miércoles, 23 de julio de 2025

Yemín

Hago fila para comprar un capuchino. Mi único dilema del momento es si debería acompañarlo con una galleta o una torta de zanahoria. Cuando estoy a punto de llegar a la caja, uno de los baristas pronuncia el nombre de uno de los clientes en voz alta para entregarle su pedido. Según lo que entiendo, pregunta varias veces por un tal Yemín.

Yo y otro par de personas que estamos cerca le hacemos caras para indicarle que ninguno de nosotros se llama así. El barista deja de mirarnos y continúa repitiendo el nombre sin cansancio: Yemín, Yemín, Yemín. De repente, un señor se acerca a la barra y, eneun tono agresivo y furioso, dice: “Es Jemín. ¿Pero qué idioma hablan ustedes, acaso no es español?”

A mí, como dice Juan Luis Guerra, se me subió la bilirrubina, tipo conflicto, y pensé: “¿Pero quién se cree este gran pendejo?” Estuve a punto de meter una cucharada verbal bien ácida; habría sido algo como: “¿Pero qué espera con severo nombre tan feo?”

Fiel a mi premisa de no enredar mi caminao’ con completos desconocidos, decidí no hacer nada y solo le regalé una de mis mejores miradas de: “¿Señor, qué putas le pasa?” Acto seguido reclamé mi café y dejé a Jemin, Yemin o como sea que se llame, solo con su neurosis.

De ahora en adelante, a cada Jemin que conozca en mi vida le diré Yemín para ver cómo reacciona.

martes, 22 de julio de 2025

¿Y para qué?

En este momento tengo una pestaña abierta con un artículo que se titula: Taking blogging seriously. Seguro no lo voy a leer, pero el título me llamó la atención. Lo menciono porque fue el que activó el recuerdo sobre el cual voy a escribir.

Una noche, parece que fue hace siglos, me encontraba en un bar con un grupo de personas del que solo conocía a un par. Estaba ahí porque la mujer con la que salía me había invitado.

Cuando llegué al bar, la mesa que habían reservado estaba casi llena y me tocó uno de los asientos de la punta. Quedé al lado de un hombre que llevaba gafas, tenía las entradas pronunciadas y un gabán oscuro. También lo cubría cierto aire de superioridad.

Después de un par de sorbos de nuestras bebidas, entablamos una de esas conversaciones entre dos desconocidos que están repletas de lugares comunes. No sé en qué momento el tema se desvió y creí que le podía compartir un detalle más personal. Entonces le conté que tenía un blog en el que escribía con cierta frecuencia.

El hombre abrió los ojos y, junto a su cara de asombro, preguntó:
—¿Y para qué?

No recuerdo cuál fue mi reacción en ese momento. Seguro pensé algo como: bobo hijueputa. Le di a entender que lo hacía porque sí, porque me daba la gana, el único y verdadero motivo suficiente, pienso, por el que uno debería hacer algo que le gusta.

Al poco tiempo, miré cómo cambiar de puesto en busca de una conversación amena y, a las pocas semanas, dejé de salir con esa mujer.

Hoy podría buscar motivos más poéticos o contundentes, pero la respuesta sigue siendo la misma: escribo porque me da la gana.

lunes, 21 de julio de 2025

Salirse del tiempo

Clarita murió el jueves pasado a la una de la tarde.

Hoy, en su funeral, su hija me contó que se fue de forma tranquila y que alcanzó a despedirse de todos sus familiares cercanos.  Falleció en su cuarto de infancia, pues sus últimos días los había pasado en casa de su madre.

Ese jueves,  optimista como siempre, tenía cita con un médico naturista que prometía un nuevo tratamiento para su cáncer, pero en cuestión de horas su estado de salud empeoró y no pudo asistir.

La conocí en un taller de escritura de guion, y desde ese momento nos unió nuestro amor por la escritura y los libros.

Vivía en un apartamento pequeñísimo, pero acogedor en el barrio El Polo, con una vista privilegiada hacia las montañas.  Era un lugar que tenía libros ordenados en bibliotecas en diferentes rincones de la casa, excepto en uno de los cuartos, donde se encontraban esparcidos por el piso y arrumados en torres de distintos tamaños.  Era una habitación de la que uno siempre salía con un libro en la mano, pues Clarita no tenía problema alguno con prestarlos.

Una vez tuvimos un intercambio de libros en su apartamento y olvidé llevar el que yo iba a compartir.  Luego de timbrar y pasar a la sala, unos cuarenta minutos antes de la reunión, Clarita llegó con dos tazas de café y me preguntó: 

—¿Y tu libro?
Me llevé la mano a la frente y me dijo:
—Tranquilo, yo te presto uno para que intercambies.

Cuando terminmos de tomar el café, entramos juntos a ese cuarto repleto de libros.  Comencé a caminar por en medio de las torres de libros y vi en el piso una copia de Amantes y enemigos, el libro de relatos de Rosa Montero.  Lo recogí y le dije:

—Yo quiero leer este.
—Llévatelo — respondió, pues sabía lo mucho que me gusta esa autora.

Debí haber hecho alguna cara, porque al instante agregó:
—Escoge otro, el que quieras, para intercambiar.

no recuerdo cuando fue la última vez que nos vimos en persona.  Debió haber sido hace más de un año.  me jode esa ingratitud que se adhiere a las relaciones de los amigos, y el hecho de haber dejado de vernos como si nada, como si fuéramos a vivir para siempre.

El mundo, claro, sigue girando, y los vivos seguimos dedicándole tiempo y energía a cuestiones tan intrascendentes como el amorío de dos amantes ejecutivos millonarios en un concierto de Coldplay. 

Rosa Montero lo dejó claro en su Ridícula idea de no volver a verte:

Solo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo; la tierra detiene su
rotación y las trivialidades en las que malgastamos  las horas caen sobre el suelo 
como polvo de purpurina.

viernes, 18 de julio de 2025

Mal de ojos

Apenas se sienta en el escritorio lo escucha. 

Al principio, el zumbido  parece un murmullo lejano. Piensa que es producto de su imaginación, hasta que el sonido se hace persistente y el insecto revolotea a su alrededor: es negra y gorda. Una mosca radioactiva, piensa. Pasa cerca de su cabeza en un par de ocasiones y la ahuyenta moviendo profusamente una de sus manos.

Intenta distraerse leyendo emails o noticias, pero ahora parece que el insecto quedó atrapado entre la cortina y la ventana y choca contra ambos de forma desesperada. Sus alas se golpean con violencia y el zumbido es desesperante.

El hombre se pone de pie, dispuesto a masacrarla, pero su miopía no le permite ubicar al insecto que, cansado, deja de luchar en su prisión. El hombre vuelve a su escritorio y continúa con lo que estaba haciendo.


¿Y si la mosca es una señal?, piensa. Busca en internet y aparece información que dice que, si una mosca revolotea cerca de forma insistente, puede ser una señal de que alguien lo envidia o le está mandando mala energía.


Partida de hijueputas, piensa ahora. Y decide que el insecto va a morir ese mismo día. Justo cuando piensa eso, vuelve a revolotear cerca de su oído derecho. El hombre sacude primero su cabeza y luego su cuerpo con violencia. Otra vez escucha ese zumbido que tanto lo enerva, pero no ve al insecto por ninguna parte.

De repente, una estampida de estornudos lo ataca. Son cuatro y vienen en ráfaga. Cuando el pequeño temblor nasal pasa, el hombre maldice y se pone de pie para ir al baño a sonarse.

Cuando vuelve al escritorio no puede creer lo que ve: la mosca aterrizó justo sobre unos post-its de color amarillo chillón. Ya no tiene forma de camuflarse la pobre. El hombre ve cómo se frota sus patas delanteras una con otra, seguro probando las porquerías sobre las que se han posado. Toma una servilleta y, en un movimiento rápido, se la estampa encima.

El hombre se asombra de que la mosca aceptó su destino y no salió a volar despavorida, como si quisiera que la mataran. El hombre arruga con fuerza, se asegura de que quede bien muerta, luego va al baño, la tira al inodoro y suelta el agua.

jueves, 17 de julio de 2025

Un vaso sin café

Me siento a esperar a alguien en un café de un centro comercial. No saco el libro que llevo en la mochila porque falta poco para la hora de mi encuentro y no quiero quedar a medio capítulo. Caprichos lectores que uno se inventa.

Dadas las circunstancias, dedico los siguientes minutos al fino arte de ver pasar gente o, simplemente, mirar a las personas e intentar imaginarme sus vidas.

A pocas mesas de distancia, una mujer rubia teclea de forma frenética en su portátil al tiempo que habla con alguien. Alcanzo a notar que tiene puestos unos audífonos inalámbricos y pienso que puede estar hablando con una persona que se encuentra en Abu Dabi.

El café, pienso, es su oficina. Está muy arreglada: lleva un blazer azul aguamarina, un pantalón blanco y zapatos del mismo color de tacón alto. También está peinada y maquillada a la perfección, y las pulseras que lleva en sus muñecas no dejan de sonar cada vez que gesticula con sus manos para defender o enfatizar sus argumentos.

Afuera, del café hace mucho ruido. Cerca hay un supermercado y pasan remolques con diferentes productos para abastecer las góndolas. Parece que a uno de ellos no le han hecho mantenimiento hace años y las llantas chirrían durante todo el trayecto.

La oficinista sigue hablando como si nada. Imagino que en medio de su discurso pide disculpas por el ruido del fondo mientras trata de explicar qué lo produce. O puede que no, que se haga la loca y que los asistentes a la reunión se tengan que mamar el ruidito al tiempo que tuercen la cara y se preguntan dónde diablos está metida.

Al lado de ella hay un vaso de cartón que no ha levantado ni una sola vez. De pronto, al igual que yo, solo está “robando” puesto y el vaso está desocupado. Resulta imposible saberlo, al igual que es muy difícil descifrar las verdaderas intenciones de las personas.

La rubia levanta la mirada y me la sostiene por unos segundos. ¿Acaso también imagina cómo es mi vida? Al principio acepto el reto, pero en una microfracción de segundo la desvío e intento hacerme el loco, mientras trato de hacer cara de estar pensando en cualquier cosa.

Ella vuelve a bajar la mirada hacia la pantalla de su portátil y comienza a teclear de nuevo.

viernes, 11 de julio de 2025

Algo

10:41 p.m.

Escribo esto con toneladas de sueño encima, luego de cumplir una semana sin escribir nada. Suponiendo que editar no es escribir, porque esta semana me la pasé haciendo eso: corregí varios textos viejos. Pero no todo fueron tareas de carpintería narrativa. Digamos que sí redacté algo: un perfil flojísimo. El personaje mostró una vida casi perfecta en la entrevista y no caí en cuenta cuando la hice, así que el texto resulta aburrido, pues carece de conflicto. Y ya sabrán ustedes que sin conflicto no hay historia.

Escribo estas palabras, este algo, porque no quiero pasar la semana en blanco. Hace unos meses tuve una sequía de escritura que me duró varias semanas, y más que por falta de temas, fue por pura pereza. Por eso me obligo a escribir, aunque puede que esto no tenga mucho sentido.

Mientras tecleo, afuera llueve. Si cuento eso es porque al escrito se le estaba acabando la fuerza. No sé… a veces pienso que debería preparar más estos posts. Quizá como las newsletters de algunos escritores, que cuando las envían entregan textos muy elaborados, a diferencia de estos textos tipo batiburrillo de temas.

En fin, les decía que estoy cansado y que solo pretendo no pasar en blanco. Dejar constancia por escrito de algo, lo que sea.

Y ya que vamos en desorden: entre otras noticias, hace unos días terminamos de desocupar el apartamento y encontré mi MP3 de hace años. Lo cargué y, para mi sorpresa, aún funciona. Como tuve que hacer un viaje largo en bus, aproveché para escuchar la música que tenía grabada en él y recordé esos trayectos de mi casa a la universidad y viceversa, que amenizaba con ese aparatejo. Siempre lo tenía en reproducción aleatoria, y la primera canción que sonó esta vez fue una que me encanta: Superfly, de 4 Non Blondes.

Ahí les dejo este desorden. Me voy a dormir.

viernes, 4 de julio de 2025

Accidente

Me llevo la mano al cuello y rasco la cicatriz, ese accidente sobre la piel.

Lo hago distraídamente; un pensamiento me lleva a otro hasta que aparece la siguiente frase en mi cabeza: la vida.

Parece inocente. Nada del otro mundo, pero uno nunca se puede confiar de las palabras y de todas las emociones y recuerdos que pueden desatar. Me succionan como si fueran un tornado. Me dejo, no puedo hacer nada contra ellas.

La vida.
Un suspiro.
Una bocanada de aire.
Una instantánea.
Un accidente.

Eso, y seguro muchas cosas más, son la vida, o por lo menos la conforman. ¿Y luego qué? La nada. Ese vacío incomprensible que llamamos muerte.

Ahora pienso en Jota, Diogo, el futbolista portugués que murió hace unas semanas, incinerado dentro de una camioneta. Veintiocho años tenía. ¿Qué son veintiocho años? Nada, si pensamos que tenía toda una vida y carrera por delante.

Solo doce días antes de su accidente se había casado con Rute Cardoso, el amor de su vida, con quien tenía tres hijos de cuatro, dos y un año. Qué cabrona la vida, ¿acaso no?

Si uno se fija bien, esta no es más que un simple accidente, producto de un choque aleatorio de un espermatozoide contra un óvulo; un evento fortuito, altamente improbable, debido a la cantidad de millones de los primeros, teniendo en cuenta que solo uno logra fertilizar el óvulo. No somos más que pura probabilidad, un quizás, un accidente.

Vuelvo a Rute. ¿Cómo va a hacer para vivir? ¿De dónde carajos va a sacar fuerzas para ponerse de pie y meterse a la ducha, para luego aguantar a cientos de periodistas que querrán preguntar estupideces sobre su relación con Jota?

Ahora pienso en mi accidente. En cómo en un segundo la vida —como le pasó a Rute— se pone patas arriba. En lo fácil que es caer a ese vacío del que no se puede volver.

Mi mano vuelve al cuello. Palpa ese amable recordatorio que llevo impreso en él: esa cicatriz que por mucho tiempo fue un queloide y ya casi ni se nota.

Se debe a una traqueotomía: una incisión en el cuello para insertar un tubo y facilitar el paso del aire a los pulmones. Fue lo mismo que le hicieron al piloto de Fórmula Uno Ayrton Senna en pleno asfalto de la pista de Imola, San Marino, cuando se accidentó en la curva de Tamburello, pero él no corrió con la misma suerte que yo, porque las lesiones que sufrió en el cerebro fueron muy graves.

Recorro la cicatriz con un dedo de un lado hacia el otro y me devuelvo.

A veces me arde y me la rasco, o me la rasco y me arde. No sé muy bien cuál es el orden de ese tic, si se le puede llamar de esa manera, o si es una acción inconsciente. Prefiero pensar, como ya mencioné, que cuando soy consciente de que la rasco, es porque actúa a manera de amable recordatorio: me susurra que estuve al borde del abismo, al tiempo que me invita a no desesperar, a ser consciente de que la saqué barata.