Cuenta mi padre que en el internado que estuvo, un alumno de su curso era cojo porque había tenido polio. El cojo llevaba el pelo ensortijado, pero lo que más recuerda mi padre de él, era su sonrisa malvada cuando cometía una falta y lograba que ningún cura o profesor se diera cuenta.
A la hora del almuerzo hacían formar a todos los estudiantes en un patio, y luego marchaban ordenadamente hacia el comedor. Ese corto trayecto coincidía con una zona en donde les dejaban meriendas a los directivos, que consistían en algo de beber y comer.
Cuando el grupo de estudiantes iba pasando por ese sector, mi padre veía como el cojo se salía de la formación y renqueaba hasta ese lugar, en el que no se demoraba más de 5 segundos. Ese tiempo le alcanzaba para tomarse tres vasos de alguna bebida, y comerse un número igual o mayor de bocados del refrigerio que la acompañaba.
Luego de satisfacer su hambre voraz, se incorporaba de nuevo a la formación con la misma dificultad en su andar, y seguía marchando como si nada hubiera ocurrido; era en ese momento cuando sonreía de forma malvada.
“Dios sabe cómo hace las cosas”, dice mi padre, “si ese cojo no tuviera ningún problema para caminar, quién sabe en quién se habría convertido”.
Mi padre no sabe qué ocurrió con el cojo. De pronto enderezó su andar tanto físico como moral, o su cojera no fue un impedimento para convertirse en un delincuente. Si usted conoce un cojo bien malo, con una sonrisa particularmente malvada, puede que sea el compañero de colegio de mi papá.
Esta vez, cuando mi padre termina la historia del cojo, que ya me ha contado en el pasado, sus ojos se pierden en un recuerdo. Ríe un poco y dice: “igual yo también era una joyita, pero en ese colegio daba lo mismo cometer una falta grave que una simple, porque el castigo era el mismo: una cachetada bien puesta”.
Además de eso a veces le prohibían las visitas, y si mi abuelo se enteraba por qué había sido, también corría peligro de que él lo golpeara por haberse portado mal.