Son las 5 de la tarde y el calor que hace es desesperante. La ropa se me pega a la piel y gotas de sudor se forman en mi frente cada nada. Ahí estoy, con un librito en la mano y buscando un lugar cómodo para sentarme a leer. No hay ninguna mesa disponible en el bar del lobby, así que me acerco a la barra y le pido a Jorge, el barman de sonrisa luminosa, una limonada con mucho hielo. Apenas me la entrega le doy un sorbo largo, y el líquido frío me refresca la garganta.
Por alguna alineación de planetas, una pareja desocupa una mesa que está al lado de un ventilador. Me abalanzo sobre ella dispuesto a irme a los golpes con quien quiera tomarla. Nadie más la vió o nadie más busca mesa, así que no tengo necesidad de llegar a tales extremos.
Abro la novela, úbico el vaso de limonada de forma estratégica para solo tener que inclinar mi cuerpo para darle sorbos y comienzo a leer. Entonces ocurre lo de siempre: me meto en el mundo de la novela, acompañó a los personajes como un espectador en primera fila y logro bloquear el ruido y distracciones a mi alrededor.
Nada del otro mundo, solo un tipo disfrutando de un momento de lectura. Todo transcurre igual, normal podría decirse, hasta que una voz de mujer rompe mi burbuja lectora: “Perdón, nos queremos sentar acá”. Levanto la mirada y veo a una mujer gorda con un pareo rojo de flores y el pelo mojado. Lleva con un cóctel naranja en sus manos coronado por una sombrillita.
No respondo nada, pero hago cara de: Idiota, ¿no ve que la mesa está ocupada? Acto seguido bajo la mirada y continúo con mi lectura.
Minutos después alguien toca mi hombro con un dedo. ¿Qué le pasa a la gente? Volteo a mirar y me encuentro con un señor más gordo que la señora de hace unos momentos. El hombre no lleva camisa, está en bermudas y tiene otro cóctel en sus manos, una piña colada al parecer. “Señor, vemos que solo está leyendo y tomando limonada. Como mi esposa y yo estamos tomando licor, ¿podría dejarnos la mesa?
“No, no podría”, le respondo y vuelvo a bajar mi mirada. Ya no leo, solo espero el contraataque del hombre y su mujer. “Señor se lo voy a pedir una última vez de forma amable: queremos sentarnos acá”. Esta vez no toca mi hombro sino que toma la mala decisión de cerrarme el libro.
El inadaptado que llevo dentro toma control de mí, la rabia se expande por todo mi cuerpo y con un par de movimientos rápidos me pongo de pie, ubico mis dos manos sobre el pecho del gordinflón y lo empujo. El hombre trastabilla hacia atrás, y cae al piso, al tiempo que se riega el cóctel encima y el vaso se quiebra contra el piso.
Adopto, creo, una posición de pelea, listo para contrarrestar el ataque del hombre, que ahora murmura cosas ininteligibles mientras intenta ponerse de pie.
Jorge acaba de salir detrás de la barra y me dice que esté tranquilo, que no es para tanto, y un par de guardias de seguridad ayudan a que el hombre se ponga de pie.
Ya no se puede leer en paz en estos días.
Cuando llego al banco solo hay tres personas esperando turno. Toca pedirlo escaneando un código QR de una pared y un hombre me pregunta si debe utilizar la cámara. Me imagino, le digo, porque yo tengo una app para eso y no sé qué modelo es su teléfono.
L116 esa es la celda de Excel que me toca interpretar en ese momento. Al poco tiempo, luego de sentarme, llega una oleada de clientes al banco y pienso que me voy a demorar una eternidad en ese sitio, uno, a mí parecer, de los más deprimentes del mundo.
Me ahorro 20 minutos de narración contándoles que mi vuelta en el banco demoró solo ese lapso de tiempo. Salgo contento y llamo a mi hermana a ver si ya terminó su vuelta de reclamar medicamentos. Me cuenta que faltan 20 turnos para el de ella y que la farmacia está taqueada de gente. Mínimo me demoro 20.000 horas en ese lugar, dice. Río mentalmente de su hipérbole y le cuento que yo pude hacer mi vuelta de banco rápido y que a manera de premio me voy a hojear libros y quizá me compre uno. Nos estamos hablando sentencia ella, con un dejo de fastidio en su voz.
Cuando llego a la librería el ambiente del lugar está agitado. Varias personas revolotean por los pasillos preguntando diferentes títulos a los libreros. Me uno a ese flujo de personas y pregunto por Cometierra de Dolores Reyes. El librero lo busca en el sistema y me cuenta que está agotado. Luego, como por acto reflejo, pregunto por Rosa Montero, a ver si de pronto me encuentro con un libro de la autora española que no tengo en mi radar de lectura. Me dice que solo tienen La desconocida, la novela que escribió con Olivier Truc. Quizá me estoy perdiendo de una buena novela negra, pero esa no me ha llamado la atención. ¿No tienen más?, le pregunto de nuevo al librero, y me contesta que no, que de Montero solo tienen esa. También intento con Millás, pero el hombre, parece que por pereza, me dice que no tienen libros del escritor.
Es en ese momento cuando decido entregarme al ritual de hojear libros, que solo consiste en caminar por los pasillos de la librería, ladear la cabeza para leer los títulos en los lomos, sacar de los estantes los que me llaman la atención, leer un par de páginas, quedarme con ellos en las manos para luego evaluar comprarlos o devolverlos a su lugar.
Al poco tiempo confirmo que el librero que me atendió tiene pereza, pues me encuentro con La carne y la historia del rey transparente de Montero. Como siempre me pasa cuando me topo con la primera novela, no me resisto las ganas de leer su primer párrafo:
La vida es un pequeño espacio de luz entre dos nostalgias: la de lo que aún no has vivido y la de lo que ya no vas a poder vivir. Y el momento justo de la acción es tan confuso, tan resbaladizo y efímero que lo desperdicias mirando con aturdimiento alrededor.
No puede tener más razón el narrador de esa novela. Devuelvo el libro a su lugar y continúo con mi tarea de hojear libros hasta que encuentro el que me quiero llevar, El descontento de Beatriz Serrano.
Luego en la fila para pagar que es larga, me distraigo viendo otros libros de Murakami. Pienso en que hace mucho no leo nada de ese autor y por un segundo evalúo si más bien llevar un libro de él y no el que escogí, o bien llevar los dos. En medio de ese breve dilema suena mi celular. Contesto y es mi hermana. Me dice que ya terminó de reclamar los medicamentos y que no me mueva de donde estoy para ir a almorzar.