La pareja está sentada en una mesa de la terraza de un bar. Es el cumpleaños del hombre y cada uno ríe de forma nerviosa a los comentarios del otro. Una jarra de cerveza rubia, que suda, reposa sobre la mesa.
Cuando se quedan sin que decir, dan sorbos esporádicos a sus vasos de cerveza, como esperando una especie de ayuda divina del líquido, para que fluyan las palabras
El hombre, el más interesado en que la conversación no muera, se las ingenia para soltar comentarios. Ella sonríe y responde de forma breve a cada uno de ellos. En un momento se acomoda un mechón de pelo que acaba de caer en su frente, detrás de su oreja derecha.
¿Acaso es una señal? piensa el hombre, pues eso dicen, ¿no?, que si una mujer se toca el pelo, en una conversación, de esta o tal manera, significa que está coqueteando. Él nunca ha creído en ese ABC de la seducción, y por eso solo busca la manera de seguir hablando para llenar los silencios, y deposita toda su fe de conquista en las palabras que salen de su boca, en hilarlas lo mejor posible.
Ahí están ambos, inmersos en ese juego lleno de lenguaje y expectativa en el que ninguno quiere dar un paso en falso. Ahora ella se acomoda en la silla para mirarlo completamente de frente, y él se anima a tocarle el hombro suavemente.
Otra vez hay risas. Sostienen sus miradas y ella se acuerda del capítulo 7 de Rayuela: Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, que se sabe de memoria.
Todo alrededor de ellos se desdibuja, se desenfoca, pierde fuerza. El hombre le coge las manos, pero no se inclina hacia ella.
En ese momento casi perfecto, un tropel de amigos entra al bar. Dicen en voz alta ¡Camilo!, y él se pone de pie para saludar a cada uno con un fuerte abrazo. Los hombres también la saludan a ella, pero están ahí para celebrar el cumpleaños de su amigo.
Tiempo después piden una jirafa, y ahora dos de ellos le hablan a ella, que vuelve a sonreír, pero de otra manera, con otra intención.