viernes, 31 de octubre de 2025
Impulso
Lo de la taza es una vil mentira. Solo lo puse porque ya había terminado de escribir este texto y estaba lejos de cumplir mi cuota mínima de 300 palabras.
¿Recurso barato? Puede que sí, pero es lo que hay: escribir lo que sea, lo que salga, por más estúpido que parezca. No sé ustedes, pero a mí me parece una opción válida al momento de escribir: desparramarlo todo y no guardarse nada.
Llevo días sin escribir en forma, es decir, sin escribir con regularidad. Pienso que habría podido forzarme a ello, pero prefiero no hacerlo y dejar que la escritura aparezca cuando le dé la gana, como en este momento. Es como si el mecanismo de mi escritura se hubiera estropeado.
Por ejemplo, duré un largo rato buscando una palabra diferente a mecanismo y no la encontré. Estoy seguro de que existe una más precisa para expresar mi idea, pero simplemente no di con ella. De pronto ese es otro de los peligros de dejar de escribir: a uno se le comienzan a olvidar las palabras.
¿Cómo saberlo? Le doy otro sorbo a ese café imaginario, a ver si la bebida despierta mis conexiones neuronales.
No pasa nada.
Imagino que no escribir desequilibra algo. Algo interno, una joda de la psique, digamos, y entonces uno se emputa y se va amargando con la vida.
Supongo que alguien ya habrá escrito sobre esto. Supongo que ya todo está escrito y que uno copia a otros intentando crear algo nuevo o pretendiendo darle otro significado.
Sea como sea, hay que quitarse la pendejada de encima y no ponerle atención a lo que puedan pensar los otros.
Seguir los impulsos.
viernes, 17 de octubre de 2025
Ni la una ni el otro
Sigo inmerso en una temporada de no escritura. Podría decir que ha sido una temporada de edición, tarea que muchos consideran la más importante en el proceso de escribir, pero que yo no siento que sea escritura.
Sea como sea, todo este rollo de no escribir y los dolores de cabeza me hacen pensar en dos escritores: Virginia Woolf y Franz Kafka. Un artículo que leo comienza diciendo lo siguiente: “La migraña es un trastorno neurobiológico complejo que va más allá de los síntomas físicos y abarca dimensiones mentales, emocionales y existenciales profundas.”
Le doy la razón. Me identifico con eso de que las migrañas despiertan dimensiones emocionales y existenciales profundas. Pienso que ese estado es como la tormenta perfecta para escribir, pero cuando entro en ese estado contemplativo, en vez de quemar esa energía existencial escribiendo, de puro vago o simple pereza, me convierto en un bulto que se echa en la cama cuando el dolor aparece.
Cuentan que la escritora británica, además de sus problemas psiquiátricos, sufría de fuertes dolores de cabeza. Me la imagino con la cabeza a punto de explotar y escribiendo a mano en sus diarios o trabajando en una de sus novelas, qué sé yo, Las olas, por ejemplo, que me parece uno de sus mejores trabajos. Entonces me pregunto: ¿cómo es posible que yo me niegue a escribir unas cuantas palabras?
El escritor de La metamorfosis sufría de un dolor aún más intenso que los que experimentaba Woolf, con punzadas sobre su ojo derecho y congestión nasal, síntomas que ahora se atribuyen a la cefalea en racimos.
Así y todo, con dolor o sin él, ambos se sentaban a escribir y yo, en cambio, me dedico a lamentarme de lo miserable que es mi vida cuando los dolores aparecen.
viernes, 26 de septiembre de 2025
Tengo algo que decirles
Les podría contar que otra vez ingresé en una temporada de migraña de la que apenas estoy saliendo y decirles lo miserable que fui durante esos días en los que mi existencia consistió en ser un bulto tirado en la cama la mayor parte del día.
También podría sacar pecho y decirles que no escribí acá pero que, en los periodos en que la cabeza me daba un respiro, si escribí otras cosas. El caso es que no le encuentro mucho sentido a alardear sobre escribir, además ¿qué carajos les importa a ustedes eso? Es, se me ocurre, como contarles que preparé una torta deliciosa que nunca van a probar.
Cormac Mccarthy dijo en una de las pocas entrevistas que concedió, que no hablaba sobre sus libros o escritura, porque todo lo que sabía estaba en las páginas de sus novelas. También que si uno pasa un buen tiempo escribiendo, lo mejor sería no hablar sobre ese proceso de, sino concentrar toda la energía en escribir.
Sea como sea, en este preciso instante no se me ocurre qué más escribir, una desgracia porque apenas llevo 198 palabras y no tengo idea alguna de donde saldrán las restantes para completar mi cuota de 300.
Las dispararé en este o estos párrafos de relleno a continuación:
Relleno de post: No sé, pienso que debería haber vuelto con un texto más trabajado y no este batiburrillo (que buena palabra esa) de ideas desordenadas, pero así están las cosas.
Podría, por ejemplo, haberles compartido un texto que edite y que no pasó el filtro de edición que me impuse, pero lo habría sentido como una trampa.
En fin, todo esto solo (¿al fin solo lleva tilde o no?) para comentarles algo que ya he mencionado un par de veces: espero volver a escribir en almojábana con más frecuencia.
viernes, 5 de septiembre de 2025
Un libro pijo
Pienso que debería comer algo, pero siento que no tengo hambre. Aun así insisto en la idea. Camino a ver si me encuentro con algún restaurante que me llame la atención, pero la sensación de no hambre gana terreno.
Deambulo más tiempo por las mismas cuadras, pensando que eso me hará cambiar de opinión, hasta que me meto por una calle que no había tomado hasta el momento. Al final, en la esquina, hay una librería. Es un deber entrar a hojear libros, pienso.
Buenas noches me dicen los libreros apenas entro. Respondo lo mismo, y me pongo a pasear por entre los pasillos con un aire distraído. Veo El cielo está vacío, la última novela de Sara Jaramillo Klinkert, leo la primera página y pienso que debo comprarla pronto. También hojeo Los espantos de Mamá, el libro de Gilmer Mesa y me pasa lo mismo.
Cerca del libro del escritor paisa veo unos libros pequeños y delgados arrumados hacia una esquina. Saco uno de ellos y es El afuera de Margarita García Robayo.
Hago lo mismo que con los otros libros y me voy a la primera página:
Descubrí este texto escondido entre mis notas como una garrapata entre los pelos de un animal. Fue en diciembre de 2019 cuando ya llevaba varios años entregada a la crianza de mis hijos…
Me parece que ella es buena para narrar lo cotidiano, el día a día. Una vez escribió una especie de microdiario para un diario argentino, donde narraba cada día de la semana en un párrafo breve y preciso. He buscado ese link como loco y nunca he vuelto a dar con él.
Luego de tomar el libro abro la aplicación de Goodreads en el celular para mirar qué dice la gente sobre él. Una acción algo estúpida, porque lo que digan las personas sobre un libro no debería influenciar la decisión de compra, pero bueno así somos, el instinto gregario es muy fuerte, siempre seguimos a la manada, en fin.
Un hombre dice lo siguiente:
Espero no tener que leer nunca más un libro tan inconscientemente pijo.
Parece que el libro le pareció frívolo o que cree que Robayo lo escribió desde un lugar de privilegio sin ser consciente de ello.
Ese hombre, claro está, puede pensar lo que le venga en gana, pero me aburre pensar que un escritor tiene que ser un desgraciado para poder ser admirado.
Sea como sea, al leer ese comentario pensé: pues yo sí quiero leer este libro pijo ¿y qué?
Así fue que terminé la noche sin comer nada pero con un libro nuevo, ya ven.
viernes, 15 de agosto de 2025
Hiato
Fisura, pienso, suena a rompimiento a dejar de ser.
Una vez, cuando tenía 17 años, salí del tiempo por 17 días. Dejé de ser, pues caí en un estado de inconsciencia —coma por barbitúricos, para ser precisos—. Ese fue el mayor interrogante de mi existencia. Diecisiete días borrados de un solo tajo. La guadaña pasó cerca.
¿Qué fue de mí en esas dos semanas y un poco más? No lo sé. No recuerdo nada ni vi un túnel de luz, o seres queridos pidiéndome que me reuniera con ellos o que no fuera tan imbécil de dejarme morir. Solo recuerdo que un día desperté en una habitación de hospital con muchas luces de color blanco.
Luego de eso he tenido otros hiatos que también han tenido que ver con mi cabeza, debidos a temporadas de migrañas. A veces, los dolores son tan fuertes y frecuentes que también fisuran mi existencia. Cuando los experimento dejo de ser persona por un par de meses, y me convierto en un bulto que solo toma pastillas y que se echa en la cama a quejarse de lo desgraciada que es su vida.
Pienso en todo esto porque hace unos meses mi padre, que acaba de cumplir 90 años, perdió momentáneamente la visión en un ojo. Al cabo de unos minutos la recuperó y la vida siguió su curso. Luego de consultar con los médicos, nos dijeron que era posible que hubiera sufrido un ACV (Accidente Cerebrovascular) pequeño, y que eso había producido esa ceguera temporal, ese hiato ocular si es que el término aplica.
Nos recomendaron vigilarlo. Estar pendientes por si se le dificulta hablar, entender o si empieza a decir incongruencias, en otras palabras por si sufría un hiato de la realidad, lo que es un síntoma claro de un ACV grave en proceso.
Al final parece que uno va de un hiato al otro como si nada y tarde o temprano llega a ese último hiato, el definitivo, el que rompe la vida.
lunes, 4 de agosto de 2025
Un mal lector
Comienza a poner los libros encima de la cama y, a medida que lo hace, recuerda si el libro que tiene en las manos le gustó o no.
La mayoría son libros comunes y corrientes, pero se encuentra con tres que han sido aclamados por la crítica. Uno de ellos es un pequeño ejemplar de Pedro Páramo. Le tenía mucha expectativa a la lectura de ese libro, pero cuando por fin se decidió a leerlo sintió que no lo disfrutó, o bien que no lo entendió. Al final lo terminó por pura inercia lectora y no lo comentó con nadie. “De pronto soy un mal lector”, pensó en esa ocasión. Tiempo después vio un video del autor donde decía que su generación no lo había entendido y que como mínimo su novela necesita tres lecturas para ser entendida.
Arveláez no cree que le vaya a dar otra oportunidad a ese libro. De pronto, piensa, algún día se anime a leerlo de nuevo y entienda lo que se está perdiendo.
Otro libro que saca de la caja es 2666, la novela de Bolaño, un autor que conoció gracias a Laura, un viejo amor que le sabe a sushi y cerveza. Un día, en una de sus citas en un pub, ella le preguntó si había leído al chileno, y cuando se enteró de que no, le dijo: “te recomiendo los detectives salvajes.
A la semana siguiente quedaron de verse y antes de la cita Arveláez pasó por una librería, preguntó el libro, pero le dijeron que de ese autor solo tenían 2666. Lo compró a la ciega y llegó a la cita con el libro aún en la bolsa.. Cuando se lo mostró, ella torció la cara y le dijo: “No sé. Ese no me lo he leído. Ni idea cómo es”. Nunca lo pudieron discutir porque al poco tiempo dejaron de salir.
El último libro que saca de la caja es El pendulo de focault de Umberto Eco, y este es el que lo hace sentir más inquieto, pues de los tres fue el único que no terminó de leer. Se lo recomendó Nicolas, un amigo de un amigo, y le juró que se lo tenía que leer sí o sí, porque Eco era brillante, pero tanto nombre, tanto italiano, tanto francés, tanta nota al pie, lo agotó.
Sea como sea, eran otros tiempos y se empeñaba en terminar cada libro que empezaba
Ahora es diferente. Ahora, libro que no lo agarre en las primeras 100 páginas, libro que abandona sin ningún remordimiento.
viernes, 1 de agosto de 2025
18 de marzo de 1873
La puerta del estudio está cerrada y solo se escucha el golpeteo de las gotas contra la ventana y el crujir de la madera de una pequeña chimenea ubicada en una esquina.
Sentado en su escritorio, moja la pluma en el tintero. Tiene ganas de escribir algo, lo que sea. No le importa. Lleva días de sequía creativa y la rabia lo acompaña.
¿Acaso no soy escritor?, se pregunta.
Se rasca los pelos de su barba canosa y larga, que casi alcanza a rozar el papel, y le da un sorbo a una taza de kumis de leche de yegua. Le han dicho que sirve para mantener a raya la tuberculosis.
La bebida es ligeramente alcohólica, y eso influye en su producción artística. Hace unos días le escribió a su hija en una carta: “La pereza se apodera por completo de uno cuando toma kumis.” Se siente estancado.
Quiere abandonar el proyecto en el que ha trabajado durante meses: una novela histórica sobre Pedro el Grande. Siente que va para ningún lado. Sin saberlo, otra historia ha comenzado a germinar en su cabeza gracias a Anna Stepánova, una mujer alta y de ojos grises que trabajaba como ama de llaves para uno de sus vecinos.
Sabía que ella y su esposo discutían con frecuencia por los constantes coqueteos de este con las institutrices. Acabada por los celos, Stepánova le envió una carta en la que le decía: “Tú eres mi asesino; serás feliz con ella, si los asesinos pueden ser felices. Si quieres verme, puedes encontrar mi cuerpo en los rieles de Yasenki.” Stepánova cumplió su promesa. Al poco tiempo, se arrojó a las vías del tren.
Vuelve a poner la pluma en el tintero y se pone de pie. Suspira. Camina hasta la ventana y mira a través de ella. Solo distingue las luces de algunas casas vecinas. Luego va a su biblioteca y toma un libro de relatos de Aleksandr Pushkin.
No vuelve al escritorio, sino que se sienta en un sillón cerca de la chimenea y abre el libro. Algo de lo que lee despierta en él el deseo de escribir, pero ya está cansado. Se va a dormir.
Al día siguiente se levanta temprano y desayuna de afán.
—¿Qué te ocurre? —le pregunta Sofía, su esposa, al notarlo con ánimos renovados.
—Tengo que sentarme a escribir —responde.
Ya en su estudio, se despreocupa de pensar en una trama sobre la corte de Pedro el Grande en el año 1700. Aún bajo la influencia de Pushkin, se sienta en el escritorio, entrelaza los dedos hasta que crujen, toma la pluma y antes de comenzar a escribir piensa en Stepánova. Luego describe una fiesta de la alta sociedad donde una esposa frívola tiene una aventura sin que su buen marido lo sepa.
Cuando termina su jornada de escritura, le comenta a Sofía:
—He escrito una página y media, y me parece buena.
Antes de irse a dormir, pasa por su estudio para releer lo que escribió. Le basta con la primera frase:
Todas las familias felices se parecen, las desdichadas lo son cada una a su manera.
No tiene claro de dónde salió la frase. La lee y la relee, la puntúa de diferentes maneras.
La frase lo descoloca. No sabe si es buena o solo una tontería más, otra hoja que va a arrugar y botar a la papelera. Se la graba de memoria. Le sorprende que en tan pocas palabras haya espacio para tal cantidad de contrarios. Hace ruido. No puede ignorarla. Siente que es el inicio de un gran proyecto.
No celebra. No corre a contarle a Sofía que ha escrito una de las mejores frases de su vida.
Guarda la hoja en una carpeta, la mete dentro de un cajón del escritorio y sale del estudio.