Recuerdo que cuando era pequeño, un día en clase decidí inventar mi firma. Si no estoy mal la que utilizo hoy en día tiene algo del ese primer diseño, que no intentaba otra cosa que emular la firma de mi padre.
Ese día, y no se porque lo tengo tan fresco en mi memoria, me conté lo siguiente: “Voy a ensayar mi firma muchas veces, para cuando tenga que firmar muchos cheques en una empresa.” No sé de dónde carajos saqué semejante pensamiento, en esa época que en la que una de mis mayores preocupaciones era jugar con carritos.
Les decía que lo que en verdad pretendí en esa ocasión fue imitar la firma de mi papá. Para mi era todo un espectáculo, y aún lo es, verlo firmar. Es una firma muy complicada, en la que resaltan sus iniciales, la H y la J, pero parece una escritura de otro tiempo, como gótica, con miles de curvas y trazos precisos.
Parece que firmar para él es todo un ritual. Segundos antes de hacerla se torna serio; parece que evocara algún recuerdo, y apenas toma el esfero hace unos trazos desordenados en el aire, como para calentar la mano, y en una de esas curvas aéreas, escoge un momento de forma aleatoria, en el que lleva la punta al papel y realiza ese trazo espléndido que parece estar lleno de sabiduría, y que siempre es idéntico. Es una firma sin errores.
En cambio, mi firma, a pesar de que en algún momento de mi vida le dediqué tiempo a su diseño, es muy simple, casi nada si la comparo con la de mi padre. A veces, me imagino que porque no tengo ningún tipo de ritual o calentamiento antes de hacerla, me queda distinta, y la tengo que retocar una vez la termino. Esas veces no es firma sino garabato, pues supongo que una de las reglas de oro de una firma es serle fiel a un único trazo.