viernes, 26 de febrero de 2021

Gafas

Desde que tengo uso de memoria (que vivan las frases hechas) utilizo gafas. Con el paso de los años mi visión ha empeorado, un hecho que, pienso, es directamente proporcional al grosor del lente que debo utilizar, pues las últimas que he tenido cada vez tiene más el aspecto de un culo de botella.

Nunca he logrado hacer de mis gafas un accesorio de, digamos, moda o elegancia, qué sé yo, que el color del marco combine con la ropa que llevo puesta o algo por el estilo. Para mí solo cumplen con un propósito: ayudarme a ver mejor.

Las que tengo ahora no me gustan para nada. Su marco es plástico —imagino que es otro material, un polímero, como para sonar conocedor de lo que hablo. Las compré de afán, sin preocuparme mucho cómo fueran, y creo que el precio fue un factor determinante, porque compre no las más baratas, pero tampoco las mejores, decisión que se vio afectada por el grosor del lente, pues solo cierto tipo de monturas lo soportaban.

Con el paso del tiempo las patas se han abierto, y como consecuencia de eso han perdido agarre. En ocasiones que me inclino un poco hacia adelante terminan en el piso. La solución para ese problema fue ponerles un cordón, pero es poco funcional y me molesta en la nuca. Puede que usted, estimado lector, piense que soy muy quisquilloso y jodo por todo, espero que no sea así, pero de serlo, ¿qué más da?

Estoy a punto de botar el cordón, pero antes de hacerlo lo destrozaré a punta de tijera para que sufra.

Hace unos días cuando me las iba a poner apenas me desperté, me quedé con una de las patas, la izquierda, en la mano.

Antes ya se habían dañado y las había llevado a una óptica para que las arreglaran, pero ahora el lugar está cerrado, así que decidí ir a la papelería a comprar el pegamento más cerdo que existe en el mundo.

“Buenas tardes necesito un buen pegamento, tiene uhu?”

“El uhu no es tan bueno” —respondió con un aire de suficiencia la mujer que atiende— “ se lo digo por experiencia propia”.
“¿Cuál me recomienda?”
“Llévese este”, me dijo y me mostro un frasco pequeño, de un pegamento transparente, “es el mejor”.

Le hice caso, lo compré y ya en la casa pegué la pata de la gafa a su marco. Más tarde, pasadas unas horas, las intenté cerrar y se despegó de nuevo, así que les eché pegante otra vez pero como si mi vida dependiera de ello. Ahora debo tener cuidado porque quedaron rígidas y no las puedo volver a cerrar.

jueves, 25 de febrero de 2021

La envidia

Jose David Ye cree que hay que tener cuidado con los halagos falsos. El señor Ye piensa que debemos cuidarnos de esas personas que no se cansan de celebrar nuestros triunfos como si fueran de ellos, pues caras vemos, hijos de la chingada no sabemos.

Lo ideal sería no desconfiar de las personas, tratar de ver lo bueno en cualquier intercambio de sentimientos, pero a veces la duda es el mejor escudo, pues es precisamente en esos casos en los que las cosas parecen ser de determinada manera, en los que más hay que rascarse el mentón y dudar. Es posible, espera que no, pero es posible que detrás de esas muestras empalagosas de afecto no exista más que envidia pura y dura.

Piensa que hay que desconfiar de esos seres luminosos que afirman estar en total sintonía con la vida y que dicen que no sienten envidia, pues no le cabe en la cabeza que las personas nunca lleguen a experimentar ese sentimiento.

De la misma manera, cree que hay que tener cautela con aquellos que con una sonrisa zonza dicen: “Que envidia siento”, y al instante, como para rectificar, concluyen: “pero es de la buena”. Gran mentira, pues envidia solo hay una, esa que nos corroe por dentro y hace que nos parezca injusto lo que otros han conseguido.

Ye sabe que no le corresponde decir si la envidia es mala o no. Imagina que es una reacción que traemos por defecto desde el nacimiento, y que es muy difícil no sentirla, ya que no contamos con la inteligencia emocional del Dalai Lama.

Cuando sufre un episodio de envidia, lo primero que Ye hace es no tacharla de buena. Acto seguido se regodea en ella, e intenta experimentarla a fondo sin ningún sentimiento de culpa; trata de verla como un terreno en común que todos hemos pisado alguna vez, y que nos da la oportunidad de vernos reflejados en los otros.

Lo único que le preocupa es que algún día se quede hundido en ella.

miércoles, 24 de febrero de 2021

Sin costo alguno

Me dejo tentar por el gancho del asunto del correo de una entidad bancaria y le doy clic. En la parte superior hay un banner de color morado y sobre él, en letras blancas mayúsculas, se puede leer lo siguiente: ASISTENCIA SIN COSTO. Las dos últimas palabras están subrayadas.

Al copy lo refuerzan las siguientes palabras: “Con tu tarjeta de crédito Accede a las siguientes asistencias que tenemos para ti”. Justo debajo de ellas, aparece un botón que dice “ir al sitio web.”

Al lado izquierdo sale una imagen de una mujer sonriente con pelo negro de color intenso, como de petróleo. Sostiene algo en las manos, no alcanzo a distinguir qué es, pero se le ve muy contenta. Imagino que ya disfrutó de las asistencias de las que habla el anuncio, de ahí su expresión de felicidad.

Miro fijamente la imagen por otro par de segundos, a ver si logro descifrar algo más en su expresión, pero no logro saber qué esconde detrás de esa sonrisa que, imagino, es falsa. Quién sabe cuántas veces le tuvieron que tomar la foto hasta que por fin salió bien, con esa dentadura tan  blanca, tan de mentiras.

No puedo negar que dan ganas de darle clic al botón, para conocer cuáles son esas asistencias sin costo de las que hablan.

Al final no lo hago y borro el correo. La razón para tomar esa decisión fueron las palabras “Sin costo”. Pienso que todo en esta vida tiene un costo, y que toda relación que se establece con alguien lleva uno, independiente de si es comercial o no. Todo cuesta en esta vida, así no haya dinero de por medio.

Si se trata de cobrar, los bancos son los primeros en mirar cómo hacerlo. Espero que mi escepticismo haya funcionado en esta ocasión y no me esté perdiendo de alguna asistencia increíble, qué sé yo, un encuentro privado con Juan José Millás o algo por el estilo

martes, 23 de febrero de 2021

La vida se te va

Hace sol y caminas de manera desinteresada. Saltas de un pensamiento a otro, sin prestarle mucha importancia al que abandonas o aquel en el que caes. Es uno de esos momentos en el que sientes que la vida es ligera. De repente, en la caminata que estás dando la vida cobra sentido y todas sus piezas encajan, no hay nada que le sobre o le falte. Experimentas eso a lo que escuetamente se le llama un buen día.

Te sumerges en esa sensación, pues piensas que lo más posible es que no dure mucho. Es casi seguro que tu cabeza te traicionará en algún momento, y te trasladará a una de esas zonas oscuras repleta de miedos, angustias y malos recuerdos. Si no eres tu el que quiebra el estado de calma, seguro lo hará el mundo con un aguacero inesperado, un tropezón que te estampará contra el pavimento o cualquier otro evento desafortunado

Caminas por la calle cerrada de un conjunto de casas grandes, con patios inmensos. En algunos de ellos ves a niños pequeños y rubios, jugando con pistolas de agua, parece que hacen parte de un comercial de televisión. Todo sigue igual, la vida te sonríe por un momento, y decides tararear una de tus canciones favoritas.

Mientras eso ocurre, miras con plena atención los árboles que tienes a tu derecha, grandes, de copas frondosas y un verde tan intenso como tu sensación de tranquilidad del momento. Acabas de dejar atrás la fachada de una casa que casi ocupaba toda la cuadra, y el patio de la próxima tiene un árbol con flores violetas que alcanza a darle sombra a la acera.

Se te ocurre pegarte a la pared pues quieres oler la fragancia de las flores. Eso es lo que haces cuando por fin alcanzas la casa, e inspiras fuerte para captar ese olor dulce que va a terminar de componer tu alegre escena de vida. Cierras los ojos y respiras profundo, y es justo en ese momento, cuando estás a punto de alcanzar tu nirvana urbano, cuando el perro guardián de la casa te ladra, al tiempo que se abalanza y golpea la reja; quiere destrozarte.

Del susto saltas hacia atrás, y por un segundo la vida se te va. Al siguiente, cuando vuelve a tu cuerpo, piensas: “perro marica”, y continuas tu camino con tu corazón a punto de salirse del pecho.

lunes, 22 de febrero de 2021

Ráfaga de angustia

Después de una corta estadía nos despedíamos de la ciudad. Cuando nos bajamos del tren en el Fuminiccio, uno de los aeropuertos de Roma, empezamos a caminar hacia el counter de la aerolínea en la que viajábamos.

Los parlantes del lugar anunciaban números de vuelo, horas de llegada y salida, destinos, y el ambiente cargaba un aire frenético, como tratando de anunciar que algo estaba a punto de ocurrir.

Luego de caminar unos veinte metros, un hombre pasó corriendo por nuestro lado. Iba muy rápido, pero su prisa no fue lo que me llamó la atención, sino que su carrera, aparte de mostrar lo obvio: afán, estaba cargada de angustia.

El tren del que nos acabábamos de bajar se comenzaba a poner en movimiento, y el hombre, supongo, quería alcanzarlo, ¿para qué? ¿Acaso, después de bajarse, cayó en cuenta de que había olvidado su billetera con todos sus documentos y dinero? ¿Será que no le dijo algo a la persona, una mujer, digamos, que iba con él en el tren, qué sé yo, una promesa de reencuentro, una confesión amorosa, unas palabras de aliento o un consejo? En resumidas cuentas, ¿cómo saber si su vida dependía de esa carrera?

Vamos por ahí, pero no sabemos si aquellos con los que nos cruzamos se están echando un pulso con la vida.

Seguimos caminando y no dejé de preguntarme si el hombre llegaría a tiempo a su destino, si cumplió con lo que debía hacer, o si su carrera no le sirvió para nada.

Cuando llegamos al counter, la mujer que lo atendía nos contó que nuestro vuelo no salía de ahí, sino del Ciampino, el otro aeropuerto de la ciudad. Quedaban 20 minutos para abordar, ya no había carrera que valiera la pena.

viernes, 19 de febrero de 2021

106 años

“Paramédico visita a una mujer de 106 años para ponerle la vacuna”, es el titular de una noticia.

Pienso en esa mujer que lleva más de un siglo en la tierra y me pregunto hasta qué edad será bueno vivir; si no llegará un momento en el que uno se cansa de todo; si con los achaques del cuerpo, que se va desbaratando rigurosamente, la idea de morir a uno ya no le parece tan mala, y se contempla, incluso, con algo de ilusión.

El escritor húngaro Sándor Márai, por ejemplo, se pegó un disparo en la cabeza cuando estaba a punto de cumplir 89 años. Leo un artículo que dice que Márai tomó esa decisión debido a su desmoronamiento físico y emocional; eso anotaba en sus diarios: “Cansancio, languidez, fragilidad. Como cuando las pilas se agotan y la linterna sólo parpadea”. Lo abatía el hecho de estar a punto de quedarse ciego, tenía glaucoma, y saber que cuando eso ocurriera no podría leer más.

En “Son quince minutos, dejas de respirar y fuera”, una crónica, Juan José Millás cuenta cómo Carlos, un viejo, decide quitarse la vida. En la última década había sufrido dos infartos graves del miocardio, que lo habían dejado con insuficiencia cardiaca, taquicardia y arritmia.

Como era guía turístico, las agencias de viaje no habían querido volver a darle trabajo. Luego le apareció una hernia, junto con una complicación en la columna que era inoperable, porque había riesgo de que quedara paralítico.

Carlos cuenta que ya no le quedaban energías para nada, que no podía caminar más de 10 minutos sin cansarse, y que lo mismo le ocurría al estar de pie. Por eso contactó a la organización Dignitas de Suiza para morir dignamente, porque un suicidio: pegarse un tiro o tirarse de un edificio, no iba con su personalidad: “Soy una persona pacífica,…no me gusta la violencia ni las cosas desagradables”, le contó al escritor español.

Al día siguiente de su encuentro con Millás, luego de desayunar y hacer una vuelta bancaria, Carlos echó unas pastillas trituradas en un vaso, las mezcló con un yogur de fresa, y se tomó ese último “coctel”.

“I hope I die before I get old” canta Roger Daltrey, que ya tiene 76 años, en la cancion My generation de The Who, ¿tendrá la razón?

jueves, 18 de febrero de 2021

Fotos

Soy malo, malísimo para interactuar en redes sociales, es decir, me cuesta un montón comentar algo que publicó un desconocido. En cambio, soy bueno para chismosear los perfiles de personas que nunca conoceré y que, quizá, viven en otro continente a miles de kilómetros de distancia.

Sufro episodios de hacer Scroll down, como si estuviera desquiciado y quisiera llegar a la primera publicación que se hizo en una red social, aquella que inició la avalancha de información a la que estamos expuestos, pero en algún momento me detengo, pues nunca alcanzo ese big bang digital, o lo que veo me aburre, porque me parece repetido.

Me agradan las fotos de atardeceres con un cielo de colores que nunca he visto. Publicaciones de personas que, al parecer, se han dedicado a viajar en estos tiempos pandémicos. Hay otros que no viajan, pero que toman el mismo tipo de fotos desde las terrazas de sus apartamentos, o desde ventanales inmensos con una vista panorámica de la ciudad.

Me gustaría ser uno de los que toma ese tipo de fotos, pero me desanimo cuando miro por mi ventana, de un tercer piso, y lo único que veo son dos parqueaderos.

También tengo cierta fascinación con las fotos de apartamentos que están en venta, sobre todo los que superan los 1000 millones de pesos, pues realmente hay unos increíbles. Repaso todas las fotos y me imagino viviendo en ellos, paseándome de una habitación a otra en bata, con una bebida en la mano, o tomándome un coctel en un jacuzzi repleto de espuma.

Me dan ganas de darles «me gusta», pero también soy malo para dar likes y corazones y todas esas muestras amorfas de afecto virtual . Siempre me siento tentado a escribir algo, cualquier estupidez: “Está muy bonito, si tuviera el dinero me lo compraría”, pero al final no escribo nada porque, como ya les conté, soy malo para interactuar en redes sociales.

miércoles, 17 de febrero de 2021

Domador de leones

Hoy tenía una cita médica y pedí un Uber. Después de subir al carro, el conductor tomó una vía principal y comenzó a hablar. Rompió el hielo con un comentario zonzo, ya no recuerdo sobre qué trataba. Yo sonreí de pura cortesía, pero como llevaba tapabocas mi gesto no sirvió de nada. “Me tocó un hablador”, pensé.

Así fue, pues al instante me preguntó: “¿Y usted a qué se dedica señor Juan?, disculpe le hago la pregunta.” Buena táctica esa, la  de lanzar la pregunta y pedir disculpas, una especie de tirar la piedra y esconder la mano, si me permiten el cliché.

Ese es un tema sobre el que, a veces, me da mucha pereza hablar, y hoy era uno de esos días. Quizás es suficiente con que yo sepa qué es lo que hago, o creo entender qué es lo que hago y no es así, y de ahí la pereza de hablar sobre eso, en fin.

“Soy domador de leones”, le contesté.
“Je, en serio a qué se dedica señor Juan.”
“¿Por qué le cuesta creerlo?”, le pregunté, mientras adoptaba el gesto de un domador que, imagino, es una combinación de seriedad y rabia al mismo tiempo. Para meterme en el papel, me imaginé batiendo el látigo para que los animales me hicieran caso, pero nuevamente mi personificación resultó en vano, otra vez por el tapabocas.

El hombre hizo como si no hubiera escuchado nada y comenzó a hablar sobre él. Me contó que hasta inicios de la pandemia había sido el director ejecutivo de yo no sé qué firma, pero que le cambiaron el tipo de contrato y decidió renunciar. Luego me dijo que tenía más de 20 años de experiencia dirigiendo equipos, y ocupando cargos de alta gerencia, además de amplia experiencia en marketing, luego de haber trabajado en las multinacionales X, Y y Z”. Luego me contó cómo una vez, en una de ellas, trajeron a un alemán que les dijo: “mañana les voy a enseñar como se trabaja en mi país. La enseñanza consistió en que el tipo llegó a las 10 de la mañana, cargando un vaso de tinto gigante en una de sus manos, y no se levantó de su puesto hasta las 4 de la tarde. Cuando terminó su jornada les preguntó cuántas horas habían trabajado de verdad como él, que no abandonó ni un segundo su puesto.

Poco después de terminar la historia del alemán llegamos a mi destino. Le pagué, se despidió y me dijo “Muchas gracias por la conversa”. Le sonreí, pero no se dio cuenta, ya saben por qué, me acomodé el látigo en el cinturón y me bajé del carro.

martes, 16 de febrero de 2021

Crocs

Hace varios años mi hermana me trajo unas pantuflas Crocs de un viaje. imagino que son uno de los primeros modelos que salieron al mercado: grandes, de color café oscuro; parecen los zapatos de un payaso serio.

Siempre andan por ahí en cualquier parte del piso de mi cuarto, pero hay temporadas en las que no encuentro alguna. Una vez, no sé cómo, una de ellas terminó metida detrás de la cama, en el lugar más inesperado de todos y el último en el que se me ocurrió mirar, antes de darla por perdida, e imaginarla en aquel sitio místico de transición, a dónde van a parar todos los objetos que no encontramos pero que sabemos aún se encuentran en la casa.

Solo las utilizo en la mañana, después de levantarme, cuando voy a la cocina a prepararme el desayuno. El resto del día utilizo tenis. Tiendo a pensar que utilizarlas hace caer sobre mí un estado anímico perezoso. Quizás ayer no fui consciente y las utilicé más de lo debido. Por eso toda la mañana sentí sueño y después del almuerzo una pereza infinita, mezclada con tedio hacia todo, actitud que se tradujo en una siesta bien larga.

Hablar sobre pereza me hizo acordar de Carolina, una mujer que estudió conmigo en la universidad que, pienso, es muy probable que tuviera varios pares de Crocs. Ella siempre andaba con sacos de lana abiertos que le quedaban grandes y le daban un aspecto de estar recién levantada. Su forma de hablar potenciaba esa imagen pues era de cadencia lenta y como que le costaba un trabajo inmenso soltar una palabra después de otra, además arrastraba los pies al caminar, como si la existencia le pesara. Sus piernas experimentaban el mismo problema que su discurso.

lunes, 15 de febrero de 2021

Matar al lector

Para el escritor Jacinto Cabezas escribir, aparte de libertad e inspiración, tiene que ver con equivocarse y caer en el error de forma constante. También significa acercarse a la muerte, la suya y la del lector.

Por eso lleva dos vidas, una en la que cuenta todo lo que sus lectores quieren leer —ocurrencias brillantes, historias poco comprometedoras alejadas de los bordes de la existencia, columnas de opinión desabridas; en fin, piezas digitales repletas de palabras clave para que los algoritmos le den el lugar que cree se merece—, y otra, a la que dedica más tiempo, en la que habla sobre sus deseos más básicos, su instinto animal; esas fantasías inconfesables por las que sería lapidado de inmediato y relegado al olvido por viejo loco.

Hace poco Marina Perezagua, una escritora española y amiga suya, dijo que escribir consiste en atreverse a decir la verdad. Esto, en otras palabras, significa contar con la capacidad de transmitir el material crudo, sin necesidad de pensar en su composición o cómo va a ser digerido. Dice que para escribir bien es necesario matar al destinatario, y que paradójicamente sólo así el lector revivirá y nos amará.

Cabezas imagina que ese material crudo son balas de sinceridad que hacen temblar las creencias y magullan puntos de vista enquistados. Por eso pocos escritores se atreven a dispararlas, porque en el fondo lo que buscan es aceptación. Ese instinto gregario es un rasgo fuerte, pues la disidencia tiene un precio alto. Eso también lo mencionó Perezagua: “Desde niños aprendemos a no resaltar de nosotros lo que pensamos que otros no amarán”.

Por eso Cabezas trabaja tanto en sus textos apócrifos, por llamarlos de alguna manera, porque sabe que en ellos está reflejada su esencia, tan diferente a la basura que publica con rigurosidad, día tras día, en sus redes sociales.

“Escribimos para que nos quieran, y nada bueno puede salir como fruto de esa relación mendigante y desigual”. La española no puede tener más la razón.

Cabezas recuerda algo que dejó escrito John Cheever en sus diarios; un escritor crudo y sin tapujos:

“Writing is allied with many splendid things—faith, inquisitiveness, and
ecstasy—and with many bad things—diddling, drawing dirty pictures on
the walls of public toilets, retiring from the ballgame to pick your nose in solitude.”

viernes, 12 de febrero de 2021

Muertos

“Vida hpta. me tomaré un trago por ese tipooooo, en serio estoy triste”

Eso es lo que responde C. a un comentario que una amiga le dejó en Facebook, sobre una noticia de la muerte del pianista de Jazz Chick Corea. Ella le decía, en su comentario, que el músico era el héroe de su papá.

Cuando supe de la muerte del músico pensé: “menos mal que lo vi en un concierto”, pero mi mente me traicionó, pues confundí a Corea con Gonzalo Rubalcaba, de quien conservo una imagen fresca: sus manos, como de gigante, moviéndose por las teclas del piano.

En esta fecha, en 1984, también murió Cortázar. No soy un cortaziano, es decir, un devoto de su obra, y solo he leído Rayuela, una novela que ni me impresionó ni me aburrió.

Pienso en el trago que se va a tomar C. en nombre de Corea, en esos homenajes que le hacemos a los muertos. El otro día, en la misma red social, vi que el tío de un hombre había muerto. Su sobrino publicó un video en el que unos mariachis tocaban una canción, y él cantaba con una botella de trago en la mano, mientras subían el ataúd al coche fúnebre.

Me pregunto, aparte de ayudarnos a sobrellevar la pena, para qué sirven esos homenajes; si los muertos, donde quiera que estén, si es que hay vida después de la muerte, se sentirán bien con ellos o creerán que son una pendejada. No lo sé.

Como me gusta escribir y leer, me propongo hacerle un homenaje a Cortázar. Me voy a leer el capítulo 23 de Rayuela, en el que Oliveira asiste a un concierto de la pianista incomprendida Berthe Trépat.

Como ya saben, no creo en eso de los libros obligatorios, sino en los capítulos obligatorios, y ese, pienso, es uno que todos deberían leer.

jueves, 11 de febrero de 2021

Sillas de parque

La terraza del restaurante da a un parque con una zona de juegos para niños con dos columpios, un pasamanos y un rodadero. Alrededor de esta, sin ningún tipo de orden o simetría —como si un gigante las hubiera espolvoreado—, se encuentran ubicadas varias sillas de parque.

Un hombre que lleva puesto tenis rojos, una camisa del mismo color y jean azul, ocupa una de esas sillas, junto con una mujer de pantalón rosado. Hace poco, el hombre acabó de comer un cono de helado y se volvió a poner el tapabocas; la mujer aún no termina el suyo y le da lengüetazos espaciados, porque no para de hablar ni un segundo. El hombre la mira fijo, pero es imposible saber si le pone atención o anda perdido en sus propios pensamientos, y ruega para que la mujer acabe el helado y puedan volver a la oficina, pues tiene mucho trabajo.

En otra silla una mujer, con el pelo completamente blanco, está sola. Al rato llega un hombre de mediana edad a hacerle compañía, y trae con él dos vasos de helado. Podríamos pensar que es su hijo, aunque bien podría ser su cuidador, incluso su amante. ¿Qué sabemos de las personas con las que nos cruzamos por la calle? La verdad muy poco, escasamente lo que nos deja ver su comportamiento, pero eso siempre lo filtran nuestros prejuicios.

Hace sol, y a ratos unas nubes que andan lento, como cansadas, lo tapan. La viejita manda al hombre a que le consiga algo. Este se pone de pie y se aleja. Al rato vuelve con un vaso plástico que, al parecer, contiene chocolate líquido. Apenas lo ve, la viejita le sonríe, tampoco sabemos si al vaso o al hombre, luego echa un poco de chocolate en su vaso y lo revuelve con una cuchara. Al rato le suena el celular, se pone de pie y se aleja para contestar la llamada. Debe ser su esposo o algún familiar que la imagina recostada en su cama, guardando reposo y viendo telenovelas; un familiar al que nunca se le pasaría por la cabeza que está fuera de la casa, con un hombre y comiendo helado.

La mujer que come el helado despacio por fin lo termina, y ella y su amigo de los tenis rojos, se ponen de pie y abandonan el lugar. Poco después llegan tres amigas y se sientan en la misma banca. Una tiene el pelo negro, la otra teñido de rojo, y la última de morado.

Una nube negra y pesada, como de plomo, tapa el sol por completo y comienza a hacer frío.

miércoles, 10 de febrero de 2021

Misión secreta

Me despierto, me preparo un café y pico algo de comer. Luego me recuesto y me quedo dormido media hora. Los que me vuelven a despertar son agentes secretos que están en el parqueadero del edificio. Deben ser por lo menos dos y llevan equipos de radio para comunicarse. La verdad es que hacen mucho ruido para ser secretos.

“Compañero, compañero; Z1 confirme por favor”, grita uno.

Supongo que pide que le confirmen la posición del objetivo que, claro, soy yo, pues desperté en otra realidad. Eso, o estoy experimentando una especie de síndrome de Capgras, ese en que una persona se despierta, no reconoce su entorno, y cree que alguien ha suplantado a las personas con las que convive.

Me quedo quieto, y escucho el ruido de los radios, pero ni zeta 1, zeta 2 o zeta 3 o la cantidad que sean vuelven a hablar.

Ahora escucho una melodía que sale de un parlante y que no tiene nada que ver con mi captura. Comienza con una flauta o un sintetizador, y mi cabeza da con la letra:

“Como es trigueña tu piel. Tu corazón sonriente.
Como tu boca candente así te quiero mujer”

Luego recuerdo el estribillo que la caracteriza: “Olo le lo lai”.

De pronto la canción es la señal de entrada para que asalten el apartamento, me capturen y me lleven a dónde me tengan que llevar. Al final no pasa nada.

Me levanto, me preparo otro café y luego estoy pendiente toda la mañana a ver si encuentro algo diferente, si doy con alguna señal que me indique que estoy en peligro.

Después del almuerzo salgo a caminar. Cerca a un parque paso por el lado de un hombre que me mira de reojo y luego, para disimular, mira su reflejo en un vidrio de la terraza de un restaurante. No sé que tanto se mira si lleva tapabocas.

Cuando lo voy a pasar de largo freno en seco justo a su lado y le digo que me dejen en paz, que no importa cuántos sean, no me asustan. Está claro que es mentira porque la voz me tiembla al hablar. El hombre me mira con cara de asombro como si no supiera de qué le estoy hablando.

Me alejo del lugar sin perderlo de vista.

martes, 9 de febrero de 2021

Armazón narrativo

Hoy fue un buen día, pues terminé de escribir la novena y última, eso espero, versión de la historia del francotirador.

El primer borrador es muy diferente a la última versión pues al principio la había dividido en tres escenas y la línea de tiempo era de dos semanas, entre misión y misión. Luego, creo que fue en la tercera, decidí narrar una única escena, en la que el francotirador se encuentra en la azotea de un piso en medio de una misión, y comienza a tener dudas sobre su trabajo.

Si hay algo de lo que me siento orgulloso, es de la estructura que logré darle a la historia. Me parece que tiene un armazón fuerte, que sujeta bien cada una de sus partes y las acopla de forma adecuada.

Como la historia comienza justo en la crisis del protagonista, necesité hacer uso de flashbacks para mostrar quién era y qué eventos lo habían llevado a ese momento. Esas reminiscencias, digamos, son muy llamativas al momento de contar, pero pueden ser como un volador sin palo, es decir, algunas pueden tener cara de subtramas y no tener nada que ver con lo que se cuenta.

Además, toca tenerles cuidado, porque si uno les dedica mucho tiempo, se corre el peligro de alejarse demasiado de la trama principal. Esto me recuerda la novela La forma de las ruinas de Juan Gabriel Vásquez. Cuando la leí, me costó mucho la lectura de unas 100 páginas en las que el narrador se va al pasado, mientras yo quería saber qué le estaba ocurriendo o le iba a ocurrir al personaje principal.

Solo quería contarle eso, estimado lector, que me gusta mucho el armazón de mi historia. Ya Puede seguir con su vida.

lunes, 8 de febrero de 2021

Baraja de pensamientos

A veces, cuando despierta, imágenes desordenadas, apeñuscadas, una maraña de pensamientos, digamos, comienzan a aparecer en su mente. Es como si alguien abriera un grifo y un torrente de información llenara su cabeza.

La mujer cree que no es algo premeditado, en el sentido en que no se esfuerza por recordar situaciones en particular, sino que deja que su cerebro vomite toda la información que lleva atorada, quien sabe desde hace cuánto, en forma de ideas o recuerdos; que haga lo que le de la gana por un breve lapso de tiempo. “Que crea que es el que está al mando”, piensa.

Le agrada ser consciente de esos momentos y sumergirse en ellos. En medio de ese frenesí mental, piensa que alguien baraja sus pensamientos, como su padre lo hace con las cartas cuando juega con ella, su madre y hermanos. En esas ocasiones se deleita viendo a su padre barajar de forma solemne, como si su vida y la de su familia dependiera de ello, mientras habla de cualquier tema. Mientras lo hace, ella intenta ver, de forma clara, alguna de las figuras o números que se escapan de los dedos de él.

Ese estado contemplativo también le recuerda cuando era pequeña y, de vuelta a casa, la ruta del colegio pasaba por un parque bordeado por un muro de tablas. Entre ellas había pequeñas aberturas y si enfocaba su mirada y se concentraba, durante breves instantes, segundos, lograba ver el parque de forma clara, con sus árboles gigantes y de copas frondosas, niños jugando y personas paseando sus perros.

Cuando las imágenes y pensamientos no dejan de llegar, la mujer no se preocupa por encontrarles significado.  No analiza a fondo ninguno, sino que le da paso al siguiente.

jueves, 4 de febrero de 2021

Preguntas sin respuesta

Mientras le da un sorbo a su bebida, un café que ya está casi frío, Camacho piensa en lo que ha dejado de ser.

Lleva 7 años junto a Juliana, pero intenta imaginar qué habría pasado si hubiera aceptado la propuesta de Ángela, su exnovia, de irse a aventurar a Europa. La idea que ella tenía era venderlo todo, y probar suerte en el primer país que los aceptara. “La vida es muy corta Jairo”, le decía ella a cada rato. Camacho no aceptó su propuesta. ¿Qué van a pensar mis familiares?, ¿cómo voy a dejar botado el trabajo?, pensaba. Eso dio pie a que terminaran la relación, viajó sola, y allá se quedó, bien o mal, pero viajó, tomó la opción que le pareció correcta.

“¿Me habré equivocado al no aceptar la propuesta de Ángela?”, se pregunta Camacho. Imposible saberlo, imposible saber que rumbo habría tomado su vida al no haber seleccionado otro curso de acción. Seguramente sería otro, con rasgos de personalidad diferentes. También piensa que cada uno está compuesto por, digamos, las equivocaciones que ha cometido, si se supone que esos caminos que no se tomaron eran la opción correcta.

“Ser, es más complicado de lo que parece”, concluye Camacho. Luego imagina que tiene enfrente un público al que le habla: “Imaginemos, solo por un breve momento, que no somos lo que creemos ser, que todos los días de nuestra existencia vivimos engañados, pensando algo que solo es verdad para nosotros mismos”, piensa como si fuera un experto en el tema, sea el que sea.

Camacho abandona ese escenario y vuelve a la realidad. Mira el fondo de la taza de café; solo le queda un cuncho y no se preocupa en beberlo. Luego pide la cuenta, mientras se pregunta si en esos posos de café, se encuentra el significado de su vida; si en esas figuras erráticas están Juliana, Ángela, y otras mujeres que han pasado por ella; si todo, presente, futuro y pasado, están ahí apeñuscados listos para darle sentido a su vida.

El mesero recoge el dinero y se lleva los platos, su vida, los caminos que tomó y no tomó.

miércoles, 3 de febrero de 2021

La culpa fue de Anais

Ayer tenía una reunión a las 6.

Minutos antes de esa hora me puse a leer. Tenía en mente el compromiso, pero se diluyó en la lectura y como siempre tengo el celular en silencio, ni modo de leer los mensajes en los que me preguntaban si me iba a conectar o no.

Faltando 20 minutos para las 7 miré el celular para ver qué hora era, y me dio por desbloquearlo. Fue ahí cuando miré los mensajes que me habían enviado. Pedí disculpas y les conté que me había puesto a leer y lo había olvidado todo. Luego me conecté.

Me gusta cuando eso pasa, es decir, cuando la lectura crea una burbuja que me aísla por un tiempo de las revoluciones del mundo y de la vida.

Si a alguien le debo echar la culpa es a Anaïs Nin, la responsable de sumergirme en ese estado, con el volumen III de sus diarios.

Como ya lo he dicho antes, los diarios de los escritores me cautivan, por su escritura cruda desprovista de estructuras narrativas, y en donde solo se preocupan en contar lo que les pasó en el día, o comparten ideas sobre la vida y cómo se sienten.

Muchas veces llego a los diarios antes que a las novelas del escritor(a). Así me pasó con Virginia Woolf, John Cheever y Anaïs Nin. Imagino que el orden, si hay alguno en esta vida, para lo que sea, debe ser el contrario: primero la ficción y luego las memorias, pero ¿qué más da?

Ayer Comencé ese volumen de diarios de Nin, y cuenta, en el invierno de 1939, lo mucho que le dolió haber dejado Paris.

Me gusta como escribe Nin, porque es muy sensible y descriptiva, pero sin necesidad de ser empalagosa, es decir, fomenta la imaginación del lector y no hace todo el trabajo por él.

“I felt every cell and cord which tied me to France snapping in me, the parting
 from a pattern of life I loved, from an atmosphere rich, creative and human, from 
intimacy with a people and a city.”

Si se trata de seguirle echando la culpa a alguien, llegué a sus diarios, primero el IV y ahora este, por unos posts de la gran Maria Popova (Brain Pickings).

Si en estas épocas virtuales les incumplo una cita, discúlpenme, seguro estaba leyendo.

martes, 2 de febrero de 2021

What's on your mind?

"What’s on your mind?”, le pregunta Facebook a Laura apenas ingresa a esa red social. No puede escribir lo que está pensando. ¿Qué van a pensar sus amigos, seguidores o familiares?, seguro creerán que es una degenerada.

Cree que eso es lo que le pide la pregunta, que escriba lo que piensa, aunque la traducción literal es: “Que tienes en tu mente?”. Ahí la cuestión se suaviza un poco, pues no se trata solo de lo que piensa, sino que puede hablar de cualquier cosa que lleva en la mente.

Podría recordar una frase motivacional cualquiera y aparentar felicidad infinita, decir en dónde se encuentra o publicar una foto del plato de comida que tiene en frente. Sí, eso sería mejor que revelar información de los callejones oscuros de su mente, donde se esconden todas sus manías y filias.

Tamborilea la mesa con los dedos pensando qué escribir, pero no se le ocurre nada interesante ni gracioso. Pasados unos minutos se aburre en ese rincón virtual y abre Twitter.

Allá, las cosas son ligeramente distintas, porque la pregunta es: ¿Qué está pasando? Laura podría crear un perfil falso y contar esa barbaridad que pasa por su mente, porque la pregunta también se puede asimilar de esa forma.

Lo que está pasando es que espera a una amiga en la terraza de un restaurante. Hace un rato pidió un jugo de mandarina, pero todavía no se lo han traído. También prendió un cigarrillo y lo fuma de forma lenta, como si fuera el último que va a disfrutar en su vida. A dos mesas a su derecha una pareja discute. Agudiza el oído, pero lo único que alcanza a escuchar es: “Nooo, Come mucha mierda Carlos. A mí no me tratas así”. Afuera, un celador intenta calmar a un rottweiler que le ladra de forma desesperada a un indigente que busca comida en una caneca. Eso es lo que está pasando.

lunes, 1 de febrero de 2021

Lapsus Lingu

“Menos mal que solo conjugamos los verbos, caso contrario comunicarnos sería un lío”, piensa García.

García trabaja como asesor de comunicaciones para la presidencia de un país cualquiera, uno, digamos, como en el que usted vive, apreciado lector.

“Así lo querí”, dijo el mandatario de ese país en el que vive García, con desparpajo y sin rectificar su error ni corregirlo trastabillando verbalmente.

Apenas lo escucho, García pensó: “¡Qué imbécil! Y luego se preguntó en una pequeña conversación interna que sostuvo con sus adentros:

“Es quise, ¿cierto?”, y sus adentros le respondieron

“Claro animal, ¿no sabe conjugar verbos o qué?”

Muchas veces le pasa eso con asuntos del lenguaje que supone son fáciles, y las dudas lingüísticas le caen encima. En esas ocasiones recurre a la RAE o a cualquier página de internet para cerciorarse de que no está cometiendo un error. Cree que en eso se le pasa la vida, en intentar no quedar como un tarado frente a los demás. Aparentar ser normal, al parecer, y signifique lo que eso signifique, define la mayoría de nuestros actos.

García piensa que esos lapsus lingu, esos errores espontáneos en el habla, sacan a flote el bully que todos llevamos dentro, pues hay que caerle a quien los comete. Las ganas de poner en evidencia los errores lingüísticos de los demás son viscerales y hacen que, sin importar quien los haya cometido, un rey o un mendigo, lapidemos gramaticalmente al interlocutor, pues es nuestro deber hacerle saber al mundo entero de la idiotez que esa persona acaba de decir.

Nadie, piensa García, puede quitarnos la satisfacción que nos da burlarnos de aquellos que están en el poder.