martes, 15 de abril de 2025

Feria del libro

Hace años, cuando se acercaba la feria del libro, siempre tenía a la mano un listado de los libros que quería comprar. En ese entonces aprovechaba el evento para atiborrarme de libros, como si al día siguiente de mi visita me fueran a enviar con ellos a una isla desierta.

Ya no hago ni lista ni compro libros compulsivamente. Si la visito, paseo por los pabellones y me llevo los libros a puro feeling. Creo que dejé de hacer listas, porque muy pocas veces encontraba los libros que anotaba en ellas. Solo recuerdo una ocasión en la que pude comprar dos novelas que andaba buscando: El tumbao de Beethoven y Vibrato.

Después de ese año no volví a cargar lista y comencé a comprar libros dejándome llevar por mi intuición, solo basándome en sus portadas, títulos, información de la contraportada, sumado a la lectura de algunos apartes que seleccionaba de forma aleatoria. De esa forma he dado con novelas que me han gustado mucho como: El hombre que murió la víspera, Matadero Franklin, Como los perros, felices sin motivo, y El señor de los dados.

Una mujer que antes leía mucho, parece que ahora no, o por lo menos no con la misma frecuencia, dice que ya no le encuentra mucho sentido ir a la feria del libro. Afirma que los libros que llevan a ese espacio, se pueden comprar en cualquier librería y que por eso ya no le emociona tanto el evento.

Es un buen argumento, pero así y todo, y aunque ya no me enloquezco comprando libros, a mí todavía me gusta ir a la feria del libro. Imagino que, de forma subconsciente, pienso algo similar a lo que describe el narrador de La biblioteca de Babel, el cuento de Borges, y que en alguno de los stands me voy a encontrar con un libro que contiene todo el conocimiento universal, una especie de libro-Dios que contiene a todos los demás.

lunes, 14 de abril de 2025

Urania y Vargas Llosa

Una vez, para una celebración de amigo secreto en el lugar donde trabajaba, alguien le dijo a la persona que había sacado el papelito con mi nombre que a mi me gustaba leer.

Esa persona no era aficionada a la lectura, pero alguna vez había leído La fiesta del Chivo de Vargas Llosa, así que decidió regalarme ese libro.

Debo darle las gracias, porque esa novela fue mi puerta de entrada a la obra del escritor peruano. Tiene un comienzo que me encanta y que, de vez en cuando, vuelvo a leer:

Urania. No le habían hecho un favor sus padres; su nombre daba la idea de un planeta, de un mineral, de todo, salvo de la mujer espigada y de rasgos finos, tez bruñida y grandes ojos oscuros, algo tristes, que le devolvía el espejo. ¡Urania! vaya ocurrencia.

No me convertí en un aficionado de Vargas Llosa, pero sí leí otro par de sus novelas. Tiempo después Peter, un amigo, me recomendó Conversación en la Catedral. Me aseguró que era una obra maestra. Busqué esa novela en la feria del libro de ese año y cuando la encontré leí la contraportada. Traía una frase del autor. Si mal no recuerdo decía lo siguiente: Si tuviera que salvar solo una  de mis obras de las llamas de un incendio, salvaría esta.

Esa frase lapidaria, sumada a lo que me había dicho Peter, me convenció de que debía comprarla, y la empecé a leer al día siguiente. Desafortunadamente no me gustó y me costó mucho trabajo terminar esa lectura, incluso creo que me obligué a hacerlo. Me sentía tonto por no disfrutarla, con todo lo que decían sobre ella. Imagino que si la hubiera comenzado ahora, no habría dudado ni un segundo en dejarla, en fin.

Siempre que muere un escritor, pienso que sería bueno leer una de sus novelas a manera de homenaje, pero eso casi nunca ocurre debido a mi forma errática de seleccionar qué libros voy a leer. Vamos a ver si lo logro cumplir con Vargas Llosa.

viernes, 11 de abril de 2025

Escribir ligero

Me siento frente al computador a eso de las 10 de la noche, decidido a escribir algo. Al menos unas 300 palabras.

Prendo la pantalla, listo para teclear, y aparece un cansancio milenario con forma de excusa: mejor me tiro en la cama a hacer scroll en redes sociales.

Entonces decido algo: hoy no voy a escribir, ¿y qué?

Con esa decisión en mente, todavía no me voy a la cama. Abro el correo y me encuentro con el Substack de una escritora que escribe ligero, es decir, parece que le encuentra tema a todo. Leo los primeros párrafos y me agrada cómo narra su cotidianidad de forma sencilla (nunca simple). Ojalá nunca se me acabara el tema y pudiera escribir tan ligero como ella, pienso.

Mando al carajo el cansancio y me pongo a escribir esto, sin rumbo fijo, hasta que recuerdo algo que me llamó la atención de Objetos perdidos, la novela que estoy leyendo.

La protagonista es una mujer a la que le apasiona bailar y se cuestiona esa pasión. Le ha invertido años a la profesión de bailarina, pero sabe que no destaca entre muchas otras personas que se dedican a lo mismo. Es una más del montón y no tiene un don innato para el baile.

Entonces se pregunta si es posible dejar de perseguir una pasión. Al final concluye que lo más probable es que no, que no le queda más remedio que seguir bailando cada día porque ese es su destino.

Relacioné eso con mi gusto por la escritura. Porque, al igual que la protagonista, puede que no sea especial y que muchos otros escriben mejor que yo, pero ¿qué importa eso?

No me queda otra opción que mandar al carajo la pereza y escribir un día sí y el otro también.

304 palabras, ¿cómo la vieron?

jueves, 10 de abril de 2025

La nota

Ese día volvió a ponerse la chaqueta de pana. Hacía meses que no la tocaba; vivía olvidada en un rincón del armario, y él casi siempre agarraba lo primero que encontraba a la mano.

Minutos más tarde, como de costumbre, al bus en el que se subió no le cabía ni una persona más. Poco a poco, metiendo un codazo por aquí, un empujón por allá, logró ubicarse en la mitad.

Dedicó gran parte del trayecto a mirar a otros pasajeros, en especial a la mujer sentada frente a él, que se estaba pintando la cara. Pensó que tenía cierta conexión mental con el chofer: ella dejaba de aplicarse el delineador justo antes de cada frenada. Le pareció una operación de extrema precisión y años de práctica.

En un momento, la mujer subió la mirada, y él alcanzó a desviar la suya. Justo entonces alguien le pasaba las monedas del pasaje de un hombre que acababa de subir por la puerta de atrás.

Cuando las entregó a otro pasajero, notó que la mujer ya había guardado el maquillaje en la cartera. Entonces metió una mano en uno de los bolsillos exteriores de la chaqueta y encontró un papel doblado en dos.

Se aferró con la otra mano al tubo del bus mientras lo desdoblaba. Al leerlo, vio un mensaje escrito con su caligrafía: no confíes en el hombre del abrigo azul.

Le pareció un sinsentido. Intentó recordar la última vez que se había puesto la chaqueta. Recordó utilizarla para una fiesta en casa de su amiga Carlota, la primavera pasada, pero no el momento en que escribió la nota. Al acercarse a su paradero, volvió a guardar el papel. Más tarde lo vuelvo a mirar a ver si recuerdo algo, pensó.

Cuando llegó a la puerta de atrás, luego de otros empujones, un tipo con abrigo azul también iba a bajarse. El hombre lo miró y le sonrió.

Aunque nunca ha creído en señales, se bajó en el siguiente paradero.

miércoles, 9 de abril de 2025

Título

El nombre de esta entrada tiene que ver con que me siento en el escritorio con la mente en blanco. Podría dedicar unos minutos a ver qué se me ocurre, pero no quiero malgastarlos, pue dentro de 21 minutos tengo una reunión.

Lo de la mente en blanco es solo un decir, porque en realidad en ella siempre hay algo: recuerdos, imágenes, palabras, lo que sea. ¿Acaso no? O, si no son esas cosas, llegan estímulos que las provocan.

Ahora, por ejemplo, suena una guadañadora a lo lejos. Afuera hace sol, los pájaros no dejan de trinar, y alguien —no sé qué tan cerca o lejos— está viendo el partido entre el Barcelona y el Borussia Dortmund a todo volumen. He escuchado cómo el locutor grita los goles como si de eso dependiera su vida. Me gusta esa pasión con la que narra.

Imagino que la única forma de tener la mente en blanco es cuando uno muere o cae en coma. De resto, siempre está pasando algo en ella. Y si no estamos pendientes de lo que sucede alrededor, nos instalamos en el pasado o en el futuro como si nada.

Sea como sea, por eso escribí título como título de esta entrada: para ver qué se me ocurría. Y lo que se me ocurrió fue esto. ¿Mucho? ¿Poco? No sé. Pero fue lo que se apareció en mi “mente en blanco”.

Suelo darle título a las entradas de mi blog cuando ya están terminadas, pero esta comenzó al revés. Hablando de mente en blanco, en la mía y a 12 minutos de comenzar la reunión, acaba de aparecer un pensamiento: prepárese un un café.

A veces tengo buenas ideas.

martes, 8 de abril de 2025

Una palabra fuera de lugar

El despertador no sonó y Marcela salió tarde de la casa para el trabajo. La verdad es que sí sonó, pero decidió hacer pereza en la cama y la apagó tres veces; por eso se autengañó. No soportaba la idea de pasar un día más en esa oficina, con un montón de personas que fingían ser sus amigos y un trabajo que, sentía, le drenaba la vida

Ese día una ligera llovizna caía sobre la ciudad y eso incrementó su mal humor, pues tuvo que salir de su casa sin desayunar. Sabía que cuando eso pasaba, la probabilidad de que le diera dolor de cabeza era más alta.

Necesitaba un café, así que se bajó del bus a tres cuadras de su oficina, en una calle con varias cafeterías. No le importó el hecho de que fuera a llegar más tarde al trabajo, incluso pensó que era lo mejor para sus compañeros de oficina, porque sabía cómo podía actuar, si no introducía algo de cafeína a su organismo. Cada quién con su veneno, pensó, mientras se sentaba en una mesa de la terraza de Tacita Feliz, el primer local que vio.

Una mesera muy flaca, que llevaba un delantal naranja que le quedaba grande, se le acercó con una libreta y un esfero en la mano.

“Buenos días, ¿qué va a ordenar?”, le pregunto la mujer.
“Un tinto grande bien cargado, por favor”, respondió ella.

Entonces aspiró el olor del pan recién horneado. En ese momento decidió que un mojicón sería el mejor acompañamiento para su bebida y también pidió uno.

Mientras tanto, la canción que salía de sus audífonos era Dissident, de Pearl Jam. Cuando la mesera dio media vuelta para ir a traer su orden, Eddie Vedder cantaba: Always home, but so far away, like a word misplaced.

Así se sentía a veces, como una palabra que no encontraba su lugar. La mesera llegó con un pocillo grande que humeaba. Marcela sonrió cuando le dio el primer sorbo.

Se lo tomó rápido sin importarle que la bebida le quemara un poco la lengua, y se metió casi medio mojicón en la boca. Ahora Vedder cantaba: she couldn't hold No, she folded. y ahí con Vedder y el tinto como guardianes de su futuro tomó una decisión: iba a renunciar.

lunes, 7 de abril de 2025

Pasado y presente

Escribo lo siguiente: Cuando despierto solo recuerdo esa escena: yo, ahí, tendido en el suelo dejando caer mi brazo por la boca del hueco, mientras papá grita. “Gabriel, hijo, ayúdame”, una y otra vez. La sensación de angustia fue tal…

El personaje se despierta en el presente, pero hacia el final del párrafo lo anclo al pasado.

Muchas veces, cuando escribo, suelo enredarme con los tiempos verbales. Si empiezo con el presente, el pasado intenta colarse a cada rato y solo caigo en cuenta de ello cuando edito.

Me gusta escribir en el tiempo presente porque ayuda a vivir lo que se narra de primera mano en tiempo real. Además es solo uno y ya está, no como el tiempo pasado  con sus pretéritos perfecto, indefinido, imperfecto, anterior y pluscuamperfecto. El pasado, parece, no es lo uno ni lo otro, ni perfecto ni imperfecto. De ahí, imagino que enrede tanto la cabeza.

Otra cosa buena de narrar en presente es que no hay que recurrir a los flashbacks, que pueden ser muy buenos para darle bases a la historia que se narra, pero que la ralentizan y si se abusa de ellos o se utilizan mal, en ocasiones la vuelve aburridora.

Debe ser por eso que todo el mundo se la pasa diciendo que es bueno vivir en el presente. Es más fácil, o bien más directo, decir yo amo, que he amado, amé, amaba o había amado. Parece que el verbo, y las acciones que conlleva, es más susceptible a otras interpretaciones cuando está en pasado. De ahí, imagino, que los gringos no se compliquen con darle niveles al amor y solo existe el I love you, a diferencia del español con su te quiero o te amo.

viernes, 4 de abril de 2025

Mississippi

Escribo.

Pocas veces logro el estado de concentración profundo en el que me encuentro. Disfruto del momento, estoy presente, como dicen los místicos. Me regodeo en ese estado idóneo, me diluyo en él, en fin, creo que me entienden.

Las palabras salen de mis dedos una detrás de otra… o más bien, una delante de otra, como si nada. Mis manos son como metralletas que las disparan.

De repente, el maldito ringtone del celular me saca de ese estado. ¿Por qué no está en silencio?, me pregunto. Miro quién osa interrumpir mi momento de escritura y la pantalla del celular muestra que es una llamada desde Mississippi. La cuelgo y maldigo al idiota que me está intentando estafar.

Mi hermana siempre me pelea porque me gusta andar con el celular en silencio. Le explico que me molestan las pocas notificaciones que tengo activadas. ¿Y qué tal que sea algo urgente?, contraataca. Las personas utilizan ese ángulo de la urgencia cuando uno muestra poco interés de estar conectado con la realidad.

La verdad, nunca me ha pasado eso. Nunca ha pasado que alguien no me encuentre o me busque con urgencia para hacerlo.

Sea como sea, pongo el celular en silencio e intento ingresar de nuevo a ese territorio de escritura en el que me encontraba hace un momento. Antes de hacerlo, pienso en la palabra Mississippi, qué cantidad de ies, eses y pes.

Por un breve instante imagino a un niño gringo en una competición de deletrear palabras, y esa es la que le dan: spell Mississippi for us. El niño, claro está, se pone nervioso. Se restriega las manos llenas de sudor sobre el pantalón y comienza, pero ya sabe que le va a faltar o va a decir una consonante o vocal de más.

Qué desgracia de palabra.

miércoles, 2 de abril de 2025

El ocaso de un gladiador

Salgo a hacer una vuelta, la termino antes de tiempo y me voy a un café a leer un rato. Luego de hacer el pedido en la barra, me siento y paso un buen rato acomodando el Kindle, buscando la posición más cómoda para leer. Sé que apenas empiece, cambiaré de postura: cruzaré la pierna, me inclinaré sobre la mesa, me recostaré en la silla, descruzare la pierna para cruzar la otra, en fin, soy de esos lectores que nunca encuentran la posición óptima, como muchos otros.

Al poco tiempo, un viejo y un hombre cercano a los sesenta se sientan en la mesa de al lado. Uno lleva pantaloneta y chaqueta deportiva; el otro, boina y chaleco a cuadros.

Como están tan cerca, es imposible no enterarse de que son padre e hijo. El segundo recalca que la tía Gladys no puede enterarse de lo que acaba de contarle. El padre asiente y promete que no dirá nada. El hijo repite la advertencia. Parece temer que, por la edad, su padre olvide la promesa y termine charlando con la tía sobre el tema. De repente, el viejo cambia de tema por completo y empieza a hablar de fútbol colombiano, como si el chisme de la tía Gladys se hubiera desvanecido en su cabeza.

Luego, una mujer mayor se acerca a saludarlo. El viejo se pone de pie con dificultad y le da un híbrido entre abrazo y apretón de manos. La mujer se va, pero al instante regresa, esta vez empujando a su esposo en una silla de ruedas. No sabemos dónde lo había dejado parqueado.

“¡Máximo, qué tal!”, grita el viejo.
“Bien, ¿y tú?”
“Jodido, pero ahí vamos”, responde con una franqueza algo cruel para el entusiasmo y estado del otro.

En menos de dos minutos intercambian frases cordiales y hablan de un conocido en común. Luego se despiden.

Cuando ya están lejos, el padre le dice al hijo:

“Yo estudié con Máximo en el colegio. Era tremendo jugador de baloncesto”.

El hijo asiente, pero no responde. Tal vez se pregunta si su padre olvidará el secreto que le contó, o si ya lo ha olvidado.

martes, 1 de abril de 2025

Sobre el destino y otros temas

Veo la presentación del cantante Benson Boone en los grammy. Es un showman completo. No sabía que él cantaba Beautiful Things, ni siquiera conocía el nombre de la canción, y siempre me pregunté cómo alguien podía cantar tan agudo y con tanta potencia..

Mi hermana me contó que dejó de participar en American Idol para perseguir una carrera musical por su cuenta. Al poco tiempo de dejar el programa firmó con una disquera y lo logró.

Pero eso es lo de menos. Lo que realmente me interesa es 
que en la audición del programa comentó que tenía 18 años y que comenzó a cantar a los 17. También dijo que no sabía que contaba con esa habilidad y que no tiene idea cómo surgió.

Imaginemos eso, tan solo un año de práctica le bastó para tener el nivel de cualquier cantante profesional. Pienso entonces en los miles de Bensons Boone que existen en la tierra. Hombres y mujeres que estudian música o que llevan años cantando y estudiando piano, pero que no lo han logrado.

Imagino que algunos, los más mayores, le tienen rabia y que sus pares contemporáneos lo admiran.

Pienso en todo este rollo, porque me pregunto: ¿Las personas están destinadas a ser algo? ¿Estaba Boone destinado a ser una estrella musical, mientras que los otros que lo intentaron solo serían espectadores, amateurs de por vida o acabarían en cualquier otra profesión?

Las respuestas, claro, no las tengo, pero me parece extraño. Esto me lleva a pensar en la escritura. Rosa Montero comenzó a escribir desde los 8 años y Piedad Bonnett cuenta que desde joven pensó lo siguiente: “El caso es que en alguna parte de mí se aposentó la idea de que lo que yo quería en la vida era escribir con la misma intensidad y hondura que Dostoievski.”

Estaban destinadas ambas mujeres a convertirse en escritoras, independientemente de sus actos. Lo mismo con Boone, ¿sí o sí debía convertirse en músico así hubiera trabajado en una gasolinera como Eddie Vedder?

La vida son preguntas.