Espero a alguien en un café. Hace uno de esos días soleados pero fríos. La silla sobre la que estoy sentado es de metal y está helada. Al mí lado tres ejecutivas, una de ellas con pelo rubio abundante y mucho maquillaje, ríen. Al rato llega otra y la saludan levantando los vasos de café como si fueran botellas de cerveza.
Llegué antes de la hora de encuentro así que aprovecho para leer el capítulo de una novela, que se titula: “De aquí a Roma”, me refiero al capítulo. Me gusta eso, es decir, que los escritores se tomen la molestia de titular los capítulos, en vez de ponerles simples números.
A pocas mesas también se encuentran dos mujeres. Una de ellas teclea con velocidad en su portátil, mientras la otra la mira distraída. No hacen tanta bulla como el otro grupo, tal vez porque no son ejecutivas, sino estudiantes, o un híbrido entre ambas cosas, pues están arregladas como para ir a trabajar. En un momento, la que escribe le dice a su compañera: “La propuesta de valor es el valor agregado”, y la otra responde: “Osea… como tal”.
Ante la respuesta de su compañera, la primera lee un párrafo en inglés que explica en que consiste la propuesta de valor. Calla unos segundos y finalmente dice. “Nuestra propuesta de valor es generar una experiencia diferente frente a la sensación de los espacios físicos personales, ya sabes, pain releavers y pain checkers.
“Ahh osea, como tal” concluye su amiga, “ya estoy entendiendo”, afirma luego.
La persona que estoy esperando llega y me dice que nos hagamos adentro, porque está haciendo mucho frio, justo cuando ya había calentado mi silla, así de desagradecida es la vida. Apenas entramos a buscar mesa, escucho a alguien preguntar en inglés: “What are our proposals?”, sin saber que afuera hay una mujer experta en propuestas de valor y cosas como tal.