El taxista, un hombre con la cabeza rapada, como si estuviera prestando servicio militar, maneja de afán y da unos timonazos violentos. En los semáforos aprovecha para revisar unas notas de voz que alguien le ha enviado. Lleva audífonos puestos así que resulta imposible saber qué le dicen en ellas y, lo qué podría considerarse más importante, quién se las envió.
Cuando el semáforo cambia de rojo a amarillo, el hombre vuelve a ubicar el celular entre sus piernas y pisa el acelerador con furia. Tiene la mirada fija hacia el frente, pero quien sabe qué situaciones está manejando en su cabeza, espero que no sean lo suficientemente poderosas como para que les preste más atención que a la vía por la que conduce, a la realidad, pues la mía, en parte, depende de la de él.
Otro semáforo, y otra vez lo mismo. Revisa la conversación en su celular con ansias, como buscando un mensaje revelador del que le hizo falta leer algo entre líneas. Esta vez decide contestarle a quien sea con la persona que chatea, con un mensaje de voz:
“Hola, espero haber remediado mi equivocación, y no volver a caer en otro error, y sí, yo también TE AMO (así en mayúscula y negrita fue la pronunciación de esas dos palabras que pueden significar tanto o ser un mero formalismo). Mira yo la verdad quiero comprar una casa, estoy cansado de vivir en arriendo, y que los dueños del lugar me anden jodiendo cada mes. No sé si tu te le midas, si sí lo podemos hablar y cuando termine de pagar el crédito, que ya me falta poco, pedimos otro.
Después del mensaje, de esa descarga emocional, el hombre disminuye la velocidad, como si el haber expulsado esas palabras que tenía atoradas quién sabe donde, lo hubiera sosegado.
Llego a mi destino y no alcanzo a escuchar más planes a futuro de esa pareja que espera no repetir los errores que cometieron en el pasado.