Hace muchos años mi papá tenía un Jeep Nissan de color azul aguamarina. Casi siempre estaba sucio pues, como ingeniero civil, debía llevarlo a las obras de las carreteras que construía y terminaba lleno de barro y polvo.
A mi siempre me gustó mucho ese carro por su amplitud y porque toda mi familia se podía acomodar en el sin problema. A veces, cuando salíamos yo me sentaba adelante con mi padres y mis hermanos se hacían en la parte de atrás.
Me gustaba mirar como mi papá manejaba el jeep casi de forma mecánica, como si el timón, palanca y tablero de mandos fueran una extensión de su cuerpo.
Un día creo que el se dio cuenta de mi ensimismamiento y me preguntó que si quería hacer los cambios. "¿Yo?" le pregunte, y asintió sonriendo. De ahí en adelante me convertí en el operador de la palanca de cambios del Jeep.
La palanca de cambios era muy grande, o tal vez no, pero para mi estatura y mi visión de las cosas en ese entonces lo era; era negra y terminaba en un mango negro en forma, más o menos, de bola.
Para mi era un honor hacer los cambios del jeep y me sentía muy importante. Al principio mi padre debía decirme en qué momento debía meterlos, pero con el tiempo me fui familiarizando con el sonido del motor y sabía el momento preciso de bajarlos o subirlos.