Almuerzo. Cuando termino de hacerlo, mi futuro inmediato se bifurca en dos opciones: leer o dormir. Escojo la primera, porque si me voy con la otra, es muy probable que me desvele por la noche, y no hay necesidad de estropear, más de lo que está, mi ciclo circadiano de luz y oscuridad.
Ya en mi cuarto y recostado en la cama, acomodo las almohadas contra la pared, me recuesto, dictamino que las organice mal, las vuelvo a organizar, me recuesto de nuevo y considero que estoy en la posición adecuada. Prendo la lámpara, apunto su haz de luz a las páginas de libro y comienzo a leer.
Después de unas cuantas líneas, mi mente decide que la postura que adopté para la actividad ya no es la adecuada y me invita a recostarme de medio lado. Le hago caso, pues se supone que es sensata y que sus sugerencias le apuntan a mi bienestar.
Luego de acomodar las almohadas una tercera vez, me doy cuenta de que resulta incómodo sostener el libro en la nueva posición. Lo sostengo con una mano, con ambas, lo apoyo contra las cobijas, pero ninguna postura funciona.
El libro me está tocando las pelotas, y precisamente el diálogo que leo habla sobre eso:
“—Ya. ¿Y hay grados en esto de tocar las pelotas?
—Claro. El tocapelotas perfecto es aquel que fusilarían todos los bandos porque no se encuentra a gusto en ninguno. Se suele decir que a Galileo lo condenaron por afirmar que la tierra daba vueltas alrededor del Sol, pero yo creo que a la gente, en general, no la castigan por sus ideas, sino por tocapelotas.”
Los personajes intercambian otro par de ideas sobre el tocapelotismo, y cuando termino el diálogo, una sensación de cansancio y sueño cae sobre mí. Pongo el separador en la página que voy a las patadas, porque es de imán y no me preocupo en abrirlo para que la muerda justo después del último párrafo que leí. Vuelvo a acomodar las almohadas, que también me tocaron las pelotas en todo momento, y le toco las pelotas a mi ciclo circadiano.