Son cuatro mujeres. La menor no debe tener más de 43 años y la mayor no más de 55. Cuando llegan al lugar, piden un té de frutas y luego se sientan.
Comienzan a conversar, Una de ellas, de pelo y ojos negros, que lleva puesto un saco de cuadritos a colores y tiene un acento de otro lugar, es la primera en hablar. Cuenta que su hijo, que tenía 19 años, murió hace dos años. “¿Cómo fue?”, le pregunta una de las mujeres, sin ningún ánimo de morbo en su voz.
En ese momento llega la mesera con sus bebidas, cuatro copas de líquido rojo con trozos de frutas en su interior que dejan una estela de vaho en el camino.
“En un accidente automovilístico” responde la mujer, y se queda callada unos segundos, como recordando el trágico episodio.
También les dice que para ella ha sido muy provechoso el haberse mudado a Colombia, porque el pueblo en el que vivía en España era muy pequeño, y los lugares y personas no hacían más que recordarle a su hijo, y con esos recuerdos era inevitable que no llegara la tristeza que poco a poco se transformó en una depresión.
Calla por unos segundos, mientras sus amigas digieren lo que acaba de contar. Antes de que alguna comente algo, concluye: “Mi familia siempre me dice que cuando voy a regresar, pero yo no tengo una fecha de regreso, no me siento ni de aquí ni de allá. No quiero pensar que me voy a ir mañana o que me voy a quedar. La voz le tiembla al decir estas últimas palabras. Una mujer, la más vieja que lleva puesto un sastre azul oscuro, le pasa un pañuelo para que se seque las lágrimas.
La mujer deja de hablar. Segundos después otra, la que parece dirige el grupo de apoyo, comienza a hablar: “Una de las tareas más importantes es aceptar la perdida. En mí caso, en el sepelio de mi hijo pensaba ¿Qué hago aquí? Me sentía como en una película. Debemos aprender a expresar las emociones de la perdida.”
“Si”, interviene otra, “lo mejor que podemos hace es sentir”.
La mujer, ya un poco más calmada, vuelve a hablar: “Con mi familia, sin necesidad de decirnos nada, hemos hecho un pacto para no hablar sobre el tema. Incluso al nene (su hijo menor que ahora tiene trece años) no le decimos nada. Para él todo fue muy traumático en esa época, pues, en ese entonces, su padre también murió de cáncer 8 meses antes”.
Logra contener las lágrimas y continúa hablando: “Yo estaba muy mal. Mis familiares pensaban Se va a volver loca, y tenían miedo de que me hiciera algo. Fue ahí que empecé a ir al psiquiatra y me medicaron, pero eso me hizo sentir peor, porque los medicamentos me dejaban sin ánimo de hacer nada. Por eso decidí dejar de tomarlos, y ahí mi familia pensó que era lo peor que podía hacer.
Hoy en día prefiero no contarles que voy a reuniones como esta, para que no piensen que estoy mal, y es que en verdad no lo estoy, pero siento que necesito hablar de este tema con alguien.
“Tranquila” le responde la mujer del sastre azul, “Mi familia a mí me dice, ¿usted todavía va a esos grupos a llorar? No vuelva, ¿para qué va a eso?