Jacinto Cabezas tiene muchos problemas, unos importantes y otros no. Algunos de los importantes para él, son ridiculeces para los demás, y algunos que tilda de ridículos, son gravísimos para el resto de las personas. Así es que vamos por la vida, llenos de desacuerdos con lo que otros piensan, pero ¿qué le vamos a hacer? Siempre, claro, está a la mano el recurso de la indignación, pero indignarse porque el uno o el otro dijo, o porque esto o aquello pasó, no es de mucho provecho.
Como su narrador oficial, sé que a Cabezas no le interesa hacer un listado de sus problemas, así que no vamos a entrar a analizar cada una de las desgracias que componen su vida, igual, estimado lector, ni usted ni yo tendríamos el tiempo suficiente para emprender semejante tarea.
El otro día mientras me canalizaba a través de sus dedos, pude experimentar uno de los problemas de Cabezas, que él considera importante. Ya habíamos hablado de la exploración de los bordes en su obra. Ese día, del que les hablo me refiero, cuando se disponía a escribir un relato de ficción que, como dice su colega Ricardo Silva, es la única que hace posible esquivar lugares comunes; y de ahí su importancia, pues el centro está plagado de ellos, Cabezas se planteó el siguiente dilema:
Tenía ganas de escribir, pero no quería hacerlo, es decir, quería contar muchas cosas, pero al mismo tiempo no decir nada, dejar la página en blanco si era necesario. En resumidas cuentas Cabezas quería exponer su punto de vista, pero sin decir nada, hacer un escrito no-escrito que le permitiera convertirse en nadie, que le quitara cada una de las capas de ego que lleva encima.
Y eso, parece, fue lo que hizo, porque luego de 2 horas de estar sentado enfrente del computador no había escrito ni una sola palabra. “¿Quién va a entender el propósito de ese escrito desprovisto de egocentrismo?”, se preguntó. “Seguro que aparte de mí, nadie.”, concluyó, y tuvo que hacer un esfuerzo impresionante para cortar de tajo la conversación con sí mismo, a pesar de que ese otro que lo habita le hacia caras para que continuaran charlando.
Luego de ese incidente, salió a caminar a ver si se le ocurría alguna manera para abordar ese no-escrito, pero llegó a la terraza de un restaurante, diluyó su dilema en 3 vasos de gin-tonic, 2 de whisky; adornó la borrachera fumando media cajetilla de cigarrillos, y al final olvidó el asunto.