Había uno de nuestra predilección. Era un bar de rock que se llamaba MP3 o que lo bautizamos así por quién sabe qué razón. Después de un par de tandas de cervezas el alcohol inundaba nuestra sangre y cantábamos a grito herido las canciones que iban sonando de forma aleatoria. Una de nuestras preferidas era Carrie, y después de gritar el coro soltábamos a reírnos como si estuviéramos en medio de un trance.
Luego, cuando ya no teníamos más dinero y antes de que no fuéramos conscientes de nuestras acciones, saliamos del lugar y nos dirigíamos a un lugar en el que vendían empanadas mexicanas. La verdad eran empanadas comunes y corrientes –eso sí, grandes y a buen precio– y quizá llevaban ese nombre gracias a un guacamole con ají demasiado picante que preparaban. Las empanadas mexicanas cumplían dos funciones: calmar nuestra hambre de borrachos y esperar que el ají nos ayudara a bajar la prenda.
Hace poco, recordando aquellos tiempos con C. él me decía que algo que el recordaba con cariño era el sueño que se echaba en el bus hacía su casa, al finalizar esos viernes de cervezas y empanadas mexicanas. Yo, en cambio, muchas veces me subí a los buses sin saber muy bien quién era, y nunca, eso creo, me quedé dormido.
Hasta el día de hoy no he logrado dominar el fino arte de dormir en los buses y despertarme justo en el momento en el que me debo bajar.