Al salir de su oficina, Ramon Suárez se dirige al paradero para esperar el bus que siempre toma, el L50, que no hace ninguna escala. Lleva las manos en la cabeza, y le gustaría llevar los pensamientos en los bolsillos. Lo primero es cierto, pues se aplica presión en las sienes para calmar un dolor de cabeza, un ronroneo molesto, no fuerte, pero constante, que lo ha acompañado toda la tarde; y por eso le gustaría sacarse los pensamientos para meterlos en los bolsillos, pues asume que son la principal causa de esa molestia. También piensa que podría botarlos en una caneca, pero luego recapacita y cae en cuenta de que es mejor tenerlos todos a la mano, reciclarlos, incluso los más tontos, porque nunca se sabe cuando los vamos a necesitar.
Al pasar enfrenta de una vitrina con unos maniquíes que exhiben, según un mensaje que cuelga de la mano de uno de ellos, la última moda de verano, mira de reojo su reflejo en el vidrio, pues tiene miedo de encontrarse con la imagen de otro hombre, alguien que no es él, pero que de todas formas siente que lo habita.
Trata de evitar el pensamiento, de cubrirlo con asuntos de menor importancia, como la conversación que tuvo con Raúl, su supuesto mejor compañero de la oficina, a la hora del almuerzo, sobre el clásico de fútbol entre los dos equipos de la ciudad. No es que a Suárez no le guste ese deporte, sino que no le da tanta importancia como su amigo, y le molestan los bandos, las dicotomías, que las personas tiendan hacia los extremos, por eso desde la primera vez que Raúl le pregunto de qué equipo era hincha, Suárez se la jugó, y mencionó el primero que le vino a la mente, con la fortuna de que resulto ser el equipo de su amigo.
Parece que el pensamiento sobre su reflejo cayó en uno de los abismos de su cabeza, y Suárez lo imagina ahora en un terreno de filias movedizas, del que es imposible escapar. Sonríe. “Una preocupación menos”, piensa.
El bus llega al paradero y, como evento extraño de la tarde, Suárez consigue un puesto desocupado en plena hora pico, un campanazo que lo alerta de que algo no anda bien, de que algo quebró la rutina; una falla cósmica, por decirlo de alguna manera.
El bus arranca y Suárez se pierde en sus pensamientos, mientras ve pasar un edificio tras otro. Sabe que ya está cerca al paradero de su casa, pero no se molesta en alistarse; sigue sentado como si todavía le faltara un largo tramo para llegar a su destino.
Media horas después de haber dejado atrás su paradero habitual, Suárez se pone de pie y se baja en una estación del occidente de la ciudad en la que nunca había estado, y comienza a andar sin un rumbo fijo. Luego de una hora de caminata, ya cansado, ve un conjunto de apartamentos y entra en él. El portero que le abre la puerta lo saluda afectuosamente y le pregunta por el clásico, que si lo vio y que cómo le pareció la actuación de Roncancio, el número 10 de uno de los equipos. Suárez utiliza uno de los lugares comunes con los que siempre le responde a Raúl y sigue de largo. Toma el ascensor y sube hasta el piso 10. Al llegar a él, las puertas se abren en un corredor extenso. Suárez sale y camina hasta el apartamento con el número 1012, saca las llaves y las mete la cerradura, les da tres vueltas y la puerta se abre. Una niña pequeña y rubia sale corriendo de la nada y le abraza las piernas.
En el ambiente flota un olor intenso a comida: pollo con papas al tomate, uno de sus platos preferidos. Al rato sale una mujer de la cocina, se acerca a él y le da un beso en la boca. Suárez siente que es y no es él; una parte de su ser le exige que salga corriendo ya mismo de ese lugar, que se aleje de esa fantasía con tintes de pesadilla, y que busque el camino de regreso a su vida habitual, pero la otra, la de ese otro yo que lo habita, lo invita a que se descalce, a que busque sus pantuflas en el baño y que se entregue a esa nueva vida. Suárez se deja llevar por esta última, y es así que cruza la puerta que su reflejo le ha abierto.