martes, 28 de septiembre de 2021

Orishas

Entro al edificio de consultorios y camino derecho hacia los ascensores. La mujer de la recepción me detiene con una pregunta: ¿Señor, para dónde va?”

Me acerco a su garita de cristal.

“Voy al 302 a terapia física”.

Abre un libro, lo que parece una minuta, toma un esfero azul que no lleva tapa y me pregunta mi número de cédula. Se lo dicto y cuando me voy a ir, sus palabras me detienen de nuevo: “¿Cuál es su nombre?”

“Juan Rodríguez”.

Hace la anotación con una letra redonda y veo que arriba de mi nombre, ya hay bastantes anotados.

Me pregunto para qué les sirve esa información y que hacen con esos libros al final del año o cuando se les acaban. De pronto, pienso, los echan en una hoguera y danzan alrededor de ella, qué sé yo.

Media hora más tarde estoy recostado en una camilla, y Alejandra, la fisioterapeuta, me pone electricidad en el músculo abductor de la pierna izquierda que, según ella está recogido.

Es une mujer parlanchina y en un momento dice: “Hoy le tengo música más suave”, y luego ríe. Dice eso porque la emisora que tiene sintonizada es de baladas y en una sesión anterior me recibió con salsa sexual, ya saben: Devórame otra vez y ese tipo de canciones.

Sonrío (no sirve de nada porque llevo tapabocas) y le digo que no hay problema. Apenas me conecta el aparato de la electricidad abandona el cubículo.

Me pongo a mirar el techo y a pensar en un cuento que quiero escribir y que está trabado en la punta de mis dedos.

En medio de mi divagación suena El kilo de Orishas.

La canción me transporta a una noche fría en el Parkway. Caminábamos con M. cogidos de la mano por un camino con árboles a lado y lado. Nos dirigíamos hacia un bar en el que luego nos tomamos unas cervezas y hablamos mucho: de nuestros pasados, presentes y sobre todo de nuestros futuros o lo que esperábamos de ellos.

Antes habíamos estado en su casa. Allí fue donde escuché por primera vez ese grupo, y me gustó mucho.

Ahora cada vez que suena, la recuerdo.

Años después estuve a punto de verlos en vivo. Me hubiera gustado ir con ella a ese concierto.

Estaba a un metro de la tarima y los Orishas decidieron comenzar su presentación a la 1 de la mañana. Al final no los pude ver porque el ambiente estaba muy pesado, había más humo de cigarrillo que aire, una amiga se desmayó y la tuvimos que sacar del teatro.

"Recordando los tiempos de antaño
Solo puedo quitarme el sombrero"
- El kilo -

lunes, 27 de septiembre de 2021

De levantarse temprano y otras cosas

Me levanto tarde producto de mi torpeza, pues ayer, justo antes de acostarme, configuré una alarma en el celular, pero no la activé.

Me ducho, me preparo un café y evito caer en la tónica de la auto-recriminación, ustedes saben: pensar que si no se madruga se pierde el día, que soy un vago, etc. “No es el fin del mundo”, pienso, y me escudo con esa frase.

Imagino por un rato eso, es decir, el fin del mundo, de todo, y me tranquiliza pensar que si uno supiera que está ocurriendo, no desperdiciaría el tiempo que queda trabajando, en fin.

Me siento a trabajar y, parece, entro en ese estado que los psicólogos llaman flujo o Flow, para que suene más internacional.

Hay momentos en los que intento distraerme, pero las ideas que salen de mi cabeza con facilidad, no me permiten abandonar el flujo, o el estado que sea en el que me encuentro inmerso. Vuelvo a él como si nada.

Trabajo toda la mañana sin parar, como si fuera una máquina, o bien, como si supiera que el fin del mundo va a llegar en las próximas horas.

En la tarde, después de almuerzo, salgo a comprar el pan y de regreso me siento en la banca de un parque.

Me distraigo mirando unas palomas que caminan cerca, picoteando el piso de forma terca.

Ahí, pienso, en esa determinación de la paloma que picotea el piso en busca de migajas o sobras de comida, se encuentra el significado de la vida.

“¿En que pensarán?, me pregunto. Siempre las he creído algo esquizofrénicas por la forma en que caminan y mueven la cabeza de un lado para el otro. Quizás ellas piensan lo mismo de nosotros, esos seres extraños que también caminan raro y que nunca dejan de fastidiarlas.

Ahí, sentado, espero un rato a ver si el fin del mundo va a llegar, pero no ocurre nada.

El resto del día, gracias al flujo de la mañana, lo trabajo a media marcha.

Levantarse temprano está sobrevalorado.

miércoles, 22 de septiembre de 2021

Lunes y martes

El lunes a eso de las 8 de la noche pensé en escribir algo acá, pero me dio pereza y pensé: “más tarde lo haré”, pero unas horas después la pereza todavía me habitaba o volvió a aparecer y tampoco lo hice.

Fue solo hasta las 11:30 p.m. cuando me iba a acostar que me dieron ganas de escribir algo, una columna que había masticado en la cabeza durante todo el día y que decidió manifestarse en ese preciso momento.

Comencé a escribirla, y cuando la terminé la leí y resultó ser un arrume de opiniones.

Como el tema me gustaba entre a un nivel más profundo de edición e introduje un personaje en el texto, alguien que expresara, a su estilo y en una especie de monologo interno, las ideas que había planteado antes.

Miré el reloj ahora marcaba las 11:50.

A pesar del cansancio, decidí seguir adelante con el escrito, porque si no quién sabe hasta cuando lo iba a aplazar.

Ubique al personaje, un tal Maldonado, en un bus, y lo puse a vomitar pensamientos mientras miraba por la ventana.

Fue un viaje de pocas cuadras unas 10, pero mientras lo acompañaba me dieron las 12:30 a.m.

Leí el texto una última vez, lo guardé y lo cerré, para que las palabras se terminaran de acomodar por si solas hasta el día siguiente.

Luego, cuando me acosté, pensé un rato en como mejorarlo, y luego en otros asuntos que no paraban de llegar a mi cabeza.

No sé hasta que horas estuve rumiando una idea tras otra, pero me guardé las ganas de coger el celular para mirar qué horas eran y el reloj cucú no dio indicios de vida— Al otro día me enteré que se había parado, cosa que a veces ocurre cuando se abre la ventana de la sala y una ráfaga de viento detiene  la palanca que le da vida a las horas—.

El martes estuve luchando con otro texto y olvidé por completo escribir en Almojábana.

Hoy retomo el ritmo pues, como ya saben, no escribir puede tener efectos secundarios, no solo en mi vida sino en la de todos.

Disculpen las molestias que les haya podido causar por mi falta de compromiso.

jueves, 16 de septiembre de 2021

Positivo y negativo

Me gusta cuando un texto hace sentir bien a las personas. Nada mejor que cuando uno siente que un escrito, sin tener cara de ponqué, entra directo al torrente sanguíneo, dando una sensación de bienestar y calma.

Eso me ocurre, por ejemplo, con el texto “No estoy” de Pedro Mairal, que me encontré de chiripazo en una revista médica, en la sala de espera de un consultorio.  Ese día cometí el grave error de no llevar un libro conmigo.

Cada cierto tiempo lo leo para sentirme bien. Les dejo uno de los apartes que más me gusta:

“Escribir me ayuda a estar, a estar bien, pero bien
significa presente, estar bien ahí, bien plantado, estar muy,
estar plus, estar más, hiper estar. Bienestar. Escribir me ayuda
a estar acá, a ubicarme en el tiempo: ni desfasado hacia atrás
pensando en lo que fue o lo que pudo haber sido, ni
inclinado hacia adelante ansiando lo que vendrá en un mañana mejor.”
- No estoy –

Pienso que esos textos de los que hablo vienen en formato historia, y cuentan con el equilibrio perfecto de humor, positivismo y descripción.

Hoy escribí algo, y cuando lo estaba editando caí en cuenta de que tenía una frase en negativo, es decir un no atravesado como en la mitad, que quizá podía hacer que el lector pensara que había cometido un error.

Insisto que una buena pieza escritas no no debe ser una oda la felicidad; el caso es que yo quería que para ese aparte del texto la frase fuera positiva.

Leí el párrafo diez veces y no di con la solución de lenguaje. A veces pasa eso. Uno lee, lee y lee algo, y las palabras que uno busca son resbaladizas y no se dejan agarrar.

Apliqué el método que consiste en alejarse del escrito por un rato, abrí un documento de Word y escribí el primer párrafo de un cuento.

Pasados 15 minutos volví al texto en el que estaba trabajando, lo leí otra vez y no se me ocurrió nada.

Le expuse mi dilema a unos amigos y me dieron un par de soluciones, como plantarlo en modo pregunta.

Les di las gracias, edite el texto, lo guarde y cerré el documento. Hay veces que lo mejor es hacer eso. Se me ocurre pensar que las palabras después de escritas necesitan ajustarse al nuevo texto del que hacen parte, y para eso necesitan su tiempo y espacio.

Espero que mañana suenen como, imagino, deben sonar.

miércoles, 15 de septiembre de 2021

Comprar una dona

Salgo a comprar unos medicamentos.

De camino de vuelta de la droguería, un Dunkin Donuts se me cruza en el camino y decido, en una fracción de segundo, comprarme una Dona de Choco-maní, la que más me gusta, porque las que tienen relleno de arequipe, mora o crema chantillí me parecen muy empalagosas.

Apenas voy a entrar al local un niño pequeño, de unos 5 años, con un tubo de cartón en una mano está engarzado en una pelea con un ser imaginario. Me desvió un poco para no intervenir en el altercado, ganarme un tubazo de cartón o enfurecer al monstruo que los adultos no vemos, pero que seguro anda por ahí.

Apenas entro al local hago fila detrás de la mujer que va con el niño, que no es la mamá, sino su cuidadora, ustedes saben, esas mujeres que por lo general llevan uniformes como de enfermera y saquitos abiertos de color azul oscuro.

La mujer esta eligiendo lo sabores de seis donas. El niño se da cuenta de eso e ingresa al local para decirle que él quiere una de mora. La mujer dice “Ahh no, vamos a llevar todas del mismo sabor, o si no ustedes se ponen a pelear allá”.

Parece que el niño sopesa por un instante la decisión salomónica de la mujer; al final la acepta y deja que compré todas las donas de un mismo sabor: Choco-fiesta, que es muy parecida a la dona que me gusta a mí, pero que en vez de maní lleva trocitos de azúcar de diferentes colores.

El ustedes, supongo, hace referencia a los hermanos del niño, a menos que la señora se esté refiriendo a la bestia imaginaria a la que se estaba enfrentando el niño, que no sabemos si fue derrotada o huyó.

En medio de mis pensamientos un grupo de oficinistas, 3 hombres y una mujer, llegan a hacer fila. Uno de ellos, de barba poblada, le dice a sus amigos: “Vean, lo que pasa es que yo no creo en la fidelidad, creo en la lealtad.”

Nadie responde nada y la frase se la traga el aire del lugar.

Puede ser que el hombre en cuestión de relaciones, como el niño que quería una dona diferente, no prefiera un único sabor, sino que quiere probar uno distinto a cada rato.

Puede ser eso, pero no lo podemos afirmar, porque es imposible conocer a alguien en su totalidad.

martes, 14 de septiembre de 2021

Nariz, boca y ojos

11:01 p.m.

Ya debería estar dormido, para que no me cueste tanto levantarme mañana.

El caso es que tenía una deuda con la vida, pues si uno no hace lo que le gusta se queda debiendo y ¿cuándo se lo cobra? De pronto, solo de pronto, en la siguiente reencarnación si es que eso existe y las vidas que uno vive se conectan de alguna manera, y existe la posibilidad de saldar cuentas de vidas pasadas.

De no ser así, debemos aprovechar cobrar todo en esta vida única tan corta, fugaz, efímera, que nos tocó. Detenernos, observar bien y cobrar, de eso, creo se trata en gran parte todo esto de la vida, que a veces resulta tan extraño.

Les decía que le debía a la vida, a la mía por lo menos, escribir algo hoy. A eso de las 8 intenté hacerlo, pero no me salió nada, o bueno si escribí algo, pero lo borré porque me pareció un escrito flojo.

Quizá no debí hacerlo, y dejar reposar lo que había escrito, que madurará como un pernil de jamón serrano a ver si mañana o la siguiente semana me sabía mejor.

Eso es lo que estoy haciendo con un dibujo que comencé ayer. Es una foto de una mujer, una pin-up girl, y alcancé a dibujar su nariz, boca y ojos. La mujer lleva un corset y pestañas, al parecer, postizas.

No continué el dibujo porque, como el escrito de las 8:00 p.m., me pareció flojo, pero si lo dejé reposando.

Lo acabo de mirar y me parece que los rasgos quedaron muy fuertes, como de hombre. Seguro me pifié en el trazo de la línea curva de la nariz o en alguna proporción.

lunes, 13 de septiembre de 2021

Canas y calvicie

Hace unos días me vi con A, un amigo, y me preguntó: oiga, ¿se está quedando calvo?”.

No me había fijado, pero las entradas en mi cabeza han ganado territorio, o bien protagonismo.

No sé si me vaya a quedar calvo, puede que sí, pero es algo que no me preocupa mucho en este momento.

Tal vez para mi amigo, que tiene bastante pelo, esa es una idea que le aterra, en fin.

Recuerdo que en la universidad Oscar, un amigo de un par de semestres más abajo, comenzó a quedarse Calvo, poco después de cumplir los 20 años. Hace un tiempo caí en su perfil de Facebook y en todas sus fotos lucía su calvicie sin problema.

Hoy, después del Almuerzo, y como hacía sol, decidí salir a caminar un poco,

Fui hasta un parque que queda a pocas cuadras, le di una vuelta y me devolví.

Cuando iba llegando al edificio Cecilia, una señora de un piso arriba del mío, iba saliendo con la hija  con la que vive que, imagino, debe estar cerca de los 50 años.

Ella, la hija, que no tengo idea de como se llama, y con quien, si acaso, cruzo el saludo y otras frases zonzas de conversación, tiene el pelo completamente blanco.

Es la primera vez que la veo así. El contraste de su pelo con el saco negro que llevaba, llamaba la atención.

No sé si alguna vez llegó a utilizar tinturas para el pelo. De pronto sí, hasta que llegó un momento en el que se cansó de pintarse el pelo y decidió aceptar sus canas sin echarle tanta tiza al asunto.

Creo que esa es una sabía decisión para los cambios físicos que no tienen reversa, es decir, no resistirse a ellos y aceptarlos, incluso con honor.

sábado, 11 de septiembre de 2021

"Lo tenían merecido"

Recuerdo que hace 20 años tenía clase de 9.

Cuando llegué a la universidad, en el edificio de comunicación, las personas miraban con atención los televisores que estaban en la cafetería.

Me quedé un rato y ahí vi por primera vez la toma del segundo avión que impactó las Torres Gemelas.

Luego vendrían las imágenes de las personas que eligieron saltar para no morir quemadas.

No sé que sentí en ese momento. Supongo que no se le podía llamar miedo porque era algo que ocurría a miles de kilómetros de donde yo estaba, y estaba claro que el ataque estaba dirigido contra los gringos.

No iban a acabar con ellos, pero atacar con éxito su principal centro militar y el financiero fue, creo, un golpe directo a la psiquis del mundo entero.

¿Desesperanza entonces? Sí, tal vez sentí eso, mezclada con algo de tristeza por ver lo retorcidos que podemos ser, en fin.

Me quedé un rato más hasta que decidí ir a clase. Supongo que eso también me parecía extraño, es decir, el hecho de que uno pueda seguir su vida como si nada, mientras en otro rincón del mundo las personas sufren y mueren.

Cuando llegué a clase, me encontré a Diana, una amiga de ese entonces. “¿Viste lo qué paso?, le pregunté”. “!Claro!”, respondió con un tono sobrado y luego con un gesto lleno de maldad dijo: "los gringos lo tenían merecido."

La miré en silencio. Me pregunto si los que saltaban al vacío hacían parte de los “gringos” a los que se refería.

No respondí nada.

Al rato concluyó: “Dicen que murieron más personas que en el ataque a Pearl Harbor.

jueves, 9 de septiembre de 2021

Fernanda

Hoy algo disparo un recuerdo de Fernanda, una amiga.

No sé bien en que momento comenzamos a hacer planes juntos. Tal vez fue por aquella época en la que todos nuestros amigos andaban emparejados, menos nosotros dos, y por eso, supongo, coincidimos en ese momento de la vida.

En algún momento nos prometimos que si llegada cierta edad seguíamos solteros, nos teníamos que cuadrar sí o sí. La edad llegó, pero la promesa quedo inconclusa, pues Fernanda ahora vive en otro país. Igual, no creo que lo hubiéramos hecho.

Recuerdo que cuando estaba en búsqueda de una relación, se metió con J. Coincidieron en una salida y luego las repitieron. Fernanda parecía quererlo, pero J. era más bien frío, o tal vez la palabra deba ser desinteresado.

El caso es que quedó embarazada de él y no dudo ni un segundo en que debía abortar. Creo que fui una de las pocas personas a las que lo contó todo lo que pasó. A simple vista parecía no afectarle, pero imagino que no fue así, que fue una decisión que luego la obligaría a confrontarse.

No tengo idea que habrá pensado J. Tengo entendido que al principio estuvo pendiente y luego se desentendió por completo de ella, de todo.

Luego de J. Fernanda conoció a S, un economista. Enigmático es, para mí, la palabra que mejor lo describía. Algún par de veces intenté conversar con él, pero nunca logré sacarle más que un par de palabras y sonrisas que, a mi parecer, no eran del todo sinceras. S. siempre andaba como inmerso en su mundo, y no dejaba que nadie entrara en él porque seguro ninguno lo entendería.

Fernanda me contaba que S. era brillante, casi un genio y que ya estaba estudiando la posibilidad de hacer un doctorado de matemáticas en Francia.

Nunca seguí de cerca su relación, pero de un momento a otro se acabó.

Al poco tiempo, el papá de Fernanda tuvo un problema legal que lo obligó a irse a Alemania, junto con su familia, en cuestión de semanas.

Hace unos años Fernanda estuvo de visita por pocos días y me llamo para que nos viéramos. Fuimos a un pub, y hablamos hasta la madrugada recordando viejos tiempos; una época en la que la vida parecía sencilla.

miércoles, 8 de septiembre de 2021

Habitar a otro

Comienzo a leer un cuento y leo el principio varias veces porque no entiendo lo que pasa.

Trata sobre un hombre al que lo habita otro, es decir, la consciencia de otro hombre, un polaco para ser precisos, Lo curioso es que ninguna identidad anula a la otra sino que coexisten, más o menos, en armonía.

De eso me entero después, cuando entiendo que debo seguir leyendo para saber qué es lo que está pasando.

Imagino que así pasa muchas veces con la vida, es decir, queremos entender todo de primerazo, pero toca seguir, avanzar como a tientas hasta entender qué ocurre, pues no hay de otra.

Sigo con la lectura y al rato un grupo, compuesto por cuatro personas, se sienta en la mesa de al lado. Dos de ellos, una pareja, tienen acento de la costa y hablan fuerte.

Trato de no distraerme con su conversación hasta que la mujer, la costeña, dice: “Sí, sí, le vamos a alquilar un vientre para que tenga un hijo”, pero por el tono con el que lo dice, me parece que, para ella, dicha acción es tan trivial como comprar el pan y la leche.

En ese momento mi lectura se fue al carajo y decido ponerle atención a la conversación de mis vecinos de mesa, pero las siguientes frases son ininteligibles y por más que me esfuerzo no logro entenderlas, y ni modo de decirles: “ ¿Pueden hablar más claro, por favor?”.

Lo de alquilar un vientre, pienso, también tiene que ver con habitar un cuerpo, ser un huésped por nueve meses, en la panza de una mamá-no-mamá.

De globo en globo llego hasta el último sorbo del café. El grupo de al lado, ya no conversa, porque hace poco les llegó su pedido y cada uno está concentrado comiendo.

No sabe uno si mientras mastican la comida, piensan en lo del alquiler de vientre y si para todos es  tan normal como, al parecer, piensa la señora que dentro de poco va a realizar la transacción.

martes, 7 de septiembre de 2021

Alzheimer

Tengo una cita médica.

Cuando llego al consultorio, la recepcionista atrincherada en una esquina de la sala, en un cubículo con vidrios por todos los lados, me dice que la doctora no me tiene anotado en su agenda.

Me quedo de pie, pensando que mi lenguaje corporal es desafiante y que dice algo como: “¿Y entonces qué hago?

No creo que la mujer se percate de eso, pero le debe dar fastidio tenerme ahí enfrente sin hacer o decir nada y decide hablar  “La doctora me dice que va a buscar un hueco para atenderlo”.

Le doy las gracias y me siento.

En el televisor de la sala, que está a todo volumen, pasan la noticia de un atraco. Un hombre iba a entrar en carro a su conjunto en Chía, y cuando se abrió la puerta llegaron dos motos, una de ellas con parrillero y le apuntaron con una pistola, le hicieron bajar la ventana y lo obligaron a que les pasara algo.

Luego, cuando comienzan los comerciales saco el Kindle, lo prendo y duro un par de segundos decidiendo qué voy a leer. Al final selecciono el Infinito en un junco, un libro que he leído de a pequeños sorbos de lectura y que parece que nunca voy a terminar, pero ahí sigo, ya sabemos que leer no se trata de una estadística, sino de exprimirle todo el jugo experiencia.

Ayer había leído sobre cómo la literatura y los libros salvaron a personas que se aferraron a ellos, en escenarios tan  trágicos como los campos de concentración de la segunda guerra mundial.

Comienzo a leer y ahora Vallejo, la autora, cuenta un episodio de la guerra de Sarajevo y como ardió la biblioteca pública de la ciudad luego de que fuera bombardeado el edificio Vijećnica donde se encontraba ubicada.

En ese momento llaman a consulta a un paciente. Es un hombre viejo que casi no se puede mover. Lo acompaña su hija.

Cuando comienzan a caminar la recepcionista grita desde su trinchera: “Solo entra el paciente”

La hija le regala una mirada desafiante y le dice: “¡Tiene alzheimer!”

De los libros de la biblioteca de Sarajevo, como los recuerdos de ese hombre, ya no queda nada.

lunes, 6 de septiembre de 2021

Las diez de la noche

Ya no es esa hora, pues acaba de pasar. Así lo dictaminaron los diez campanazos del reloj cucú, pero ya sabemos que eso del tiempo es relativo, en el sentido en que todos llevamos uno distinto. Por eso, quizás, es que hay veces en las que no coincidimos con las otras personas y nos gusta más vivir en conflicto que en armonía.

Eso, lo de las campanadas me refiero, ocurrió hace un rato, cuando estaba echado en la cama. Podría haberme quedado allí, tendido, mirando al techo, como tanto me gusta hacerlo, pues no tenía ni idea sobre qué escribir.

Si me puse de pie fue porque, como ya saben, si no escribo en este espacio, algo se desbarajusta en mi mundo, y el mío, supongo, de alguna manera estará conectado al de ustedes de una u otra forma, bien sea por esa teoría de los 6 grados de separación o por lo que sea (disculpe usted, estimado lector, que no conozca más teorías para respaldar lo que escribí).

No sé, quizá sea bueno escribir así no se tengan muchas ganas o no se sepa bien sobre qué, pues es posible que los textos siempre tienen algo por decirnos. Creemos que tenemos total control y dominio sobre ellos, pero, se me ocurre pensar, son ellos los que mandan, y nosotros, los que escribimos, somos un simple médium por el que cobran vida. Vaya uno a saber.

A la larga, como ya lo he dicho, no sabemos nada, o, más bien, sabemos mucho menos de lo que creemos saber, pero como todos vivimos engañados, nadie corrige a nadie, nadie le dice al otro que lleva la hora mal puesta en su reloj, y de ahí que vivamos a destiempo, tropezándonos los unos con los otros a cada rato.

viernes, 3 de septiembre de 2021

Drenar el dolor

Conocí la obra de Rosa Montero luego de enterarme que Juan José Millás escribía columnas para El País. Investigué quienes eran los otros columnistas y di con ella. Aún tengo pendiente a Javier Marías, escritor que volvió a aparecer en mi vida hace poco, luego de que una prima me recomendara su novela Berta Isla.

Lo primero que leí de Montero fue "La ridícula idea de no volver a verte", un libro bellísimo que explora los diarios de Marie Curie y la relación de estos con la muerte, su vida y, me atrevo a decir, la de todos.

Luego caí en el Peso del corazón, es decir, empecé la trilogía de su personaje favorito Bruna Husky, por la segunda entrega. En esa obra Husky, una androide, sabe cuántos años le quedan de vida, pues está diseñada para durar diez años, y cada día lo recuerda.

La desesperación por la llegada de la muerte, dice Montero, es algo que ha tenido desde niña. De ahí, imagino, su obsesión con el paso del tiempo, otro tema recurrente en toda su obra.

Pero afirma que esa conciencia sobre la muerte, en vez de llenarla de angustia, le ha ayudado a ver la vida como una droga que le quema las venas, y eso le ha ayudado a apreciarla mucho más.

Cuando comenzó a escribir esa saga futurista de novela negra, su pareja enfermó y solo bastaron diez meses para que muriera. En medio de esa tormenta emocional, Montero no paro de escribir y dice que si logro hacerlo fue por Bruna, pues se siente más cerca de ella que de ninguno de sus otros personajes.

Imagino que escribir, entre muchas otras cosas, sirve para drenar los dolores que nos causa la vida.

"Escribo para otorgar al mal y al dolor
un sentido que sé que no tienen"
- Rosa Montero -

miércoles, 1 de septiembre de 2021

Aguacero de tristeza

Mariana Salgado acaba de salir de la oficina.

Luego de que una corriente de viento helada se estrella contra su cara, levanta la mirada hacia el cielo. Está encapotado, con nubes sucias de todo tipo de grises.

“Va a llover piensa” y con pasos rápidos se une al caudal humano que transita por la acera.

Ahí va, caminando de afán, con la cartera aferrada a su pecho, mientras unos goterones gordos comienzan a manchar el pavimento. Salgado apresura el paso.

En ese momento, por la extraña manera en que funcionan los recuerdos, le llega a su cabeza una canción y la comienza a tararear mentalmente.

La canción, que no tiene nada en particular, por alguna razón le toca las fibras de la nostalgia y le dan ganas de llorar. En vez de fijar sus pensamientos en algo diferente, como el hombre de barba rala y lentes de marco negro y grueso que vio hace unos segundos y le llamo la atención, Salgado decide arremolinarse en la melancolía. A veces, piensa, es bueno abrazar la tristeza y no resistirse a ella.

Da un paso, da otro, no aguanta más y un chorro de lágrimas imparables comienza a escurrir por su cara.

Respira con dificultad. Se detiene, se recuesta en el muro del antejardín de una casa y apoya el mentón contra el pecho. Llora desconsolada.

Sabe que varios transeúntes la miran detenidamente antes de pasarla de largo. Espera un rato para ver si se calma, y por si, de pronto, alguien se acerca a preguntarle qué le pasa.

Así lo hizo una vez ella. Se acercó a una mujer que estaba sentada y llorando en un andén y le preguntó qué le ocurría.  Se había enterado que su esposo había muerto.  De pronto por eso ninguna persona se detiene a preguntarle qué le ocurre, porque presienten que es una simple pataleta. 

Nadie se acerca.

Salgado se pone de pie y emprende de nuevo su camino. La melodía de la canción sigue martillando su cabeza. A pocos metros del paradero, el cielo se rompe por completo, pero no se preocupa en resguardarse de la lluvia, que se mezcla con sus lágrimas.