

Varios de mis recuerdos están atrapados en una bruma mental y cada me cuesta más recuperarlos, pero por alguna razón, aquellos relacionados con la pintura siguen frescos.

Todo comenzó cuando era pequeño. Para mi cumpleaños número 4 mi madre me regaló una libreta de hojas blancas y un set de crayolas. Desde ese momento los colores me hipnotizaron, especialmente el naranja y el púrpura.

Comencé a dibujar cualquier cosa que imaginara o que tuviera enfrente de mis narices: pájaros, perros, a mi madre cocinando, lo que fuera. Recuerdo que trataba de comunicarme mentalmente con los animales que retrataba, diciéndoles que no se movieran; obviamente fracasaba. A veces le decía a mamá que se quedara congelada, mientras fregaba el piso, y ella respondía que mejor me fuera a jugar afuera. Así, frustrado de no poder dibujar personas y animales en movimiento, comencé a dibujar objetos.

En la adolescencia descubrí el carboncillo, y lo disfruté hasta que conocí los óleos y lienzos. En ese entonces la felicidad consistía en mirar uno en blanco, mientras deslizaba los dedos por su superficie, hasta que se me ocurría qué pintar.

Muchas personas se preguntaban cómo alguien podía permanecer tantas horas encerrado en cuarto, sin más compañía que sus óleos y lienzos. Yo respondía que pintar era como hablar con Dios, pero se burlaban y me tildaban de loco.

Yo no les ponía atención, porque lo que hacía me parecía algo normal o, mejor, que me hacía sentir a gusto conmigo mismo y con la vida, pero era claro que mi familia estaba preocupada por mi salud mental.

Yo solo pintaba y pintaba, no había más vida que esa en ese entonces. Me parecía extraño que las personas se complicaran tanto con la vida, y que nunca se sintieran satisfechas con nada. Parecía como si la vida les debiera algo y que no pudieran reírse de los reveses que habían recibido por parte de ella.

Trataba de reflejar eso en mis pinturas, pero nadie me entendía, para ello solo eran los trazos de un loco. Después de unos años me aislé por completo y opté por no hablar más. Así llegué al manicomio.

Lo bueno era que siempre tenía un lienzo para pintar. los enfermeros del lugar siempre pensaron que pintaba bajo el efecto de las pastillas que me daban, pero siempre las escondí debajo de la lengua y nunca las tragué. En estos días, cuando estoy a punto de cumplir 90 años, creo que los locos son ellos. También he pensado sobre si en verdad Dios existe o no. De ser real, debe estar riéndose como loco de eso que nos dio y que nosotros llamamos vida.

miércoles, 13 de diciembre de 2023

En la mañana

Ahí estás, parado en medio de la cocina sin saber bien qué haces ahí. Afuera la mañana aún es noche y la cubre el silencio. Sientes como si hubieras aparecido de un momento a otro en ese lugar, como si alguien, un ser supremo digamos, te hubiera puesto ahí, pero no sabes bien qué papel es el que debes interpretar.

El suave silbido de la cafetera italiana te avisa que el café está listo. Miras hacia abajo y ves que todavía llevas la piyama puesta . Ya entiendes un poco, solo un poco, tu papel: hace unos minutos te pusiste de pie, después de una noche de poco sueño, y te alistas para ir al trabajo. ¿Cuál? No lo tienes claro, pero esperas que el curso de los eventos te vaya dando las pistas necesarias para encajar en el mundo, y así poder pasar desapercibido.

Das unos pasos hasta el mueble de la cocina sacas tu pocillo preferido, el azul con la oreja desgastada y sirves el café en él. Cuando te sientas, aspiras el vaho de la bebida y el primer sorbo hace que una calidez reconfortante te envuelva. Sientes que los objetos que antes te parecían bultos y sombras, ahora se hacen claros y tangibles. La cafeína te ancla en la solidez de tu entorno.

En ese momento decides encender el radio de cocina. Para tu asombro, la canción que suena es Brain Damage de Pink Floyd, preciso en esa parte que dice: “Hay alguien en mi cabeza, pero no soy yo”. Las palabras resuenan en tu interior y amplifican tu sensación de malestar.

¿Qué mierdas pasa?, te preguntas , al tiempo que intentas comprender esas extrañas señales, si es que existen. Apagas el radio porque no quieres que esas ese puñado de coincidencias arrasen con la poca sensación de normalidad que habías logrado ganar.

De todas formas no sabes si esa supuesta sensación de solidez que se te reveló hace poco es un presagio positivo o si es mejor seguir desconfiando de la realidad, pues siempre has pensando que mantener una dosis de desconfianza hacia ella es una forma prudente de llevar la vida.

“¡Agua!” exclamas en voz alta. Crees que un duchazo con agua fría va a restablecer tu sensación de adulto funcional y se va a llevar por el sifón los restos de incertidumbre.

Dejas el pocillo en el lavaplatos y te diriges a la ducha tarareando una estrofa de la canción que acabas de escuchar.

The lunatic is in my head
The lunatic is in my head
You raise the blade, you make the change.