Suena la alarma del celular. Entreabro los ojos, lo busco con la mano y le presiono un botón cualquiera para que deje de sonar. Siento un cansancio milenario, así que vuelvo a cerrar los ojos. Me gustaría quedarme en la cama por el resto del año, de mi vida, que ese momento de hacer pereza fuera la eternidad.
Después de unos minutos de estar al filo del abismo del sueño, me destapo y me siento en el borde de la cama, con una pereza que tiende al infinito. Agarro el celular y miro las redes sociales a manera de acto reflejo, pues no tengo ninguna notificación y, además, siempre lo mantengo en silencio.
Lo mismo de siempre: Peleas virtuales e indignación en Twitter y derroche de positivismo en Instagram.
Veo la publicación de una mujer en un hotel de Turquía. Es una foto de su desayuno: una taza de café y un waffle bañado en una salsa roja y servido en una vajilla blanca con arabescos dorados. Puede que no sea su desayuno sino sus onces en la tarde. Siento hambre.
No sé por qué sigo a esa mujer. Supongo que fue otro acto reflejo, así que la dejo de seguir.
Luego hago scroll down como si el mundo se fuera a acabar. Me gustaría contar con la energía de las personas que publican videos cortos con sonrisas de oreja a oreja, y que preguntan si estoy listo para comenzar el año. Vamos por partes; deberían, más bien, preguntarme si estoy listo para comenzar el día, si estoy listo para desayunarme un café con un waffle.
El cansancio sigue ahí, intacto, como si hubiera corrido una maratón el día anterior, aunque solo caminé de una habitación a otra. Dejo el celular encima del mueble modular, que se camufla como mesa de noche en mi cuarto, y pienso que debo hacer algo que me termine de despertar, o bien, de cansar.
Me pongo a trapear el apartamento.