Dadas las circunstancias, dedico los siguientes minutos al fino arte de ver pasar gente o, simplemente, mirar a las personas e intentar imaginarme sus vidas.
A pocas mesas de distancia, una mujer rubia teclea de forma frenética en su portátil al tiempo que habla con alguien. Alcanzo a notar que tiene puestos unos audífonos inalámbricos y pienso que puede estar hablando con una persona que se encuentra en Abu Dabi.
El café, pienso, es su oficina. Está muy arreglada: lleva un blazer azul aguamarina, un pantalón blanco y zapatos del mismo color de tacón alto. También está peinada y maquillada a la perfección, y las pulseras que lleva en sus muñecas no dejan de sonar cada vez que gesticula con sus manos para defender o enfatizar sus argumentos.
Afuera, del café hace mucho ruido. Cerca hay un supermercado y pasan remolques con diferentes productos para abastecer las góndolas. Parece que a uno de ellos no le han hecho mantenimiento hace años y las llantas chirrían durante todo el trayecto.
La oficinista sigue hablando como si nada. Imagino que en medio de su discurso pide disculpas por el ruido del fondo mientras trata de explicar qué lo produce. O puede que no, que se haga la loca y que los asistentes a la reunión se tengan que mamar el ruidito al tiempo que tuercen la cara y se preguntan dónde diablos está metida.
Al lado de ella hay un vaso de cartón que no ha levantado ni una sola vez. De pronto, al igual que yo, solo está “robando” puesto y el vaso está desocupado. Resulta imposible saberlo, al igual que es muy difícil descifrar las verdaderas intenciones de las personas.
La rubia levanta la mirada y me la sostiene por unos segundos. ¿Acaso también imagina cómo es mi vida? Al principio acepto el reto, pero en una microfracción de segundo la desvío e intento hacerme el loco, mientras trato de hacer cara de estar pensando en cualquier cosa.
Ella vuelve a bajar la mirada hacia la pantalla de su portátil y comienza a teclear de nuevo.