En este momento tengo una pestaña abierta con un artículo que se titula: Taking blogging seriously. Seguro no lo voy a leer, pero el título me llamó la atención. Lo menciono porque fue el que activó el recuerdo sobre el cual voy a escribir.
Una noche, parece que fue hace siglos, me encontraba en un bar con un grupo de personas del que solo conocía a un par. Estaba ahí porque la mujer con la que salía me había invitado.
Cuando llegué al bar, la mesa que habían reservado estaba casi llena y me tocó uno de los asientos de la punta. Quedé al lado de un hombre que llevaba gafas, tenía las entradas pronunciadas y un gabán oscuro. También lo cubría cierto aire de superioridad.
Después de un par de sorbos de nuestras bebidas, entablamos una de esas conversaciones entre dos desconocidos que están repletas de lugares comunes. No sé en qué momento el tema se desvió y creí que le podía compartir un detalle más personal. Entonces le conté que tenía un blog en el que escribía con cierta frecuencia.
El hombre abrió los ojos y, junto a su cara de asombro, preguntó:
—¿Y para qué?
No recuerdo cuál fue mi reacción en ese momento. Seguro pensé algo como: bobo hijueputa. Le di a entender que lo hacía porque sí, porque me daba la gana, el único y verdadero motivo suficiente, pienso, por el que uno debería hacer algo que le gusta.
Al poco tiempo, miré cómo cambiar de puesto en busca de una conversación amena y, a las pocas semanas, dejé de salir con esa mujer.
Hoy podría buscar motivos más poéticos o contundentes, pero la respuesta sigue siendo la misma: escribo porque me da la gana.