jueves, 30 de noviembre de 2017

Volverse mierda

Mario y Jaime, amigos de infancia. Hace mucho no se ven, pues la vida y sus innumerables vueltas se han encargado de apartar sus caminos, aunque, a veces, de forma deliberada y en otras fortuita, estos se cruzan.

Apenas entran a una tienda para comprar unas cervezas, a Jaime le sorprende la cacofonía del lugar: un batiburrillo de voces, botellas que se entrechocan, risas y, de fondo, una ranchera que sale de una Rockola. 

Mario conoce a algunas de las personas que se encuentran sentadas en las mesas y las saluda con el típico: “¡Buenas vecino!”. El tendero, al ver que Jaime acompaña a Mario, le extiende la mano. Jaime sella la bienvenida que le da ese desconocido con un apretón de manos e intenta que sea lo más sincero posible; aprieta fuerte y mira al hombre, que lleva un delantal blanco, a los ojos.

“¿Cuántas cervezas compramos?”, pregunta Mario
“¿Qué le digo? Unas 6, tres y tres”, responde Jaime

Las piden para llevar, pero Mario, instintivamente pide que le completen la docena.

En el apartamento, Jaime se sienta en un sofá viejo que opaca sus años de uso con la comodidad que proporciona, mientras a Mario se lo traga el pasillo. A lo lejos Jaime escucha como saluda a Carla, su novia. Al rato ella, con cara de sueño, sale en pijama y saluda a Jaime.

“ ¿ Quieres una cerveza amor?” le pregunta Mario quien vuelve a aparecer en la sala.
“Si”, responde ella, al tiempo que agarra una junto con el destapador”

“Ahora quedan 11 cervezas, uno va a tomar más y el otro menos” piensa Jaime, a quien en ocasiones le molestan ese tipo de desequilibrios. 

Carla deja la sala arrastrando los pies, Mario le pide cinco minutos a su amigo y sale del apartamento. Pasado ese tiempo, del cual Jaime esta seguro que fue más del que le pidieron, Mario llega con una cajetilla de cigarrillos y prende uno. También enciende el equipo de sonido, pone música y los amigos comienzan a hablar, a recordar historias, a filosofar sobre lo cojonuda y extraña que es la vida.

Pasan un par de horas y cuando la cerveza está a punto de desaparecer, Mario saca una botella de Whiskey. “¿Quiere?” pregunta. “No con la cervecita estoy bien", responde Jaime, que ha alargado la última todo lo posible. Mario no insiste, se sirve una copa casi al tope y se la toma fondo blanco.

La música suena y la conversación ya no es tan animada como al principio. Cada uno está sumido en sus propios pensamientos,  ¿analizándose, quizás? “Creo que ya estoy borracho”, dice Mario, y luego, de la nada, le comenta a Jaime que debe dejar de vivir a lo seguro.

Hablan sobre mujeres y relaciones. Mario le pregunta por su última relación, Jaime ya no la recuerda, fue hace mucho tiempo, y deja claro que nunca se ha obsesionado con el cuento de estar sin pareja. 

“¿Por qué no?” pregunta Mario, “hay que arriesgarse, hay que volverse mierda. Imagínese lo que podría llegar a escribir si sufre un fracaso bien hijueputa, un desamor, por ejemplo.” 

Jaime lo mira, pero no dice nada, no comparte la idea de que para producir algo sensible y de calidad: una canción, un escrito, lo que sea, las personas tengan que revolcarse en la miseria.

“Que sea un propósito para el otro año, volvámonos mierda”, concluye Mario, mientras bebe otra copita de whiskey, y vuelve a decir: “Ya me emborraché”.

martes, 28 de noviembre de 2017

Ventana indiscreta

La ventana da hacia una calle que siempre parece estar en trancón, debido a un semáforo al que le dura muy poco la luz verde. Es de color opaco y sé que ninguno de los peatones me ve porque yo también he visto su aspecto polarizado desde fuera. 

Me siento como en una de esas películas en las que unos detectives estudian a un sospechoso a través de un vidrio, mientras que el último sólo puede ver su reflejo.

¿Acaso no es una situación perfecta?, me refiero al hecho de husmear la vida de otras personas, de espiarlas sin que se den cuenta; ver o creer ver, de alguna manera, sus rutinas, costumbres, manías, sin ser vistos. Supongo que alguna vez nos hemos inclinado hacia esa especie de voyerismo urbano, si es que el término aplica.

El ejercicio no deja de ser trivial; ninguno sabe que lo observo y, de todas maneras, descifrarlos resulta imposible, pues van en su papel de ser humano adulto y funcional, el que siempre desempeñamos cuando vamos por la calle, que oculta todos nuestros deseos, obsesiones, filias que rebotan dentro de nuestras cabezas con fuerza, y aún así somos capaces de dar una respuesta al interlocutor que camina a nuestro lado. No culpo a nadie, así somos todos.

Un hombre avanza lento, montado en su bicicleta, por el andén, esquivando a diferentes peatones que caminan bajo el amparo de tranquilidad que brinda el haber acabado una jornada laboral; otra mujer habla o envía mensajes de voz por su celular, que tiene pegado a la boca.

El semáforo se pone en verde y la ola de carros arremete contra la avenida principal y se desvanece cuando aparece la luz roja. El viento agita las hojas grises de los árboles, producto del vidrio oscuro; un guardia de seguridad se pasea, con su perro, por la entrada de un edificio que esporádicamente escupe grupos de personas.

La calle, la ciudad, en medio de su tráfico y personas que se mueven de afán y sin tiempo, parece ordenada o, más bien, todos entendemos sus códigos y señales, y nos acoplamos a su frenesí de urbe revolucionada, cumpliendo nuestro papel, el que hayamos elegido, nos hayan asignado o, en últimas, el que nos haya tocado, ¿qué más da?

lunes, 27 de noviembre de 2017

Traidor

Dos hombres y una mujer están sentados en la terraza de un café. Ella lleva una falda azul corta con arabescos, y cada vez que cruza la pierna, la abertura de un costado permite ver cómo se le tensionan los músculos. También lleva varias pulseras en sus muñecas que parecen campanillas, pues hacen mucho ruido cada vez que gesticula con las manos. Se coge y acomoda el pelo muy seguido; también masca un chicle, que, probablemente, ya no tiene ningún sabor. 

El hombre que, al parecer, está liderando la conversación o fue quien los citó a conversar les dice: “Lo que si quiero dejar claro con ustedes es que esta conversación nunca existió”. 
“No, si, claro”, responde torpemente el otro hombre, cayendo en esa afirmación- negación inconclusa. 
“No quiero que vayan a pensar que soy un traidor” 

“Bueno y ¿qué más querían saber?” pregunta el traidor esbozando una sonrisa que indica el fin de la conversación, y sin darles tiempo de contestar le dice al otro hombre: “Don Jaison, estoy buscando trabajo, por si sabe de algo” y vuelve a terminar el comentario con una sonrisa que lo que menos inspira es confianza. 

“Ustedes saben que yo admiro a la gente que pasan dos meses o tres meses y no les han pagado” les dice ahora, y luego habla sobre un machetazo financiero que realizó la mujer de las campanas en las muñecas, a lo que esta, con cara de asombro, responde al instante: “No, tu sabes que yo no soy así de chambona, yo no las eliminé, las trasladé a la 24 por centros de costos”. 

El traidor parece no reparar en la respuesta y continúa hablando sobre otro tema. La mujer, ya aburrida, comienza a jugar con su pelo, agarra un mechón largo y comienza a enrollarlo y desenrollarlo a manera de terapia. 

Ahora el traidor, quien parecía haber estado a punto de dar fin a la conversación, sacó fuerzas narrativas de quién sabe dónde y continua hablando de números y finanzas.

viernes, 24 de noviembre de 2017

Bajo control

Medio día.

Sin preocuparme en dar un vistazo por la ventana, a pura intuición, tomo el paraguas y salgo a hacer una vuelta que se va a trifurcar en tres: una consignación, la compra de un plátano maduro y la de una gaseosa.

Cuando piso la calle sonrío ante mi acierto del pronóstico del clima, pues unas gruesas gotas de agua comienzan a oscurecer el pavimento. Tengo todo bajo control: primero voy a ir al banco, luego a comprar el plátano y por último iré a la tienda.

Varias personas caminan de afán sin paraguas, los compadezco, o bien por su deficiente capacidad para pronosticar el clima a punta de feeling, o porque no tienen o dejaron la sombrilla en algún lugar. 

Mi vuelta transcurre sin problemas. En el banco no hay fila y en el restaurante me entregan el plátano casi al instante después de pedirlo, solo queda comprar la gaseosa. El cielo finalmente no se quebró en la forma que esperaba y ahora llueve sin ganas.

A menos de media cuadra de llegar sano y salvo a casa, camino por la entrada a los parqueaderos de un edificio de oficinas, con mis manos ocupadas con el paraguas y dos paquetes. Es un terreno inclinado y está muy resbaloso.

He pasado miles de veces por el lugar así que no le presto atención, pero a los dos pasos siento como mis tenis se deslizan por la superficie como si estuviera hecha de jabón. Patino y muevo las manos y todo mi cuerpo violentamente para mantener el equilibrio. Lo logro, “Mucho putas, todo bajo control”, pienso. 

Levanto la cabeza con orgullo y cuando voy a dar el segundo paso todo el esfuerzo previo pierde sentido, pues me resbalo, y esta vez ni el piso ni mis tenis le colaboran al equilibrio y me estampo contra el suelo. Caigo de cola y creo que me golpeo el coxis o, ustedes saben, justo en la frontera del culo con la espalda.

Ya en el piso, casi del todo boca arriba, caigo en cuenta que no solté los paquetes ni el paraguas, quizás intentando salvar algo de mi dignidad. Me muevo un poco para revisar si me duele algo, pero no siento nada. Me pongo de pie y sigo mi camino como si nada. 

El puto control es una ilusión.

jueves, 23 de noviembre de 2017

Primer párrafo

No sabe cuánto tiempo le ha dedicado al primer párrafo de su obra. Cada día lo lee varias veces, mentalmente y en voz alta, y vuelve a editarlo, le cambia la puntuación, reordena las palabras y lo saborea hasta el cansancio; incluso, cuando el desespero lo embarga, lo borra y vuelve a escribirlo desde cero, dando inicio una vez más a ese ciclo que se repite y que quién sabe cuándo va a lograr romper.

Ya tiene claro qué es lo que quiere narrar, la escena con la que quiere iniciar, el sentimiento a transmitir, la manera en que van a interactuar los personajes, pero siente que si ese primer párrafo no es contundente, y que si no tiene sentido alguno, no vale la pena continuar. Hay días en que cataloga las pocas líneas como el inicio de una obra que va a sacudir los cimientos de la literatura, pero en otros le parece una completa basura. Muchos le han asegurado que la perfección no se puede alcanzar y le recomiendan que no sea tan obstinado.  Sabe que nada es perfecto, pero siente que su primer párrafo se puede acercar mucho.

Quiere que las líneas sean una descarga de adrenalina en el lector, una bofetada, que los sacuda de alguna forma y de la que no se puedan recuperar fácilmente.

“Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”. Por ejemplo, ¿Cómo no estremecerse con el inicio de la novela de Kafka?, se pregunta.

“La música clásica me la pone dura” es la altiva frase con la que James Rhodes abre Instrumental, ls obra autobiográfica del pianista que leyó hace poco. Rhodes queda en deuda con el lector en las 275 páginas restantes, en las que debe demostrar por qué es tan poderoso ese vórtice de palabras que crea y nos succiona con tanta fuerza. 

Piensa que su primer párrafo debe contener la historia que se pretende contar y miles de historias paralelas quizás igual de importantes que la principal.

miércoles, 22 de noviembre de 2017

El baúl

La casa de la abuela Inés que conocí, mi abuela materna, era una estructura de dos pisos inmensa. Quizá siempre la percibí así porque de pequeño uno tiende a agrandarlo todo. En el primero siempre vivió otra familia, y el único contacto que teníamos con sus miembros era el pasillo de la entrada que estaba conectado a la escalera; ellos, ese núcleo familiar, siempre fueron para mí, e imagino que para otras personas de la familia, una especie de incógnita; fantasmas que, sabíamos, flotaban cerca de nosotros, pero rara vez se nos aparecían. 


En el segundo piso vivía mi abuela con dos de sus hijas, y en cierto momento vivió otra más con su familia. Esa planta tenía un gran salón principal que contenía a la sala y el comedor y estaba conectado al cuarto de mi abuela. Esos tres espacios con pinta de uno, eran los únicos que tenían piso de madera, que siempre permanecía brillado, despedía olor a cera y se quejaba con nuestros pasos.


Cuando visitábamos a la abuela, ese espacio era el lugar en el que pasaba la mayor parte del tiempo, al igual que la alberca; no sé por qué me atraía ese último lugar en el que jugaba a recoger agua con un tazón que flotaba en ella para luego regarla de nuevo dentro de la estructura de cemento; creo que eso se debía a la fascinación que, también de pequeños, tenemos con el agua, cuando es contenida en grandes cantidades: piscinas, fuentes, albercas, etc. y también porque las veces que visitaba ese lugar, ubicado en la azotea, era a escondidas, desafiando las advertencias de peligro, y un posible regaño, que me daba mi madre.


El cuarto de mi abuela era un lugar frio. Lo recuerdo oscuro, opaco, con dos camas, un televisor, un cuadro del sagrado corazón, un televisor y un baúl gigante desprovisto de cualquier tipo de estética; una caja de madera simple y lisa de aspecto lúgubre. 


Lo que la abuela guardaba en ese baúl era todo un misterio. Mi madre asegura que ahí tenía los documentos de sus hijos, ¿cuáles documentos? Partidas de nacimiento, exámenes y ese tipo de papeles imagino; también almacenaba monedas de plata, billetes y regalos, paquetes de ropa, sin abrir, porque, supongo, creía que lo que tenía de momento le bastaba.

martes, 21 de noviembre de 2017

Insecto

Algunas letras de la página que estoy leyendo se comienzan a mover, imagino a la letra “a” con un capricho de unidad lingüística, cansada de su fonema, transformándose en una “o”, una “l” en una “t”, y así, cada una de las letras del abecedario, agobiadas de su rol en la sociedad del lenguaje, quieren convertirse en otra(s). Eso es lo que debe estar ocurriendo, y el dios de las palabras me ha premiado con ese espectáculo, de tinte caótico, solo a mí. 

Cierro los ojos unos segundos. Quizá es una simple cuestión de enfoque y cansancio visual. cuando los abro, las letras continúan transformándose, mutando, inmersas en un baile misterioso que destruye a la vez que crea el lenguaje. A veces funciona y las recién formadas palabras existen, pero es una cuestión de suerte, amparada bajo el capricho de las letras. 

La palabra coma, se convirtió, por ejemplo, en como, al transformarse solo sus vocales, pero también hay problemas de sentido cuando las consonantes cambian a la par que ellas: yoro, voma; ya se podrán imaginar ustedes la cantidad de combinaciones posibles para una sola palabra. 

¿Qué ocurre? me pregunte. Miré hacia los lados y me cercioré de que el mundo y la vida transcurrieran de forma de normal: cada quien con sus afanes, el sol está en el mismo lugar, acompañado de unas nubes que aseguran lluvia en la tarde, el tráfico, los segundos acumulándose uno detrás de otro; si algo raro ocurre sólo me concierne a mí, a mí cabeza, mi tiempo.

¿Estaré enloqueciendo?, ¿cómo saberlo?,¿quién o qué dicta lo normales o desquiciados qué somos? Pienso que, tal vez, cada quien es loco a su manera, la mía, la de este momento, consiste en delirar con palabras. 

Algo preocupado, acerco el libro a la cara, para ver si las letras quieren transmitirme algún mensaje secreto. Decepcionado me doy cuenta de que la ilusión se debe a un insecto diminuto que aterrizó en la página y le cogió cariño a un par de líneas. Lo soplo y el texto retoma su rigurosidad impresa. 

¿Y si era un mensaje?, ¿una especie de señal? pienso, al tiempo en que me asombra pensar semejantes pendejadas a estas alturas de la vida; de todas maneras, leo las líneas por las que se paseó el transformador de palabras, pero no les encuentro relación alguna con mi vida ni ninguno de mis asuntos personales.

lunes, 20 de noviembre de 2017

Chispita azul

Chispita, supongo que así se llama, no lo sé, llega un momento en que uno se aterra de la cantidad de temas sobre los que no sabe nada, o sobre los que se cree saber pero en verdad son asuntos que navegamos a plena oscuridad; lo que pasa es que somos buenos contándonos historias de que somos unos chachos, me gusta esa palabra, y que tenemos todo bajo control, que dominamos lo poco que sabemos. 

Estimado lector, si todavía sigue acá, conmigo, leyendo estas palabras que escribí y se aguantó esa especie de regaño, muchas gracias, pues ese fue el narrador que surgió, qué se yo, si hubiera decidido inventarme un relato, seguro habría sido otro, uno más objetivo y menos cantaletudo.

Creo que se llamaba Natalia y llevaba una chispita de color azul en la nariz. Su pelo era de color rubio y trabajaba de mesera en el bar El Anónimo, en esa época en que lo frecuentaba mínimo una vez cada quince días pues un amigo era el encargado de poner la música, y a veces me dejaba llevar mis cd’s y me soltaba la consola toda la noche. Los dueños del bar no ponían problema, e incluso, en ocasiones, me regalaban un par de cervezas, cortesía de la casa, por tomarme el trabajo de poner la música, mientras ellos y mi amigo se dedicaban a tomar cerveza y atender a la gran cantidad de amigos que los visitaban, que prácticamente era toda la clientela. Siempre me gustó mucho eso de ese bar, que todos parecían conocerse con todos. 

Natalia Me parecía sexy a morir y me intimidaba como nadie. Cada vez que iba, la saludaba tímidamente pues ya nos conocíamos de vista, que llaman. Imagino que así saludaba a otros tipejos que también eran clientes frecuentes del bar. Nunca le dije nada más allá del saludo; puro miedo, puro hueva que es uno en ciertos momentos de la existencia. Me inventaba la excusa de que estaba muy ocupada, y en serio lo estaba, pero pues era obvio, ¿qué más se podía esperar de una mesera de bar en una noche de viernes o sábado? 

Había otra mesera, una flaquita, crespita con la que si dialogaba más. A otro amigo le gustaba mucho, pero a mí no. No me parecía fea,  en términos generales era atractiva, pero no tenía nada que hacer contra la monita de la chispita azul.

De un momento a otro la dejé de ver, supongo que dejó de trabajar en el bar y que yo deje de ir tan seguido, Hoy vi una mujer con una de esas chispitas y por eso me acordé de ella.

sábado, 18 de noviembre de 2017

Asaltantes

Es una pareja, al parecer, dispareja en edad. El hombre, con muchas canas, bien podría ser el padre de la mujer rubia, que lleva el pelo corto, un pantalón negro ceñido, tenis del mismo color y cara con un gesto agrio, como si la existencia le supiera feo.

Los novios, amantes, padre e hija, agentes secretos, asaltantes; las combinaciones resultan alarmantes, se sientan en la mesa de al lado y no conversan. Si lo hacen, es a través de un lenguaje de miradas que solo ellos conocen.

El hombre comienza a hojear una revista y la mujer a mirar su teléfono celular. Continúan sin decir nada, excepto ese intercambio de miradas que quién sabe que cantidad de información contiene.

El mesero los saluda y les entrega las cartas. Sin haber recibido la suya, la mujer dice que por favor le traigan una porción de papaya. También Ordena dos tintos. “Por favor bien cargaditos” dice ahora. El hombre que la acompaña muestra desinterés en la dinámica de ordenar platos; la mujer podría ordenarle un café con cicuta y se lo tomaría sin problema. Pero el veneno no está disponible en la carta, aunque recordemos que pueden ser agentes secretos y la mujer lo lleva en un frasquito en algún compartimiento secreto de la chaqueta que lleva puesta.

“Por favor que los cafés queden bien cargaditos” dice ahora. “Ok, ya mismo se los traigo”. “Pero, ¿no nos a tomar la orden de una vez?” responde la mujer en un tono que evidencia ganas de cachetearlo. “Si claro” responde apenado.

Antes de que el mesero, quien pienso le vas a escupir en sus platos en respuesta a la actitud agria de la mujer, se vaya, la mujer le pregunta: “¿Cuántos meseros hay hoy?. “siete” responde el hombre como si estuviera en una evaluación oral. “y cuántas mesas son?”. “dieciocho”.

Un rato después, el mesero llega con las bebidas que ordenaron, la mujer prueba su tinto y le dice, “noooo, se fueron para el otro lado, ahora quedó muy cargado, ¿me puede traer agua caliente por favor?. El hombre que los atiende evita el contacto visual y responde: “con gusto”. 

La mujer dice: “Casi 2 meseros por mesa”, soltando el pensamiento en voz alta, “18 mesas”, concluye. Me extraña su obsesión con los cálculos y el tema de los meseros y mesas, definitivamente deben ser asaltantes.

Luego de que les traen lo que ordenaron, comen muy deprisa, y el hombre por fin habla, menciona algo relacionado con un comercial de un banco, que le vino a la memoria por algo que vio en la revista.

Piden la cuenta, pagan y dejan el lugar. Al rato me voy, Quién sabe para que día y hora están planeando el golpe al lugar

viernes, 17 de noviembre de 2017

Título

Tengo muchas notas en mi libreta, 4 páginas llenas de ellas. Algunas son casi ininteligibles y parecen más bien el garabato de un niño pequeño; me cuesta leerlas. 


Todas, supongo, hacen parte de un texto que quiero escribir sobre una charla a la que asistí. Mientras las leo en su crudeza de apunte a mil por hora, me imagino un día, o un tiempo, en el que mi escritura haya evolucionado al punto de comenzar a escribir los textos antes de asistir y /o presenciar un evento, el que sea: una charla, una conferencia, una conversación entre dos personas, el ladrido de un perro a lo lejos, el avistamiento de una mosca que pasa volando, o una sirena que suena y se repite sin cansancio. ¿Cuál es la historia?, ¿qué ocurre en esos instantes de realidad de los que podré o no hacer parte?, ¿cómo nos oprimen el corazón hasta hacer añicos nuestras emociones?

Un momento en el que las notes que tome, se van a entrelazar de forma casi perfecta, van a encajar y cobrar sentido al compararlas con mis ideas, posturas, miedos, recuerdos, y los miles de variables y micro-momentos que hacen posible y ocurren dentro de la escritura.

Escribo a medida que leo esos apuntes de trazo ansioso, mientras voy  tratando de ser lo más fiel posible a lo que ocurrió, sin ponerle atención al vanidoso y engreído punto de vista, que pretende colarse en cualquier momento.

Ingenuamente creo que lo termino, son casi 1000 palabras que deben, supongo, en la medida de los posible, funcionar como un todo. Empiezo a editarlo, le mocho signos de puntuación y palabras o las sustituyo por otras que considero más apropiadas.

El título, que está subrayado en color amarillo, pues es provisional, fue el que dio inicio al texto; una mera corazonada que ya no me convence, es como si fuera el título de otro escrito o como si otra persona lo hubiera puesto, otro yo que me habita y desconozco, y que no fue a la charla o no le interesó y por eso no puso atención.

Por el momento lo dejo, pero tiene sus horas o días contados. Lo voy a matar antes de que él acabe con mi texto, pues los títulos a veces tienen la capacidad de aniquilar el conjunto de palabras que lideran, sin darles ninguna oportunidad de ser leídas.

jueves, 16 de noviembre de 2017

Costumbre

Se había acostumbrado a los muchos componentes y situaciones de su vida: trabajo, relaciones, rutinas y a unas ya le resultaba imposible encontrarles sabor, sin importar cómo o por qué lado las mascara, abordara, digiriera.

También se había acostumbrado a que los relatos tuvieran un inicio, nudo y desenlace, porque así lo reza la teoría narrativa, ese legado de exposición, confrontación y resolución que dejaron los padres de la narrativa, pero diseccionar una historia, su historia, en elementos que encajen cómo piezas de rompecabezas en una línea de tiempo, es una labor imposible; las historias son mucho más que únicamente los tres actos. 

Cuando va a salir de la casa y el cielo está gris, se acostumbró a llevar sombrilla, porque está acostumbrado a permanecer seco que, sabe, se relaciona, con alejarse de los extremos, pues le tiene mucho miedo a los abismos de lo que desconoce.

La costumbre lo ha llevado a convertirse en un ser binario, un 1 o 0, completamente predecible, un blanco y negro, unos extremos que se unen en las puntas y que forman una circunferencia, un loop que nunca deja de recorrer. 

Está cansado, y se cansa aún más al ver a los otros en la misma situación, en la que el tiempo parece que no avanza y se repite una y otra vez: el blanco, lo bueno, el 1, el negro, lo malo, el 0, siempre lejos de los bordes de la existencia. 

Quiere desacostumbrarse, acaso, ¿quién no? Ser otro, ser otros, anular su identidad costumbrista y encontrar dicha en su caos, sus contradicciones, sus fisuras como ser humano imperfecto y burdo.

Truena y sale a caminar sin sombrilla.  Por algo se empieza.

martes, 14 de noviembre de 2017

Insignificante

A la altura del cuarto libro de la novela Guerra y Paz, el príncipe Andrei Nikolayevich Bolkonsky, uno de los personajes principales, no le va bien en una batalla. 

Malherido y tendido boca arriba, se asombra con la inmensidad y grandeza del cielo y se pregunta cómo no se había fijado en semejante espectáculo antes. Concluye que “Todo es vanidad, todo falsedad, excepto ese cielo infinito.”

Bolkonsky llega a esa conjetura porque está débil, ha perdido mucha sangre y su estado, más la cercanía a la muerte, hacen que deje de pensar en la guerra y otros asuntos que consideraba importantes que, si nos fijamos bien, no dejan de ser “trivialidades en las que malgastamos nuestro tiempo”, como dice Rosa Montero.

Es probable que día a día, la velocidad con la que avanza el mundo y nuestras vidas, nos haya hecho perder nuestra capacidad de asombro ante eventos sencillos, pero de naturaleza casi perfecta, qué se yo: un cielo azul despejado, la carcajada de un bebé, un abrazo sincero, y no concluyo esta corta enumeración con “etc.”, pues la expresión se quedaría corta. Cada quién atesora aquellos momentos sublimes sin necesidad alguna de pregonarlos o hacer alarde de ellos.

En medio de ese instante de iluminación, Bolkonsky se encuentra con el mismísimo Napoleón, quien llega a revisar el terreno de batalla par regodearse en su capacidad destructiva. El príncipe ruso emite un quejido para que noten que todavía esta vivo y, mientras mira a los ojos a Napoleón, piensa en la insignificancia de la grandeza, la poca importancia de la vida que nadie puede entender, la también y aún más inentendible importancia de la muerte, cuyo significado nadie puede explicar.

Que la muerte no sea la única encargada de hacernos fijar en lo insignificante que resultan nuestras preocupaciones y delirios de grandeza.

lunes, 13 de noviembre de 2017

Champeta

Sábado. 

Recuerdo un cuento que leí hace unas horas y que me cuestiona. Caigo en un remolino existencial poco provechoso para un fin de semana. Intento distraerme de cualquier manera y decido revisar el celular, aunque no haya sonado, que se está cargando. 

Tengo unos mensajes. Uno de ellos de una amiga que me invita a la celebración de cumpleaños de un primo. “Voy”, “no voy”, Esta tarde”, “no estoy haciendo nada”, “ ¿Será que sí?” “Hace frio”, “no, no hace frio”. Me paseo por esos y otra serie de pensamientos y al final me decido por ir.

Camino al lugar me entero que la entrada cuesta $15.000 de los que $6000 son consumibles, pregunto que cuanto cuesta la unidad y me responden: “Es que hoy hay una fiesta de champeta. Hasta las 11 dejan entrar”. Me queda media hora, así que no me preocupo, mientras converso temas comodín con el taxista: tráfico, clima, el año se pasó muy rápido, uber; lo de siempre. 

Llego al lugar y me encuentro con mi grupo compuesto por gente que conozco y no conozco, esas personas que siempre vemos en reuniones de los amigos que se tienen en común, pero de las que escasamente sabemos el nombre. 

Los $6000 de cover me alcanzan para una cerveza, a la que comienzo a darles pequeños sorbos. “Ojalá que me duré toda la noche” pienso, aunque sé que no hay forma alguna de que eso ocurra.

Estoy sentado y el grupo de conocidos-desconocidos me invita, en medio de bulla y una especie de bullying de ambiente de rumba, a que me pare a bailar. Lo hago y me ubico en un lugar de un círculo de baile que se formó de un momento a otro. 

Me meneo de un lado a otro despreocupadamente intentando que mis pisadas coincidan con el beat de la canción suena, que podría catalogarse como un: currulao-champeta-merengue-regaetton-hiphop. El rincón en el que estamos tiene poca luz y nuestras caras se encienden por momentos gracias a las luces estroboscópicas, que buena palabra esta, del bar. A nadie parece interesarle la capacidad de baile de sus respectivos vecinos.

Veo como un hombre que está con su novia la toma por atrás, de la cintura, y se le arrima a bailar sensualmente. Ella, apenas ve las intenciones de su pareja se separa y le indica: “así no”, moviendo el dedo índice de su mano derecha de un lado a otro muy rápido. El hombre no dice nada, solo sonríe como queriendo no echarle tiza al asunto. Al rato veo que la agarra de sus nalgas para bailar apretaito’, lo que, al parecer, evapora cualquier residuo de pudor en su pareja.

Comienza una tanda de salsa con “Sonido Bestial” y me siento, pues soy malísimo para bailar ese estilo de música. En el grupo de al lado veo como dos mujeres bailan juntas a falta de parejos, son buenas dando vueltas y mueven los pies muy rápido. En un sofá una bomba inflable de Hello Kity no deja de moverse a causa del soplido de un ventilador.

Ahora me fijo en la puerta por donde entramos, tiene un letrero con letras neón rojas que dice salida. El lugar lleno, aunque no repleto. me Me imagino una situación de peligro en el bar, un incendio para ser preciso. ¿Alcanzaría a atravesar la puerta antes de la estampida de las personas que están en la pista de baile? Imagino titulares de periódico trágicos: “Mueren calcinadas…” “Fiesta en llamas: incendio deja un saldo de…” y otros por el estilo.

El sonido de un órgano una guitarra y una batería cortan de tajo mi imaginación. Un grupo en vivo ha comenzado a tocar champeta. Me acerco al escenario para ver de cerca a los músicos. Las melodías son alegres y me fijo en cómo toca el baterista; le da con feeling gradable y muy fuerte a los tambores, y se nota que tiene los tiempos completamente grabados en su cabeza, lo que le permite hacer cortes precisos que alterna entre el redoblante y el hi-hat de forma hábil.

El grupo deja de tocar, acabo una tercera cerveza y voy al baño. En el lavamanos, que comparten ambos baños, una mujer se limpia los pies con toallas de papel y con gran fervor. Un par de baletas rojas reposan a su lado; imagino que alguien le chorreó trago en sus pies o que estos le sudan de forma exagerada.

Cuando me devuelvo al sitio que  ocupa mi grupo todos están poniéndose los sacos y chaquetas. La noche de champeta terminó.

viernes, 10 de noviembre de 2017

Cobrar

Uno va por la vida adquiriendo deudas de todo tipo. Por ejemplo, con la lectura. Día a día nos encontramos con libros y autores que no habíamos ubicado en nuestro radar de lectura, e inmediatamente los añadimos a lo que Humberto Eco llama la anti-librería o los libros que no hemos leído y que, quizá, nunca vamos a leer.

Hace mucho me recomendaron que leyera “El Cobrador”, un cuento de Rubem Fonseca. Desde ese día lo había tenido presente, pues me pareció ingeniosa su trama: Un tipo que siente que el universo, la vida, dios, las personas, la sociedad, todo y todos están en deuda con él en cuanto a dinero, pinta fama, mujeres, sexo, etc. y asesinar personas es su manera de saldar cuentas. 

La deuda con la lectura es una constante, y el dios de la lectura, aventurémonos a imaginar que existe, siempre nos la está cobrando, igual no hay mucho por lo que preocuparse pues siempre vamos a quedar debiéndole; además los libros también tienen una deuda permanente con nosotros, que consiste en ayudarnos a comprender la realidad que, a diferencia de la ficción, no necesita sentido alguno.

Hoy por fin leí el cuento en una antología de los mejores relatos de Fonseca. Creo que, en medio de su salvajismo, nos parecemos a su protagonista.

“Me quedo frente a la televisión para aumentar
mi odio. Cuando mi cólera va disminuyendo y pierdo 
las ganas de cobrar lo que me deben, me siento frente
a la televisión y al poco tiempo me vuelve el odio”
- El Cobrador -

jueves, 9 de noviembre de 2017

Todo o nada

Una vez en un curso de escritura, el escritor que estaba a cargo dedicó un rato de una clase a enseñarnos trucos y atajos de comandos con el teclado del portátil. De los tips que nos dio me grabé, en principio, dos en la cabeza.

Uno fue el comando para hacer aparecer el guion para iniciar un diálogo (—), que es casi tres veces más grande que el guion sencillo. A ese escritor, por alguna razón en particular, le gustaba utilizar  más ese símbolo en vez de las comillas para abrir los diálogos. Esa vez nos advirtió que la combinación de teclas no funcionaba en todos los computadores y creo que al final olvide el comando porque en el mío nunca funcionó. 

El otro fue la forma en que se pueden borrar archivos de forma definitiva (Shift +Supr), un decir, pues imagino que los magos de la informática deben conocer alguna manera de cómo recuperarlos). Con “definitiva” me refiero a que los archivos pasan derechito, como por un tubo, hacia la nada, sin tener que sufrir el calvario de la papelera de reciclaje;  se me ocurre que los archivos de esa ubicación se comunican entre ellos de alguna manera y viven sus últimos días, horas, si acaso, de existencia con mucha angustia, hasta que a alguien le da por seleccionar la opción “vaciar la papelera de reciclaje.”

Ese comando de borrado inmediato es una truco de doble filo, pues no hay manera, de restaurar el archivo. Cuando se aplica la acción, los archivos, digamos, se evaporan, dejan de existir. 

Me gusta ese carácter de todo o nada porque es un claro ejemplo de que renegar no sirve para nada, que lo hecho, hecho esta, de pasar la hoja y todo ese sinfín de clichés, incluido el famosísimo: “Las cosas pasan por algo”, aunque ya sabemos que, si es así, es por algo que uno hizo o dejo de hacer, en fin.

Como les venía contando, a raíz de ese curso adquirí la manía de borrar cualquier tipo de archivo de esa manera. Hace unos minutos me equivoqué seleccionando una carpeta y no sé qué información habré mandado al olvido, pero lo hecho, hecho está, ¿cierto?

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Templos

Hace un tiempo en un fin de semana, me colé en el almuerzo familiar de una amiga. Una de sus tías había acabado de llegar de viaje y nos ofreció vino de verano, una preparación a base de Sprite y vino tinto, muy popular en esa época del año en España.

Ella había estado en diferentes ciudades de Europa y, en medio de su viaje, cuyo motivo principal era trabajo, aprovechó unos días libres para viajar a Camboya. Allá visitó el templo Prasat Ta Prohm o Templo de la Jungla, construido a finales del siglo 17. El lugar funcionó como templo budista, y una de sus características principales son sus árboles, que cubren las superficies y paredes de las construcciones del lugar, con sus ramas y raíces.

Mientras almorzábamos ella hablaba entusiasmada acerca del lugar, abriendo los ojos y subiendo o bajando el tono de su voz, a medida que el relato avanzaba, queriendo expresar en palabras y lo mejor posible la belleza del lugar.

Ese día pensé que es posible que nunca vaya a  conocer lugares como ese templo; de ahí la importancia de saber flaneriar, actitud que, considero, no solo debemos perfeccionar para nuestros viajes, sino nuestra vida en general.

¿Qué pasaría si destinamos un día a flaneriar, a caminar sin rumbo fijo y dejamos que las calles y/o la vida nos sorprendan?

Es posible que inmersos en esa actitud no nos vamos a encontrar con lugares tan majestuosos como Prasat Ta Prohm, pero si con librerías, cafés, restaurantes, parques, mercados, y muchos lugares que, según nuestros gustos y aficiones, se convierten en templos de carácter personal.

martes, 7 de noviembre de 2017

La lectura

“¿Y cuál es su signo?” pregunta la mujer que lleva mucho maquillaje y tiene una nariz respingada. “Libra”, respondo algo molesto. Me mira fijamente a los ojos, baraja las cartas que ha tenido en sus manos desde que entre a la sala, y juega con ella en sus manos por un tiempo.

“¿Qué hace? Le pregunto. Mi inquietud parece desconcertarla. 

“Estoy limpiando la energía de la baraja” responde seria, ante la aparente impertinencia.

Veo que las cartas están limpias; supongo que la limpieza de energía es algo que está fuera de mi entendimiento, como muchas de las cosas que dice hacer la Maestra Sara, así es como se hace llamar.

La miro directamente a los ojos e intento sonreír para calmar la tensión en el ambiente, pero ella parece una estatua y no copia mi gesto. No sé de dónde saca una caja de fósforos roja, enciende de forma hábil uno y prende dos velas, una blanca, la otra amarilla que se encuentran en los extremos de la mesa. Pasa una mano por ella para simular alisar un paño verde que ya está templado

Bate la mano para apagar el fósforo y lo bota hacia atrás con desparpajo. Me viene a la memoria esas escenas en que las personas brindan, beben el trago y luego tiran la copa. La Maestra Sara sería buenísima para ese tipo de brindis, de escena o de película.

Maneja hábilmente la baraja que, recordemos, está descontaminada de mala energía, la pasa de una mano a la otra y comienza a formar tres montones de cartas. Cuando termina, pregunta con la misma seriedad que la ha caracterizado hasta el momento: “¿Sobre qué aspecto de su vida quiere saber?”

“Buena pregunta” pienso, y me la repito de forma parcial. ”¿Sobre qué aspecto quiero saber?”

Creo conocer algo sobre todo los aspectos de mi vida, y saber de antemano que va a ocurrir en ella, me parece que es restarle importancia a la incertidumbre, elemento desconcertante y de igual manera importante en nuestras vidas.

Me parece que la Maestra no parpadea ni un segundo mientras espera la respuesta. Incomodo bajo su mirada digo: “¿El amor?”
“¿Puede ser más específico?”, Contrapregunta.
La miro perdido, se da cuenta y me tira otro anzuelo para continuar con la lectura de las cartas que, supongo, ahora llevan mi energía
“¿Me puede dar un nombre?
“Valentina”, respondo al instante, como si estuviera en un examen oral, sin saber quién es esa mujer.

La maestra comienza a destapar las cartas. Llevan ilustraciones con un pequeño texto a la derecha, Las lee o interpreta muy rápido porque pone una detrás de otra sucesivamente.

“Veo que con esta mujer hubo un acercamiento inicial, y luego todo acabó de un momento a otro”, me dice, luego asegura que Valentina está luchando fuerte contra todos los obstáculos para acercarse a mí, pero que le debo colaborar, caso contrario la perderé para siempre, ¿me entendió? Para S-i-e-m-p-r-e; hace énfasis en la última palabra como si fuera un tarado. 

Me pregunta que si ella, Valentina, va a hacer un viaje pronto. Le digo que si y me invento uno de trabajo a Turquía. La Maestra me cuenta que es un suceso que juega a mi favor, pues en ese viaje ella va a recapacitar mucho sobre nuestra relación.

Le sonrío, ¿acaso no es una buena noticia?

Ya llevo medía hora con la lectura de cartas y la mujer me lo hace saber. Me dice que si quiero saber más sobre Valentina, el amor de mi vida, debo volver a cancelar otra consulta pues, al parecer, la información suministrada más el tiempo que lleva analizando las cartas ha agotado el crédito equivalente a una lectura.

Creo que ha sido una buena lectura así que me despido y le doy las gracias. 

Hasta el día de hoy Valentina no ha aparecido en mi vida; aún la sigo esperando. ¿Se habrá quedado en Turquía?

lunes, 6 de noviembre de 2017

Tiempo

“¿Quién invento el tiempo?” se pregunta, mientras mira una foto, en una revista, de un lago con pequeñas embarcaciones, que se imagina en movimiento. 

Sabe que no es una pregunta sencilla. Piensa que si eso, el tiempo, solo consistiera en lo que pretende reducirlo, es decir, en los segundos, minutos y horas en los que transcurre su vida y la de sus seres queridos, quizá no se enredaría tanto la cabeza. 

Violeta está convencida que lo mejor sería no existiera, que fuera como un bloque sin posibilidad de divisiones, algo ajeno a nuestras vidas. Algo, quizá, similar al aire, que está ahí, no lo podemos ver, sabemos de su importancia, pero no nos matamos la cabeza disertando sobre él. 

Al buscar respuestas únicamente obtiene más preguntas. Internet le dice que el tiempo es un “Período determinado durante el que se realiza una acción o se desarrolla un acontecimiento”. 

No se lo cree. Es una definición sencilla, como para lavarse las manos con el asunto del tiempo. El momento en el que tuvo a Tomás, su hijo que ahora tiene 2 años, podría catalogarse como un simple acontecimiento, algo, una acción que ella realizó, por más frío que suene;  que solo sucedió, pero sabe que el nacimiento y la muerte son dos eventos que están fuera de cualquier tiempo. 

Sigue buscando y da con más definiciones. Tiempo de: fortuna, pasión, inmemorial, medio, muerto, relativo, sidéreo, o lo que eso signifique; verbal, verdadero, completo; de este último también supone que existe su contraparte, el incompleto. 

De esos el que más le gusta es el de Einstein, el relativo, que “depende de la situación y movimiento del observador”. Así lo cree, que el tiempo no existe como un todo, sino como un gran conjunto de interpretaciones y significados, lo que lo convierte en un asunto subjetivo. 

“Violeta Sánchez, ya puede seguir” mencionan su nombre por un parlante con frialdad, sin ritimo y sin tiempo. Se sobresalta al escucharlo.

viernes, 3 de noviembre de 2017

Silencio

Siente que el silencio es una mentira.  Si le preguntarán el por qué, no sabría argumentar su postura, pero hay cosas que sentimos y, por más locas que parezcan, nada ni nadie es capaz de hacernos cambiar de parecer.

Es tarde, casi medianoche y escribe una carta que considera importante,  ¿por qué? porque le molesta callar.  Tiene muchas cosas por decir y también sabe que el papel lo aguanta todo.  La carta, como siempre, no lleva un destinatario, pero si un remitente.  Le gusta escribir bajo diferentes seudónimos que escoge según su estado de ánimo.

A veces cuando las termina, decide enviársela a alguien.  Según él, las ideas que contienen sus escritos son verdades que las personas merecen saber, por eso  pelea contra el silencio, la gran mentira, con la ayuda de ellas.  Otras veces las guarda o destruye. calla a la fuerza todo lo que dijo o pensó.  Eso le molesta. es decir, el hecho de autocensurarse, pues de cierta manera es traicionar su postura ante el silencio. 

Le gustaría no escuchar nada en este momento, fundirse con el silencio para entenderlo, alcanzar una tregua, pues  andar en busca del ruido a veces lo cansa.  La noche no le colabora.  El tic-tact de un reloj que cuelga en una pared de la sala lo distrae y lo traslada al momento en que dará las campanadas que indican el cambio de día. También escucha como unos carros transitan por la calle,  ¿quiénes van en ellos?,  ¿hacía donde se dirigen,  ¿por qué sus tripulantes no están descansando? se pregunta.   ¿qué importa? cada uno con sus afanes, cada quien con su ruido o silencio, concluye.

Como le gustaría enviarle una carta a una de esas personas, preguntarles cuál es su afán, pero también  a que se dedican, y más que eso preguntarles que los sostiene por dentro, como llevan a cuestas la vida que les tocó vivir, y qué, de lo que hacen a diario, no les permite enloquecer.

Termina la carta.  La lee tres veces y decide enviársela a Camila. Todo el tiempo había estado escribiendo para ella y no había querido aceptarlo.   

jueves, 2 de noviembre de 2017

Vinos y ajos

El carrito de mercado está muy lleno. Una de sus ruedas delanteras parece desajustada y es difícil mantenerlo en línea recta a medida que lo empujo a través de los pasillos. 

Tengo extremo cuidado cuando paso por la sección de vinos; no quiero, en un movimiento torpe, estrellar el carro contra un estante de botellas, acción que seguro desencadenaría una reacción en cadena.

Con una de las puntas del carro, la derecha, choco un estante de libros al inicio de un pasillo y uno de ellos se estampa contra el piso con un ruido seco. Me agacho a recogerlo y se me viene a la cabeza Walter Riso o Paulo Coelho, los amos y señores de los estantes de libros en supermercados. Apenas lo levanto, me doy cuenta que es un libro que habla sobre cómo convertirse en un experto catador de vino en tres horas.

Leo la contraportada del libro que lo cataloga como Un irreverente manual de iniciación vinícola, para aquellos que: quieren eludir la afrenta de colegas resabidillos, mirar fijamente a los ojos a cualquier experto y, atención a esta perla de figura narrativa: evitar el naufragio en una enoteca surtida. No quiero dedicar tres horas de mi vida a aprender sobre vino, así que pongo de nuevo el libro en el estante. 

Luego me dirijo a la sección de verduras. Un hombre y una mujer conversan y ocupan todo el camino. Cuando trato de esquivarlos con el berraco carrito que, recordemos, tiene dañada la dirección, me estrello con una canastilla de ajos que están agrupados en pequeñas mallas plásticas. A diferencia de los libros sobre vino y/o bebidas alcohólicas, no solo uno es el que cae al piso sino todos.

La pareja me mira con cara de: “¿por qué hizo eso?”. Los maldigo en silencio y en ese momento se despiden. Recojo los ajos y reviso uno de los empaques, pero no trae ninguna leyenda, al parecer nadie está interesado en convertirse en un experto conocedor de los ajos, y muchos menos hacerle frente a los resabidillos de ese producto.

Camino hacia la caja registradora me cruzo con abuela muy vieja y arrugada en una silla de ruedas que maneja otra persona. La cara de la anciana refleja mucha tristeza y cansancio, tal vez una buena copa de vino le levantaría el ánimo. Cuando estoy a punto de cruzarla agarro con mucha fuerza el carro, sería un crimen estrellarla.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Corto circuito

Tengo mucho sueño. Me parece hace que tan solo unos minutos eran un poco más de las 10. Ahora que vuelvo a mirar el reloj es casi media noche, ¿acaso me dormí sin darme cuenta? Eso es algo que me produce cierta angustia, es decir, esas historias que uno alguna vez ha escuchado, acerca de personas que de un momento a otro no saben dónde están o quiénes son; a eso me refiero, a no ser capaces de darnos cuenta cuando la cabeza nos deja de funcionar de la forma que suponemos correcta.

De pronto es algo que nos ocurre más seguido de lo que creemos, por breves periodos de tiempo, digamos un par de segundos. Hoy por ejemplo, muy temprano en la mañana le envié un mail a una persona para que llenara un formulario. Luego en la ducha, me pregunté: “¿Acaso no le había enviado ya un mail con el mismo mensaje a esa persona?”.

Luego de vestirme, lo primero que hice fue revisar si mi suposición mientras me bañaba era cierta y no, no le había enviado ningún mail antes, pero un pequeño corto circuito en mí cabeza me obligó a pensar o evaluar eso.

¿A qué se deben?, ¿quizá falta de sueño? ¿Cuántos de ellos debemos acumular para que un día, de repente, comencemos a dar vueltas por las calles con mirada de loco fija en un punto en el horizonte y sin saber dónde estamos?

Tengo sueño.