viernes, 29 de abril de 2022

Dust in the wind

Un hombre entra a un café.

“Buenos días doctor, ¿qué va a tomar hoy?”, le pregunta la cajera que, debido al tamaño del local, también es la barista.

“Lo mismo de siempre Yaneth”, responde el hombre.

De los parlantes del lugar sale la canción Dust in the wind, y cuando la mujer se retira para preparar el pedido, el hombre canta parte del coro: “All we are is dust in the wind”.

“Cuántos cafés debo?”, dice, y antes de que le respondan pregunta: “¿Y Gladys si paso a tomarse el chocolate que le había pagado?”

“Si, ella paso esta mañana”. 

 No sabemos quién es Gladys y tampoco si el hombre va regalando bebidas calientes por ahí, porque sí.

Pienso decirle que si quiere pagar la mía, o abonarme un capuchino para los días siguientes, pero fiel a mi política de no meterme con extraños, para que la vida no me sorprenda con cosas raras, no lo hago.

Intento volver a mi lectura, pero el hombre me distrae tarareando la melodía de la canción. Puede que esté inseguro de la letra o que solo se sepa el pedacito del coro que cantó hace un momento.

 Hermano,  ¿va a cantar bien o no?

Mi bebida, por una extraña coincidencia, acaba junto un capítulo de la novela. La Palabra que lo cierra es Cold, y sí, hace frío. También alcanzo a escuchar como las gotas se estrellan contra el pavimento producto de un aguacero. No había caído en cuenta de que había comenzado a llover.

Todos estos nuevos datos se los debo al señor que llegó a cantar y a pagar sus deudas, las de esa tal Gladys y que me sacó de la lectura.

Ahora suena el timbre de un teléfono, me parece un ruido lejano, y cuando lo voy a dejar ser, me doy cuenta de que el sonido proviene del bolsillo de mi pantalón. Saco el celular, contesto “Ya llegué”, me dicen desde el otro lado de la línea.

Pago mi bebida, guardo el Kindle y abandono el lugar a paso rápido. En el camino hacia el punto de encuentro, veo un vaso de café que alguien dejó en un murito. “Se parece al que compró el “doctor”, pienso.

¿Por qué lo dejo ahí? ¿Qué lo hizo abandonarlo? Todo, casi siempre, son preguntas.

Unos pasos después veo un tapabocas negro tirado en el piso. Está con mucho polvo, producto, imagino, de las personas que lo pisan, algunos a propósito y otros sin darse cuenta.

Pienso dos cosas: La primera no tiene mucho sentido: el tapabocas pertenecía al doctor que le regala bebidas a la misteriosa Gladys. Lo segundo es cómo ha cambiado nuestra relación con los tapabocas desde que comenzó la pandemia. Al principio los tratábamos con sumo cuidado y casi ni los tocábamos; hoy se tuercen y doblan como si nada, en fin.

Mientras camino a mi destino, escaneo con la mirada los lugares por los que transito a ver si de pronto veo al doctor del café. Sigo preguntándome qué le habrá pasado para dejar a la deriva su bebida y el tapabocas. Imagino que la tal Gladys tiene algo que ver.

No veo al hombre por ningún lado.

Al final es cierto lo que dice la canción: All we are is dust in the wind ¿Acaso no?

jueves, 28 de abril de 2022

Para escribir

Para escribir, piensa Jacinto Cabezas, se debe tener la actitud de un niño. Es decir, debemos hacerlo desde la ignorancia, el asombro, pero nunca desde el conocimiento.

La idea se le vino a la cabeza cuando entró a la cocina y prendió la luz. Ese paso de las tinieblas a la claridad en una fracción de segundo lo impresionó. “¿Qué tuvo que ocurrir en la historia de la humanidad para lograr eso?”, se preguntó.

El escritor no solo se refiere a Thomas Alba Edison y sus miles de intentos para que un bombillo funcionara, sino todo ese complejo entramado de causas y eventos, y todas las variables que se debieron ajustar en un instante de tiempo para que su invento funcionara.

Por eso prefiere pensar que no sabe nada, que desconoce el 99% de la historia que está detrás de cada objeto.

Piensa que ocurre lo mismo con las personas, y que eso que llamamos personalidad es solo una capa externa que, por lo general, tratamos de que luzca bien, pero quién sabe con qué se pueden encontrar nuestros seres queridos, y no tan queridos, si nos pudieran pelar.

Cabezas también opina que lo más importante de escribir es contar lo que le pasa por enfrente de las narices y que entre más alejado pueda estar de figuras narrativas y simbolismos mucho mejor.

Así prefiere leer los grandes clásicos. Por ejemplo, no le da muchas vueltas a la Metamorfosis de Kafka y piensa que Samsa sí se despertó convertido en un insecto y ya está.

La escritura, concluye, consiste en ser ingenuo. Está de acuerdo con algo que leyó, de su colega Millás, hace unos días: “Toda tu vida depende de lo insaciable que sea el niño que llevas dentro”.

miércoles, 27 de abril de 2022

"Gracias"

Los ascensores, esas pequeñas cajas que no paran de trasladarse de arriba abajo todo el día, son lugares extraños, Cuando nos subimos a ellos parece que nuestra identidad se anula, porque no queremos interactuar con las otras personas que nos acompañan en ese corto viaje.

Parece que la mejor táctica para abordarlos es entrar, oprimir el botón del piso hacia el que uno se dirige y luego mirar hacia el piso, pues cualquier contacto visual podría dar pie a una conversación que sería lenta e incómoda. Son espacios en los que actuamos diferente.

Manuel Vilas se pregunta en Ordesa cuánta vida pierde la gente esperando ascensores, y concluye que seguro mucha, casi meses. A ese tiempo podría añadírsele el que perdemos viajando en ellos.

Personalmente pierdo más tiempo esperando, porque el de mi edificio siempre se encuentra en el último piso; algo extraño porque cuando lo pido en el primero, por lo general llega vacío. Mi teoría es que la(s) persona(s) que viven ese piso se pusieron de acuerdo para llamarlo a cada instante, qué sé yo, se dividen por turnos en el día para pedirlo, en fin. La única forma de averiguarlo sería pasarme todo el día metido en el aparato para descifrar por qué carajos siempre está en la porra.

Les decía que es un espacio que, parece, anula nuestra identidad, en el que se pactan ciertos códigos de conducta, como no hablar con los extraños que nos acompañan.

Hoy tomé uno en un edificio de oficinas del piso 6 al 1. Era uno de esos ascensores con armazón en vidrio y que dan hacia el interior del edificio. Apenas entré en el me distraje mirando el panorama.

Un hombre, que ya venía  en él, se bajo en el tercer piso y antes de salir dijo “Gracias”.

Estuve a punto de preguntarle por qué nos daba las gracias, pero apegado al código de conducta y fiel a otra de mis teorías: no interactuar con extraños para que el curso de la vida no se despiporre, le dije “de nada” mentalmente.

martes, 26 de abril de 2022

No voy a...

“No voy a comprar libros, todavía tengo muchos que no he leído” pienso cuando llego a la Filbo.

Luego de un evento comienzo a deambular por el lugar con pura actitud 
flânerie (callejeo', 'vagabundeo). Decido ir al pabellón del país invitado, pues uno de mis rituales de la feria del libro consiste en siempre comprar un libro allí.

Hay pocos y la mayoría cuestan más de 80 mil pesos y no cumplen con mi teoría personal de “entre más caro el libro, más páginas debe tener”, además tampoco me atrae ninguno de los que veo.

Tienen en muestra: Corea, apuntes desde la cuerda floja, un librazo, pero es una lástima que ya me lo leí. Pienso que debería existir una forma de olvidar por completo los libros buenos para poder volver a comprarlos como si fuera la primera vez, en fin.

Cuando salgo de ese pabellón cae una leve llovizna.  Pienso que tal vez lo mejor sea abandonar la feria por si decide convertirse en aguacero. Cuando me dirijo hacia la salida, y para cortar camino, entro a otro pabellón.

Voy caminando, pero mis ojos no se resisten escanear los stands, y uno de Planeta me atrae.  Tienen varios libros de Seix Barral, con sus portadas maravillosas.

Me encuentro con Cuarenta y tres maneras de soltarse el pelo de Elvira Sastre. Pregunto si tiene su diario Madrid me mata, y cuando me lo pasan, también me muestran Días sin ti, y ese es el que me decido llevar.

Haciéndole caso a mi instinto lector me llevo otros dos libros. Tratado de semiología, una colección de cuentos que me convence por su contraportada: “Un escritor fracasado descubre en el gimnasio su oportunidad para triunfar; un lector compulsivo camufla clásicos literarios entre las páginas de libros de autoayuda…”. Con el otro “Matadero Franklin” voy más a la ciega porque cumple a cabalidad con mi teoría de precio vs número de páginas.

Queda claro, como bien dicen por ahí, que comprar y leer libros son dos actividades completamente diferentes.

lunes, 25 de abril de 2022

Semáforo en rojo

El semáforo cambia a rojo y quedo en la pole position, en el carril de la derecha.

E una primera posición compartida. Miro hacia la izquierda para ver quién es mi contrincante: una pareja de viejitos. “Esto es pan comido”, pienso. Acelero para hacer rugir el motor, pero no me siguen el juego. Me calmo y miro hacia adelante. Un malabarista de calle, vestido de payaso, con pantalones anchos de colores y nariz roja se para en la mitad de la vía.

]Lleva en sus manos una pelota verde. Se la pone en la cabeza y hace equilibrio con ella, luego comienza a hacer 21 con la cabeza, es bueno. Me imagino que aparte de la concentración que debe tener para realizar su acto, también cuenta mentalmente el tiempo en que el semáforo se demora en cambiar a verde, para saber cuando debe  acabar su show y acercarse a los carros a pedir dinero.

Cuando estoy a punto de dejar de mirarlo, el payaso todavía tiene más trucos debajo de la manga, o bien, colgados de su cintura: 3 machetes. Los suelta y comienza a hacer malabares con ellos como si fueran naranjas o pelotas.

El malabarista urbano sigue haciendo cabecitas con la pelota a verde y los machetes vuelan por los aires. Me pregunto como se asegura de agarrarlos siempre por el mango.

 El semáforo peatonal empieza a titilar y una pareja se lanza a cruzar la calle.

Lo hacen de afán, cogidos de la mano, y se llevan por delante al payaso malabarista. Los tres caen al suelo.

Uno de los machetes sigue en el aire y ya no hay quien lo reciba.

Luego viene un grito. Al instante un hilo de sangre comienza a manchar el pavimento.

EL semáforo cambia a verde.  Arranco, y dejó atrás al malabarista, los novios, y a la pareja de viejitos que, parece, quedaron en shock dentro de su carro.

sábado, 23 de abril de 2022

Cerveza y canciones

“¿Por qué no mejor nos tomamos unas cervezas?”, me pregunta A.

“No me baraje la comida”, le respondo, pues habíamos quedado en eso.

“Sí, pero es que cuando salí de la casa, comí arroz con pollo”

“Culpa mía no es”.

Comemos algo en un Crepes. Cuando terminamos ya son un poco más de las 9, y ahora la idea de una cerveza tiene mucho más sentido.

“¿Ahora sí Cervecita o qué?”, me pregunta A.

“Hágale”.

Cerca, a no más de una cuadra, se alcanzan a ver las luces de un BBC. Caminamos hasta ese lugar.

Está parcialmente lleno. Buscamos una mesa adentro porque afuera hay un grupo de 5 hombres y una mujer que todo lo hablan a los gritos, pero adentro caemos en cuenta de que el volumen de la música esta muy alto y que nos tocaría gritar más duro que los del grupo para poder hablar. Al final escogemos una mesa en la terraza, lo más apartada posible del grupo bullicioso.

Cuando la mesera llega a la mesa, A. le pregunta si tiene otras cervezas aparte de las artesanales, pero apenas termina de hablar ve un letrero que dice: CERVECERIA ARTESANAL.

“Díganme cómo les gusta la cerveza y yo les digo cuál podría traerles”

Menciono que a mi me gustan las rubias y A. también dice lo mismo. La mesera comienza a nombrar todas las cervezas que tiene disponibles, que tal  una es IPA, que tal otra que tiene 8 grados de alcohol, y así.

No le pongo mucha atención, así que al final escojo la IPA, de 6 grados de alcohol, porque hace poco un amigo me había hablado de ese tipo de cerveza y lo buena que le parecía. En ese momento suena una canción de The Cure; no sé cuál, pero la voz del cantante es inconfundible.

No me veía con A. desde el inicio de la pandemia, entonces nos enfrascamos fácil en una conversación que consiste en ponernos al tanto de nuestras vidas.

Los bulliciosos siguen en las mismas, gritándose aunque están uno al lado del otro. Me parece que la mujer de esa mesa, que debe ser la novia de uno de ellos está incomoda, porque es la única que no suelta carcajadas estrepitosas cada nada. Solo le da sorbos pequeños a un vaso de cerveza, como si apenas quisiera mojarse los labios y sonríe de forma tímida. Quizá piensa: “¡Quiero largarme ya!”

Sus compañeros están decididos a emborracharse y pidieron una botella de un trago, que no alcanzo a distinguir cuál es, y copas pequeñas. Comienzan a servirse shots y hacen una especie de competencia a ver quién se lo toma más rápido en fondo blanco.

Mi yo de hace muchos años estaría en la misma tónica de los hombres, sirviendo el trago y repitiendo una de mis frases más clásicas de borrachera: “si gotea repite”.

Ahora suena Could you be loved de Bob Marley.

Los hombres van por otra botella y siguen haciendo rondas de fondo blanco. La mujer que está con ellos no participa del ritual bebedor.

Uno  se pone de pie para despedirse, y su partida le da una estocada final al encuentro, pues al rato otros dos abandonan el lugar. Uno de ellos se cuelga una maleta en la espalda y cuando está dando los abrazos de despedida, exagerados y torpes, como si estuviera seguro de que nunca los va a volver  a ver, empuja un vaso con la maleta. que cae al piso y se hace trizas.

Una mesera sale a limpiar con una escoba y un recogedor. Luego vuelve para pasarles la cuenta y un hombre la agarra fuerte de una mano y la invita a tomarse un shot. La mesera forcejea un poco hasta que logra soltarse.

Miro mi vaso. Le queda poca cerveza. Me la acabo de un sorbo decidido, como si de él dependiera el equilibrio del universo.

Pedimos la cuenta.

Ahora suena Don't Stop Believin'.

jueves, 21 de abril de 2022

Defender lo indefendible

Edito un cuento para una convocatoria. Es una idea que llevo trabajando desde hace unos años y que trata sobre una mujer que, sin saberlo, almuerza con la muerte en una cafetería. En realidad, comparten el mismo espacio y la parca está sentada en la mesa de al lado.

He escrito el relato de diferentes formas y esta vez  lo ajusto a menos de 500 palabras.

Me gusta porque me parece que deja claro el carácter aleatorio de la muerte.

Se lo muestro a mi hermana y cuando termina de leerlo le pregunto qué tal le pareció. “Está muy fragmentado y la idea de cuál es el género de la muerte se repite mucho. En mi cabeza el texto es digno de ganarse todos los premios del mundo así que me pongo a la defensiva y respondo: “Es así para darle más ritmo”.

“¿Para qué me pregunta si no va a aceptar críticas?”, me dice.

Es verdad, además mi excusa es una basura porque, como ya lo he dicho antes, un texto debería resistir cualquier embestida lectora por sí solo. Si hay necesidad de argumentar algo, de defenderlo, es porque tiene serias fallas estructurales.

Lo vuelvo a revisar, le elimino lo del género y otro par de ideas que, pienso, no le aportan nada. Lo dejo reposando para revisarlo dentro de un par de días.. Siempre es bueno hacer eso, tomar distancia de los textos y dejarlos tranquilos por un tiempo, sin pensar en ellos.

En la tarde leo 1984 y me asombra lo compacta que es la prosa de Orwell. Se nota el cuidado con el que escribió su novela, y lo limpio que es su estilo.

miércoles, 20 de abril de 2022

Ser un puente

Tengo reunión. Me asomo por la ventana y el cielo está nublado. El clima de Bogotá en toda su esencia.

Quiero y no quiero salir del apartamento. Pido un carro y la aplicación me confirma que Carlos está a 4 minutos. Como ya puse a rodar el destino, no me queda más que armarme de un paraguas y salir a la calle. Espero regresar con él a la casa, soy bueno perdiéndolos.

Ya en el carro tengo una pereza infinita de hablar. El conductor se da cuenta o anda en las mismas, porque solo cruzamos un par de comentarios apenas me subo. De resto se dedica a manejar y yo a mirar por la ventana.

Todos deberíamos mirar más por las ventanas. Creo que la mente produce buenas ideas durante esa actividad.

Llego al lugar de a reunión y me recibe R. Tengo en mente una propuesta y estoy listo a contársela cuando el momento sea el indicado. Ella comienza a contarme de cosas que le han pasado en las ultimas semanas y nos embarcamos en una charla que no tiene nada que ver con trabajo.

La disfruto y suelto una que otra opinión en sus silencios, hasta que me cuenta sobre un proyecto que apenas tiene la forma de idea en su cabeza, y del que se le burlaron en una ocasión.

Apenas me cuenta eso pienso en C. una mujer que, creo, es la definición de creatividad en sí misma. Le cuento a R. que ella es la indicada para darle forma a la idea y convertirla en proyecto.

“Es más, deberíamos llamarla”

“Dale de una”, me dice.

Le marco, y C. contesta, pero el ruido de fondo no me deja entender bien lo que dice. “Voy por la calle, en un rato te llamo”.

Hablo otros minutos con R. hasta que me entra la llamada de C. La pongo en altavoz, le cuento quién es R. y dejo que ella le diga por qué la estamos llamando.

Se entienden a la perfección y se establece un vínculo entre ambas.

Me gusta cuando puedo servir de puente entre dos personas que, creo, pueden llegar a trabajar bien juntas.

Creo que el éxito de esa labor consiste en no esperar nada de la colaboración que pueda surgir entre ambas partes

Si el proyecto llega a salir, ojalá que R. y C. me inviten a trabajar en él. Si no, no pasa nada. Imagino que el mundo funcionaría mejor si no esperamos algo a cambio a cada rato.

Luego de la llamada por fin le hablo a R. sobre la propuesta que le tengo, pero al final se tuerce y toma otra forma. De todas formas sigue en pie.

martes, 19 de abril de 2022

Mecerse

El silencio en el piso es sepulcral.

Son las 4:53 p.m., pero solo en su franja horaria. Jacinto Arteaga Lleva la cabeza hacia atrás y el cuello le tráquea, antes de volver a poner las manos sobre el teclado, cierra los ojos por unos segundos y solo escucha el tecleo frenético de sus compañeros de piso.

En Australia son las 7:54 de la mañana del día siguiente. Allá ya están en el futuro. Todavía le cuesta mucho entender eso y hacer cálculos de diferencias horarias.

En algún lugar de ese país Eloise, una tatuadora que sigue en una red social, se mece en una hamaca en un campo extenso con muchos árboles. Lleva puesta una falda nagra, botas de cuero del mismo color, y se alcanzan a ver sus pantorrillas repletas de tatuajes. Cuando se mueve hacia el lado izquierdo, se ve un perro negro con manchas blancas tendido en el piso, que mira un punto fijo en la distancia. Justo a su lado reposa una mochila de cuero de color café. El pasto está cubierto por una telaraña de sombras producto del sol que está colgado de un cielo de color azul intenso, con pocas nubes esparcidas como manchones, y que cae sobre las ramas de los árboles.

El video le genera sensación de paz y llega justo en un momento en que Arteaga se cuestiona si hace poco. ¿Poco para quién o qué?, se pregunta. No lo sabe, pero a veces cae en esa cuestionadera. Entonces comienza a darle vueltas al asunto en su cabeza y, por lo general, no llega a ninguna conclusión. Decide ponerse de pie para ir a servirse un tinto.

Ya en la cafetería, con la mano en la llave de la greca, imagina que poco o mucho, al final cada quien hace lo que esté a su alcance y ya está, que cada persona, esté en Shanghái o en las oficinas de enfrente que ve por la ventana de su puesto de trabajo, lleva un tiempo distinto.

Algunos van al ritmo de un compás de notas negras extensas, que puede parecer lento y perezoso, mientras que otros, esos que se quieren atragantar con la vida, van al ritmo de semicorcheas, como si fueran el baterista de una banda de speed metal.

La clave, imagina, está en llevar la velocidad que a uno le dé la gana, pero sin perder el ritmo. Mecerse con la vida y ya está, ¿acaso no?

lunes, 18 de abril de 2022

Desbaratarse

Escribo.

Trato de conectar algunas ideas y poco a poco me voy dispersando. Abro unos archivos de notas, y al final decido ir a internet.

Caigo en las garras del correo electrónico y luego, por el link de una newsletter, entro a YouTube.

Estoy perdido, nada que hacer. La red me absorbe por completo. Pero  si de distraerse se trata, debo hacerlo bien, así que me esmero en la tarea y de clic en clic caigo en una presentación de Alicia Keys.

Entre canción y canción, la artista conversa con el público, les cuenta que ha pensado últimamente y por qué la canción que va a tocar a continuación es importante. Por su forma de ser relajada, parece andar envuelta en una nube de tranquilidad, y  todo lo que dice tiene pinta de  verdades absolutas, de axiomas de vida.

Hacia el final (minuto 23) toca Falling.

Me asombra el sentimiento con el que canta y los melismas que hace con su voz. Parece que en cualquier momento se va a desbaratar, que su cuerpo no va a aguantar tanta mezcla de emociones y va a explotar, fundirse o convertirse polvo en la silla del piano.

Y es que se nota que no va con rodeos, que en cada nota que toca  lo deja todo y que su expresión facial de ojos cerrados contiene la verdad de la vida, o por lo menos la de ella; que tiene claro cuál es su papel en el mundo.

Cuando canta parece que todo cobra sentido, que la vida, en medio de todo, no es tan puñetera como parece.

Imagino que de eso se trata vivir bien. De no guardarse nada, de dejarlo todo en la cancha, en las relaciones, el instrumento, en la hoja, en el puesto de trabajo, en el lienzo que cada uno tenga, independiente de lo que se haga o el trabajo que se realice. 

Desbaratarse como estilo de vida.

viernes, 15 de abril de 2022

Hacer planes

Cuando le conectaron los electrodos, Miguel Ulrich pensó acerca de la facilidad con la que cambia la vida, cómo en un instante todo lo planeado se desmorona.

Recordó la cita de Joan Didion, tan precisa, tan verdad, tan suya y de todos: “La vida cambia rápido. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba.”

La vida se acaba a cada rato, solo que no nos damos cuenta, piensa, nunca nos damos cuenta de lo que realmente importa.

Él y su esposa decidieron pedir unos días de vacaciones, no para irse de viaje, sino quedarse en la casa.

No entiende bien el afán que la mayoría tiene de abandonar la ciudad, apenas tienen la oportunidad para hacerlo. A ellos les gusta pasar tiempo en su casa, leyendo, viendo películas, series, o tomando algo con la chimenea encendida, sentados en el viejo sofá de tela azul que compraron en un mercado de pulgas.

Ese día había sido un día normal como cualquier otro, si es que tal cosa se puede afirmar de un día. Cuando la noche cubrió la ciudad jugaron cartas, y picaron jamón y quesos. Al final de una partida Ulrich se levantó y fue a la cocina para servirse un vaso de gaseosa.

Cuando volvió a la mesa le dijo a su esposa: “Tengo escalofrío”. Ella, que barajaba las cartas, lo miró y se dio cuenta de que sus manos temblaban, y de cómo tiritaba hasta ese punto en que los dientes se entrechocan.

“Mejor vamos a acostarnos”, le dijo, y tomo una de sus manos. Estaba fría, como si acabara de bañárselas con agua helada.

Ya en el cuarto, Ulrich le pidió que por favor le pasara el saco grueso de lana gris, guantes y un gorro. Se acostó y haló las cobijas hasta por encima de su mentón. Kiki, su esposa, le trajo una bolsa de agua caliente y se la puso en los pies.

Luego se sentó en una silla a su lado y prendió el televisor, pero como un acto reflejo, para que hubiera algo de ruido de fondo que no la dejara pensar en escenarios graves.

10 o 15 minutos después, ninguno de los dos recuerda bien, ella le volvió a tocar las manos y seguían igual de frías. Le tomó la temperatura, pero no tenía fiebre. “Nos vamos para el hospital”, le dijo a Ulrich.

Al principio él insistió que no era nada que no se pudiera tratar con un poco de reposo, pero luego de un tiempo pensó que, quizá, algo no andaba bien.

Eran las 2 de la mañana cuando salieron de la casa. A esa hora las calles de la ciudad parecían las de un pueblo fantasma y, por alguna razón, cogieron todos los semáforos del camino en rojo. Kiki arrancaba con rabia cada vez que cambiaban a verde.

Cuando por fin llegaron al hospital y luego de coger un turno, una enfermera los atendió y le tomó los signos vitales. Todo estaba en orden. Luego le preguntó qué era lo que le pasaba y Ulrich le contó sobre el repentino y violento escalofrío.

“Sigan a la sala de espera”, pronto un médico los va a atender.

En la sala había otras tres personas ensimismadas en sus celulares y un televisor empotrado en la pared que, como el de su casa, no tenía otra función que hacer ruido.

Por fin Salió su turno en la pantalla“C256”, Ulrich pensó a qué se debía esa combinación y si antes de él 255 personas habían ido a urgencias ese día.

La vida cambia rápido. Te sientas a jugar cartas…

Lo atendió una médica muy joven de apellido Montoya, de la que ya no recuerda su nombre. “¿con qué los alimentan, para que se gradúen tan jóvenes?”, pensó Ulrich.

“Señor Ulrich le voy a ordenar unos exámenes de sangre para ver si todo está en orden, y un electrocardiograma”.

Primero le sacaron la sangre y 20 minutos después, le hicieron el otro examen. Para ese momento sus manos ya habían ganado algo de calor, y recordó lo frías que estaban cuando la enfermera le conectó los electrodos en el pecho luego de echarles un gel transparente.

Ese examen también salió bien.

De vuelta a la casa en el carro, con una Kiki concentrada al volante y mientras él miraba por la ventana, se preguntó si tendrá sentido o no hacer planes.

jueves, 14 de abril de 2022

Gritería confusa

Me acuesto pensando: “voy a dormir hasta el fin del mundo”. Mi plan fracasa de manera rotunda y algo: un sueño, un ruido, qué sé yo, me despierta a las 4 y media de la mañana.

¿Qué por qué sé la hora? Porque no me aguanto las ganas de mirar el celular, aunque siempre tengo presente un artículo que leí una vez, que decía que cuando eso ocurre lo mejor es dar media vuelta, cerrar los ojos, intentar quedarse dormido de nuevo, y no pensar o ponerse a hacer cálculos de cuántas horas de descanso quedan, para no espantar el sueño.

De hecho fue lo primero que hice, pero el sueño se largó de la habitación, y ahora la cubría un pesado manto de vigilia. Pasados unos minutos, después de llegar a esa conclusión, fue que tomé el celular para mirar la hora.

Me puse las gafas tomé una de las almohadas que siempre tiro al piso y faroleé un rato por las redes sociales, hasta que me dije: “mi mismo, tratemos de dormir”. Así que me acomodé de nuevo, pero algo me decía que no iba a poder quedarme dormido de nuevo.

Fue ahí cuando caí en cuenta de la algarabía de los pájaros, que trinaban a un volumen alto. Imagino que estaban gritando, cada uno tratando de exponer sus ideas a trino herido, tal cual como lo hacemos en twitter. Es posible que esa discusión haya sido la que me despertó.

Imagino que era una manada de copetones. Me concentré en escucharlos, deseando entender de qué hablaban o alegaban.

Cuando caigo en cuenta de que entenderlos es imposible, me dedico a escucharlos. Es un ruido apacible, y surge un efecto similar que el de una cascada.

Siempre que escucho los trinos de los pájaros, recuerdo algo que me contó mi madre del día en que nací. Ella, acostada en la cama del hospital, también escuchó muchos pájaros trinando. Ella dice que estaban alegres, pero estoy seguro que los que yo escuché hoy discutían.

miércoles, 13 de abril de 2022

El mañana

Faltan 4 minutos para las 11. Luego solo 60 minutos nos separarán del mañana, tan incierto tan esquivo, tan futuro.

El problema, como leí alguna vez, es creer que se tiene tiempo. Entonces, bajo esa premisa ficticia, aplazamos planes para luego, más tarde, o bien, para el mañana.

El problema que, creo, todos experimentamos, es que el día es muy corto, que las 24 horas no alcanzan para hacer todo lo que queremos, y que no estaría mal disponer de, por ejemplo, 5832 horas, la duración de un día en Venus.

Solo hablo de tener esa cantidad de tiempo, pues ni modo de vivir en ese planeta que tiene una temperatura de 465 °C, una presión atmosférica que escasamente la aguanta Thanos y un bello cielo cubierto de nubes de ácido sulfúrico.

El tiempo es un cabrón y no deja de pasar. Ahora son las 11:09 p.m. y resulta que tengo ganas de hacer de todo: dibujar, leer, ver televisión y escribir.

No entiendo por qué a veces me dan esos arrebatos de energía, justo cuando el día está a punto de acabarse.

De pronto lo que decía sobre tener el tiempo que dura un día en Venus es una exageración y muchos enloquecerían al disponer de un día venusiano que dura 243 días terrícolas. Me imagino que, para no pisar los terrenos de la locura en dicho escenario, deberíamos aplicar esa táctica de “un día a la vez” de la que tanto se habla.

Ahora son las 11:22. A veces siento que el tiempo se esfuma, casi siempre cuando uno no lo quiere, y que pasa  lento cuando uno desea todo lo contrario. Pero si hay algo cierto sobre el tiempo, es lo que dicen los de Les Luthiers “Time is money: el tiempo es maní”

Ya no queda nada para que nos atropelle el mañana. No tengo otra opción que robarle tiempo a su madrugada, para poder leer un rato.

martes, 12 de abril de 2022

De cremas y otras cosas

Hace sol, pero también mucho viento.

No sé si quitarme o dejarme la chaqueta. Al final decido lo último, la cuelgo de unos de mis brazos y me siento en un murito.

Espero a mi hermana en la entrada de un centro comercial. Acabamos de almorzar y si el curso de la vida no se despiporra en los siguientes instantes, el plan que tenemos en mente es buscar un café para comernos un postre.

Es que así es la vida, está uno sentado en un murito con un buen clima: cielo con pocas nubes, sol y brisa y, de repente, sin tener la más mínima idea o sospecha, la muerte está acechando. Algunos podrán tildarme de trágico, pero si no fuera así, no tendría por qué existir ese programa de 1000 Maneras de Morir.

A pocos metros de donde estoy sentado, está una pareja de barrenderas con uniforme azul, el pelo recogido en un moño; cada una con una escoba en una mano y un recogedor en la otra.

Me recuerdan a las protagonistas de Una palabra tuya, la novela de Elvira lindo que cuenta la historia de dos barrenderas de Madrid, que tenían formas peculiares de ver la vida.

“Ha sido Dios el que ha preparado todo esto, Rosario
—Pero, que coño hablas de Dios, ¿desde cuándo crees tú en Dios?
—Desde la semana pasada, desde que encontré el Cristo fosforescente. Por la noche me ilumina la mesita y yo le pido cosas y todas me las concede.”
– Una palabra tuya –

Las barrenderas que observo charlan animadamente sobre cremas humectantes. “Si, hermana, esa es buenísima”, está diciendo una cuando pesco su conversación. “Además que la Lubriderm esta recara, por eso yo utilizo esa”, concluye.

A medida que conversan, sonríen y recogen hojas secas y algo de tierra y las echan en bolsas plásticas de color blanco.

La que acaba de hablar se queda quieta por un momento, luego se quita un guante negro y se acerca a su compañera para mostrarle a que huele la crema de manos que utiliza. La otra mujer la toma suavemente, la acerca a la nariz y aspira profundo.

“¡Sí pa que! Esta huele delicioso“, y cuando termina la frase vuelve a tomar la mano de su amiga para oler de nuevo la fragancia de la crema. Parece que quisiera grabarse el aroma en su cabeza.

Veo a mi hermana venir y me pongo de pie. Si la  vida tiene algún curso predefinido, parece que esta vez lo siguió.

“¿A dónde vamos”, pregunta.

“No sé, caminemos a ver con qué nos encontramos”, respondo.

lunes, 11 de abril de 2022

Expectativa

Imagino que es mejor andar por la vida sin ningún tipo de expectativa y si algo bueno pasa celebrarlo y ya.

Con la lectura también pasa lo mismo. A veces lo mejor es no esperar nada de un libro por más que le den bombo por todo lado o existan listados sin sentido, tipo: “libros que debes leer antes de morir”.

Por lo general, las lecturas que nos “muerde y arañan”, como le decía Kafka en una carta a su amigo Oscar Pollak, y que son esa “hacha que quiebra el mar helado que tenemos dentro”, no suelen ser los best-sellers, ni los libros que aclama la crítica, sino obras que pasan desapercibidas para la mayoría de personas.

Libros que por alguna razón nos llaman la atención y nos invitan a hojearlos. Así me paso, por ejemplo, con los Articuentos Completos de Millás y El señor de los Dados.

También he leído libros con mucha expectativa, porque alguien me los recomendó, pero no me engancharon como lo esperaba.

Así me pasó con Conversación en La Catedral de Vargas Llosa que, según él, si tuviera que salvar del fuego una sola de las novelas que ha escrito, salvaría esa.

No se puede negar que la novela es tremenda en cuanto a técnica narrativa, pero por alguna razón no me conecté tanto con la lectura; de todas formas me la terminé de leer.

Hace unos años leí unas memorias tituladas “Leyendo Lolita en Irán”. El libro cuenta la historia de una profesora de literatura que hizo un club de lectura y discusión secreto, con mujeres estudiantes, en el que revisaban obras que habían sido prohibidas.

El libro me gustó, porque a medida que contaba su historia y la de las demás mujeres, analizaba diferentes novelas.

Al final el libro trae un listado de lecturas recomendadas y entre ellas estaba el Asesino Ciego de Margaret Atwood.

Con esa novela me paso algo similar que con la de Llosa: me di cuenta de que la técnica es complicadísima, pero la historia tampoco me enganchó y al final la deje de leer.

Ahora siempre hago eso, si un libro no me convence en los primeros capítulos, lo abandono. La vida es muy cortica para leer por obligación.

Otro con el que no pude fue el Péndulo de Focault de Umberto Eco. Ese me lo recomendó un amigo, y me juró que era buenísimo. Lo comencé a leer y avancé bastante (fue en esa época que solía terminar todos los libros), hasta que un día, aburrido, lo cerré y ahí lo dejé. De ese no me gustó que Eco crea que uno es tan erudito como él, y que no traduzca frases en latín y otros idiomas.

También, a veces me va mal cuando le pido recomendaciones a algunos libreros. Una vez, en Authors, uno me recomendó On the Road de Jack Kerouac. Ese sí que lo detesté.

Por eso ahora, cuando escojo una nueva lectura, evito leer reseñas o noticias sobre , para leer sin ningún tipo de expectativa.

viernes, 8 de abril de 2022

Conocer el final

Leo La vida invisible de Addie LaRue y tomo capuchino o tomo capuchino y leo, en fin, sea como sea, es uno de esos momentos en que la vida queda suspendida en un estado de serenidad.

Lo hago sin afán. Me falta poco para terminar la novela y saboreo el momento, la lectura y la bebida. Pienso que así debería ser la eternidad, un lugar con cafés al aire libre y muchos libros, por lo menos los que no se alcanzaron a leer en vida. Tal vez aspiro a mucho y más bien es un lugar aburridor, como la sala de espera de un consultorio, en fin.

Trato de, estar presente, disculpen lo cliché, todo lo que pueda, porque son instantes efímeros. Momentos de los que hay que agarrarse con dientes y uñas, y pelear por preservarlos como si fuera lo único que tuviéramos que hacer en la vida, pues en cualquier momento un pensamiento negativo atraviesa esa capa de tranquilidad que parece indestructible y nos llenamos de dudas que conducen a la tristeza.

Les decía que leo y mis niveles de dopamina están por los aires, porque tengo intriga de saber qué les va a ocurrir a los protagonistas que, claro está, están metidos en un problema ni el berraco.

En una escena conversan, tendidos en la cama, después de un día agotador. Ya no recuerdo el diálogo, pero este hace que piense en un posible final para la novela. “¿Será?”, me pregunto, y creo que sí podría serlo. imagino que hay relatos que conducen a los escritores a un único final, el menos disonante.

No me disgusta, pero prefiero cuando no logro intuir nada del desenlace de lo que leo. Por lo general soy malísimo para hacerlo y todos los posibles resultados que imagino solo quedan convertidos en finales alternos.

jueves, 7 de abril de 2022

Ponerse las medias

Puede ser que el destino del mundo no se decida en los momentos que consideramos críticos, sino en aquellos sencillos, simples o anodinos. Cuando experimentamos estos últimos, lo más probable es que estemos tranquilos, libres de angustias. ¿Quién se puede imaginar que ponerse las medias puede desviar el curso de la humanidad?

No recuerdo de forma precisa en qué pensé cuando me las puse hoy. Creo que mientras me visto, siempre visualizo el desayuno, sobre todo la preparación del tinto, pues, como ya he dicho antes, todo su ritual –alistar la cafetera Medir el agua, el café, prender el fogón, etc– tiene algo de Zen.

Soy malo para hacer preparaciones muy elaboradas para el desayuno entre semana, a diferencia de M, una amiga, que una vez me contó que le encanta ese momento del día, porque puede cocinar cosas riquísimas. Yo, con un cereal en leche y el tinto me conformo.

Pero mejor sigamos hablando de ponerse las medias, un movimiento casi mecánico y que pasa desapercibido. ¿Qué tal que sea determínate para el curso de nuestras vidas?

Qué tal que Hitler, luego de no ser admitido en la escuela de Bellas Artes a sus 23 años, haya pensado, al día siguiente, luego de salir de la ducha, justo cuando se ponía las medias algo como: “Creo que es mi deber conquistar el mundo y acabar con los judíos”.

Habría que entrar a analizar si hay alguna diferencia entre ponerse unas del mismo color o con figuritas, pero creo que debemos prestarle más atención a esos momentos.

Ya les digo, póngale atención a todo aquello que tenga pinta de insignificante, porque, independiente de lo que sea: una persona, un momento, un par de palabras que nos dicen o que dejamos de decir, quizá  cuentan con todo el poder para  cambiar el curso de la vida.

miércoles, 6 de abril de 2022

Preguntas al más allá

Un hombre cuenta, en una red social, que su esposa quiere saber si existe alguna forma de comunicarse con su padre que falleció hace unos años.

No sé para qué quiere hacerlo, pues como dice Manuel Vilas: “Si quieres preguntarle algo a alguien hazlo ya, porque el mañana es de los muertos”.

No sé si comunicarse con el más allá será posible. Muchos piensan, me incluyo, que  tal vez lo mejor sea dejar a los muertos tranquilos, sea cual sea el plano en que se encuentren y ya.

Una vez salí con una mujer que se la pasaba hablando de un exnovio que murió en un accidente trágico y de las varias veces que había establecido contacto con él. Era muy repetitiva con eso y siempre quería llevar la conversación hacia ese tema.  Yo no le prestaba mucha atención y trataba de cambiarlo, porque no sabía qué contestarle. Recuerdo que me contó que su muerto le había dicho que todo ese rollo del purgatorio era cierto.

Ella, como el hombre que lanzó la pregunta hoy, son libres de creer en lo que quieran y si quieren lanzarle preguntas al más allá pues, valga la redundancia, allá ellos, ¿acaso no?

Las respuestas no tardaron en llegar y varias personas le dijeron al hombre quienes hacen ese tipo de trabajo, o metían su cucharada de la mejor forma que les pareciera.

Una mujer, por ejemplo, dijo que existe una posibilidad de comunicarse por medio de los sueños. El único requisito para lograrlo es ser creyente en Dios, rezar un credo antes de dormirse y pedirle que le permita comunicarse con su padre. De esa forma seguramente soñará con él, para que le transmita un mensaje importante.

Otras personas no respondían a la pregunta planteada, sino que en vez de tragarse su opinión, la escupían como si nada, como una mujer que escribió: “Mejor dejar descansar a su papá y entregarle a Dios cualquier sentimiento o problema que no llegaron a solucionar”.

De pronto hablar con los muertos es justo lo que necesitamos, porque hablar con los vivos cada vez se torna más complicado.

martes, 5 de abril de 2022

Pereza

Tengo pereza de escribir. Dicha sensación está potenciada por no tener idea sobre qué hacerlo.

La única forma de combatirla es escribiendo. Siempre he pensado que la escritura es como un músculo que se debe ejercitar, sobre todo cuando sentimos que anda flojo.

Acudo a la solución más fácil: escribir precisamente sobre eso, mi pereza de escribir, o bien, mi incapacidad para hacerlo.

No dediqué un rato del día a pensar sobre un tema, porque me la pasé editando un correo que debía funcionar completico, es decir, no le podía sobrar ni faltar una palabra.

El correo también tenía un archivo adjunto que pude redactar más rápido de lo que pensé, pero mi maquinaria narrativa se varó al momento de enfrentarme al cuerpo del email.

Necesitaba que fuera cercano y por eso conté una pequeña historia al comienzo, pero cuando debía hacer una transición al tema central, mi mente quedó en blanco.

Salí a dar una vuelta. Como ya lo he dicho antes, a veces, para que las ideas fluyan, lo mejor es pensar en los huevos del gallo de forma deliberada.

Caminé hasta un Dunkin’ Donuts y me compré una de Choco-maní (la mejor de todas y no pienso discutirlo por el momento), luego le di una vuelta a un parque y regresé a mi casa.

Hasta ese momento seguía sin pensar en el correo que debía enviar.

Al llegar a casa, lo primero que hice fue prepararme un tinto. Mientras lo hacía, no me aguanté las ganas y le metí un mordisco a la dona. Me supo muy bien porque estaba fresca, a diferencia de esas que dejan en el mostrador un viernes y el fin de semana es largo porque hay festivo, y cuando uno las compra emocionado resultan tiesas.

Si el mordisco solitario de la dona fue bueno, ustedes no se imaginan su maridaje con el  tinto. Me la acabé en no más de 5 mordiscos, alternados con sorbos de la bebida.

Luego me senté en el escritorio, leí lo que llevaba redactado del correo, vi un camino para enfocarlo de otra manera, lo tomé y luego de 15 minutos le di clic al botón enviar.

lunes, 4 de abril de 2022

Fracasado

Espero a alguien en un restaurante.

Varios meseros revolotean por el lugar: toman nota de qué quieren los comensales, caminan de afán mientras hacen equilibrio con bandejas que transportan por encima de sus cabezas, llevan cuentas y facturas, manejan datáfonos, rellenan los vasos de agua, así solo se les haya dado un sorbo, recomiendan platos o mencionan cuáles ya se agotaron.

“Señor, ya no tenemos Mero”, dice uno de ellos a una pareja que se encuentra en la mesa de al lado. El hombre se pone a mirar la carta de nuevo. Queda claro que no está preparado, y que no tenía una segunda opción en mente. “Entonces tráigame un bistec”, dice con desgano, como si estuviera seguro de que el plato le va a salir malo.

Me salgo de mis pensamientos para ponerles atención, parar oreja es un buen deporte.

“¿Por qué piensas eso?”, le pregunta la mujer al hombre, que ahora tiene los codos apoyados sobre la mesa y las manos sobre la cabeza. Las mueve de adelante hacia atrás, y luego se las pasa por la cara.

“Por qué lo digo?”, pregunta como si fuera obvio.

“Si, dime porque piensas que eres un fracasado”.

Pues es casi obvio Marce, ya casi voy a cumplir 50  y todavía no tengo un hijo”

“Pero Omar”, le responde ella tomándole la mano que reposa sobre la mesa, “Tienes trabajo, dos apartamentos, carro, una finca productiva. No te entiendo.

Un mesero llega para volver a llenar la copa de agua de él, que terminó hace un momento con un sorbo prolongado.

“Por favor no digas eso”, concluye ella. Tienes que tener cuidado con las palabras que utilizas, y esa es una muy fuerte.

A Omar parece no importarle lo que le dice su amiga, y como para dejar claro lo poderosa y negativa que es la palabra, ella saca el celular para buscar su significado.  Lo lee en voz alta:

Persona Que no ha conseguido en la vida la posición o el estado a los que aspiraba. ¿En serio crees que eres un fracasado?

Omar le regala una mirada triste, le vuelve a dar un sorbo a la copa de agua.  No responde nada de lo que piensa.

sábado, 2 de abril de 2022

Mi lectura se fue al carajo

Hace buen clima así que decido salir a tomarme un capuchino y leer.

La idea que tengo es la cabeza es hacerlo, como mínimo, de 4 a 6.

Llego al café pasadas las 4. Hago el pedido y hojeo el celular mientras me traen la bebida.

Cuando por fin llega saco el Kindle y comienzo a leer.

Me engancho con la lectura hasta que alguien me llama: “¿Juanma?”. Volteo a mirar y es Verónica, una compañera de la universidad.

Nos saludamos, que cómo estás, que rico verte, y demás formalidades y ella me dice que tiene una cita con yo no se quiensito, pero que todavía no ha llegado. Luego inspecciona el lugar con la mirada. “Voy a mirar a ver si está adentro”, dice, y deja colgando la frase en el aire mientras se aleja, dando a entender que, si su cita no ha llegado, se sentará conmigo a esperarla.

“Mi lectura se fue al carajo”, pienso, mientras le regalo una sonrisa hipócrita y le doy un sorbo desganado al capuchino, pues ya no me lo voy a poder tomar mientras leo.

Al rato Verónica vuelve y confirma que cita no ha llegado. En ese momento ya estoy en plan charla y la invito a sentarse.

Repetimos un par de comentarios que nos acabamos de decir, y siento que a nuestra conversación le cuesta prender motores. Le pregunto que como está, que cómo le ha ido con la pandemia, pero quiero saber si la se le ha afectado el coco, que me cuente algo que me sacuda, como dice el poema The Invitation:

It Doesn’t interest me what you can do for a living. I want to know what you ache for, and if you dare to dream of meeting your heart’s longing.

pero seguro planteo la pregunta mal, porque me responde: “bien, estoy trabajando en X empresa como wachuwachu”.

“Que bueno”, respondo, y ella sigue contándome en qué consiste su trabajo. Quiere tomar las riendas de la conversación para llevarla a su campo: empresas, trabajo, etc. y yo tengo una pereza infinita de caer en ese terreno verbal. Solo quiero saber, en realidad, cómo ha estado, que deje de lado, por lo menos un momento, su postura profesional, pero no encuentro las palabras así que la dejo ser. Además, sigo pensando: mi lectura se fue al carajo.

Me cuenta que su hijo ya tiene 8 años y se pone a buscar una foto de él en el celular. Por fin encuentra una en la que sale solo y me la muestra. La miro y no sé qué decirle, si darle felicitaciones o qué, así que acudo a una respuesta que creo segura: “Se ve súper grande”, sin tener ni idea de cuál debe ser la altura de un niño de esa edad.

Verónica sigue mirando para todos los lados a ver si la persona que espera ya llegó. La siento, igual que yo, incomoda.

“Cuando me vuelve a mirar me pasa el balón de la conversación con la siguiente frase: “Pues sí, eso te cuento”, como diciendo “de malas mijo, mire a ver de dónde saca tema”. Me dan ganas de decirle que no me ha contado nada, pero me quedo callado y ella también.

Un silencio incomodo cubre la conversación hasta que me pregunta: “¿Y tú qué?, hijos, pareja ¿qué?” Le doy otro sorbo al capuchino para mojar la palabra. Ya está frio (mi lectura se fue al carajo) y le respondo que nada, negativo, null, nicht, nones, nein, naranjas, que ese departamento, al parecer, no cuenta con un manager o sus empleados andan en huelga.

Le digo que cada vez es más difícil conocer a alguien, y que esa dinámica en sí: Cómo te llamas, quién eres, que te gusta hacer, bla bla bla. Me da mucha pereza, pero que, imagino, no debe haber otro camino.

Verónica me da la razón y me dice que la única salida es que mis amigos me presenten a alguien. Intento hacer una broma y le digo que me presente amigas, pero ella hace que no oye, no sonríe y responde:

“Yo, por ejemplo, estoy en mi segundo matrimonio. Me cuenta que el primero no funciono porque ella y su expareja, aparte de una infidelidad de por medio, eran muy distintos, y que uno siempre sabe cuándo alguien no es para uno. “¿Cierto?”, me pregunta.

Aquí mis sentidos se ponen alerta, porque por fin se muestra un poco vulnerable, pero como en tema de relaciones soy más bien la voz de la inexperiencia, tampoco sé qué responderle. Contrapregunto: “¿Tú crees?”.

Verónica ahora se concentra en su celular y me pide disculpas. “Estoy en medio de una negociación con una empresa de Peru y es súper importante”, concluye. “Tranquila, dale sin problema”, le respondo.

Cuando deja de escribir en el celular, me cuenta a grandes rasgos de qué se trata todo. Dice algo que tiene que ver con temas legales y que allá todo eso es muy complicado, porque el cashback yo no sé qué cosas. Asiento con la cabeza, mientras le pido a los dioses de las conversaciones que me iluminen.

Luego me dice que está haciendo un MBA en tal lugar. “Ahhh el de X cosa, le menciono” y de inmediato me corrige: “no, este es diferente porque es con la metodología de Harvard. Todo lo vemos por medio de casos de estudio”

“Ahh ya”. Mi lectura se fue al carajo.

“¿Y tú qué haces acá?”

Le señalo la mochila y le digo que vine a leer un rato.

“Ahh veo, Yo me voy a hacer en otra mesa para esperar a mi cita”

Se pone de pie, la imito, nos damos un abrazo y se va a buscar otra mesa.

Vuelvo a prender el Kindle, y ya solo me queda un cuncho frío de capuchino. Me lo tomo y es un sorbo triste. 

Retomo la lectura.