Hace unos años, parece que hubiera sido en otra vida, trabajé por la calle 72. Uno de los momentos que más esperaba del día, era cuando salía de la oficina y tenía que caminar hasta la séptima. Apenas pisaba la calle, me ponía los audífonos y me iba por el separador de la avenida no cantando, sino gritando las canciones que escuchaba. Suponía que el ruido del tráfico camuflaba mi voz, y por eso cantaba como si estuviera solo en el mundo. Red mosquito era una de mis interpretaciones preferidas.
Me gustaba caminar por el separador, porque estaba despejado, contrario al anden del costado sur que siempre estaba lleno de vendedores ambulantes. No caminaba por él debido a eso, sino porque pensaba que, en medio de mi distracción con el canto, en algún descuido, pisaría los productos de uno de los vendedores.
Las veces que por algún capricho, digamos andariego, de último momento, decidía subir por ese anden, a veces veía a un extranjero sentado en posición flor de loto, con un clarinete de color negro en una de sus manos. De su cuello colgaba un letrero escrito a mano, con el que pedía ayuda económica, pues afirmaba que estaba viajando por Suramérica. En el suelo, justo enfrente de él, había un sombrero boca arriba en el que se alcanzaban a ver monedas y algunos billetes. Nunca lo vi tocando el instrumento.
Siempre tuve ganas de entrevistarlo, pero no lo hice.
Deberíamos tener el valor suficiente para hablar con esos desconocidos con los que nos cruzamos en la calle y que, creemos, tienen historias de vida fascinantes.
Saber quiénes son, cuál ha sido su mayor felicidad y tristeza y qué los mueve en la vida, debería ser una de nuestras prioridades urbanas.