Siento un malestar general, liderado por un ligero dolor de cabeza. No tengo ganas de hacer nada, ¿Será el síndrome del lunes? me pregunto. No lo sé, es un término que me acabo de inventar.
Me siento a escribir. Escribir como receta para todo mal. Estoy seco de palabras así que intento con un disparador de escritura. Nada. Cero. Mi cabeza está completamente en blanco ¿Qué hacer?
Dormir, el Ctrl-Alt-Supr de la vida cuando los engranajes de la realidad se traban y esta se nos estampa en la cara. Nada que una siesta no solucione, pienso. Así que me echo en la cama sin ningún tipo de remordimiento.
Tiempo después, ¿cuánto?, ¿20 minutos, una hora, dos?, me despierto algo aturdido, como desubicado. La realidad y su solidez intentan entablar contacto conmigo, pero no logramos comunicarnos de forma adecuada. No llegamos a ningún acuerdo.
Veo sobre mi escritorio los Articuentos Completos y decido zamparme un par a ver si me sacuden. Los que leo no son tan buenos, entonces no tienen mayor efecto en mi estado.
¿Acaso no me queda más que soportar mi estado letárgico hasta que se esfume por sí solo? Me rehuso a aceptarlo, así que acudo a otro de esos remedios universales: una taza de café, ¿cómo no había pensado en ello antes?
Eso hago, prepararme una taza de café oscuro y bien caliente, para asegurarme de que si el fuerte sabor de la bebida no me despierta del todo, quizá lo haga su temperatura al quemarme la lengua.
¿Con qué más puedo combatir este estado?, me pregunto. Con algo dulce, responde una voz en mi interior que soy y no soy yo, ya saben, ese otro que nos habita. Le hago caso y me sirvo una bola de helado. Tinto y helado, uno de los pequeños placeres de la vida.
Y aquí estoy escribiendo esto, dándole sorbos al café y cucharadas al helado. ¿Qué si ya estoy conectado con la realidad? Creo que no del todo. Tal vez lo mejor sea actuar como Vicente Holgado, un personaje de Millás, que soportaba bastante bien las humillaciones de la existencia, porque no pasaba en la realidad más tiempo del estrictamente necesario.