jueves, 5 de junio de 2025

Tremendo gilipollas

Son las diez de la noche y decido ver un capítulo de la segunda temporada de The last of us. Resulta aburrido porque es uno donde narran el pasado, como si lo guionistas hubieran tenido la siguiente conversación:

“No sé cómo continuar la historia”, dice uno de ellos, a lo que otro le contesta: “Fácil hermano, nárrese un flashback y al final mira cómo integrarlo con sucesos del presente y sale pa pintura.”

El capítulo acaba pasadas las once y, sin rastros de sueño, decido que es hora de irme a dormir o, por lo menos, meterme dentro de las cobijas a ver si el sueño me pilla desprevenido.

Ya en la cama busco un podcast y me encuentro con uno de Millás. Boto almohadas al piso hasta quedarme con una, Apago la lámpara y le doy play. El escritor comienza a hablar con el periodista que lo acompaña y caigo en cuenta de que es un episodio que ya había escuchado, pero igual lo dejo. El sueño, parece, comienza a hacer acto de presencia. Imagino que caigo en él al poco rato. El celular queda sonando.

En la madrugada estoy en Madrid. No sé qué hago allá, pero soy consciente de que es una ilusión. Quién está allí es mi yo del sueño, no el real. Es extraño, porque todo se siente muy vívido.

Sea como sea, estoy en un salón con varias sillas acomodadas de forma aleatoria, como si alguien las hubiera espolvoreado sobre el lugar. Alguien da una charla. Esa persona es el escritor español. No recuerdo sobre qué habla ni ninguna de las respuestas que da a lo que le preguntan.

Al final del evento Millás camina hacia la salida y le corto el paso para darle la mano.

“Ese imbécil va a escribir una novela. Tremenda novela”, le digo, pero es mentira, porque sí me gusto, pero no es nada del otro mundo.

Me mira y su gesto es neutro, no expresa ninguna emoción. Nuestro diálogo está herido de muerte y para revivirlo solo se me ocurre preguntar:

“¿Nos podemos tomar una foto?”

Millás accede a mi petición, pero cuando saco el celular noto que está incómodo. Le digo que no es necesario que lo haga. Me mira de nuevo y con un gesto casi imperceptible, me da a entender que sí, que no quiere fotos sino solo largarse del lugar.

“Tremendo gilipollas”, parece que piensa.

domingo, 1 de junio de 2025

Mensajes en la lluvia

Llueve.

Quizá lo que me despierta es eso: el repiqueteo de las gotas sobre el marco de la ventana. No llueve duro, pero es una llovizna constante, como terca, que a ratos disminuye casi hasta el punto de parar, para luego volver renovada.

Busco las gafas a tientas sobre la mesa de noche. En realidad, no es una mesa de noche sino un viejo mueble modular con una cajonera en la que guardo CD’s que ya no escucho, y ahí siguen. Podría venderlos o regalarlos, pero hay ciertos objetos que uno conserva con la misma terquedad con la que cae la lluvia.

Me recuesto otra vez sobre las almohadas. Me pongo las gafas y miro hacia el techo. Pienso si no debería hacer algo útil. Yo qué sé, meditar por lo menos durante un minuto, ponerme de pie con energía y hacer sentadillas, trotar en el mismo puesto, no sé, lo que sea, pero ese impulso fitness se diluye en cuestión de segundos. Lo que hago es tomar el celular y comenzar a hacer scroll down.

Al poco tiempo me aburro, pues es lo mismo de siempre. No dejamos de mostrar esa maravillosa y ficticia vida que tenemos, acompañada de frases motivacionales, donde todo son sonrisas, fiesta y viajes. Qué falsos somos, no hay caso.

Luego abro el correo. No, hoy tampoco llegó ese mensaje que espero hace tiempo. ¿Cuál? Creo que ya lo he mencionado: un editor leyó algo mío y quiere publicarme. Reviso la carpeta de spam por si acaso, pero tampoco está ahí. Solo me encuentro con mensajes del Banco Galicia para un tal Juan Marcos, un hombre que quién sabe hace cuánto no le llega información de su banco porque confundieron su correo con el mío. O de pronto yo soy ese Juan Marcos y aún no me entero. A veces siento que no me entero de nada. Quizás a Juan Marcos le llegan mensajes de un editor que lo quiere publicar.

Afuera sigue lloviendo. Justo cuando voy a dejar el celular sobre el mueble modular, me llega un mensaje de M., que se fue a vivir a Madrid hace dos años, al WhatsApp.

Le pregunto si ya es la CEO de la empresa que la llevó a trabajar al exterior. “Jajajajaja no, ha sido todo un desastre… larga historia, pero ahí sigo”, contesta.

De resto, dice que le ha ido bien y que se encuentra amañada en Madrid. Veo que escribe, hasta que aparece un nuevo mensaje:

“Te pensé mucho porque hoy conocí a Rosa Montero”.

Luego me envía tres imágenes de los libros que se llevó: Animales difíciles, El peligro de estar cuerda y La ridícula idea de no volver a verte, cada uno con una dedicatoria distinta: “Para mi M., con gratitud y mil besos.” “M. querida, es un lujo tenerte allí al otro lado. Un besote.” “Para la bella M., con un besazo.”

Cerca de ella, me cuenta, también estaba Millás, pero al momento de elegir prefirió a Rosa. Le digo que hizo bien; siempre he tenido la impresión de que Millás no es tan cálido con sus lectores.

Me dice que tenía que parar lo que estaba haciendo para contarme sobre tan importante encuentro. Dejamos de conversar, con una promesa de llamada para mañana.

Afuera sigue lloviendo y me acuerdo de Lágrimas en la lluvia, uno de los títulos de la saga de Bruna Husky.

En el sector de la ciudad en el que trabajé con M. también llovía mucho. Combatíamos la lluvia con cafés después del trabajo y largas charlas.

viernes, 30 de mayo de 2025

Schopenhauer y el deseo

Conocí al filósofo alemán en la universidad por casualidad. Fue un semestre en que tuve que meter muchas electivas porque mi promedio estaba herido de muerte y debía subirlo sí o sí.

Si no recuerdo mal, nos pusieron a leer uno de sus textos en una clase de crítica de cine. Ya no sé cuál de sus posturas me cautivó, pero sí que en ese semestre traté de poner en práctica sus enseñanzas.

Me remito al primer artículo que encuentro sobre el filósofo en internet y cuenta que fue uno de los padres del pesimismo filosófico. Uno de los puntos del artículo lleva como título: La felicidad es una utopía inalcanzable.

Decía Schopenhauer que nos pasamos la vida deseando cosas —qué sé yo, un mejor trabajo, una casa nueva, la mujer del prójimo, lo que sea— y que, apenas satisfacemos un deseo, siempre aparece uno nuevo; un bucle infinito que nos lleva a sufrir por no obtener lo que deseamos, aburrirnos hasta que lo conseguimos, para luego volver a sufrir.

Esto me hace acordar de unas líneas del primer párrafo de Saber perder, la novela de David Trueba:

El deseo asociado a un objeto de deseo nos condena a él. Pero hay otra forma de deseo, abstracta, desconcertante, que nos envuelve como un estado de ánimo. Anuncia que estamos listos para el deseo y solo nos queda esperar, desplegadas las velas, que sople su viento. Es el deseo de desear.

¿Y qué o qué? Pues que Schopenhauer decía que la mejor forma de manejar ese tema de los deseos era no andar en búsqueda de la felicidad, sino más bien de la ausencia del dolor.

Sea como sea, siento que me estoy enredando y es probable que a algún fanático del filósofo alemán esto le parezca basura. No sé, yo solo estaba buscando mis 300 palabritas del día, y ya voy en la 314, así que mejor me detengo.

Ya saben, no se compliquen la vida y presten atención a aquellas cosas que desean.

jueves, 29 de mayo de 2025

Las malas posturas de la cabeza

Todo comienza con una molestia leve, difícil de precisar, en el lado derecho de la cabeza. La clave —la mía, por lo menos— para evitar caer en el pozo de la migraña es tomar la pastilla en el momento en que el dolor comienza a hacer acto de presencia.

No logro identificar ese momento. O sí lo hago, pero pienso que, si me quedo quieto y en una posición relajada, va a desaparecer. Como no soy un monje budista, el dolor toma control del lado derecho de la cabeza y, en pocos minutos, domina la situación.

Ahí, tendido en la cama, recuerdo el inicio de Malas Posturas, el cuento de Lina María Parra:

A veces, con el sol picante de las tardes que se estalla contra el cemento, se me despiertan unos dolores terribles que me obligan a encerrarme en la oscuridad y el calor de mi cuarto. Encerrarme a esperar. De vez en cuando me paro como puedo y recorro los escasos tres metros que me separan del baño, apretando los párpados como si se me fueran a salir los ojos, y vómito con una mejilla recostada en la taza del sanitario porque no puedo sostener mi propia cabeza.

Este post debería ser tan preciso como ese párrafo. Qué bien escribe la escritora antioqueña. ¿Cómo lo hace? En fin.

Sea como sea, la pastilla hace efecto después de unos 50 minutos, pero, agotado por el episodio, quedo como desubicado. Como si hubiera pasado una tormenta que me transportó a un lugar que desconozco. Busco en internet y me entero de que experimento algo que se llama resaca de migraña. Después de haber luchado contra el dolor, las neuronas y las células del sistema nervioso central quedan alerta, a la espera de otra embestida del dolor.

A Ángela, una amiga, no le gustaba tomar pastillas. Decía que los medicamentos son malos para el cuerpo y prefería meditar, o simplemente aguantarse el dolor hasta que se esfumara. A mí esa me parece una medida loca y no tengo problema alguno en entregarme a la química y su combinación de moléculas.

miércoles, 28 de mayo de 2025

Nunca somos el mismo

Tengo poquísimas ganas de escribir. 

Solo lo hago para postear algo, lo que sea, porque no quiero volver a caer en ese letargo de hace un tiempo, en el que dejé de escribir por pura pereza y no hacía ni el menor intento por recuperar el hábito.

Como no se me ocurre nada novedoso, no me queda más que hablarles de la última novela de Millás. Tenía que leerla porque el escritor español cuenta en uno de los libros que escribió con el paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga, que estimaba que le quedaba vida para dos o tres novelas. 

Ese es un tema que siempre ronda mi cabeza: ¿Cuánta vida me queda? Pregunta que se puede alargar con diferentes variantes, siendo una de ellas: ¿Cuánta vida me queda para leer novelas?

Sea como sea, el narrador de la novela —que es él mismo, pero se supone que no es el mismo, sino otro, un yo impostado— dice lo siguiente en un diálogo con su psicoanalista:

Yo mismo actúo ya como un intruso en mis propios textos.
—¿Cómo es eso?
Releer para corregir constituye una de las formas de esta práctica. El que relee ya no es el mismo que el que escribió, ¿me sigue?, el que relee para corregir es un intruso.

Siempre he pensado que es bueno dejar añejar los textos, bien sea por unos días, semanas o incluso meses, porque, cuando se vuelve a ellos, resultan extraños, muy distantes al estilo de uno. Nunca se me había ocurrido que lo que en verdad ocurre es que el que edita un texto propio nunca es uno mismo, sino otro completamente distinto. No sabemos, a nivel celular, por ejemplo, cuántos cambios han experimentado mis células de un párrafo a otro.


Ocurre algo similar con la lectura de novelas. Si se lee la misma en diferentes etapas de la vida, la percepción del texto será muy diferente.

Nunca somos el mismo, o la misma, para que nadie salga ofendido.

domingo, 25 de mayo de 2025

10:59 p. m.

título pobre, pero honesto el que le doy a este post y por el momento no se me ocurre  qué otro ponerle.

Debí haberlo escrito en horas de la tarde, tal vez con la cabeza un poco despejada. No como ahorita, que está pero no está gracias a un triptán, una bestia de pastilla para cortar dolores de cabeza que, claro, me  recetó un neurólogo.

Siento otra temporada de dolor de cabeza a la vuelta de la esquina. Permítanme ustedes el uso de frases hechas como la anterior. Ahora mi cabeza, ya sin dolor, da para poco, pues, como mencioné hace unas líneas, la siento ajena, como si no estuviera conectada al cuello o fuera de otro personaje, como si no me perteneciera. En fin.

A eso de las 5 apareció una sombra de dolor en el lado derecho de mi cabeza, así que me puse un casco frío y me recosté en la cama. Me parece que caí en un estado de duermevela confuso, con un pie dentro de la vigilia y otro dentro del territorio del sueño. El dolor se fue o se camufló entre los pliegues del cerebro.

Cuando me levanté de la cama, como casi siempre ocurre cuando uno se levanta, no sabía muy bien quién era, quién me había puesto en este extraño mundo y, más que eso, para qué.

Repté hasta el computador y perdí tiempo en él, leyendo noticias y mirando videos de YouTube. Leí sobre una periodista argentina que mandó su columna de siempre al diario y la montaron en internet sin ni siquiera revisarla. En ella se quejaba de las lamentables condiciones laborales del diario y su mala paga. Luego, no recuerdo bien cómo, caí en una columna de una periodista colombiana que le pidió ayuda a ChatGPT para que la ayudara a escribir de forma terapéutica. Sigo sin entender ese concepto, esa corriente de escritura. Es decir, me parece una expresión redundante, pues creo que la escritura siempre será terapéutica, a menos que uno escriba el código penal. Es como si uno dijera yoga relajante o algo por el estilo.

Sea como sea, después de leer esas noticias, casi a las 10:00 p. m., el dolor de cabeza comenzó a tomar fuerza de nuevo, y fue ahí cuando me clavé la pastilla. Podría considerarse una medida agresiva, pero bueno, es mi maldito dolor de cabeza y yo veré si me inyecto morfina para calmarlo, ¿acaso no?

La pastilla actuó casi de inmediato, y ahí me dije: "Mi mismo, es hora de ir a prepararse un té", el cual me tomo justo en este momento, acompañado de unas galletas Bridge de vainilla. Las mejores son las de chocolate, pero ya se habían acabado.

Quedan solo 43 minutos para que se acabe este día, y me quedan 33 para acabar la novela de Millás, lo que quiere decir que hasta aquí llegó este post.

miércoles, 21 de mayo de 2025

Un Dios creado a nuestra imagen y semejanza

Leo una noticia que habla sobre un periódico que publicó una columna con una lista de libros para leer en el verano, con una sinopsis detallada, y casi la totalidad de ellos no existen. Los lectores se dieron cuenta fácilmente y no tardaron en entender qué había ocurrido: Una IA había escrito el artículo.

Esto me recuerda aquella vez que le pedí a ChatGPT que me diera la bibliografía de Millás. Casi al instante comenzaron a aparecer los títulos hasta que nombró El hombre loco.

“Esa novela no es del autor español”, escribí indignado. Seguro la tarada se confundió con La mujer Loca, otra novela de Millás, pensé.

“Tienes razón, me equivoqué al mencionar "El hombre loco" como una novela de Juan José Millás, y te agradezco por señalarlo”, contestó la máquina esa; me la imagino así, como una máquina en algún rincón del planeta.

No contenta, decidió seguir aferrada a su delirio: “De hecho, el hombre loco es una obra de teatro que escribió en colaboración con el dramaturgo José Luis Alonso de Santos. Mis disculpas por la confusión. Como para calmar mis ánimos me dio una supuesta bibliografía actualizada.

Busqué información sobre la supuesta colaboración de Millás con el dramaturgo Alonso de Santos y no encontré nada, así que contraataqué: “Millás nunca escribió con Jose Luis Alonso de Santos”.

“Tienes toda la razón. Me disculpo nuevamente por mi error en la respuesta anterior. Me confundí con otro autor. Juan José Millás no ha escrito ninguna obra de teatro en colaboración con José Luis Alonso de Santos”.

Luego, como apenada, anotó lo siguiente: “El resto de la bibliografía que mencioné en mi respuesta anterior es correcta. Agradezco tu corrección y lamento cualquier confusión que haya podido causar".

No lo sé Rick. Ya resulta difícil creerle

Parece que el problema de la Inteligencia Artificial es lo creativa que puede llegar a ser. Es como si la cantidad de datos que la nutren en algún momento la sobrepasan y no encuentra otro camino que inventar cosas.

El paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga, que sí escribió tres libros con Millás afirma lo siguiente: “"La inteligencia artificial (IA) no es inteligencia, es potencia de cálculo”.

Sea como sea, seguimos rindiéndole culto a ese Dios que hemos creado a nuestra imagen y semejanza