Desde pequeño un timbalero vive dentro de mi cuerpo. Cuando tenía 5 o 6 años, las agujas de tejer de mi madre hacían sus veces de baquetas y las aporreaba contra cojines, camas y otras superficies. Años más tarde aprendí a tocar batería y compré unas baquetas de verdad.
Ahora soy muy bueno en el arte de tocar batería aérea y también, a lo largo del día, me invento diferentes secuencias de ritmos que llevo con las manos y pies. Mientras escribo estas palabras llevo un ritmo con mi pie derecho, en el que imagino el golpe del talón como el de un bombo y el de la planta como un redoblante.
Me obsesiono con un ritmo y lo ensayo en diferentes tempos, hasta que algo me hace olvidarlo y le doy paso a otro, el que sea que llegue. ¿De dónde vienen? No tengo ni idea. A una de mis hermanas le fastidia mucho que haga ruido con manos y pies, pero a veces es algo que hago de forma inconsciente.
No sé si llevar ritmos a cada rato sea una manera de blindarme ante pensamientos y miedos irracionales que desencadenan ese comportamiento repetitivo. Puede que sí, puede que no todo funcione de forma adecuada en mi cabeza y por eso busco la manera de drenar esas sustancia oscura y espesa, la angustia, que a veces se ubica en la boca del estómago.
Una vez fui al teatro Jorge Eliecer Gaitán a ver una presentación de un grupo de percusionistas extranjeros que ejecutaban números con ritmos complicados y diferentes objetos. Uno de ellos era con encendedores que prendían y apagaban; eran muy buenos.
A veces, cuando creo que me invento un ritmo bueno, imagino que asisto a una de sus presentaciones. En un momento me pasan al frente y me piden que les enseñe un ritmo para que ellos lo sigan. Después de enseñarlo quedan deslumbrados y me ofrecen un puesto en la compañía.