Ordeno una de mis bibliotecas de libros. Suena como si fueran muchas pero solo son dos. La mayoría de los libros que he leído los tengo en versión digital en el kindle. ¿Que son mejores los libros físicos? No me interesa entrar en esa discusión y siempre saldo el tema con el comentario de un personaje de una novela: “la sopa es sopa independiente del recipiente que la contenga”.
La ordeno porque van a poner un mueble en un nicho del cuarto. El nicho no es más que un hueco, pero la palabra me evoca otro concepto como nacimiento o algo así, pero estoy loco porque esa es tal cual su definición según los eruditos de la RAE: hueco practicado en un muro para alojar algo dentro. Quién sabe con qué carajos estaba relacionando la palabra.
Descargo los libros en la cama sin ton ni son, saco la biblioteca del nicho y tiempo después decido ordenarlos de nuevo en ella. Me fijo con detenimiento en los libros. Primero ordeno mi colección más preciada, los de Juan José Millás, luego los de Rosa Montero y después el resto sin seguir ningún orden.
Van apareciendo algunos libros que, pienso, me gustaría volver a leer, como Primera Persona de Margarita García Robayo, o Vibrato de Isabel Mellado, uno de los pocos libros que me empeñé en buscar en una feria del libro hasta que lo conseguí. También me cruzo con Can’t and Won’t Stories de Lydia Davis, un libro que me obsesioné por conseguir hace unos años y se lo encargué a unos amigos que se fueron de viaje a NY y visitaron la mítica librería Strand.
Pasaso un tiempo y ya con algo de cansancio, ordeno los libros a toda velocidad, sin detenerme a hojearlos, y en medio de ese proceso veo la portada de Tumbao de Beethoven, otra novela que también compré en la misma feria que adquirí la novela de Mellado.
Termino de ordenar los libros, me recuesto en la cama, cierro los ojos y pienso en todo lo que me falta por leer y releer.
No hay tiempo para nada.
viernes, 25 de julio de 2025
miércoles, 23 de julio de 2025
Yemín
Hago fila para comprar un capuchino. Mi único dilema del momento es si debería acompañarlo con una galleta o una torta de zanahoria. Cuando estoy a punto de llegar a la caja, uno de los baristas pronuncia el nombre de uno de los clientes en voz alta para entregarle su pedido. Según lo que entiendo, pregunta varias veces por un tal Yemín.
Yo y otro par de personas que estamos cerca le hacemos caras para indicarle que ninguno de nosotros se llama así. El barista deja de mirarnos y continúa repitiendo el nombre sin cansancio: Yemín, Yemín, Yemín. De repente, un señor se acerca a la barra y, eneun tono agresivo y furioso, dice: “Es Jemín. ¿Pero qué idioma hablan ustedes, acaso no es español?”
A mí, como dice Juan Luis Guerra, se me subió la bilirrubina, tipo conflicto, y pensé: “¿Pero quién se cree este gran pendejo?” Estuve a punto de meter una cucharada verbal bien ácida; habría sido algo como: “¿Pero qué espera con severo nombre tan feo?”
Fiel a mi premisa de no enredar mi caminao’ con completos desconocidos, decidí no hacer nada y solo le regalé una de mis mejores miradas de: “¿Señor, qué putas le pasa?” Acto seguido reclamé mi café y dejé a Jemin, Yemin o como sea que se llame, solo con su neurosis.
De ahora en adelante, a cada Jemin que conozca en mi vida le diré Yemín para ver cómo reacciona.
Yo y otro par de personas que estamos cerca le hacemos caras para indicarle que ninguno de nosotros se llama así. El barista deja de mirarnos y continúa repitiendo el nombre sin cansancio: Yemín, Yemín, Yemín. De repente, un señor se acerca a la barra y, eneun tono agresivo y furioso, dice: “Es Jemín. ¿Pero qué idioma hablan ustedes, acaso no es español?”
A mí, como dice Juan Luis Guerra, se me subió la bilirrubina, tipo conflicto, y pensé: “¿Pero quién se cree este gran pendejo?” Estuve a punto de meter una cucharada verbal bien ácida; habría sido algo como: “¿Pero qué espera con severo nombre tan feo?”
Fiel a mi premisa de no enredar mi caminao’ con completos desconocidos, decidí no hacer nada y solo le regalé una de mis mejores miradas de: “¿Señor, qué putas le pasa?” Acto seguido reclamé mi café y dejé a Jemin, Yemin o como sea que se llame, solo con su neurosis.
De ahora en adelante, a cada Jemin que conozca en mi vida le diré Yemín para ver cómo reacciona.
martes, 22 de julio de 2025
¿Y para qué?
En este momento tengo una pestaña abierta con un artículo que se titula: Taking blogging seriously. Seguro no lo voy a leer, pero el título me llamó la atención. Lo menciono porque fue el que activó el recuerdo sobre el cual voy a escribir.
Una noche, parece que fue hace siglos, me encontraba en un bar con un grupo de personas del que solo conocía a un par. Estaba ahí porque la mujer con la que salía me había invitado.
Cuando llegué al bar, la mesa que habían reservado estaba casi llena y me tocó uno de los asientos de la punta. Quedé al lado de un hombre que llevaba gafas, tenía las entradas pronunciadas y un gabán oscuro. También lo cubría cierto aire de superioridad.
Después de un par de sorbos de nuestras bebidas, entablamos una de esas conversaciones entre dos desconocidos que están repletas de lugares comunes. No sé en qué momento el tema se desvió y creí que le podía compartir un detalle más personal. Entonces le conté que tenía un blog en el que escribía con cierta frecuencia.
El hombre abrió los ojos y, junto a su cara de asombro, preguntó:
—¿Y para qué?
No recuerdo cuál fue mi reacción en ese momento. Seguro pensé algo como: bobo hijueputa. Le di a entender que lo hacía porque sí, porque me daba la gana, el único y verdadero motivo suficiente, pienso, por el que uno debería hacer algo que le gusta.
Al poco tiempo, miré cómo cambiar de puesto en busca de una conversación amena y, a las pocas semanas, dejé de salir con esa mujer.
Hoy podría buscar motivos más poéticos o contundentes, pero la respuesta sigue siendo la misma: escribo porque me da la gana.
Una noche, parece que fue hace siglos, me encontraba en un bar con un grupo de personas del que solo conocía a un par. Estaba ahí porque la mujer con la que salía me había invitado.
Cuando llegué al bar, la mesa que habían reservado estaba casi llena y me tocó uno de los asientos de la punta. Quedé al lado de un hombre que llevaba gafas, tenía las entradas pronunciadas y un gabán oscuro. También lo cubría cierto aire de superioridad.
Después de un par de sorbos de nuestras bebidas, entablamos una de esas conversaciones entre dos desconocidos que están repletas de lugares comunes. No sé en qué momento el tema se desvió y creí que le podía compartir un detalle más personal. Entonces le conté que tenía un blog en el que escribía con cierta frecuencia.
El hombre abrió los ojos y, junto a su cara de asombro, preguntó:
—¿Y para qué?
No recuerdo cuál fue mi reacción en ese momento. Seguro pensé algo como: bobo hijueputa. Le di a entender que lo hacía porque sí, porque me daba la gana, el único y verdadero motivo suficiente, pienso, por el que uno debería hacer algo que le gusta.
Al poco tiempo, miré cómo cambiar de puesto en busca de una conversación amena y, a las pocas semanas, dejé de salir con esa mujer.
Hoy podría buscar motivos más poéticos o contundentes, pero la respuesta sigue siendo la misma: escribo porque me da la gana.
lunes, 21 de julio de 2025
Salirse del tiempo
Clarita murió el jueves pasado a la una de la tarde.
Hoy, en su funeral, su hija me contó que se fue de forma tranquila y que alcanzó a despedirse de todos sus familiares cercanos. Falleció en su cuarto de infancia, pues sus últimos días los había pasado en casa de su madre.
—¿Y tu libro?
Me llevé la mano a la frente y me dijo:
—Tranquilo, yo te presto uno para que intercambies.
Hoy, en su funeral, su hija me contó que se fue de forma tranquila y que alcanzó a despedirse de todos sus familiares cercanos. Falleció en su cuarto de infancia, pues sus últimos días los había pasado en casa de su madre.
Ese jueves, optimista como siempre, tenía cita con un médico naturista que prometía un nuevo tratamiento para su cáncer, pero en cuestión de horas su estado de salud empeoró y no pudo asistir.
La conocí en un taller de escritura de guion, y desde ese momento nos unió nuestro amor por la escritura y los libros.
Vivía en un apartamento pequeñísimo, pero acogedor en el barrio El Polo, con una vista privilegiada hacia las montañas. Era un lugar que tenía libros ordenados en bibliotecas en diferentes rincones de la casa, excepto en uno de los cuartos, donde se encontraban esparcidos por el piso y arrumados en torres de distintos tamaños. Era una habitación de la que uno siempre salía con un libro en la mano, pues Clarita no tenía problema alguno con prestarlos.
Una vez tuvimos un intercambio de libros en su apartamento y olvidé llevar el que yo iba a compartir. Luego de timbrar y pasar a la sala, unos cuarenta minutos antes de la reunión, Clarita llegó con dos tazas de café y me preguntó:
Me llevé la mano a la frente y me dijo:
—Tranquilo, yo te presto uno para que intercambies.
Cuando terminmos de tomar el café, entramos juntos a ese cuarto repleto de libros. Comencé a caminar por en medio de las torres de libros y vi en el piso una copia de Amantes y enemigos, el libro de relatos de Rosa Montero. Lo recogí y le dije:
—Yo quiero leer este.
—Llévatelo — respondió, pues sabía lo mucho que me gusta esa autora.
—Llévatelo — respondió, pues sabía lo mucho que me gusta esa autora.
Debí haber hecho alguna cara, porque al instante agregó:
—Escoge otro, el que quieras, para intercambiar.
no recuerdo cuando fue la última vez que nos vimos en persona. Debió haber sido hace más de un año. me jode esa ingratitud que se adhiere a las relaciones de los amigos, y el hecho de haber dejado de vernos como si nada, como si fuéramos a vivir para siempre.
El mundo, claro, sigue girando, y los vivos seguimos dedicándole tiempo y energía a cuestiones tan intrascendentes como el amorío de dos amantes ejecutivos millonarios en un concierto de Coldplay.
Rosa Montero lo dejó claro en su Ridícula idea de no volver a verte:
Solo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo; la tierra detiene su
rotación y las trivialidades en las que malgastamos las horas caen sobre el suelo
como polvo de purpurina.
viernes, 18 de julio de 2025
Mal de ojos
Apenas se sienta en el escritorio lo escucha.
Al principio, el zumbido parece un murmullo lejano. Piensa que es producto de su imaginación, hasta que el sonido se hace persistente y el insecto revolotea a su alrededor: es negra y gorda. Una mosca radioactiva, piensa. Pasa cerca de su cabeza en un par de ocasiones y la ahuyenta moviendo profusamente una de sus manos.
Intenta distraerse leyendo emails o noticias, pero ahora parece que el insecto quedó atrapado entre la cortina y la ventana y choca contra ambos de forma desesperada. Sus alas se golpean con violencia y el zumbido es desesperante.
El hombre se pone de pie, dispuesto a masacrarla, pero su miopía no le permite ubicar al insecto que, cansado, deja de luchar en su prisión. El hombre vuelve a su escritorio y continúa con lo que estaba haciendo.
¿Y si la mosca es una señal?, piensa. Busca en internet y aparece información que dice que, si una mosca revolotea cerca de forma insistente, puede ser una señal de que alguien lo envidia o le está mandando mala energía.
Partida de hijueputas, piensa ahora. Y decide que el insecto va a morir ese mismo día. Justo cuando piensa eso, vuelve a revolotear cerca de su oído derecho. El hombre sacude primero su cabeza y luego su cuerpo con violencia. Otra vez escucha ese zumbido que tanto lo enerva, pero no ve al insecto por ninguna parte.
De repente, una estampida de estornudos lo ataca. Son cuatro y vienen en ráfaga. Cuando el pequeño temblor nasal pasa, el hombre maldice y se pone de pie para ir al baño a sonarse.
Cuando vuelve al escritorio no puede creer lo que ve: la mosca aterrizó justo sobre unos post-its de color amarillo chillón. Ya no tiene forma de camuflarse la pobre. El hombre ve cómo se frota sus patas delanteras una con otra, seguro probando las porquerías sobre las que se han posado. Toma una servilleta y, en un movimiento rápido, se la estampa encima.
El hombre se asombra de que la mosca aceptó su destino y no salió a volar despavorida, como si quisiera que la mataran. El hombre arruga con fuerza, se asegura de que quede bien muerta, luego va al baño, la tira al inodoro y suelta el agua.
Intenta distraerse leyendo emails o noticias, pero ahora parece que el insecto quedó atrapado entre la cortina y la ventana y choca contra ambos de forma desesperada. Sus alas se golpean con violencia y el zumbido es desesperante.
El hombre se pone de pie, dispuesto a masacrarla, pero su miopía no le permite ubicar al insecto que, cansado, deja de luchar en su prisión. El hombre vuelve a su escritorio y continúa con lo que estaba haciendo.
¿Y si la mosca es una señal?, piensa. Busca en internet y aparece información que dice que, si una mosca revolotea cerca de forma insistente, puede ser una señal de que alguien lo envidia o le está mandando mala energía.
Partida de hijueputas, piensa ahora. Y decide que el insecto va a morir ese mismo día. Justo cuando piensa eso, vuelve a revolotear cerca de su oído derecho. El hombre sacude primero su cabeza y luego su cuerpo con violencia. Otra vez escucha ese zumbido que tanto lo enerva, pero no ve al insecto por ninguna parte.
De repente, una estampida de estornudos lo ataca. Son cuatro y vienen en ráfaga. Cuando el pequeño temblor nasal pasa, el hombre maldice y se pone de pie para ir al baño a sonarse.
Cuando vuelve al escritorio no puede creer lo que ve: la mosca aterrizó justo sobre unos post-its de color amarillo chillón. Ya no tiene forma de camuflarse la pobre. El hombre ve cómo se frota sus patas delanteras una con otra, seguro probando las porquerías sobre las que se han posado. Toma una servilleta y, en un movimiento rápido, se la estampa encima.
El hombre se asombra de que la mosca aceptó su destino y no salió a volar despavorida, como si quisiera que la mataran. El hombre arruga con fuerza, se asegura de que quede bien muerta, luego va al baño, la tira al inodoro y suelta el agua.
jueves, 17 de julio de 2025
Un vaso sin café
Me siento a esperar a alguien en un café de un centro comercial. No saco el libro que llevo en la mochila porque falta poco para la hora de mi encuentro y no quiero quedar a medio capítulo. Caprichos lectores que uno se inventa.
Dadas las circunstancias, dedico los siguientes minutos al fino arte de ver pasar gente o, simplemente, mirar a las personas e intentar imaginarme sus vidas.
A pocas mesas de distancia, una mujer rubia teclea de forma frenética en su portátil al tiempo que habla con alguien. Alcanzo a notar que tiene puestos unos audífonos inalámbricos y pienso que puede estar hablando con una persona que se encuentra en Abu Dabi.
El café, pienso, es su oficina. Está muy arreglada: lleva un blazer azul aguamarina, un pantalón blanco y zapatos del mismo color de tacón alto. También está peinada y maquillada a la perfección, y las pulseras que lleva en sus muñecas no dejan de sonar cada vez que gesticula con sus manos para defender o enfatizar sus argumentos.
Afuera, del café hace mucho ruido. Cerca hay un supermercado y pasan remolques con diferentes productos para abastecer las góndolas. Parece que a uno de ellos no le han hecho mantenimiento hace años y las llantas chirrían durante todo el trayecto.
La oficinista sigue hablando como si nada. Imagino que en medio de su discurso pide disculpas por el ruido del fondo mientras trata de explicar qué lo produce. O puede que no, que se haga la loca y que los asistentes a la reunión se tengan que mamar el ruidito al tiempo que tuercen la cara y se preguntan dónde diablos está metida.
Al lado de ella hay un vaso de cartón que no ha levantado ni una sola vez. De pronto, al igual que yo, solo está “robando” puesto y el vaso está desocupado. Resulta imposible saberlo, al igual que es muy difícil descifrar las verdaderas intenciones de las personas.
La rubia levanta la mirada y me la sostiene por unos segundos. ¿Acaso también imagina cómo es mi vida? Al principio acepto el reto, pero en una microfracción de segundo la desvío e intento hacerme el loco, mientras trato de hacer cara de estar pensando en cualquier cosa.
Ella vuelve a bajar la mirada hacia la pantalla de su portátil y comienza a teclear de nuevo.
Dadas las circunstancias, dedico los siguientes minutos al fino arte de ver pasar gente o, simplemente, mirar a las personas e intentar imaginarme sus vidas.
A pocas mesas de distancia, una mujer rubia teclea de forma frenética en su portátil al tiempo que habla con alguien. Alcanzo a notar que tiene puestos unos audífonos inalámbricos y pienso que puede estar hablando con una persona que se encuentra en Abu Dabi.
El café, pienso, es su oficina. Está muy arreglada: lleva un blazer azul aguamarina, un pantalón blanco y zapatos del mismo color de tacón alto. También está peinada y maquillada a la perfección, y las pulseras que lleva en sus muñecas no dejan de sonar cada vez que gesticula con sus manos para defender o enfatizar sus argumentos.
Afuera, del café hace mucho ruido. Cerca hay un supermercado y pasan remolques con diferentes productos para abastecer las góndolas. Parece que a uno de ellos no le han hecho mantenimiento hace años y las llantas chirrían durante todo el trayecto.
La oficinista sigue hablando como si nada. Imagino que en medio de su discurso pide disculpas por el ruido del fondo mientras trata de explicar qué lo produce. O puede que no, que se haga la loca y que los asistentes a la reunión se tengan que mamar el ruidito al tiempo que tuercen la cara y se preguntan dónde diablos está metida.
Al lado de ella hay un vaso de cartón que no ha levantado ni una sola vez. De pronto, al igual que yo, solo está “robando” puesto y el vaso está desocupado. Resulta imposible saberlo, al igual que es muy difícil descifrar las verdaderas intenciones de las personas.
La rubia levanta la mirada y me la sostiene por unos segundos. ¿Acaso también imagina cómo es mi vida? Al principio acepto el reto, pero en una microfracción de segundo la desvío e intento hacerme el loco, mientras trato de hacer cara de estar pensando en cualquier cosa.
Ella vuelve a bajar la mirada hacia la pantalla de su portátil y comienza a teclear de nuevo.
viernes, 11 de julio de 2025
Algo
10:41 p.m.
Escribo estas palabras, este algo, porque no quiero pasar la semana en blanco. Hace unos meses tuve una sequía de escritura que me duró varias semanas, y más que por falta de temas, fue por pura pereza. Por eso me obligo a escribir, aunque puede que esto no tenga mucho sentido.
Mientras tecleo, afuera llueve. Si cuento eso es porque al escrito se le estaba acabando la fuerza. No sé… a veces pienso que debería preparar más estos posts. Quizá como las newsletters de algunos escritores, que cuando las envían entregan textos muy elaborados, a diferencia de estos textos tipo batiburrillo de temas.
En fin, les decía que estoy cansado y que solo pretendo no pasar en blanco. Dejar constancia por escrito de algo, lo que sea.
Y ya que vamos en desorden: entre otras noticias, hace unos días terminamos de desocupar el apartamento y encontré mi MP3 de hace años. Lo cargué y, para mi sorpresa, aún funciona. Como tuve que hacer un viaje largo en bus, aproveché para escuchar la música que tenía grabada en él y recordé esos trayectos de mi casa a la universidad y viceversa, que amenizaba con ese aparatejo. Siempre lo tenía en reproducción aleatoria, y la primera canción que sonó esta vez fue una que me encanta: Superfly, de 4 Non Blondes.
Ahí les dejo este desorden. Me voy a dormir.
viernes, 4 de julio de 2025
Accidente
Me llevo la mano al cuello y rasco la cicatriz, ese accidente sobre la piel.
Lo hago distraídamente; un pensamiento me lleva a otro hasta que aparece la siguiente frase en mi cabeza: la vida.
Parece inocente. Nada del otro mundo, pero uno nunca se puede confiar de las palabras y de todas las emociones y recuerdos que pueden desatar. Me succionan como si fueran un tornado. Me dejo, no puedo hacer nada contra ellas.
La vida.
Un suspiro.
Una bocanada de aire.
Una instantánea.
Un accidente.
Eso, y seguro muchas cosas más, son la vida, o por lo menos la conforman. ¿Y luego qué? La nada. Ese vacío incomprensible que llamamos muerte.
Ahora pienso en Jota, Diogo, el futbolista portugués que murió hace unas semanas, incinerado dentro de una camioneta. Veintiocho años tenía. ¿Qué son veintiocho años? Nada, si pensamos que tenía toda una vida y carrera por delante.
Solo doce días antes de su accidente se había casado con Rute Cardoso, el amor de su vida, con quien tenía tres hijos de cuatro, dos y un año. Qué cabrona la vida, ¿acaso no?
Si uno se fija bien, esta no es más que un simple accidente, producto de un choque aleatorio de un espermatozoide contra un óvulo; un evento fortuito, altamente improbable, debido a la cantidad de millones de los primeros, teniendo en cuenta que solo uno logra fertilizar el óvulo. No somos más que pura probabilidad, un quizás, un accidente.
Vuelvo a Rute. ¿Cómo va a hacer para vivir? ¿De dónde carajos va a sacar fuerzas para ponerse de pie y meterse a la ducha, para luego aguantar a cientos de periodistas que querrán preguntar estupideces sobre su relación con Jota?
Ahora pienso en mi accidente. En cómo en un segundo la vida —como le pasó a Rute— se pone patas arriba. En lo fácil que es caer a ese vacío del que no se puede volver.
Mi mano vuelve al cuello. Palpa ese amable recordatorio que llevo impreso en él: esa cicatriz que por mucho tiempo fue un queloide y ya casi ni se nota.
Se debe a una traqueotomía: una incisión en el cuello para insertar un tubo y facilitar el paso del aire a los pulmones. Fue lo mismo que le hicieron al piloto de Fórmula Uno Ayrton Senna en pleno asfalto de la pista de Imola, San Marino, cuando se accidentó en la curva de Tamburello, pero él no corrió con la misma suerte que yo, porque las lesiones que sufrió en el cerebro fueron muy graves.
Recorro la cicatriz con un dedo de un lado hacia el otro y me devuelvo.
A veces me arde y me la rasco, o me la rasco y me arde. No sé muy bien cuál es el orden de ese tic, si se le puede llamar de esa manera, o si es una acción inconsciente. Prefiero pensar, como ya mencioné, que cuando soy consciente de que la rasco, es porque actúa a manera de amable recordatorio: me susurra que estuve al borde del abismo, al tiempo que me invita a no desesperar, a ser consciente de que la saqué barata.
Lo hago distraídamente; un pensamiento me lleva a otro hasta que aparece la siguiente frase en mi cabeza: la vida.
Parece inocente. Nada del otro mundo, pero uno nunca se puede confiar de las palabras y de todas las emociones y recuerdos que pueden desatar. Me succionan como si fueran un tornado. Me dejo, no puedo hacer nada contra ellas.
La vida.
Un suspiro.
Una bocanada de aire.
Una instantánea.
Un accidente.
Eso, y seguro muchas cosas más, son la vida, o por lo menos la conforman. ¿Y luego qué? La nada. Ese vacío incomprensible que llamamos muerte.
Ahora pienso en Jota, Diogo, el futbolista portugués que murió hace unas semanas, incinerado dentro de una camioneta. Veintiocho años tenía. ¿Qué son veintiocho años? Nada, si pensamos que tenía toda una vida y carrera por delante.
Solo doce días antes de su accidente se había casado con Rute Cardoso, el amor de su vida, con quien tenía tres hijos de cuatro, dos y un año. Qué cabrona la vida, ¿acaso no?
Si uno se fija bien, esta no es más que un simple accidente, producto de un choque aleatorio de un espermatozoide contra un óvulo; un evento fortuito, altamente improbable, debido a la cantidad de millones de los primeros, teniendo en cuenta que solo uno logra fertilizar el óvulo. No somos más que pura probabilidad, un quizás, un accidente.
Vuelvo a Rute. ¿Cómo va a hacer para vivir? ¿De dónde carajos va a sacar fuerzas para ponerse de pie y meterse a la ducha, para luego aguantar a cientos de periodistas que querrán preguntar estupideces sobre su relación con Jota?
Ahora pienso en mi accidente. En cómo en un segundo la vida —como le pasó a Rute— se pone patas arriba. En lo fácil que es caer a ese vacío del que no se puede volver.
Mi mano vuelve al cuello. Palpa ese amable recordatorio que llevo impreso en él: esa cicatriz que por mucho tiempo fue un queloide y ya casi ni se nota.
Se debe a una traqueotomía: una incisión en el cuello para insertar un tubo y facilitar el paso del aire a los pulmones. Fue lo mismo que le hicieron al piloto de Fórmula Uno Ayrton Senna en pleno asfalto de la pista de Imola, San Marino, cuando se accidentó en la curva de Tamburello, pero él no corrió con la misma suerte que yo, porque las lesiones que sufrió en el cerebro fueron muy graves.
Recorro la cicatriz con un dedo de un lado hacia el otro y me devuelvo.
A veces me arde y me la rasco, o me la rasco y me arde. No sé muy bien cuál es el orden de ese tic, si se le puede llamar de esa manera, o si es una acción inconsciente. Prefiero pensar, como ya mencioné, que cuando soy consciente de que la rasco, es porque actúa a manera de amable recordatorio: me susurra que estuve al borde del abismo, al tiempo que me invita a no desesperar, a ser consciente de que la saqué barata.
martes, 1 de julio de 2025
De libros y otros papelitos
Uno de mis pasatiempos favoritos es antojarme de libros y anotarlos en algún lugar: en mi libreta, en la aplicación de notas de mi celular o enviándome un email con su título. De los muchos que anoto o mensajes que me envío, solo leo unos pocos. El resto los dejo en el completo olvido, y lo más probable es que nunca los lea.
Sea como sea, continúo anotando libros que me llaman la atención, con la esperanza de que algún día voy a sacar tiempo para leerlos. El de hoy fue el de una autora que nunca había escuchado, y el título, creo, es una obra de arte en sí mismo: Cartas nunca enviadas y otros papelitos, de la artista chilena Cecilia Vicuña. Me entero de que Vicuña vivió en Bogotá de 1975 a 1980, luego de escapar de la dictadura chilena.
Hay gente que es muy precisa con los títulos de los libros, y he aquí un gran ejemplo. Si las cartas nunca fueron enviadas, pensaría uno que el ejercicio de escribir fue personal y casi tan necesario como respirar, similar a la idea que expresa el copywriter español Isra Bravo: “se escribe para agradecer la vida”.
Me imagino que el libro recopila textos que hablan de todo y nada al mismo tiempo, de la tenacidad y simpleza de la vida, de esas ínfulas de importancia que nos damos cuando en realidad no somos tan importantes ni nada importa tanto. En fin, me imagino muchas cosas. Y ni qué decir sobre esos otros papelitos, que intuyo como notas en las márgenes de los libros, en servilletas, facturas o en cualquier pedazo de papel a la mano; ese tipo de pensamientos que yo llamo balas al aire y que necesitan ser anotados sí o sí. Además tiene ese aire de diario y ya saben que siento debilidad por ese tipo de libros.
Suena bien el libro. Revise en una librería y quedan 3 copias: déjenme una, no sean mierdas.
Sea como sea, continúo anotando libros que me llaman la atención, con la esperanza de que algún día voy a sacar tiempo para leerlos. El de hoy fue el de una autora que nunca había escuchado, y el título, creo, es una obra de arte en sí mismo: Cartas nunca enviadas y otros papelitos, de la artista chilena Cecilia Vicuña. Me entero de que Vicuña vivió en Bogotá de 1975 a 1980, luego de escapar de la dictadura chilena.
Hay gente que es muy precisa con los títulos de los libros, y he aquí un gran ejemplo. Si las cartas nunca fueron enviadas, pensaría uno que el ejercicio de escribir fue personal y casi tan necesario como respirar, similar a la idea que expresa el copywriter español Isra Bravo: “se escribe para agradecer la vida”.
Me imagino que el libro recopila textos que hablan de todo y nada al mismo tiempo, de la tenacidad y simpleza de la vida, de esas ínfulas de importancia que nos damos cuando en realidad no somos tan importantes ni nada importa tanto. En fin, me imagino muchas cosas. Y ni qué decir sobre esos otros papelitos, que intuyo como notas en las márgenes de los libros, en servilletas, facturas o en cualquier pedazo de papel a la mano; ese tipo de pensamientos que yo llamo balas al aire y que necesitan ser anotados sí o sí. Además tiene ese aire de diario y ya saben que siento debilidad por ese tipo de libros.
Suena bien el libro. Revise en una librería y quedan 3 copias: déjenme una, no sean mierdas.
lunes, 30 de junio de 2025
Prender el té o beber la vela
No habla, no se mueve y, aunque es fría y estática, a veces emite un zumbido como las neveras en horas de la madrugada. La página en blanco tiene algo de hoyo negro. Un vórtice que te atrae y te exige sudor y lágrimas.
El cursor y su incansable parpadeo a manera de trampa. Su tic, tic, tic de direccional a tono de bomba te pregunta:"¿Tan vacío estás, genio de las letras?" Pones tu playlist para escribir. Ese que lleva como título Profundidad y que, se supone, te sumerge en ese estado que los psicólogos denominan “flujo”.
Las canciones comienzan a sonar, pero, en cambio, te sumerges en un estado de fiesta interna. Piensas que deberías estar en un bar, rodeado de personas, en vez de mirar una estúpida pantalla en la noche, con una manta cubriéndote las piernas y una bebida caliente a la que le das sorbos distraídamente.
Sea como sea, eres fiel a tu ritual: prendes el té o bebes la vela. Lo que sea; el orden de las palabras no tiene mucha importancia para el resultado: la foto de ese momento íntimo para publicar en redes. El mundo no puede dejar de conocer el minuto a minuto del poeta incomprendido.
El cursor continúa igual de impaciente y la pantalla igual de blanca. Has tomado diez fotos y todavía no decides cuál es la mejor para publicar. Volteas a mirar la vela que prendiste y una gota de cera resbala por ella. La tomas entre los dedos índice y gordo de la mano derecha y haces una bolita con ella. Te gusta la sensación de calor, el quemón instantáneo. Luego de esa distracción viene la nada. Ninguna palabra aterriza en tus manos.
Levantas la taza para darle el último sorbo al té, pero el cuncho ya está frío. La vuelves a dejar en su sitio, cierras el portátil de un trancazo y te levantas del escritorio. ¿A hacer qué? No lo sabes. Lo único que tienes claro es que ya no tienes ganas de escribir.
El cursor y su incansable parpadeo a manera de trampa. Su tic, tic, tic de direccional a tono de bomba te pregunta:"¿Tan vacío estás, genio de las letras?" Pones tu playlist para escribir. Ese que lleva como título Profundidad y que, se supone, te sumerge en ese estado que los psicólogos denominan “flujo”.
Las canciones comienzan a sonar, pero, en cambio, te sumerges en un estado de fiesta interna. Piensas que deberías estar en un bar, rodeado de personas, en vez de mirar una estúpida pantalla en la noche, con una manta cubriéndote las piernas y una bebida caliente a la que le das sorbos distraídamente.
Sea como sea, eres fiel a tu ritual: prendes el té o bebes la vela. Lo que sea; el orden de las palabras no tiene mucha importancia para el resultado: la foto de ese momento íntimo para publicar en redes. El mundo no puede dejar de conocer el minuto a minuto del poeta incomprendido.
El cursor continúa igual de impaciente y la pantalla igual de blanca. Has tomado diez fotos y todavía no decides cuál es la mejor para publicar. Volteas a mirar la vela que prendiste y una gota de cera resbala por ella. La tomas entre los dedos índice y gordo de la mano derecha y haces una bolita con ella. Te gusta la sensación de calor, el quemón instantáneo. Luego de esa distracción viene la nada. Ninguna palabra aterriza en tus manos.
Levantas la taza para darle el último sorbo al té, pero el cuncho ya está frío. La vuelves a dejar en su sitio, cierras el portátil de un trancazo y te levantas del escritorio. ¿A hacer qué? No lo sabes. Lo único que tienes claro es que ya no tienes ganas de escribir.
viernes, 27 de junio de 2025
Escribir con un pescado en la freidora
Debo contar con unos 9 o 10 minutos para escribir esto, o por lo menos para empezar a escribirlo, y no tengo idea alguna de qué carajos saldrá. En caso de que usted, querido lector, se pregunte: ¿por qué el límite de tiempo?, le respondo: se debe a que puse unos pescados en la freidora de aire y, estimo, ese es el tiempo que resta para que estén listos. En medio de su cocción, me entró esa extraña urgencia de escribir algo y, pienso, hay que hacerle caso a esos impulsos.
No sé cuántos días llevo sin escribir, ¿dos, tres? Igual no importa. Lo único que importa es tratar de juntar unas cuantas palabras. Quitarse todo el tedio de encima y aporrear el teclado con las muchas o pocas fuerzas que se tengan. Eso es lo que creo.
He leído buenos textos estos días, columnas de opinión tipo ensayo donde los autores exorcizan todo tipo de demonios, como la de una mujer que habla de la relación de odio que tuvo con la gordura en un momento de su vida y cómo maldijo a una tendera hijueputa que le dijo que no debería comprarse un arequipito porque estaba gorda. Vieja malparida esa. La gente siempre dando sus opiniones no solicitadas. En fin.
Me pregunto cómo le salió esa columna a esa escritora: si la escribió lentamente, a ritmo de un par de párrafos cada día, o si de pronto se sentó en una tarde fría y lluviosa en la sala de su casa, con vista a las montañas, una manta sobre sus piernas y una jarra de tinto, y apenas comenzó a teclear, el texto le salió como un chorro por los dedos.
Así me gustaría escribir a mí. Que las palabras me salieran como un chorro a presión, sin dificultad alguna. Hacerle caso a ese consejo que tanto dan en talleres de escritura: escribir sin editar, lo que salga, sin contenerse.
También leo Así me tiemble la voz de Catalina Acosta, y aunque de cierta forma la narradora es es distinta a la del otro texto del que les hablé al principio, también guarda algo de esa crudeza tan necesaria a la hora de escribir, de no buscar el adorno, sino solo contar.
Escribir. Escribir a chorros.
No sé cuántos días llevo sin escribir, ¿dos, tres? Igual no importa. Lo único que importa es tratar de juntar unas cuantas palabras. Quitarse todo el tedio de encima y aporrear el teclado con las muchas o pocas fuerzas que se tengan. Eso es lo que creo.
He leído buenos textos estos días, columnas de opinión tipo ensayo donde los autores exorcizan todo tipo de demonios, como la de una mujer que habla de la relación de odio que tuvo con la gordura en un momento de su vida y cómo maldijo a una tendera hijueputa que le dijo que no debería comprarse un arequipito porque estaba gorda. Vieja malparida esa. La gente siempre dando sus opiniones no solicitadas. En fin.
Me pregunto cómo le salió esa columna a esa escritora: si la escribió lentamente, a ritmo de un par de párrafos cada día, o si de pronto se sentó en una tarde fría y lluviosa en la sala de su casa, con vista a las montañas, una manta sobre sus piernas y una jarra de tinto, y apenas comenzó a teclear, el texto le salió como un chorro por los dedos.
Así me gustaría escribir a mí. Que las palabras me salieran como un chorro a presión, sin dificultad alguna. Hacerle caso a ese consejo que tanto dan en talleres de escritura: escribir sin editar, lo que salga, sin contenerse.
También leo Así me tiemble la voz de Catalina Acosta, y aunque de cierta forma la narradora es es distinta a la del otro texto del que les hablé al principio, también guarda algo de esa crudeza tan necesaria a la hora de escribir, de no buscar el adorno, sino solo contar.
Escribir. Escribir a chorros.
martes, 24 de junio de 2025
De hippies, cuentos y formas de perder el hilo o encontrarlo
Participo en un supuesto grupo de lectura.
Digo “supuesto” porque no leemos nada. Es decir, no tenemos que llegar con ningún texto leído para el encuentro, sino que leemos textos cortos durante la reunión y los comentamos. En la última leímos unos del libro de la mamá de una actriz que vive muy a lo hippie en el campo, sin las comodidades de la ciudad.
En ese orden de ideas, el grupo de lectura sería más bien una tertulia, pero ¿qué sé yo? Sea como sea, me gusta cómo los temas se van desviando con cada historia que los integrantes cuentan sobre sus vidas, y la manera en que se habla de todo y de nada al mismo tiempo.
“Sería chévere leer algo tuyo en la próxima sesión”, me dijo la tallerista, que conoce mi gusto por la escritura. Le respondí que tal vez podría compartirles El profeta no responde, mi crónica sobre el Indio Amazónico, que trata sobre aquella vez que me expulsaron de su templo por allá en el año 2016.
Esta semana la volví a editar, y solo cuando le puse un nuevo punto final volví a buscar información en la red. Me enteré, de acuerdo con un artículo del 2023, que el nombre real del Indio Amazónico era Luis Antonio Rueda, información que no conseguí al momento de escribir mi pieza. Por eso, en la mía solo quedó como Trymurty Mirachura Chindoy Mutunbanjoy.
Siento que, en este nuevo repaso que le hice, la “peluqueé” bien y le quité segmentos donde el narrador —yo— flaqueaba. Aquellos en los que sentía que se le saltaba la opinión antes que describir algo o simplemente contar lo que ocurría durante la visita a aquel lugar con figuras del Buda, el Divino Niño y la Virgen María por todo lado.
Digo “supuesto” porque no leemos nada. Es decir, no tenemos que llegar con ningún texto leído para el encuentro, sino que leemos textos cortos durante la reunión y los comentamos. En la última leímos unos del libro de la mamá de una actriz que vive muy a lo hippie en el campo, sin las comodidades de la ciudad.
En ese orden de ideas, el grupo de lectura sería más bien una tertulia, pero ¿qué sé yo? Sea como sea, me gusta cómo los temas se van desviando con cada historia que los integrantes cuentan sobre sus vidas, y la manera en que se habla de todo y de nada al mismo tiempo.
“Sería chévere leer algo tuyo en la próxima sesión”, me dijo la tallerista, que conoce mi gusto por la escritura. Le respondí que tal vez podría compartirles El profeta no responde, mi crónica sobre el Indio Amazónico, que trata sobre aquella vez que me expulsaron de su templo por allá en el año 2016.
Esta semana la volví a editar, y solo cuando le puse un nuevo punto final volví a buscar información en la red. Me enteré, de acuerdo con un artículo del 2023, que el nombre real del Indio Amazónico era Luis Antonio Rueda, información que no conseguí al momento de escribir mi pieza. Por eso, en la mía solo quedó como Trymurty Mirachura Chindoy Mutunbanjoy.
Siento que, en este nuevo repaso que le hice, la “peluqueé” bien y le quité segmentos donde el narrador —yo— flaqueaba. Aquellos en los que sentía que se le saltaba la opinión antes que describir algo o simplemente contar lo que ocurría durante la visita a aquel lugar con figuras del Buda, el Divino Niño y la Virgen María por todo lado.
martes, 17 de junio de 2025
Mariana Enríquez no quería ser escritora
Cuenta Mariana Enriquez en una de sus columnas, y la parafraseo, que las ganas de escribir su primera novela no estaban fundamentadas en ningún tipo de ansia por ser escritora, ni mucho menos en el interés de publicar un libro. Tampoco porque conocía a algunos escritores, los admiraba y quería ser como ellos. La única razón que la impulsó a llevar a cabo esa empresa fue no encontrar a nadie que contara lo que le pasaba y lo que ella misma leía en los libros que compraba.
También cuenta en ese artículo que escribió esa primera novela a máquina, en un aparato pesado y que las teclas le rompían las uñas. Enriquez no pensaba publicarla. Solo necesitaba sacar de su cabeza a los personajes que no dejaban de fastidiarla día y noche. Si acaso veía la escritura en la forma del periodismo, pero solo para ser corresponsal cultural y acabar como enviada especial al festival de Glastonbury.
En ese entonces, su mejor amiga tenía una hermana mayor que acababa de publicar una biografía de un presidente argentino con Planeta y les dijo que la editorial estaba buscando textos para una colección de literatura joven. Al final, ella o su amiga le dio el manuscrito que llegó a las manos de Juan Forn. En ese momento, Enriquez tenía 21 años, no tenía ninguna formación literaria y no había tomado nunca un taller sobre el tema. Afirmaba lo siguiente: “Tenía que escribir mis obsesiones porque era una necesidad física”.
Me gustan esos escritores como Enriquez que se quitan la etiqueta de escritor, que no se amparan bajo ese halo místico y que ven su oficio como cualquier otro.
De Enriquez, en particular, me gusta que se ha preocupado en escribir sobre los temas que la obsesionan. Imagino que ella es la que le dice a los diarios: “Voy a escribir sobre esto, ¿les interesa?” O tal vez no. De pronto estoy delirando y el mercado domina todo tipo de decisiones, en fin.
Sea como sea, hablo de ella, escribo, ya me entienden, porque hace poco leí una columna que escribió sobre los Zizians, un grupo de programadores radicalizados de Silicon Valley.
viernes, 13 de junio de 2025
La taza medio llena
Desayuno.
Me preparo un café y lo acompaño con un Muffin con Arándanos que C. me regaló ayer. Los prepará ella misma y le quedan de maravilla. Creo que son unos de los mejores que he probado en mi vida.
Ahí estoy, ¿me ves? Claro que no, qué idioteces las que pienso, en fin. Lo que quiero decir es que estoy sentado en la mesa, perdido en pensamientos de todo tipo y masticando un trozo de muffin, cuando recuerdo una noticia que leí hace poco: una mujer joven, de no más de 40 años, murió, al parecer, de forma repentina. Toda una vida sin vivir por delante y en un suspiro esta se esfuma.
El muffin, como la vida, se acaba, y ocurre lo mismo que muchas veces: me queda media taza de café. Ya está frío, así que me pongo de pie para calentarlo en el microondas. Cuando está listo pienso que podría tomarlo y ya está, que con el Muffin que me comí es suficiente, pero todavía me queda otro que sería perfecto para acompañar la cantidad de café restante.
Me pregunto si no será gula, pero al tiempo pienso que la muerte puede estar justo a mi lado en ese momento, y que por ponerme a pensar en pendejadas voy a dejar de disfrutar un sencillo placer, así que sin dudarlo me empaco el otro muffin sin ningún tipo de remordimiento. La taza de café queda vacía.
Bien dice Manuel Vilas: El mañana es de los muertos.
Me preparo un café y lo acompaño con un Muffin con Arándanos que C. me regaló ayer. Los prepará ella misma y le quedan de maravilla. Creo que son unos de los mejores que he probado en mi vida.
Ahí estoy, ¿me ves? Claro que no, qué idioteces las que pienso, en fin. Lo que quiero decir es que estoy sentado en la mesa, perdido en pensamientos de todo tipo y masticando un trozo de muffin, cuando recuerdo una noticia que leí hace poco: una mujer joven, de no más de 40 años, murió, al parecer, de forma repentina. Toda una vida sin vivir por delante y en un suspiro esta se esfuma.
El muffin, como la vida, se acaba, y ocurre lo mismo que muchas veces: me queda media taza de café. Ya está frío, así que me pongo de pie para calentarlo en el microondas. Cuando está listo pienso que podría tomarlo y ya está, que con el Muffin que me comí es suficiente, pero todavía me queda otro que sería perfecto para acompañar la cantidad de café restante.
Me pregunto si no será gula, pero al tiempo pienso que la muerte puede estar justo a mi lado en ese momento, y que por ponerme a pensar en pendejadas voy a dejar de disfrutar un sencillo placer, así que sin dudarlo me empaco el otro muffin sin ningún tipo de remordimiento. La taza de café queda vacía.
Bien dice Manuel Vilas: El mañana es de los muertos.
lunes, 9 de junio de 2025
Cómo leer tres libros y fallar en el intento
Leo tres libros al tiempo.
Solo un decir, porque en verdad solo leo uno, y a los otros dos les doy sorbos de lectura.
Otra mentira. De esos dos restantes, de uno, un volumen de diarios de Anaïs Nin, apenas hojeo algunas páginas de vez en cuando.
El otro, una colección de cuentos de Amparo Dávila, lo tengo en stand by. No me enganchó del todo, pero siento que tiene algo. Como cada cuento no me toma más de treinta minutos leerlo, ahí está, esperándome en el Kindle.
Leer, pienso, también se trata de eso: leer a trompicones, en desorden. Como una historia que cuenta Margarita García Robayo y que ya he mencionado un par de veces en este blog. Dice la escritora que sobre su mesa de noche siempre hay una pila de libros. A veces, en el día, escucha la risa de sus hijos en su cuarto. Cuando les pregunta qué hacen, responden que nada y salen de él. Más tarde, en la noche, se da cuenta de que tumbaron la torre y la acomodaron como pudieron. Entonces, nunca guarda el mismo orden. El libro que está encima nunca es el mismo. Cada vez que se va a dormir lee un libro diferente.
Volviendo a la cantidad de libros que leo, leía cuatro. Pero abandoné uno, porque leer también se trata de de eso: de dejar un libro en el momento en que se vuelve insoportable.
En mi caso, me cansaron los saltos raros de punto de vista. De pronto, la narración pasaba de primera a tercera a segunda persona, todo en cuestión de unas cuantas líneas, y yo sin tener ni idea de quién carajos estaba hablando. Puede que sea un lector perezoso y necesite que me lo den todo mascadito. No sé. Sea como sea, la lectura me agotó y le dije adiós en la página 95.
Leer.
Leer rápido, atragantándose con las palabras.
O despacio, bien despacio, para saborearlas.
Abandonar lecturas sin remordimiento.
Leer diez páginas y dejar un libro.
Leer setecientas y también dejarlo.
Leer mil de una sola sentada.
Leer como a uno le dé la regalada gana.
Solo un decir, porque en verdad solo leo uno, y a los otros dos les doy sorbos de lectura.
Otra mentira. De esos dos restantes, de uno, un volumen de diarios de Anaïs Nin, apenas hojeo algunas páginas de vez en cuando.
El otro, una colección de cuentos de Amparo Dávila, lo tengo en stand by. No me enganchó del todo, pero siento que tiene algo. Como cada cuento no me toma más de treinta minutos leerlo, ahí está, esperándome en el Kindle.
Leer, pienso, también se trata de eso: leer a trompicones, en desorden. Como una historia que cuenta Margarita García Robayo y que ya he mencionado un par de veces en este blog. Dice la escritora que sobre su mesa de noche siempre hay una pila de libros. A veces, en el día, escucha la risa de sus hijos en su cuarto. Cuando les pregunta qué hacen, responden que nada y salen de él. Más tarde, en la noche, se da cuenta de que tumbaron la torre y la acomodaron como pudieron. Entonces, nunca guarda el mismo orden. El libro que está encima nunca es el mismo. Cada vez que se va a dormir lee un libro diferente.
Volviendo a la cantidad de libros que leo, leía cuatro. Pero abandoné uno, porque leer también se trata de de eso: de dejar un libro en el momento en que se vuelve insoportable.
En mi caso, me cansaron los saltos raros de punto de vista. De pronto, la narración pasaba de primera a tercera a segunda persona, todo en cuestión de unas cuantas líneas, y yo sin tener ni idea de quién carajos estaba hablando. Puede que sea un lector perezoso y necesite que me lo den todo mascadito. No sé. Sea como sea, la lectura me agotó y le dije adiós en la página 95.
Leer.
Leer rápido, atragantándose con las palabras.
O despacio, bien despacio, para saborearlas.
Abandonar lecturas sin remordimiento.
Leer diez páginas y dejar un libro.
Leer setecientas y también dejarlo.
Leer mil de una sola sentada.
Leer como a uno le dé la regalada gana.
domingo, 8 de junio de 2025
Como si nada
Apenas abro los ojos, lo primero que busco es algún rastro de dolor.
Ahí estoy, quieto en la cama, escaneando mi cabeza. Parece que se esfumó. No entiendo nada: han sido semanas de dolor todos los días y, de un momento a otro, desaparece sin aviso, sin el alarde del que suele presumir.
Soy consciente de que en cualquier momento puede volver, pero no puedo vivir bajo esa sombra, así que me alegro de que, al menos por el momento, no sienta nada.
En medio de esos pensamientos la cama empieza a sacudirse en todas direcciones. En el segundo previo todo es quietud; al siguiente, como si nada, todo estalla. La vida se quiebra. Es un temblor con pinta de terremoto.
Yo, que me jacto de ser tranquilo y de casi nunca sentirlos, esta vez lo noto en todo su esplendor. Me angustio como nunca, pero no hago nada. Me quedo ahí, tendido, pensando que pronto va a pasar, que lo mejor es no salir a correr como loco. Todo pasa, pienso.
Pero a la tierra le importa un carajo mi pensamiento zen y se sigue sacudiendo; también a mi hermana, que ahora aporrea mi puerta con los nudillos y me grita que salga.
Me pongo de pie. Cuando estoy a unos pasos de la puerta, pienso que se ha desajustado, que no voy a poder abrirla. Giro la chapa con algo de duda, pero la puerta funciona como siempre y se abre sin oponer resistencia.
Ya fuera del cuarto la tierra deja de moverse. Me queda una porción de miedo instalado en la boca del estómago.
Imagino que los temblores son situaciones que nos hacen pensar en la muerte. Nos abren los ojos y nos recuerdan lo frágil que es todo. Que la vida se puede esfumar en un segundo. Así, como si nada.
Ahí estoy, quieto en la cama, escaneando mi cabeza. Parece que se esfumó. No entiendo nada: han sido semanas de dolor todos los días y, de un momento a otro, desaparece sin aviso, sin el alarde del que suele presumir.
Soy consciente de que en cualquier momento puede volver, pero no puedo vivir bajo esa sombra, así que me alegro de que, al menos por el momento, no sienta nada.
En medio de esos pensamientos la cama empieza a sacudirse en todas direcciones. En el segundo previo todo es quietud; al siguiente, como si nada, todo estalla. La vida se quiebra. Es un temblor con pinta de terremoto.
Yo, que me jacto de ser tranquilo y de casi nunca sentirlos, esta vez lo noto en todo su esplendor. Me angustio como nunca, pero no hago nada. Me quedo ahí, tendido, pensando que pronto va a pasar, que lo mejor es no salir a correr como loco. Todo pasa, pienso.
Pero a la tierra le importa un carajo mi pensamiento zen y se sigue sacudiendo; también a mi hermana, que ahora aporrea mi puerta con los nudillos y me grita que salga.
Me pongo de pie. Cuando estoy a unos pasos de la puerta, pienso que se ha desajustado, que no voy a poder abrirla. Giro la chapa con algo de duda, pero la puerta funciona como siempre y se abre sin oponer resistencia.
Ya fuera del cuarto la tierra deja de moverse. Me queda una porción de miedo instalado en la boca del estómago.
Imagino que los temblores son situaciones que nos hacen pensar en la muerte. Nos abren los ojos y nos recuerdan lo frágil que es todo. Que la vida se puede esfumar en un segundo. Así, como si nada.
jueves, 5 de junio de 2025
Tremendo gilipollas
Son las diez de la noche y decido ver un capítulo de la segunda temporada de The last of us. Resulta aburrido porque es uno donde narran el pasado, como si lo guionistas hubieran tenido la siguiente conversación:
“No sé cómo continuar la historia”, dice uno de ellos, a lo que otro le contesta: “Fácil hermano, nárrese un flashback y al final mira cómo integrarlo con sucesos del presente y sale pa pintura.”
El capítulo acaba pasadas las once y, sin rastros de sueño, decido que es hora de irme a dormir o, por lo menos, meterme dentro de las cobijas a ver si el sueño me pilla desprevenido.
Ya en la cama busco un podcast y me encuentro con uno de Millás. Boto almohadas al piso hasta quedarme con una, Apago la lámpara y le doy play. El escritor comienza a hablar con el periodista que lo acompaña y caigo en cuenta de que es un episodio que ya había escuchado, pero igual lo dejo. El sueño, parece, comienza a hacer acto de presencia. Imagino que caigo en él al poco rato. El celular queda sonando.
En la madrugada estoy en Madrid. No sé qué hago allá, pero soy consciente de que es una ilusión. Quién está allí es mi yo del sueño, no el real. Es extraño, porque todo se siente muy vívido.
Sea como sea, estoy en un salón con varias sillas acomodadas de forma aleatoria, como si alguien las hubiera espolvoreado sobre el lugar. Alguien da una charla. Esa persona es el escritor español. No recuerdo sobre qué habla ni ninguna de las respuestas que da a lo que le preguntan.
Al final del evento Millás camina hacia la salida y le corto el paso para darle la mano.
“Ese imbécil va a escribir una novela. Tremenda novela”, le digo, pero es mentira, porque sí me gusto, pero no es nada del otro mundo.
Me mira y su gesto es neutro, no expresa ninguna emoción. Nuestro diálogo está herido de muerte y para revivirlo solo se me ocurre preguntar:
“¿Nos podemos tomar una foto?”
Millás accede a mi petición, pero cuando saco el celular noto que está incómodo. Le digo que no es necesario que lo haga. Me mira de nuevo y con un gesto casi imperceptible, me da a entender que sí, que no quiere fotos sino solo largarse del lugar.
“Tremendo gilipollas”, parece que piensa.
“No sé cómo continuar la historia”, dice uno de ellos, a lo que otro le contesta: “Fácil hermano, nárrese un flashback y al final mira cómo integrarlo con sucesos del presente y sale pa pintura.”
El capítulo acaba pasadas las once y, sin rastros de sueño, decido que es hora de irme a dormir o, por lo menos, meterme dentro de las cobijas a ver si el sueño me pilla desprevenido.
Ya en la cama busco un podcast y me encuentro con uno de Millás. Boto almohadas al piso hasta quedarme con una, Apago la lámpara y le doy play. El escritor comienza a hablar con el periodista que lo acompaña y caigo en cuenta de que es un episodio que ya había escuchado, pero igual lo dejo. El sueño, parece, comienza a hacer acto de presencia. Imagino que caigo en él al poco rato. El celular queda sonando.
En la madrugada estoy en Madrid. No sé qué hago allá, pero soy consciente de que es una ilusión. Quién está allí es mi yo del sueño, no el real. Es extraño, porque todo se siente muy vívido.
Sea como sea, estoy en un salón con varias sillas acomodadas de forma aleatoria, como si alguien las hubiera espolvoreado sobre el lugar. Alguien da una charla. Esa persona es el escritor español. No recuerdo sobre qué habla ni ninguna de las respuestas que da a lo que le preguntan.
Al final del evento Millás camina hacia la salida y le corto el paso para darle la mano.
“Ese imbécil va a escribir una novela. Tremenda novela”, le digo, pero es mentira, porque sí me gusto, pero no es nada del otro mundo.
Me mira y su gesto es neutro, no expresa ninguna emoción. Nuestro diálogo está herido de muerte y para revivirlo solo se me ocurre preguntar:
“¿Nos podemos tomar una foto?”
Millás accede a mi petición, pero cuando saco el celular noto que está incómodo. Le digo que no es necesario que lo haga. Me mira de nuevo y con un gesto casi imperceptible, me da a entender que sí, que no quiere fotos sino solo largarse del lugar.
“Tremendo gilipollas”, parece que piensa.
domingo, 1 de junio de 2025
Mensajes en la lluvia
Llueve.
Quizá lo que me despierta es eso: el repiqueteo de las gotas sobre el marco de la ventana. No llueve duro, pero es una llovizna constante, como terca, que a ratos disminuye casi hasta el punto de parar, para luego volver renovada.
Busco las gafas a tientas sobre la mesa de noche. En realidad, no es una mesa de noche sino un viejo mueble modular con una cajonera en la que guardo CD’s que ya no escucho, y ahí siguen. Podría venderlos o regalarlos, pero hay ciertos objetos que uno conserva con la misma terquedad con la que cae la lluvia.
Me recuesto otra vez sobre las almohadas. Me pongo las gafas y miro hacia el techo. Pienso si no debería hacer algo útil. Yo qué sé, meditar por lo menos durante un minuto, ponerme de pie con energía y hacer sentadillas, trotar en el mismo puesto, no sé, lo que sea, pero ese impulso fitness se diluye en cuestión de segundos. Lo que hago es tomar el celular y comenzar a hacer scroll down.
Al poco tiempo me aburro, pues es lo mismo de siempre. No dejamos de mostrar esa maravillosa y ficticia vida que tenemos, acompañada de frases motivacionales, donde todo son sonrisas, fiesta y viajes. Qué falsos somos, no hay caso.
Luego abro el correo. No, hoy tampoco llegó ese mensaje que espero hace tiempo. ¿Cuál? Creo que ya lo he mencionado: un editor leyó algo mío y quiere publicarme. Reviso la carpeta de spam por si acaso, pero tampoco está ahí. Solo me encuentro con mensajes del Banco Galicia para un tal Juan Marcos, un hombre que quién sabe hace cuánto no le llega información de su banco porque confundieron su correo con el mío. O de pronto yo soy ese Juan Marcos y aún no me entero. A veces siento que no me entero de nada. Quizás a Juan Marcos le llegan mensajes de un editor que lo quiere publicar.
Afuera sigue lloviendo. Justo cuando voy a dejar el celular sobre el mueble modular, me llega un mensaje de M., que se fue a vivir a Madrid hace dos años, al WhatsApp.
Le pregunto si ya es la CEO de la empresa que la llevó a trabajar al exterior. “Jajajajaja no, ha sido todo un desastre… larga historia, pero ahí sigo”, contesta.
De resto, dice que le ha ido bien y que se encuentra amañada en Madrid. Veo que escribe, hasta que aparece un nuevo mensaje:
“Te pensé mucho porque hoy conocí a Rosa Montero”.
Luego me envía tres imágenes de los libros que se llevó: Animales difíciles, El peligro de estar cuerda y La ridícula idea de no volver a verte, cada uno con una dedicatoria distinta: “Para mi M., con gratitud y mil besos.” “M. querida, es un lujo tenerte allí al otro lado. Un besote.” “Para la bella M., con un besazo.”
Cerca de ella, me cuenta, también estaba Millás, pero al momento de elegir prefirió a Rosa. Le digo que hizo bien; siempre he tenido la impresión de que Millás no es tan cálido con sus lectores.
Me dice que tenía que parar lo que estaba haciendo para contarme sobre tan importante encuentro. Dejamos de conversar, con una promesa de llamada para mañana.
Afuera sigue lloviendo y me acuerdo de Lágrimas en la lluvia, uno de los títulos de la saga de Bruna Husky.
En el sector de la ciudad en el que trabajé con M. también llovía mucho. Combatíamos la lluvia con cafés después del trabajo y largas charlas.
Quizá lo que me despierta es eso: el repiqueteo de las gotas sobre el marco de la ventana. No llueve duro, pero es una llovizna constante, como terca, que a ratos disminuye casi hasta el punto de parar, para luego volver renovada.
Busco las gafas a tientas sobre la mesa de noche. En realidad, no es una mesa de noche sino un viejo mueble modular con una cajonera en la que guardo CD’s que ya no escucho, y ahí siguen. Podría venderlos o regalarlos, pero hay ciertos objetos que uno conserva con la misma terquedad con la que cae la lluvia.
Me recuesto otra vez sobre las almohadas. Me pongo las gafas y miro hacia el techo. Pienso si no debería hacer algo útil. Yo qué sé, meditar por lo menos durante un minuto, ponerme de pie con energía y hacer sentadillas, trotar en el mismo puesto, no sé, lo que sea, pero ese impulso fitness se diluye en cuestión de segundos. Lo que hago es tomar el celular y comenzar a hacer scroll down.
Al poco tiempo me aburro, pues es lo mismo de siempre. No dejamos de mostrar esa maravillosa y ficticia vida que tenemos, acompañada de frases motivacionales, donde todo son sonrisas, fiesta y viajes. Qué falsos somos, no hay caso.
Luego abro el correo. No, hoy tampoco llegó ese mensaje que espero hace tiempo. ¿Cuál? Creo que ya lo he mencionado: un editor leyó algo mío y quiere publicarme. Reviso la carpeta de spam por si acaso, pero tampoco está ahí. Solo me encuentro con mensajes del Banco Galicia para un tal Juan Marcos, un hombre que quién sabe hace cuánto no le llega información de su banco porque confundieron su correo con el mío. O de pronto yo soy ese Juan Marcos y aún no me entero. A veces siento que no me entero de nada. Quizás a Juan Marcos le llegan mensajes de un editor que lo quiere publicar.
Afuera sigue lloviendo. Justo cuando voy a dejar el celular sobre el mueble modular, me llega un mensaje de M., que se fue a vivir a Madrid hace dos años, al WhatsApp.
Le pregunto si ya es la CEO de la empresa que la llevó a trabajar al exterior. “Jajajajaja no, ha sido todo un desastre… larga historia, pero ahí sigo”, contesta.
De resto, dice que le ha ido bien y que se encuentra amañada en Madrid. Veo que escribe, hasta que aparece un nuevo mensaje:
“Te pensé mucho porque hoy conocí a Rosa Montero”.
Luego me envía tres imágenes de los libros que se llevó: Animales difíciles, El peligro de estar cuerda y La ridícula idea de no volver a verte, cada uno con una dedicatoria distinta: “Para mi M., con gratitud y mil besos.” “M. querida, es un lujo tenerte allí al otro lado. Un besote.” “Para la bella M., con un besazo.”
Cerca de ella, me cuenta, también estaba Millás, pero al momento de elegir prefirió a Rosa. Le digo que hizo bien; siempre he tenido la impresión de que Millás no es tan cálido con sus lectores.
Me dice que tenía que parar lo que estaba haciendo para contarme sobre tan importante encuentro. Dejamos de conversar, con una promesa de llamada para mañana.
Afuera sigue lloviendo y me acuerdo de Lágrimas en la lluvia, uno de los títulos de la saga de Bruna Husky.
En el sector de la ciudad en el que trabajé con M. también llovía mucho. Combatíamos la lluvia con cafés después del trabajo y largas charlas.
viernes, 30 de mayo de 2025
Schopenhauer y el deseo
Conocí al filósofo alemán en la universidad por casualidad. Fue un semestre en que tuve que meter muchas electivas porque mi promedio estaba herido de muerte y debía subirlo sí o sí.
Si no recuerdo mal, nos pusieron a leer uno de sus textos en una clase de crítica de cine. Ya no sé cuál de sus posturas me cautivó, pero sí que en ese semestre traté de poner en práctica sus enseñanzas.
Me remito al primer artículo que encuentro sobre el filósofo en internet y cuenta que fue uno de los padres del pesimismo filosófico. Uno de los puntos del artículo lleva como título: La felicidad es una utopía inalcanzable.
Decía Schopenhauer que nos pasamos la vida deseando cosas —qué sé yo, un mejor trabajo, una casa nueva, la mujer del prójimo, lo que sea— y que, apenas satisfacemos un deseo, siempre aparece uno nuevo; un bucle infinito que nos lleva a sufrir por no obtener lo que deseamos, aburrirnos hasta que lo conseguimos, para luego volver a sufrir.
Esto me hace acordar de unas líneas del primer párrafo de Saber perder, la novela de David Trueba:
El deseo asociado a un objeto de deseo nos condena a él. Pero hay otra forma de deseo, abstracta, desconcertante, que nos envuelve como un estado de ánimo. Anuncia que estamos listos para el deseo y solo nos queda esperar, desplegadas las velas, que sople su viento. Es el deseo de desear.
¿Y qué o qué? Pues que Schopenhauer decía que la mejor forma de manejar ese tema de los deseos era no andar en búsqueda de la felicidad, sino más bien de la ausencia del dolor.
Sea como sea, siento que me estoy enredando y es probable que a algún fanático del filósofo alemán esto le parezca basura. No sé, yo solo estaba buscando mis 300 palabritas del día, y ya voy en la 314, así que mejor me detengo.
Ya saben, no se compliquen la vida y presten atención a aquellas cosas que desean.
Si no recuerdo mal, nos pusieron a leer uno de sus textos en una clase de crítica de cine. Ya no sé cuál de sus posturas me cautivó, pero sí que en ese semestre traté de poner en práctica sus enseñanzas.
Me remito al primer artículo que encuentro sobre el filósofo en internet y cuenta que fue uno de los padres del pesimismo filosófico. Uno de los puntos del artículo lleva como título: La felicidad es una utopía inalcanzable.
Decía Schopenhauer que nos pasamos la vida deseando cosas —qué sé yo, un mejor trabajo, una casa nueva, la mujer del prójimo, lo que sea— y que, apenas satisfacemos un deseo, siempre aparece uno nuevo; un bucle infinito que nos lleva a sufrir por no obtener lo que deseamos, aburrirnos hasta que lo conseguimos, para luego volver a sufrir.
Esto me hace acordar de unas líneas del primer párrafo de Saber perder, la novela de David Trueba:
El deseo asociado a un objeto de deseo nos condena a él. Pero hay otra forma de deseo, abstracta, desconcertante, que nos envuelve como un estado de ánimo. Anuncia que estamos listos para el deseo y solo nos queda esperar, desplegadas las velas, que sople su viento. Es el deseo de desear.
¿Y qué o qué? Pues que Schopenhauer decía que la mejor forma de manejar ese tema de los deseos era no andar en búsqueda de la felicidad, sino más bien de la ausencia del dolor.
Sea como sea, siento que me estoy enredando y es probable que a algún fanático del filósofo alemán esto le parezca basura. No sé, yo solo estaba buscando mis 300 palabritas del día, y ya voy en la 314, así que mejor me detengo.
Ya saben, no se compliquen la vida y presten atención a aquellas cosas que desean.
jueves, 29 de mayo de 2025
Las malas posturas de la cabeza
Todo comienza con una molestia leve, difícil de precisar, en el lado derecho de la cabeza. La clave —la mía, por lo menos— para evitar caer en el pozo de la migraña es tomar la pastilla en el momento en que el dolor comienza a hacer acto de presencia.
No logro identificar ese momento. O sí lo hago, pero pienso que, si me quedo quieto y en una posición relajada, va a desaparecer. Como no soy un monje budista, el dolor toma control del lado derecho de la cabeza y, en pocos minutos, domina la situación.
Ahí, tendido en la cama, recuerdo el inicio de Malas Posturas, el cuento de Lina María Parra:
A veces, con el sol picante de las tardes que se estalla contra el cemento, se me despiertan unos dolores terribles que me obligan a encerrarme en la oscuridad y el calor de mi cuarto. Encerrarme a esperar. De vez en cuando me paro como puedo y recorro los escasos tres metros que me separan del baño, apretando los párpados como si se me fueran a salir los ojos, y vómito con una mejilla recostada en la taza del sanitario porque no puedo sostener mi propia cabeza.
Este post debería ser tan preciso como ese párrafo. Qué bien escribe la escritora antioqueña. ¿Cómo lo hace? En fin.
Sea como sea, la pastilla hace efecto después de unos 50 minutos, pero, agotado por el episodio, quedo como desubicado. Como si hubiera pasado una tormenta que me transportó a un lugar que desconozco. Busco en internet y me entero de que experimento algo que se llama resaca de migraña. Después de haber luchado contra el dolor, las neuronas y las células del sistema nervioso central quedan alerta, a la espera de otra embestida del dolor.
A Ángela, una amiga, no le gustaba tomar pastillas. Decía que los medicamentos son malos para el cuerpo y prefería meditar, o simplemente aguantarse el dolor hasta que se esfumara. A mí esa me parece una medida loca y no tengo problema alguno en entregarme a la química y su combinación de moléculas.
No logro identificar ese momento. O sí lo hago, pero pienso que, si me quedo quieto y en una posición relajada, va a desaparecer. Como no soy un monje budista, el dolor toma control del lado derecho de la cabeza y, en pocos minutos, domina la situación.
Ahí, tendido en la cama, recuerdo el inicio de Malas Posturas, el cuento de Lina María Parra:
A veces, con el sol picante de las tardes que se estalla contra el cemento, se me despiertan unos dolores terribles que me obligan a encerrarme en la oscuridad y el calor de mi cuarto. Encerrarme a esperar. De vez en cuando me paro como puedo y recorro los escasos tres metros que me separan del baño, apretando los párpados como si se me fueran a salir los ojos, y vómito con una mejilla recostada en la taza del sanitario porque no puedo sostener mi propia cabeza.
Este post debería ser tan preciso como ese párrafo. Qué bien escribe la escritora antioqueña. ¿Cómo lo hace? En fin.
Sea como sea, la pastilla hace efecto después de unos 50 minutos, pero, agotado por el episodio, quedo como desubicado. Como si hubiera pasado una tormenta que me transportó a un lugar que desconozco. Busco en internet y me entero de que experimento algo que se llama resaca de migraña. Después de haber luchado contra el dolor, las neuronas y las células del sistema nervioso central quedan alerta, a la espera de otra embestida del dolor.
A Ángela, una amiga, no le gustaba tomar pastillas. Decía que los medicamentos son malos para el cuerpo y prefería meditar, o simplemente aguantarse el dolor hasta que se esfumara. A mí esa me parece una medida loca y no tengo problema alguno en entregarme a la química y su combinación de moléculas.
miércoles, 28 de mayo de 2025
Nunca somos el mismo
Tengo poquísimas ganas de escribir.
Yo mismo actúo ya como un intruso en mis propios textos.
—¿Cómo es eso?
Releer para corregir constituye una de las formas de esta práctica. El que relee ya no es el mismo que el que escribió, ¿me sigue?, el que relee para corregir es un intruso.
Siempre he pensado que es bueno dejar añejar los textos, bien sea por unos días, semanas o incluso meses, porque, cuando se vuelve a ellos, resultan extraños, muy distantes al estilo de uno. Nunca se me había ocurrido que lo que en verdad ocurre es que el que edita un texto propio nunca es uno mismo, sino otro completamente distinto. No sabemos, a nivel celular, por ejemplo, cuántos cambios han experimentado mis células de un párrafo a otro.
Nunca somos el mismo, o la misma, para que nadie salga ofendido.
Solo lo hago para postear algo, lo que sea, porque no quiero volver a caer en ese letargo de hace un tiempo, en el que dejé de escribir por pura pereza y no hacía ni el menor intento por recuperar el hábito.
Como no se me ocurre nada novedoso, no me queda más que hablarles de la última novela de Millás. Tenía que leerla porque el escritor español cuenta en uno de los libros que escribió con el paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga, que estimaba que le quedaba vida para dos o tres novelas.
Como no se me ocurre nada novedoso, no me queda más que hablarles de la última novela de Millás. Tenía que leerla porque el escritor español cuenta en uno de los libros que escribió con el paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga, que estimaba que le quedaba vida para dos o tres novelas.
Ese es un tema que siempre ronda mi cabeza: ¿Cuánta vida me queda? Pregunta que se puede alargar con diferentes variantes, siendo una de ellas: ¿Cuánta vida me queda para leer novelas?
Sea como sea, el narrador de la novela —que es él mismo, pero se supone que no es el mismo, sino otro, un yo impostado— dice lo siguiente en un diálogo con su psicoanalista:
Sea como sea, el narrador de la novela —que es él mismo, pero se supone que no es el mismo, sino otro, un yo impostado— dice lo siguiente en un diálogo con su psicoanalista:
Yo mismo actúo ya como un intruso en mis propios textos.
—¿Cómo es eso?
Releer para corregir constituye una de las formas de esta práctica. El que relee ya no es el mismo que el que escribió, ¿me sigue?, el que relee para corregir es un intruso.
Siempre he pensado que es bueno dejar añejar los textos, bien sea por unos días, semanas o incluso meses, porque, cuando se vuelve a ellos, resultan extraños, muy distantes al estilo de uno. Nunca se me había ocurrido que lo que en verdad ocurre es que el que edita un texto propio nunca es uno mismo, sino otro completamente distinto. No sabemos, a nivel celular, por ejemplo, cuántos cambios han experimentado mis células de un párrafo a otro.
Ocurre algo similar con la lectura de novelas. Si se lee la misma en diferentes etapas de la vida, la percepción del texto será muy diferente.
Nunca somos el mismo, o la misma, para que nadie salga ofendido.
domingo, 25 de mayo de 2025
10:59 p. m.
título pobre, pero honesto el que le doy a este post y por el momento no se me ocurre qué otro ponerle.
Debí haberlo escrito en horas de la tarde, tal vez con la cabeza un poco despejada. No como ahorita, que está pero no está gracias a un triptán, una bestia de pastilla para cortar dolores de cabeza que, claro, me recetó un neurólogo.
Siento otra temporada de dolor de cabeza a la vuelta de la esquina. Permítanme ustedes el uso de frases hechas como la anterior. Ahora mi cabeza, ya sin dolor, da para poco, pues, como mencioné hace unas líneas, la siento ajena, como si no estuviera conectada al cuello o fuera de otro personaje, como si no me perteneciera. En fin.
A eso de las 5 apareció una sombra de dolor en el lado derecho de mi cabeza, así que me puse un casco frío y me recosté en la cama. Me parece que caí en un estado de duermevela confuso, con un pie dentro de la vigilia y otro dentro del territorio del sueño. El dolor se fue o se camufló entre los pliegues del cerebro.
Cuando me levanté de la cama, como casi siempre ocurre cuando uno se levanta, no sabía muy bien quién era, quién me había puesto en este extraño mundo y, más que eso, para qué.
Repté hasta el computador y perdí tiempo en él, leyendo noticias y mirando videos de YouTube. Leí sobre una periodista argentina que mandó su columna de siempre al diario y la montaron en internet sin ni siquiera revisarla. En ella se quejaba de las lamentables condiciones laborales del diario y su mala paga. Luego, no recuerdo bien cómo, caí en una columna de una periodista colombiana que le pidió ayuda a ChatGPT para que la ayudara a escribir de forma terapéutica. Sigo sin entender ese concepto, esa corriente de escritura. Es decir, me parece una expresión redundante, pues creo que la escritura siempre será terapéutica, a menos que uno escriba el código penal. Es como si uno dijera yoga relajante o algo por el estilo.
Sea como sea, después de leer esas noticias, casi a las 10:00 p. m., el dolor de cabeza comenzó a tomar fuerza de nuevo, y fue ahí cuando me clavé la pastilla. Podría considerarse una medida agresiva, pero bueno, es mi maldito dolor de cabeza y yo veré si me inyecto morfina para calmarlo, ¿acaso no?
La pastilla actuó casi de inmediato, y ahí me dije: "Mi mismo, es hora de ir a prepararse un té", el cual me tomo justo en este momento, acompañado de unas galletas Bridge de vainilla. Las mejores son las de chocolate, pero ya se habían acabado.
Quedan solo 43 minutos para que se acabe este día, y me quedan 33 para acabar la novela de Millás, lo que quiere decir que hasta aquí llegó este post.
Debí haberlo escrito en horas de la tarde, tal vez con la cabeza un poco despejada. No como ahorita, que está pero no está gracias a un triptán, una bestia de pastilla para cortar dolores de cabeza que, claro, me recetó un neurólogo.
Siento otra temporada de dolor de cabeza a la vuelta de la esquina. Permítanme ustedes el uso de frases hechas como la anterior. Ahora mi cabeza, ya sin dolor, da para poco, pues, como mencioné hace unas líneas, la siento ajena, como si no estuviera conectada al cuello o fuera de otro personaje, como si no me perteneciera. En fin.
A eso de las 5 apareció una sombra de dolor en el lado derecho de mi cabeza, así que me puse un casco frío y me recosté en la cama. Me parece que caí en un estado de duermevela confuso, con un pie dentro de la vigilia y otro dentro del territorio del sueño. El dolor se fue o se camufló entre los pliegues del cerebro.
Cuando me levanté de la cama, como casi siempre ocurre cuando uno se levanta, no sabía muy bien quién era, quién me había puesto en este extraño mundo y, más que eso, para qué.
Repté hasta el computador y perdí tiempo en él, leyendo noticias y mirando videos de YouTube. Leí sobre una periodista argentina que mandó su columna de siempre al diario y la montaron en internet sin ni siquiera revisarla. En ella se quejaba de las lamentables condiciones laborales del diario y su mala paga. Luego, no recuerdo bien cómo, caí en una columna de una periodista colombiana que le pidió ayuda a ChatGPT para que la ayudara a escribir de forma terapéutica. Sigo sin entender ese concepto, esa corriente de escritura. Es decir, me parece una expresión redundante, pues creo que la escritura siempre será terapéutica, a menos que uno escriba el código penal. Es como si uno dijera yoga relajante o algo por el estilo.
Sea como sea, después de leer esas noticias, casi a las 10:00 p. m., el dolor de cabeza comenzó a tomar fuerza de nuevo, y fue ahí cuando me clavé la pastilla. Podría considerarse una medida agresiva, pero bueno, es mi maldito dolor de cabeza y yo veré si me inyecto morfina para calmarlo, ¿acaso no?
La pastilla actuó casi de inmediato, y ahí me dije: "Mi mismo, es hora de ir a prepararse un té", el cual me tomo justo en este momento, acompañado de unas galletas Bridge de vainilla. Las mejores son las de chocolate, pero ya se habían acabado.
Quedan solo 43 minutos para que se acabe este día, y me quedan 33 para acabar la novela de Millás, lo que quiere decir que hasta aquí llegó este post.
miércoles, 21 de mayo de 2025
Un Dios creado a nuestra imagen y semejanza
Leo una noticia que habla sobre un periódico que publicó una columna con una lista de libros para leer en el verano, con una sinopsis detallada, y casi la totalidad de ellos no existen. Los lectores se dieron cuenta fácilmente y no tardaron en entender qué había ocurrido: Una IA había escrito el artículo.
Esto me recuerda aquella vez que le pedí a ChatGPT que me diera la bibliografía de Millás. Casi al instante comenzaron a aparecer los títulos hasta que nombró El hombre loco.
“Esa novela no es del autor español”, escribí indignado. Seguro la tarada se confundió con La mujer Loca, otra novela de Millás, pensé.
“Tienes razón, me equivoqué al mencionar "El hombre loco" como una novela de Juan José Millás, y te agradezco por señalarlo”, contestó la máquina esa; me la imagino así, como una máquina en algún rincón del planeta.
No contenta, decidió seguir aferrada a su delirio: “De hecho, el hombre loco es una obra de teatro que escribió en colaboración con el dramaturgo José Luis Alonso de Santos. Mis disculpas por la confusión. Como para calmar mis ánimos me dio una supuesta bibliografía actualizada.
Busqué información sobre la supuesta colaboración de Millás con el dramaturgo Alonso de Santos y no encontré nada, así que contraataqué: “Millás nunca escribió con Jose Luis Alonso de Santos”.
“Tienes toda la razón. Me disculpo nuevamente por mi error en la respuesta anterior. Me confundí con otro autor. Juan José Millás no ha escrito ninguna obra de teatro en colaboración con José Luis Alonso de Santos”.
Luego, como apenada, anotó lo siguiente: “El resto de la bibliografía que mencioné en mi respuesta anterior es correcta. Agradezco tu corrección y lamento cualquier confusión que haya podido causar".
No lo sé Rick. Ya resulta difícil creerle
Parece que el problema de la Inteligencia Artificial es lo creativa que puede llegar a ser. Es como si la cantidad de datos que la nutren en algún momento la sobrepasan y no encuentra otro camino que inventar cosas.
El paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga, que sí escribió tres libros con Millás afirma lo siguiente: “"La inteligencia artificial (IA) no es inteligencia, es potencia de cálculo”.
Sea como sea, seguimos rindiéndole culto a ese Dios que hemos creado a nuestra imagen y semejanza
Esto me recuerda aquella vez que le pedí a ChatGPT que me diera la bibliografía de Millás. Casi al instante comenzaron a aparecer los títulos hasta que nombró El hombre loco.
“Esa novela no es del autor español”, escribí indignado. Seguro la tarada se confundió con La mujer Loca, otra novela de Millás, pensé.
“Tienes razón, me equivoqué al mencionar "El hombre loco" como una novela de Juan José Millás, y te agradezco por señalarlo”, contestó la máquina esa; me la imagino así, como una máquina en algún rincón del planeta.
No contenta, decidió seguir aferrada a su delirio: “De hecho, el hombre loco es una obra de teatro que escribió en colaboración con el dramaturgo José Luis Alonso de Santos. Mis disculpas por la confusión. Como para calmar mis ánimos me dio una supuesta bibliografía actualizada.
Busqué información sobre la supuesta colaboración de Millás con el dramaturgo Alonso de Santos y no encontré nada, así que contraataqué: “Millás nunca escribió con Jose Luis Alonso de Santos”.
“Tienes toda la razón. Me disculpo nuevamente por mi error en la respuesta anterior. Me confundí con otro autor. Juan José Millás no ha escrito ninguna obra de teatro en colaboración con José Luis Alonso de Santos”.
Luego, como apenada, anotó lo siguiente: “El resto de la bibliografía que mencioné en mi respuesta anterior es correcta. Agradezco tu corrección y lamento cualquier confusión que haya podido causar".
No lo sé Rick. Ya resulta difícil creerle
Parece que el problema de la Inteligencia Artificial es lo creativa que puede llegar a ser. Es como si la cantidad de datos que la nutren en algún momento la sobrepasan y no encuentra otro camino que inventar cosas.
El paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga, que sí escribió tres libros con Millás afirma lo siguiente: “"La inteligencia artificial (IA) no es inteligencia, es potencia de cálculo”.
Sea como sea, seguimos rindiéndole culto a ese Dios que hemos creado a nuestra imagen y semejanza
martes, 20 de mayo de 2025
Saber perder
Domingo.
Estoy con mi hermana en un centro comercial y me dice que tiene que ir a hacer una vuelta a yo no sé dónde. Parece que tuerzo la cara, porque apenas termina de hablar me dice: “Mientras tanto puedes entrar a la librería”. Le hago caso e ingreso al lugar con una simple consigna: solo voy a hojear libros, pues al día siguiente voy a visitar la Filbo.
Dentro del lugar ocurre lo de siempre: me paseo por los pasillos que forman las estanterías de libros, con un aire distraído, y me acerco a esos que me llaman la atención, leo un par de páginas y los vuelvo a dejar en su lugar.
Así transcurre mi visita hasta que una portada de color rojo con unas cerillas quemadas que forman una especie de círculo me llama la atención.
La novela se llama Saber perder y es de David Trueba, un autor desconocido para mí. Me causa intriga el título. Saber perder, pienso, es un arte que todos deberíamos dominar. Comienzo a leerla:
El deseo trabaja como el viento. Sin esfuerzo aparente. Si encuentra las velas extendidas nos arrastrará a velocidad de vértigo. Si las puertas y contraventanas están cerradas, golpeará durante un rato en busca de las grietas o ranuras que le permitan filtrarse.
En mi infinita ignorancia, me parece un buen comienzo. Leo un par de páginas más y el estilo del autor me convence. Mi instinto literario me sugiere que compre el libro, algo me dice que lo voy a disfrutar, pero pienso en la Filbo y en que también voy a comprar libros allá. La corazonada es más fuerte que mi cabeza racional, así que me lo llevo.
Ayer lo terminé de leer, y pienso que fue un acierto.
Estoy con mi hermana en un centro comercial y me dice que tiene que ir a hacer una vuelta a yo no sé dónde. Parece que tuerzo la cara, porque apenas termina de hablar me dice: “Mientras tanto puedes entrar a la librería”. Le hago caso e ingreso al lugar con una simple consigna: solo voy a hojear libros, pues al día siguiente voy a visitar la Filbo.
Dentro del lugar ocurre lo de siempre: me paseo por los pasillos que forman las estanterías de libros, con un aire distraído, y me acerco a esos que me llaman la atención, leo un par de páginas y los vuelvo a dejar en su lugar.
Así transcurre mi visita hasta que una portada de color rojo con unas cerillas quemadas que forman una especie de círculo me llama la atención.
La novela se llama Saber perder y es de David Trueba, un autor desconocido para mí. Me causa intriga el título. Saber perder, pienso, es un arte que todos deberíamos dominar. Comienzo a leerla:
El deseo trabaja como el viento. Sin esfuerzo aparente. Si encuentra las velas extendidas nos arrastrará a velocidad de vértigo. Si las puertas y contraventanas están cerradas, golpeará durante un rato en busca de las grietas o ranuras que le permitan filtrarse.
En mi infinita ignorancia, me parece un buen comienzo. Leo un par de páginas más y el estilo del autor me convence. Mi instinto literario me sugiere que compre el libro, algo me dice que lo voy a disfrutar, pero pienso en la Filbo y en que también voy a comprar libros allá. La corazonada es más fuerte que mi cabeza racional, así que me lo llevo.
Ayer lo terminé de leer, y pienso que fue un acierto.
lunes, 19 de mayo de 2025
Ese imbécil va a escribir una novela
Sin pretenderlo, como muchas veces ocurre con las búsquedas de internet, doy con una noticia sobre Millás, mi escritor favorito.
Me enteré de la existencia del escritor español hace muchos años en una feria del libro, mientras caminaba distraído por un stand de Planeta y me encontré con su libro Articuentos completos. Hasta ese momento no sabía nada sobre él, pero tropezarme con ese libro hizo que cayera en el abismo de su obra, donde es difícil distinguir la realidad de la ficción. Esa, quizás, es una de sus características de escritura que más me gusta.
Sobre ese encuentro fortuito ya he escrito antes, así que lo mejor, creo, es no desviarme del tema.
Les decía que me encuentro con un artículo sobre él, en el que hablan acerca de Ese imbécil va a escribir una novela, su último libro. Lo primero que pienso es: Paren todo, Millás acaba de sacar una nueva novela.
De inmediato, ese comprador compulsivo de libros que llevo dentro me susurra mentalmente: “¿Por qué no la compra?” Trato de negociar con ese ser. Le digo que me atiborré de libros en la Filbo y que, aparte de esos, tengo cientos en digital.
“¿Y eso qué importa?”, responde.
“ ¿Cómo así? Sería una compra compulsiva, ¿no cree?”
“¿Y qué más da?”
“No lo entiendo”.
“Pues sí. A ver, digamos que sí es una compra compulsiva, pero imagine los siguientes escenarios: dentro de unos meses un meteorito puede impactar la tierra, o a usted le puede dar un paro cardíaco fulminante, en una mañana soleada de un domingo, mientras camina por la acera comiendo helado. Es difícil precisar qué va a pensar en ese momento, pero, según cuentan muchas personas, los que están a punto de morir se recriminan por aquellas cosas que dejaron de hacer. Sea como sea, recuerde que la vida es como una fotografía instantánea y que lo que no se hace hoy tal vez no se haga nunca, o como decía otro escritor que ahora no recuerdo: El mañana es de los muertos.
No sé ustedes qué piensen, pero yo le hallo mucho la razón, así que:
Paren todo, Millás acaba de publicar una novela.
Me enteré de la existencia del escritor español hace muchos años en una feria del libro, mientras caminaba distraído por un stand de Planeta y me encontré con su libro Articuentos completos. Hasta ese momento no sabía nada sobre él, pero tropezarme con ese libro hizo que cayera en el abismo de su obra, donde es difícil distinguir la realidad de la ficción. Esa, quizás, es una de sus características de escritura que más me gusta.
Sobre ese encuentro fortuito ya he escrito antes, así que lo mejor, creo, es no desviarme del tema.
Les decía que me encuentro con un artículo sobre él, en el que hablan acerca de Ese imbécil va a escribir una novela, su último libro. Lo primero que pienso es: Paren todo, Millás acaba de sacar una nueva novela.
De inmediato, ese comprador compulsivo de libros que llevo dentro me susurra mentalmente: “¿Por qué no la compra?” Trato de negociar con ese ser. Le digo que me atiborré de libros en la Filbo y que, aparte de esos, tengo cientos en digital.
“¿Y eso qué importa?”, responde.
“ ¿Cómo así? Sería una compra compulsiva, ¿no cree?”
“¿Y qué más da?”
“No lo entiendo”.
“Pues sí. A ver, digamos que sí es una compra compulsiva, pero imagine los siguientes escenarios: dentro de unos meses un meteorito puede impactar la tierra, o a usted le puede dar un paro cardíaco fulminante, en una mañana soleada de un domingo, mientras camina por la acera comiendo helado. Es difícil precisar qué va a pensar en ese momento, pero, según cuentan muchas personas, los que están a punto de morir se recriminan por aquellas cosas que dejaron de hacer. Sea como sea, recuerde que la vida es como una fotografía instantánea y que lo que no se hace hoy tal vez no se haga nunca, o como decía otro escritor que ahora no recuerdo: El mañana es de los muertos.
No sé ustedes qué piensen, pero yo le hallo mucho la razón, así que:
Paren todo, Millás acaba de publicar una novela.
jueves, 15 de mayo de 2025
"Decir lo que se dice exige una precisión de microcirugía casi imposible de lograr"
Voy en el carro con mi hermana y me pide que ponga un podcast.
Me encuentro con un listado de entrevistas a escritores y empiezo a deslizar hacia abajo la pantalla hasta que me encuentro con una entrevista de Lina María Parra.
Últimamente no dejo de pensar en esa autora. Imagino que es así porque estoy obsesionado con conseguir su segundo libro de cuentos que, como ya escribí hace unos días, parece extinto.
La entrevista que escuchamos es sobre La mano que cura, su novela. En un momento, el entrevistador le pregunta sobre una escena en la que una de las protagonistas clava los dedos en la tierra y una mata comienza a agitar las hojas. El hombre, con aires de intelectual, le pregunta si esa escena es una de iniciación, o algo por el estilo.
La escritora responde que no. Dice que eso es lo que no le gusta de la literatura: que muchas personas piensen que lo escrito es una metáfora sobre la vida. Menciona que a ella le gusta lo literal, que si sus personajes son brujas, en verdad tienen poderes sobrenaturales.
Si no estoy mal, alguna vez leí que García Márquez pensaba o leía de esa manera. El escritor decía que, después de leer: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto”, no pensaba en que Kafka estaba tratando de decir algo entre líneas, sino que para él Samsa sí se había convertido en un insecto, más allá de que el escritor checo quisiera decir otra cosa.
Me gusta eso de la literalidad en la lectura. No leer pensando que hay un significado más allá de lo que dice el texto.
Vuelvo a pensar en la frase de Vidas al límite, el libro de crónicas de Millás que he citado montones de veces: “escribir consiste en ser capaz de ver lo que tienes delante de las narices”, que siempre complemento con otra de su diario novelado La vida a ratos: “Decir lo que se dice exige una precisión de microcirugía casi imposible de lograr, pues donde menos lo esperas salta la metáfora”.
Después de un rato, mi hermana me dice: “Eso está muy aburrido, cámbialo”. Tuerzo la boca y me prometo terminar de escucharlo después.
Me encuentro con un listado de entrevistas a escritores y empiezo a deslizar hacia abajo la pantalla hasta que me encuentro con una entrevista de Lina María Parra.
Últimamente no dejo de pensar en esa autora. Imagino que es así porque estoy obsesionado con conseguir su segundo libro de cuentos que, como ya escribí hace unos días, parece extinto.
La entrevista que escuchamos es sobre La mano que cura, su novela. En un momento, el entrevistador le pregunta sobre una escena en la que una de las protagonistas clava los dedos en la tierra y una mata comienza a agitar las hojas. El hombre, con aires de intelectual, le pregunta si esa escena es una de iniciación, o algo por el estilo.
La escritora responde que no. Dice que eso es lo que no le gusta de la literatura: que muchas personas piensen que lo escrito es una metáfora sobre la vida. Menciona que a ella le gusta lo literal, que si sus personajes son brujas, en verdad tienen poderes sobrenaturales.
Si no estoy mal, alguna vez leí que García Márquez pensaba o leía de esa manera. El escritor decía que, después de leer: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto”, no pensaba en que Kafka estaba tratando de decir algo entre líneas, sino que para él Samsa sí se había convertido en un insecto, más allá de que el escritor checo quisiera decir otra cosa.
Me gusta eso de la literalidad en la lectura. No leer pensando que hay un significado más allá de lo que dice el texto.
Vuelvo a pensar en la frase de Vidas al límite, el libro de crónicas de Millás que he citado montones de veces: “escribir consiste en ser capaz de ver lo que tienes delante de las narices”, que siempre complemento con otra de su diario novelado La vida a ratos: “Decir lo que se dice exige una precisión de microcirugía casi imposible de lograr, pues donde menos lo esperas salta la metáfora”.
Después de un rato, mi hermana me dice: “Eso está muy aburrido, cámbialo”. Tuerzo la boca y me prometo terminar de escucharlo después.
martes, 13 de mayo de 2025
Un cuento que no me suelta
Escribo un cuento que lleva como título Animal Extinto.
Tiene que ver con Llorar sobre leche derramada, el libro de cuentos de Lina María Parra que publicó la editorial que lleva ese nombre. El cuento tiene que ver con mi búsqueda fallida de él en la Filbo.
El primer borrador, de casi siete páginas, lo escribo en una tarde. Me resulta imposible saber si es bueno o malo, pero me obsesiono con el texto.
Lo narro en tercera persona para alejarme un poco de la situación, y el personaje principal es Camila, una mujer adicta a los libros.
A lo largo del día no dejo de pensar en el relato. Eso, creo, indica que voy por buen camino. A veces los textos me aburren y los termino a las patadas o simplemente los abandono, pero este, que surgió caminando entre los pasillos de la Feria del Libro, no me abandona.
Al día siguiente, en el desayuno, leo lo que escribí en el celular, tomo notas de los segmentos que, creo, necesitan un cambio y, cuando me siento al computador, los edito. En el almuerzo repito la operación: vuelvo a leer la nueva versión y a tomar notas sobre palabras que debería reemplazar, signos de puntuación mal puestos y los monólogos internos del personaje. Me debato entre ponerlos en cursiva, entre comillas o insertarlos en el texto y que el lector los descifre por sí solo. Me decanto por la primera opción y decido que los más importantes deben ir en párrafos separados.
Me preocupa mucho ser consistente con el punto de vista y el tiempo presente. Me gusta narrar así, con muy pocos flashbacks, porque se sigue de cerca la acción.
Después de editarlo por la tarde, prometo dejar el cuento quieto, que repose para luego mirarlo con otros ojos. No cumplo la promesa y, en la noche, lo vuelvo a editar.
Pienso que debo soltarlo, tomar algo de distancia, pero no lo hago. Vuelvo a leerlo y a editarlo cada vez que puedo. Hago eso hasta la versión número siete, que, pienso, cuenta con todos los cambios necesarios.
Tiene que ver con Llorar sobre leche derramada, el libro de cuentos de Lina María Parra que publicó la editorial que lleva ese nombre. El cuento tiene que ver con mi búsqueda fallida de él en la Filbo.
El primer borrador, de casi siete páginas, lo escribo en una tarde. Me resulta imposible saber si es bueno o malo, pero me obsesiono con el texto.
Lo narro en tercera persona para alejarme un poco de la situación, y el personaje principal es Camila, una mujer adicta a los libros.
A lo largo del día no dejo de pensar en el relato. Eso, creo, indica que voy por buen camino. A veces los textos me aburren y los termino a las patadas o simplemente los abandono, pero este, que surgió caminando entre los pasillos de la Feria del Libro, no me abandona.
Al día siguiente, en el desayuno, leo lo que escribí en el celular, tomo notas de los segmentos que, creo, necesitan un cambio y, cuando me siento al computador, los edito. En el almuerzo repito la operación: vuelvo a leer la nueva versión y a tomar notas sobre palabras que debería reemplazar, signos de puntuación mal puestos y los monólogos internos del personaje. Me debato entre ponerlos en cursiva, entre comillas o insertarlos en el texto y que el lector los descifre por sí solo. Me decanto por la primera opción y decido que los más importantes deben ir en párrafos separados.
Me preocupa mucho ser consistente con el punto de vista y el tiempo presente. Me gusta narrar así, con muy pocos flashbacks, porque se sigue de cerca la acción.
Después de editarlo por la tarde, prometo dejar el cuento quieto, que repose para luego mirarlo con otros ojos. No cumplo la promesa y, en la noche, lo vuelvo a editar.
Pienso que debo soltarlo, tomar algo de distancia, pero no lo hago. Vuelvo a leerlo y a editarlo cada vez que puedo. Hago eso hasta la versión número siete, que, pienso, cuenta con todos los cambios necesarios.
Mientras tanto, Animal extinto descansa. O eso quiero creer.
lunes, 12 de mayo de 2025
"Buenas tardes", dijo la bruja
Hace más o menos un mes, Víctor Ramírez dejó la capital para instalarse en Montequieto, un pueblo que queda a las afueras de la ciudad. No quería hacerlo, pero a su esposa le ofrecieron un trabajo como gestora cultural de ese lugar, y si quería tomarlo debía irse a vivir allí.
Al principio, el nombre del lugar le causaba aprehensión. Creía que iba a llegar a un sitio en donde no iba a ocurrir nada, y sabe que necesita de la vida —entendiendo por esta que pasen cosas— para poder escribir.
También tenía miedo de sufrir esa condición que los antiguos romanos llamaban horror loci, que escuetamente se puede traducir como “asco por el lugar”, y que hacía referencia a las personas que dejaban la ciudad, aburridos de esta, para viajar al campo, y que, una vez allá, volvían a aburrirse, regresaban a la ciudad y quedaban atrapados en ese bucle incesante.
Sea como sea, Montequieto no resultó ser ese lugar tan pasivo que Víctor creía, aunque hay días, como hoy, en los que siente que no ocurre mucho.
Como sentía que no pasaba nada y su esposa regresaba hasta el final de la tarde, decidió meter un libro en su mochila y salió de su casa rumbo a la plaza principal. Allí se sentó en una de las sillas y se puso a leer.
Aunque había mucho ruido a su alrededor, se metió fácil en la lectura. Ahí estaba, pasando las hojas tranquilo, hasta que una anciana de baja estatura pasó cerca de él. Víctor no habría notado su presencia de no ser porque la mujer arrastraba los pies al caminar.
Cuando subió la mirada, se quedó mirándola fijamente. No debía medir más de metro y medio, y su pelo era blanco en su totalidad. Llevaba una chaqueta vinotinto y un pantalón fucsia que, creyó, no combinaban para nada.
La mujer se dio cuenta de que Víctor la estudiaba, movió la cabeza y le dijo: “Buenas tardes”, pero Víctor sintió que ese saludo llevaba un aire desafiante, como queriendo decir: ¿Qué me mira?
Víctor le devolvió el saludo y bajó de nuevo la mirada hacia el libro. No la levantó hasta que el sonido de las chanclas de la anciana se escuchaba a lo lejos.
Espera que la mujer no le haya echado una maldición.
Al principio, el nombre del lugar le causaba aprehensión. Creía que iba a llegar a un sitio en donde no iba a ocurrir nada, y sabe que necesita de la vida —entendiendo por esta que pasen cosas— para poder escribir.
También tenía miedo de sufrir esa condición que los antiguos romanos llamaban horror loci, que escuetamente se puede traducir como “asco por el lugar”, y que hacía referencia a las personas que dejaban la ciudad, aburridos de esta, para viajar al campo, y que, una vez allá, volvían a aburrirse, regresaban a la ciudad y quedaban atrapados en ese bucle incesante.
Sea como sea, Montequieto no resultó ser ese lugar tan pasivo que Víctor creía, aunque hay días, como hoy, en los que siente que no ocurre mucho.
Como sentía que no pasaba nada y su esposa regresaba hasta el final de la tarde, decidió meter un libro en su mochila y salió de su casa rumbo a la plaza principal. Allí se sentó en una de las sillas y se puso a leer.
Aunque había mucho ruido a su alrededor, se metió fácil en la lectura. Ahí estaba, pasando las hojas tranquilo, hasta que una anciana de baja estatura pasó cerca de él. Víctor no habría notado su presencia de no ser porque la mujer arrastraba los pies al caminar.
Cuando subió la mirada, se quedó mirándola fijamente. No debía medir más de metro y medio, y su pelo era blanco en su totalidad. Llevaba una chaqueta vinotinto y un pantalón fucsia que, creyó, no combinaban para nada.
La mujer se dio cuenta de que Víctor la estudiaba, movió la cabeza y le dijo: “Buenas tardes”, pero Víctor sintió que ese saludo llevaba un aire desafiante, como queriendo decir: ¿Qué me mira?
Víctor le devolvió el saludo y bajó de nuevo la mirada hacia el libro. No la levantó hasta que el sonido de las chanclas de la anciana se escuchaba a lo lejos.
Espera que la mujer no le haya echado una maldición.
martes, 6 de mayo de 2025
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Como ya casi es medianoche, ese punto que titula esta entrada fue el que pensé escribir para publicarla, y editarla mañana con algo más de tiempo.
Pero me dije a mí mismo: hermano, siéntese y escriba lo que le venga en gana. Entonces le hice caso a ese ser que me habita y que, a veces, me da buenos consejos.
Dizque con algo más de tiempo escribí hace un par de líneas, ¿pueden creer semejante mentira tan grande? La vida es ya. nuestra existencia es como una instantánea y todavía pensamos que tenemos tiempo o que lo vamos a tener, en fin.
Aparte de la idea tramposa del punto, también pensé en republicar un escrito viejo, pero ¿qué sentido tiene sentirse atraído por la escritura si lo que se busca es maneras de evitarla?
Entonces no hice ni lo uno ni lo otro y heme aquí escribiendo estás palabras a las que, presiento, se les está acabando la gasolina.
Imagino que debo tener muchas cosas por decir o miles de historias por narrar, pero en cambio, acudo a este mecanismo barato de la escritura automática.
Les pido disculpas a los fanáticos de ese tipo de escritura; si utilicé el calificativo barato en el párrafo anterior, fue porque no se me vino otra palabra a la cabeza, pero tanta explicación conlleva a la duda decía Nietzsche, así que creo que lo mejor es echarle la culpa a la escritura automática, porque esa fue la palabra que rescato de mi inconsciente.
Lamento decirles que este último párrafo, en el que debería buscar cómo concluir este arrume de letras, es de relleno, porque me hacen falta 50 palabras, para cumplir con mi meta de 300, pero ahora solo me quedan 9 palabras por escribir.
Por favor, que alguien me diga cuáles deberían ser.
Pero me dije a mí mismo: hermano, siéntese y escriba lo que le venga en gana. Entonces le hice caso a ese ser que me habita y que, a veces, me da buenos consejos.
Dizque con algo más de tiempo escribí hace un par de líneas, ¿pueden creer semejante mentira tan grande? La vida es ya. nuestra existencia es como una instantánea y todavía pensamos que tenemos tiempo o que lo vamos a tener, en fin.
Aparte de la idea tramposa del punto, también pensé en republicar un escrito viejo, pero ¿qué sentido tiene sentirse atraído por la escritura si lo que se busca es maneras de evitarla?
Entonces no hice ni lo uno ni lo otro y heme aquí escribiendo estás palabras a las que, presiento, se les está acabando la gasolina.
Imagino que debo tener muchas cosas por decir o miles de historias por narrar, pero en cambio, acudo a este mecanismo barato de la escritura automática.
Les pido disculpas a los fanáticos de ese tipo de escritura; si utilicé el calificativo barato en el párrafo anterior, fue porque no se me vino otra palabra a la cabeza, pero tanta explicación conlleva a la duda decía Nietzsche, así que creo que lo mejor es echarle la culpa a la escritura automática, porque esa fue la palabra que rescato de mi inconsciente.
Lamento decirles que este último párrafo, en el que debería buscar cómo concluir este arrume de letras, es de relleno, porque me hacen falta 50 palabras, para cumplir con mi meta de 300, pero ahora solo me quedan 9 palabras por escribir.
Por favor, que alguien me diga cuáles deberían ser.
lunes, 5 de mayo de 2025
El viejo
El viejo guarda un secreto que no le ha contado a nadie: hace dos noches despertó en la madrugada y sintió mucho frío. Se puso de pie para mirar si había dejado la ventana abierta y, en ese momento, comprendió lo que estaba sucediendo: la muerte había venido a buscarlo.
No se presentó bajo ningún tipo de figura, como una calavera envuelta en una túnica y una guadaña al hombro. Sabía que no era necesario, y que el viejo la estaba esperando; desde hace un par de días sentía su presencia rondando los corredores de la casa y que pronto iba a venir a reclamarlo.
Cerró los ojos. Sintió un frío sobre los hombros, como si dos manos invisibles de hielo se hubieran posado sobre ellos. El viejo le dijo mentalmente y con toda la intención que pudo lo siguiente:
“No me lleves todavía, deja que conozca a mi nieto que viene en camino. Después puedes hacer conmigo lo que quieras”.
La muerte no le respondió nada, pero el helaje que lo acompañaba desapareció de inmediato, como una ráfaga de aire que hizo sonar las campanas de la entrada.
En ese momento, la esposa despertó y encontró al viejo mirando la nada oscura por la ventana.
—¿Qué haces ahí? —le preguntó con un tono de preocupación en su voz—. Ven a acostarte.
El viejo no le contestó nada y se devolvió hasta la cama dando pasos cortos. Ya acostado, dio media vuelta y sintió cómo su esposa le echaba el brazo por encima.
Volvió a sentir frío, esta vez el de una lágrima que resbaló por su mejilla.
No se presentó bajo ningún tipo de figura, como una calavera envuelta en una túnica y una guadaña al hombro. Sabía que no era necesario, y que el viejo la estaba esperando; desde hace un par de días sentía su presencia rondando los corredores de la casa y que pronto iba a venir a reclamarlo.
Cerró los ojos. Sintió un frío sobre los hombros, como si dos manos invisibles de hielo se hubieran posado sobre ellos. El viejo le dijo mentalmente y con toda la intención que pudo lo siguiente:
“No me lleves todavía, deja que conozca a mi nieto que viene en camino. Después puedes hacer conmigo lo que quieras”.
La muerte no le respondió nada, pero el helaje que lo acompañaba desapareció de inmediato, como una ráfaga de aire que hizo sonar las campanas de la entrada.
En ese momento, la esposa despertó y encontró al viejo mirando la nada oscura por la ventana.
—¿Qué haces ahí? —le preguntó con un tono de preocupación en su voz—. Ven a acostarte.
El viejo no le contestó nada y se devolvió hasta la cama dando pasos cortos. Ya acostado, dio media vuelta y sintió cómo su esposa le echaba el brazo por encima.
Volvió a sentir frío, esta vez el de una lágrima que resbaló por su mejilla.
lunes, 28 de abril de 2025
Animal extinto o cómo no encontrar un libro en la FilBo
Voy a la FILBo con la siguiente consigna en mente: “solo voy a comprar un par de libros.” Ya en Corferias, la culpa de mi primera compra la tiene una mesa con libros de la editorial Seix Barral en promoción. Tengo debilidad por los libros de esa editorial. Imagino que lo que me atrae son sus portadas: no son nada del otro mundo, pero me llaman mucho la atención. Es como si los encargados de elaborarlas encontraran la imagen perfecta para cada título.
Esa compra abre el grifo de mi sed por los libros y olvido la consigna. "Que pase lo que tenga que pasar", pienso. Comienzo a hojear los libros con ansia. Me paseo por los pasillos y leo las primeras páginas de los que, por alguna razón, me llaman la atención, sin importar si los juzgo por la portada. Si el título me parece potente y lo acompaña una portada atractiva, les dedico un tiempo.
No sé cuántos minutos gasto en cada stand. ¿Veinte, treinta, más? Digamos que la media es de veinticinco minutos. De ser así, y como son más de 500, necesitaría alrededor de 12.500 minutos para visitarlos todos, o bien, nueve días.
Ahí estoy, caminando de un lado a otro, leyendo fragmentos, mirando precios, cuando ese otro que me habita me dice: “Ya que está en esas, ¿por qué no busca el libro que le falta de Lina Parra?” Ese ser habla sobre Llorar sobre la leche derramada. El año pasado caí en las garras de esa autora y fue uno de mis mejores descubrimientos literarios. Me inyecté directo a la vena Malas Posturas, su libro de cuentos, y, a los pocos días, me compré su novela La mano que cura.
Comienzo a preguntarlo en diferentes stands. Algunos vendedores me miran raro, con cara de: No tengo idea de qué habla; otros identifican a la escritora paisa, pero no tienen ninguno de sus libros, o solo tienen su novela.
“Pregúntelo en la editorial Animal Extinto”, me dice un hombre que me escucha preguntar por el libro. “¿En qué pabellón está?”, le pregunto. “Creo que en este”, responde. Le doy las gracias, me despido y comienzo a repetir el nombre mentalmente para no olvidarlo: Animal Extinto, Animal Extinto, Animal Extinto…
No la encuentro por ningún lado. En un stand, una mujer con gafas y los brazos llenos de tatuajes me dice: “¿Animal Extinto está acá? No sabía. Yo en este pabellón no la he visto. De pronto la encuentras en el de las librerías independientes.” “¿Dónde queda?”, le pregunto.
Luego de que me da las indicaciones, me dirijo hacia ese lugar. Repito mi método de búsqueda: preguntarle a cuanta persona pueda por esa editorial y, de paso, preguntar por el libro de Lina María, a ver si por una alineación de planetas lo tienen. Repito la misma historia en cada stand: “Me dijeron que de pronto lo conseguía en Animal Extinto, pero no he dado con esa editorial”.
Nosotros somos Animal Extinto”, dice una mujer detrás de una mesa de libros, al tiempo que otra busca en el sistema. La pantalla arroja un resultado: sí lo teníamos. Había una copia, pero se la llevaron ayer.
Ese libro, parece, está extinto.
Derrotado en mi intento de conseguirlo, me dirijo a la salida. A pocos metros de ella, volteo a mirar a la derecha y veo el pabellón número 3, de editoriales universitarias. Como sé que Lina Parra publicó Malas Posturas con EAFIT , pienso que esa es mi última oportunidad y me desvío hacia allá.
Pregunto por el número del stand en un punto de información y, luego de que me lo dan, comienzo a buscarlo. No encuentro nada. Cuando busco algo con desesperación, así me den las indicaciones más precisas, me vuelvo un ocho. Regreso al punto de información a decirles que me han mentido. La mujer me dice que está en el segundo piso. Le doy las gracias de nuevo y sigo sus instrucciones hasta que, por fin, lo encuentro.
“He patoneado toda la feria y el libro que busco tiene que estar acá”, le digo a una mujer pequeña que lleva gafas de lentes grandes. Ríe un poco y me responde en paisa: “¡Huy, cómo va a ser! ¡Qué nervios! ¿Qué buscas?” Le suelto el nombre del libro y me cuenta que ese no lo editó EAFIT, sino solo Malas Posturas, el cual tienen exhibido. ¿Cómo es que aún no se lo han llevado?, me pregunto.
Pienso que el trabajo de edición que hacen en esa editorial es bueno, así que le pregunto a la mujer qué es lo último que han sacado.
“Pues yo no es que esté muy al tanto, pero en esta pared están los de literatura y en esta otra los de poesía”, responde.
Le doy las gracias y me pongo a hojearlos. Pasado un rato, decido llevarme, a punta de feeling, dos libros: Así me tiemble la voz de Catalina Acosta y Mientras llegan por mí de Rodrigo Pérez Gil.
Los mantendré informados.
Esa compra abre el grifo de mi sed por los libros y olvido la consigna. "Que pase lo que tenga que pasar", pienso. Comienzo a hojear los libros con ansia. Me paseo por los pasillos y leo las primeras páginas de los que, por alguna razón, me llaman la atención, sin importar si los juzgo por la portada. Si el título me parece potente y lo acompaña una portada atractiva, les dedico un tiempo.
No sé cuántos minutos gasto en cada stand. ¿Veinte, treinta, más? Digamos que la media es de veinticinco minutos. De ser así, y como son más de 500, necesitaría alrededor de 12.500 minutos para visitarlos todos, o bien, nueve días.
Ahí estoy, caminando de un lado a otro, leyendo fragmentos, mirando precios, cuando ese otro que me habita me dice: “Ya que está en esas, ¿por qué no busca el libro que le falta de Lina Parra?” Ese ser habla sobre Llorar sobre la leche derramada. El año pasado caí en las garras de esa autora y fue uno de mis mejores descubrimientos literarios. Me inyecté directo a la vena Malas Posturas, su libro de cuentos, y, a los pocos días, me compré su novela La mano que cura.
Comienzo a preguntarlo en diferentes stands. Algunos vendedores me miran raro, con cara de: No tengo idea de qué habla; otros identifican a la escritora paisa, pero no tienen ninguno de sus libros, o solo tienen su novela.
“Pregúntelo en la editorial Animal Extinto”, me dice un hombre que me escucha preguntar por el libro. “¿En qué pabellón está?”, le pregunto. “Creo que en este”, responde. Le doy las gracias, me despido y comienzo a repetir el nombre mentalmente para no olvidarlo: Animal Extinto, Animal Extinto, Animal Extinto…
No la encuentro por ningún lado. En un stand, una mujer con gafas y los brazos llenos de tatuajes me dice: “¿Animal Extinto está acá? No sabía. Yo en este pabellón no la he visto. De pronto la encuentras en el de las librerías independientes.” “¿Dónde queda?”, le pregunto.
Luego de que me da las indicaciones, me dirijo hacia ese lugar. Repito mi método de búsqueda: preguntarle a cuanta persona pueda por esa editorial y, de paso, preguntar por el libro de Lina María, a ver si por una alineación de planetas lo tienen. Repito la misma historia en cada stand: “Me dijeron que de pronto lo conseguía en Animal Extinto, pero no he dado con esa editorial”.
Nosotros somos Animal Extinto”, dice una mujer detrás de una mesa de libros, al tiempo que otra busca en el sistema. La pantalla arroja un resultado: sí lo teníamos. Había una copia, pero se la llevaron ayer.
Ese libro, parece, está extinto.
Derrotado en mi intento de conseguirlo, me dirijo a la salida. A pocos metros de ella, volteo a mirar a la derecha y veo el pabellón número 3, de editoriales universitarias. Como sé que Lina Parra publicó Malas Posturas con EAFIT , pienso que esa es mi última oportunidad y me desvío hacia allá.
Pregunto por el número del stand en un punto de información y, luego de que me lo dan, comienzo a buscarlo. No encuentro nada. Cuando busco algo con desesperación, así me den las indicaciones más precisas, me vuelvo un ocho. Regreso al punto de información a decirles que me han mentido. La mujer me dice que está en el segundo piso. Le doy las gracias de nuevo y sigo sus instrucciones hasta que, por fin, lo encuentro.
“He patoneado toda la feria y el libro que busco tiene que estar acá”, le digo a una mujer pequeña que lleva gafas de lentes grandes. Ríe un poco y me responde en paisa: “¡Huy, cómo va a ser! ¡Qué nervios! ¿Qué buscas?” Le suelto el nombre del libro y me cuenta que ese no lo editó EAFIT, sino solo Malas Posturas, el cual tienen exhibido. ¿Cómo es que aún no se lo han llevado?, me pregunto.
Pienso que el trabajo de edición que hacen en esa editorial es bueno, así que le pregunto a la mujer qué es lo último que han sacado.
“Pues yo no es que esté muy al tanto, pero en esta pared están los de literatura y en esta otra los de poesía”, responde.
Le doy las gracias y me pongo a hojearlos. Pasado un rato, decido llevarme, a punta de feeling, dos libros: Así me tiemble la voz de Catalina Acosta y Mientras llegan por mí de Rodrigo Pérez Gil.
Los mantendré informados.
sábado, 26 de abril de 2025
Coches para perros y fiestas silenciosas
Veo dos cosas que me hacen pensar que el mundo es un lugar extraño.
La primera son los coches para perros. Camino por un centro comercial y veo a más de dos personas empujándolos. Eso me parece extraño, no menos que las personas que llevan a sus perros a centros comerciales.
Igual no quiero entrar a debatir con ellas. Por mí, pueden tirarse en paracaídas con sus perritos si así lo desean. Ojalá no se les escapen de las manos durante la caída libre.
La segunda es una tienda de ropa que, claro, por sí sola es de lo más normal. Lo extraño es lo que sucede dentro de ella.
Un grupo de personas con vestimenta deportiva se mueve al son de una melodía que solo escuchan ellos. Todos llevan puestos audífonos de orejeras y una mujer, que está enfrente del grupo, con un micrófono en la mano, les da indicaciones. Me gustaría saber qué les dice. Imagino que dirá cosas del estilo: tenemos que estar en el presente.
Sea como sea, ellos, bailarines mudos llamémoslos, son tan libres de hacer lo que les dé la gana como el dueño del perro paracaidista.
Es difícil precisar qué es más extraño: si el grupo de esa fiesta silenciosa que menea las caderas al son de una melodía, en apariencia, invisible, o las personas que se paran a mirarlas y cuchichean entre ellas.
Imagino que cada quien es libre de hacer lo que le dé la gana mientras no moleste a las demás personas. Cada quién decide, en silencio, su caída libre.
La primera son los coches para perros. Camino por un centro comercial y veo a más de dos personas empujándolos. Eso me parece extraño, no menos que las personas que llevan a sus perros a centros comerciales.
Igual no quiero entrar a debatir con ellas. Por mí, pueden tirarse en paracaídas con sus perritos si así lo desean. Ojalá no se les escapen de las manos durante la caída libre.
La segunda es una tienda de ropa que, claro, por sí sola es de lo más normal. Lo extraño es lo que sucede dentro de ella.
Un grupo de personas con vestimenta deportiva se mueve al son de una melodía que solo escuchan ellos. Todos llevan puestos audífonos de orejeras y una mujer, que está enfrente del grupo, con un micrófono en la mano, les da indicaciones. Me gustaría saber qué les dice. Imagino que dirá cosas del estilo: tenemos que estar en el presente.
Sea como sea, ellos, bailarines mudos llamémoslos, son tan libres de hacer lo que les dé la gana como el dueño del perro paracaidista.
Es difícil precisar qué es más extraño: si el grupo de esa fiesta silenciosa que menea las caderas al son de una melodía, en apariencia, invisible, o las personas que se paran a mirarlas y cuchichean entre ellas.
Imagino que cada quien es libre de hacer lo que le dé la gana mientras no moleste a las demás personas. Cada quién decide, en silencio, su caída libre.
jueves, 24 de abril de 2025
Marido enfermizo
Me despierto sin que suene la alarma. A diferencia de la mayoría de días, siento que descansé. Pocas veces recuerdo los sueños, pero hoy tengo claro las imágenes del que, creo, acabo de tener.
Imagino que no los recuerdo porque los debo tener en fases profundas del sueño. No como este que experimenté a solo unos minutos de despertarme. Tal vez esto que pienso sea basura para la ciencia del sueño, pero no importa.
En fin, sea como sea, soñé algo:
Escribo a mano y con un lápiz sobre una mesa que está iluminada por un bombillo que cuelga del techo.
Hay dos personas más en esa habitación, pero como tengo la mirada fija sobre la hoja de papel, no sé quiénes son.
Termino de escribir una frase y decido sacarle punta al lápiz. Es ahí cuando levanto la cabeza y una de las personas resulta ser uno de esos bultos opacos tan comunes en mis sueños. Me pide que lea lo que escribí.
Le hago caso y el fragmento que leo contiene el sintagma nominal: marido enfermizo. La persona-bulto dice que no le parece apropiado ese juego de palabras, y que la que no funciona es el adjetivo.
Volteo a mirar hacia la otra persona que está sentada en la mesa y resulta ser Juan José Millás. Le pregunto qué piensa sobre lo que acaba de decir la persona-bulto y no opina lo mismo que él/ella, sino que precisamente es la palabra enfermizo la que hace que la frase funcione.
Le doy las gracias. Vuelvo a agachar la cabeza y continuo escribiendo.
Imagino que no los recuerdo porque los debo tener en fases profundas del sueño. No como este que experimenté a solo unos minutos de despertarme. Tal vez esto que pienso sea basura para la ciencia del sueño, pero no importa.
En fin, sea como sea, soñé algo:
Escribo a mano y con un lápiz sobre una mesa que está iluminada por un bombillo que cuelga del techo.
Hay dos personas más en esa habitación, pero como tengo la mirada fija sobre la hoja de papel, no sé quiénes son.
Termino de escribir una frase y decido sacarle punta al lápiz. Es ahí cuando levanto la cabeza y una de las personas resulta ser uno de esos bultos opacos tan comunes en mis sueños. Me pide que lea lo que escribí.
Le hago caso y el fragmento que leo contiene el sintagma nominal: marido enfermizo. La persona-bulto dice que no le parece apropiado ese juego de palabras, y que la que no funciona es el adjetivo.
Volteo a mirar hacia la otra persona que está sentada en la mesa y resulta ser Juan José Millás. Le pregunto qué piensa sobre lo que acaba de decir la persona-bulto y no opina lo mismo que él/ella, sino que precisamente es la palabra enfermizo la que hace que la frase funcione.
Le doy las gracias. Vuelvo a agachar la cabeza y continuo escribiendo.
En tu cara, persona-bulto.
martes, 22 de abril de 2025
Antojo de tinto
Son las 8:38 de la noche y tengo muchas ganas de tomarme un tinto. No lo hice en la tarde, así que son ganas acumuladas que, pienso, son más tenaces.
Sé que no debería hacerlo. Sé que debería seguir ese consejo de no tomar tinto después de las seis de la tarde si quiero dormir bien, pero las ganas que cargo vencen todo mi poder de voluntad y me preparo una taza grande sin remordimiento alguno.
Conozco personas que toman más de cuatro tazas al día. Yo por lo general tomo dos y máximo tres.
Me gusta mucho esa sensación de urgencia, esas ganas desmedidas de saborear su sabor amargo y amaderado y aspirar el vaho que desprende, como pensando que es un elixir que me va a dar algún tipo de conocimiento arcano.
Sea como sea, acompaño el tinto con una porción de torta de zanahoria que me regaló E. También me regaló una arepa, pero pienso comerla mañana al desayuno con un café con leche.
No es que tome tinto tan tarde con frecuencia, pero a veces me dan esos antojos contra los que no puedo hacer nada. Antojos de tinto puro sin chorrito de leche o crema para suavizarlo; esa forma que muchos puristas afirman que es la única correcta de tomarlo.
Hoy me supo a gloria, pero me pasó lo de siempre. Me comí toda la porción de torta en un par de bocados y todavía tenía medio pocillo de tinto. Me lo habría podido terminar de tomar así no más, de a sorbos seguidos antes de que se enfriara, pero me autoengañé y decidí que debía acompañar el resto de la bebida con algo dulce: unas galletas Wafer de chocolate.
Puede que me desvele un poco, pero sé que habrá valido la pena. Es difícil precisar cuándo será la última vez que podremos disfrutar una taza de tinto en la vida.
Sé que no debería hacerlo. Sé que debería seguir ese consejo de no tomar tinto después de las seis de la tarde si quiero dormir bien, pero las ganas que cargo vencen todo mi poder de voluntad y me preparo una taza grande sin remordimiento alguno.
Conozco personas que toman más de cuatro tazas al día. Yo por lo general tomo dos y máximo tres.
Me gusta mucho esa sensación de urgencia, esas ganas desmedidas de saborear su sabor amargo y amaderado y aspirar el vaho que desprende, como pensando que es un elixir que me va a dar algún tipo de conocimiento arcano.
Sea como sea, acompaño el tinto con una porción de torta de zanahoria que me regaló E. También me regaló una arepa, pero pienso comerla mañana al desayuno con un café con leche.
No es que tome tinto tan tarde con frecuencia, pero a veces me dan esos antojos contra los que no puedo hacer nada. Antojos de tinto puro sin chorrito de leche o crema para suavizarlo; esa forma que muchos puristas afirman que es la única correcta de tomarlo.
Hoy me supo a gloria, pero me pasó lo de siempre. Me comí toda la porción de torta en un par de bocados y todavía tenía medio pocillo de tinto. Me lo habría podido terminar de tomar así no más, de a sorbos seguidos antes de que se enfriara, pero me autoengañé y decidí que debía acompañar el resto de la bebida con algo dulce: unas galletas Wafer de chocolate.
Puede que me desvele un poco, pero sé que habrá valido la pena. Es difícil precisar cuándo será la última vez que podremos disfrutar una taza de tinto en la vida.
lunes, 21 de abril de 2025
No hay milhojas, ¿va a pedir algo más o qué?
¿Tiene milhojas?, le pregunto a la mujer que atiende la panadería, una anciana que parece tener 100 años. No, ya se las llevaron todas, responde con una media sonrisa. Es una lástima porque son baratas y gigantes.
Se queda mirándome fijamente como dándome a entender: Yo estaba tranquila, sentada y descansando hasta que llegó usted. ¿Va a pedir algo más o qué? Miro los productos que tienen exhibidos en la vitrina y al final me decido por un paquete de galletas de mora y una porción de torta de queso. Hace poco la probé con miel de maple y un tinto. Es una combinación que roza lo divino.
La mujer me vuelve a sonreír y comienza a preparar mi pedido. Se mueve de un lado a otro dando pasos diminutos. Cuando llega a la vitrina toma las pinzas, un cuchillo y parte la porción de torta de queso. Luego pone los utensilios sobre una repisa y el cuchillo se comienza a resbalar en cámara lenta. La viejita se da cuenta, alcanza a agarrarlo, y luego lo tira con rabia dentro del mostrador.
Sus movimientos son lentos pero precisos. Busca una caja de cartón y la comienza a armar con sus manos inflamadas por la artritis. Cuando lo logra, coge la porción con las pinzas y la mete dentro de la caja.
Le pregunto cuánto le debo y ella me da el valor justo al terminar de hablar. Es como si compensara su lentitud física con agilidad mental.
Prueben la torta de queso con miel de maple. Después hablamos.
Se queda mirándome fijamente como dándome a entender: Yo estaba tranquila, sentada y descansando hasta que llegó usted. ¿Va a pedir algo más o qué? Miro los productos que tienen exhibidos en la vitrina y al final me decido por un paquete de galletas de mora y una porción de torta de queso. Hace poco la probé con miel de maple y un tinto. Es una combinación que roza lo divino.
La mujer me vuelve a sonreír y comienza a preparar mi pedido. Se mueve de un lado a otro dando pasos diminutos. Cuando llega a la vitrina toma las pinzas, un cuchillo y parte la porción de torta de queso. Luego pone los utensilios sobre una repisa y el cuchillo se comienza a resbalar en cámara lenta. La viejita se da cuenta, alcanza a agarrarlo, y luego lo tira con rabia dentro del mostrador.
Sus movimientos son lentos pero precisos. Busca una caja de cartón y la comienza a armar con sus manos inflamadas por la artritis. Cuando lo logra, coge la porción con las pinzas y la mete dentro de la caja.
Le pregunto cuánto le debo y ella me da el valor justo al terminar de hablar. Es como si compensara su lentitud física con agilidad mental.
Prueben la torta de queso con miel de maple. Después hablamos.
martes, 15 de abril de 2025
Feria del libro
Hace años, cuando se acercaba la feria del libro, siempre tenía a la mano un listado de los libros que quería comprar. En ese entonces aprovechaba el evento para atiborrarme de libros, como si al día siguiente de mi visita me fueran a enviar con ellos a una isla desierta.
Ya no hago ni lista ni compro libros compulsivamente. Si la visito, paseo por los pabellones y me llevo los libros a puro feeling. Creo que dejé de hacer listas, porque muy pocas veces encontraba los libros que anotaba en ellas. Solo recuerdo una ocasión en la que pude comprar dos novelas que andaba buscando: El tumbao de Beethoven y Vibrato.
Después de ese año no volví a cargar lista y comencé a comprar libros dejándome llevar por mi intuición, solo basándome en sus portadas, títulos, información de la contraportada, sumado a la lectura de algunos apartes que seleccionaba de forma aleatoria. De esa forma he dado con novelas que me han gustado mucho como: El hombre que murió la víspera, Matadero Franklin, Como los perros, felices sin motivo, y El señor de los dados.
Una mujer que antes leía mucho, parece que ahora no, o por lo menos no con la misma frecuencia, dice que ya no le encuentra mucho sentido ir a la feria del libro. Afirma que los libros que llevan a ese espacio, se pueden comprar en cualquier librería y que por eso ya no le emociona tanto el evento.
Es un buen argumento, pero así y todo, y aunque ya no me enloquezco comprando libros, a mí todavía me gusta ir a la feria del libro. Imagino que, de forma subconsciente, pienso algo similar a lo que describe el narrador de La biblioteca de Babel, el cuento de Borges, y que en alguno de los stands me voy a encontrar con un libro que contiene todo el conocimiento universal, una especie de libro-Dios que contiene a todos los demás.
Ya no hago ni lista ni compro libros compulsivamente. Si la visito, paseo por los pabellones y me llevo los libros a puro feeling. Creo que dejé de hacer listas, porque muy pocas veces encontraba los libros que anotaba en ellas. Solo recuerdo una ocasión en la que pude comprar dos novelas que andaba buscando: El tumbao de Beethoven y Vibrato.
Después de ese año no volví a cargar lista y comencé a comprar libros dejándome llevar por mi intuición, solo basándome en sus portadas, títulos, información de la contraportada, sumado a la lectura de algunos apartes que seleccionaba de forma aleatoria. De esa forma he dado con novelas que me han gustado mucho como: El hombre que murió la víspera, Matadero Franklin, Como los perros, felices sin motivo, y El señor de los dados.
Una mujer que antes leía mucho, parece que ahora no, o por lo menos no con la misma frecuencia, dice que ya no le encuentra mucho sentido ir a la feria del libro. Afirma que los libros que llevan a ese espacio, se pueden comprar en cualquier librería y que por eso ya no le emociona tanto el evento.
Es un buen argumento, pero así y todo, y aunque ya no me enloquezco comprando libros, a mí todavía me gusta ir a la feria del libro. Imagino que, de forma subconsciente, pienso algo similar a lo que describe el narrador de La biblioteca de Babel, el cuento de Borges, y que en alguno de los stands me voy a encontrar con un libro que contiene todo el conocimiento universal, una especie de libro-Dios que contiene a todos los demás.
lunes, 14 de abril de 2025
Urania y Vargas Llosa
Una vez, para una celebración de amigo secreto en el lugar donde trabajaba, alguien le dijo a la persona que había sacado el papelito con mi nombre que a mi me gustaba leer.
Esa persona no era aficionada a la lectura, pero alguna vez había leído La fiesta del Chivo de Vargas Llosa, así que decidió regalarme ese libro.
Debo darle las gracias, porque esa novela fue mi puerta de entrada a la obra del escritor peruano. Tiene un comienzo que me encanta y que, de vez en cuando, vuelvo a leer:
Urania. No le habían hecho un favor sus padres; su nombre daba la idea de un planeta, de un mineral, de todo, salvo de la mujer espigada y de rasgos finos, tez bruñida y grandes ojos oscuros, algo tristes, que le devolvía el espejo. ¡Urania! vaya ocurrencia.
No me convertí en un aficionado de Vargas Llosa, pero sí leí otro par de sus novelas. Tiempo después Peter, un amigo, me recomendó Conversación en la Catedral. Me aseguró que era una obra maestra. Busqué esa novela en la feria del libro de ese año y cuando la encontré leí la contraportada. Traía una frase del autor. Si mal no recuerdo decía lo siguiente: Si tuviera que salvar solo una de mis obras de las llamas de un incendio, salvaría esta.
Esa frase lapidaria, sumada a lo que me había dicho Peter, me convenció de que debía comprarla, y la empecé a leer al día siguiente. Desafortunadamente no me gustó y me costó mucho trabajo terminar esa lectura, incluso creo que me obligué a hacerlo. Me sentía tonto por no disfrutarla, con todo lo que decían sobre ella. Imagino que si la hubiera comenzado ahora, no habría dudado ni un segundo en dejarla, en fin.
Siempre que muere un escritor, pienso que sería bueno leer una de sus novelas a manera de homenaje, pero eso casi nunca ocurre debido a mi forma errática de seleccionar qué libros voy a leer. Vamos a ver si lo logro cumplir con Vargas Llosa.
Esa persona no era aficionada a la lectura, pero alguna vez había leído La fiesta del Chivo de Vargas Llosa, así que decidió regalarme ese libro.
Debo darle las gracias, porque esa novela fue mi puerta de entrada a la obra del escritor peruano. Tiene un comienzo que me encanta y que, de vez en cuando, vuelvo a leer:
Urania. No le habían hecho un favor sus padres; su nombre daba la idea de un planeta, de un mineral, de todo, salvo de la mujer espigada y de rasgos finos, tez bruñida y grandes ojos oscuros, algo tristes, que le devolvía el espejo. ¡Urania! vaya ocurrencia.
No me convertí en un aficionado de Vargas Llosa, pero sí leí otro par de sus novelas. Tiempo después Peter, un amigo, me recomendó Conversación en la Catedral. Me aseguró que era una obra maestra. Busqué esa novela en la feria del libro de ese año y cuando la encontré leí la contraportada. Traía una frase del autor. Si mal no recuerdo decía lo siguiente: Si tuviera que salvar solo una de mis obras de las llamas de un incendio, salvaría esta.
Esa frase lapidaria, sumada a lo que me había dicho Peter, me convenció de que debía comprarla, y la empecé a leer al día siguiente. Desafortunadamente no me gustó y me costó mucho trabajo terminar esa lectura, incluso creo que me obligué a hacerlo. Me sentía tonto por no disfrutarla, con todo lo que decían sobre ella. Imagino que si la hubiera comenzado ahora, no habría dudado ni un segundo en dejarla, en fin.
Siempre que muere un escritor, pienso que sería bueno leer una de sus novelas a manera de homenaje, pero eso casi nunca ocurre debido a mi forma errática de seleccionar qué libros voy a leer. Vamos a ver si lo logro cumplir con Vargas Llosa.
viernes, 11 de abril de 2025
Escribir ligero
Me siento frente al computador a eso de las 10 de la noche, decidido a escribir algo. Al menos unas 300 palabras.
Prendo la pantalla, listo para teclear, y aparece un cansancio milenario con forma de excusa: mejor me tiro en la cama a hacer scroll en redes sociales.
Entonces decido algo: hoy no voy a escribir, ¿y qué?
Con esa decisión en mente, todavía no me voy a la cama. Abro el correo y me encuentro con el Substack de una escritora que escribe ligero, es decir, parece que le encuentra tema a todo. Leo los primeros párrafos y me agrada cómo narra su cotidianidad de forma sencilla (nunca simple). Ojalá nunca se me acabara el tema y pudiera escribir tan ligero como ella, pienso.
Mando al carajo el cansancio y me pongo a escribir esto, sin rumbo fijo, hasta que recuerdo algo que me llamó la atención de Objetos perdidos, la novela que estoy leyendo.
La protagonista es una mujer a la que le apasiona bailar y se cuestiona esa pasión. Le ha invertido años a la profesión de bailarina, pero sabe que no destaca entre muchas otras personas que se dedican a lo mismo. Es una más del montón y no tiene un don innato para el baile.
Entonces se pregunta si es posible dejar de perseguir una pasión. Al final concluye que lo más probable es que no, que no le queda más remedio que seguir bailando cada día porque ese es su destino.
Relacioné eso con mi gusto por la escritura. Porque, al igual que la protagonista, puede que no sea especial y que muchos otros escriben mejor que yo, pero ¿qué importa eso?
No me queda otra opción que mandar al carajo la pereza y escribir un día sí y el otro también.
304 palabras, ¿cómo la vieron?
Prendo la pantalla, listo para teclear, y aparece un cansancio milenario con forma de excusa: mejor me tiro en la cama a hacer scroll en redes sociales.
Entonces decido algo: hoy no voy a escribir, ¿y qué?
Con esa decisión en mente, todavía no me voy a la cama. Abro el correo y me encuentro con el Substack de una escritora que escribe ligero, es decir, parece que le encuentra tema a todo. Leo los primeros párrafos y me agrada cómo narra su cotidianidad de forma sencilla (nunca simple). Ojalá nunca se me acabara el tema y pudiera escribir tan ligero como ella, pienso.
Mando al carajo el cansancio y me pongo a escribir esto, sin rumbo fijo, hasta que recuerdo algo que me llamó la atención de Objetos perdidos, la novela que estoy leyendo.
La protagonista es una mujer a la que le apasiona bailar y se cuestiona esa pasión. Le ha invertido años a la profesión de bailarina, pero sabe que no destaca entre muchas otras personas que se dedican a lo mismo. Es una más del montón y no tiene un don innato para el baile.
Entonces se pregunta si es posible dejar de perseguir una pasión. Al final concluye que lo más probable es que no, que no le queda más remedio que seguir bailando cada día porque ese es su destino.
Relacioné eso con mi gusto por la escritura. Porque, al igual que la protagonista, puede que no sea especial y que muchos otros escriben mejor que yo, pero ¿qué importa eso?
No me queda otra opción que mandar al carajo la pereza y escribir un día sí y el otro también.
304 palabras, ¿cómo la vieron?
jueves, 10 de abril de 2025
La nota
Ese día volvió a ponerse la chaqueta de pana. Hacía meses que no la tocaba; vivía olvidada en un rincón del armario, y él casi siempre agarraba lo primero que encontraba a la mano.
Minutos más tarde, como de costumbre, al bus en el que se subió no le cabía ni una persona más. Poco a poco, metiendo un codazo por aquí, un empujón por allá, logró ubicarse en la mitad.
Dedicó gran parte del trayecto a mirar a otros pasajeros, en especial a la mujer sentada frente a él, que se estaba pintando la cara. Pensó que tenía cierta conexión mental con el chofer: ella dejaba de aplicarse el delineador justo antes de cada frenada. Le pareció una operación de extrema precisión y años de práctica.
En un momento, la mujer subió la mirada, y él alcanzó a desviar la suya. Justo entonces alguien le pasaba las monedas del pasaje de un hombre que acababa de subir por la puerta de atrás.
Cuando las entregó a otro pasajero, notó que la mujer ya había guardado el maquillaje en la cartera. Entonces metió una mano en uno de los bolsillos exteriores de la chaqueta y encontró un papel doblado en dos.
Se aferró con la otra mano al tubo del bus mientras lo desdoblaba. Al leerlo, vio un mensaje escrito con su caligrafía: no confíes en el hombre del abrigo azul.
Le pareció un sinsentido. Intentó recordar la última vez que se había puesto la chaqueta. Recordó utilizarla para una fiesta en casa de su amiga Carlota, la primavera pasada, pero no el momento en que escribió la nota. Al acercarse a su paradero, volvió a guardar el papel. Más tarde lo vuelvo a mirar a ver si recuerdo algo, pensó.
Cuando llegó a la puerta de atrás, luego de otros empujones, un tipo con abrigo azul también iba a bajarse. El hombre lo miró y le sonrió.
Aunque nunca ha creído en señales, se bajó en el siguiente paradero.
Minutos más tarde, como de costumbre, al bus en el que se subió no le cabía ni una persona más. Poco a poco, metiendo un codazo por aquí, un empujón por allá, logró ubicarse en la mitad.
Dedicó gran parte del trayecto a mirar a otros pasajeros, en especial a la mujer sentada frente a él, que se estaba pintando la cara. Pensó que tenía cierta conexión mental con el chofer: ella dejaba de aplicarse el delineador justo antes de cada frenada. Le pareció una operación de extrema precisión y años de práctica.
En un momento, la mujer subió la mirada, y él alcanzó a desviar la suya. Justo entonces alguien le pasaba las monedas del pasaje de un hombre que acababa de subir por la puerta de atrás.
Cuando las entregó a otro pasajero, notó que la mujer ya había guardado el maquillaje en la cartera. Entonces metió una mano en uno de los bolsillos exteriores de la chaqueta y encontró un papel doblado en dos.
Se aferró con la otra mano al tubo del bus mientras lo desdoblaba. Al leerlo, vio un mensaje escrito con su caligrafía: no confíes en el hombre del abrigo azul.
Le pareció un sinsentido. Intentó recordar la última vez que se había puesto la chaqueta. Recordó utilizarla para una fiesta en casa de su amiga Carlota, la primavera pasada, pero no el momento en que escribió la nota. Al acercarse a su paradero, volvió a guardar el papel. Más tarde lo vuelvo a mirar a ver si recuerdo algo, pensó.
Cuando llegó a la puerta de atrás, luego de otros empujones, un tipo con abrigo azul también iba a bajarse. El hombre lo miró y le sonrió.
Aunque nunca ha creído en señales, se bajó en el siguiente paradero.
miércoles, 9 de abril de 2025
Título
El nombre de esta entrada tiene que ver con que me siento en el escritorio con la mente en blanco. Podría dedicar unos minutos a ver qué se me ocurre, pero no quiero malgastarlos, pue dentro de 21 minutos tengo una reunión.
Lo de la mente en blanco es solo un decir, porque en realidad en ella siempre hay algo: recuerdos, imágenes, palabras, lo que sea. ¿Acaso no? O, si no son esas cosas, llegan estímulos que las provocan.
Ahora, por ejemplo, suena una guadañadora a lo lejos. Afuera hace sol, los pájaros no dejan de trinar, y alguien —no sé qué tan cerca o lejos— está viendo el partido entre el Barcelona y el Borussia Dortmund a todo volumen. He escuchado cómo el locutor grita los goles como si de eso dependiera su vida. Me gusta esa pasión con la que narra.
Imagino que la única forma de tener la mente en blanco es cuando uno muere o cae en coma. De resto, siempre está pasando algo en ella. Y si no estamos pendientes de lo que sucede alrededor, nos instalamos en el pasado o en el futuro como si nada.
Sea como sea, por eso escribí título como título de esta entrada: para ver qué se me ocurría. Y lo que se me ocurrió fue esto. ¿Mucho? ¿Poco? No sé. Pero fue lo que se apareció en mi “mente en blanco”.
Suelo darle título a las entradas de mi blog cuando ya están terminadas, pero esta comenzó al revés. Hablando de mente en blanco, en la mía y a 12 minutos de comenzar la reunión, acaba de aparecer un pensamiento: prepárese un un café.
A veces tengo buenas ideas.
Lo de la mente en blanco es solo un decir, porque en realidad en ella siempre hay algo: recuerdos, imágenes, palabras, lo que sea. ¿Acaso no? O, si no son esas cosas, llegan estímulos que las provocan.
Ahora, por ejemplo, suena una guadañadora a lo lejos. Afuera hace sol, los pájaros no dejan de trinar, y alguien —no sé qué tan cerca o lejos— está viendo el partido entre el Barcelona y el Borussia Dortmund a todo volumen. He escuchado cómo el locutor grita los goles como si de eso dependiera su vida. Me gusta esa pasión con la que narra.
Imagino que la única forma de tener la mente en blanco es cuando uno muere o cae en coma. De resto, siempre está pasando algo en ella. Y si no estamos pendientes de lo que sucede alrededor, nos instalamos en el pasado o en el futuro como si nada.
Sea como sea, por eso escribí título como título de esta entrada: para ver qué se me ocurría. Y lo que se me ocurrió fue esto. ¿Mucho? ¿Poco? No sé. Pero fue lo que se apareció en mi “mente en blanco”.
Suelo darle título a las entradas de mi blog cuando ya están terminadas, pero esta comenzó al revés. Hablando de mente en blanco, en la mía y a 12 minutos de comenzar la reunión, acaba de aparecer un pensamiento: prepárese un un café.
A veces tengo buenas ideas.
martes, 8 de abril de 2025
Una palabra fuera de lugar
El despertador no sonó y Marcela salió tarde de la casa para el trabajo. La verdad es que sí sonó, pero decidió hacer pereza en la cama y la apagó tres veces; por eso se autengañó. No soportaba la idea de pasar un día más en esa oficina, con un montón de personas que fingían ser sus amigos y un trabajo que, sentía, le drenaba la vida
Ese día una ligera llovizna caía sobre la ciudad y eso incrementó su mal humor, pues tuvo que salir de su casa sin desayunar. Sabía que cuando eso pasaba, la probabilidad de que le diera dolor de cabeza era más alta.
Necesitaba un café, así que se bajó del bus a tres cuadras de su oficina, en una calle con varias cafeterías. No le importó el hecho de que fuera a llegar más tarde al trabajo, incluso pensó que era lo mejor para sus compañeros de oficina, porque sabía cómo podía actuar, si no introducía algo de cafeína a su organismo. Cada quién con su veneno, pensó, mientras se sentaba en una mesa de la terraza de Tacita Feliz, el primer local que vio.
Una mesera muy flaca, que llevaba un delantal naranja que le quedaba grande, se le acercó con una libreta y un esfero en la mano.
“Buenos días, ¿qué va a ordenar?”, le pregunto la mujer.
“Un tinto grande bien cargado, por favor”, respondió ella.
Entonces aspiró el olor del pan recién horneado. En ese momento decidió que un mojicón sería el mejor acompañamiento para su bebida y también pidió uno.
Mientras tanto, la canción que salía de sus audífonos era Dissident, de Pearl Jam. Cuando la mesera dio media vuelta para ir a traer su orden, Eddie Vedder cantaba: Always home, but so far away, like a word misplaced.
Así se sentía a veces, como una palabra que no encontraba su lugar. La mesera llegó con un pocillo grande que humeaba. Marcela sonrió cuando le dio el primer sorbo.
Se lo tomó rápido sin importarle que la bebida le quemara un poco la lengua, y se metió casi medio mojicón en la boca. Ahora Vedder cantaba: she couldn't hold No, she folded. y ahí con Vedder y el tinto como guardianes de su futuro tomó una decisión: iba a renunciar.
Ese día una ligera llovizna caía sobre la ciudad y eso incrementó su mal humor, pues tuvo que salir de su casa sin desayunar. Sabía que cuando eso pasaba, la probabilidad de que le diera dolor de cabeza era más alta.
Necesitaba un café, así que se bajó del bus a tres cuadras de su oficina, en una calle con varias cafeterías. No le importó el hecho de que fuera a llegar más tarde al trabajo, incluso pensó que era lo mejor para sus compañeros de oficina, porque sabía cómo podía actuar, si no introducía algo de cafeína a su organismo. Cada quién con su veneno, pensó, mientras se sentaba en una mesa de la terraza de Tacita Feliz, el primer local que vio.
Una mesera muy flaca, que llevaba un delantal naranja que le quedaba grande, se le acercó con una libreta y un esfero en la mano.
“Buenos días, ¿qué va a ordenar?”, le pregunto la mujer.
“Un tinto grande bien cargado, por favor”, respondió ella.
Entonces aspiró el olor del pan recién horneado. En ese momento decidió que un mojicón sería el mejor acompañamiento para su bebida y también pidió uno.
Mientras tanto, la canción que salía de sus audífonos era Dissident, de Pearl Jam. Cuando la mesera dio media vuelta para ir a traer su orden, Eddie Vedder cantaba: Always home, but so far away, like a word misplaced.
Así se sentía a veces, como una palabra que no encontraba su lugar. La mesera llegó con un pocillo grande que humeaba. Marcela sonrió cuando le dio el primer sorbo.
Se lo tomó rápido sin importarle que la bebida le quemara un poco la lengua, y se metió casi medio mojicón en la boca. Ahora Vedder cantaba: she couldn't hold No, she folded. y ahí con Vedder y el tinto como guardianes de su futuro tomó una decisión: iba a renunciar.
lunes, 7 de abril de 2025
Pasado y presente
Escribo lo siguiente: Cuando despierto solo recuerdo esa escena: yo, ahí, tendido en el suelo dejando caer mi brazo por la boca del hueco, mientras papá grita. “Gabriel, hijo, ayúdame”, una y otra vez. La sensación de angustia fue tal…
El personaje se despierta en el presente, pero hacia el final del párrafo lo anclo al pasado.
Muchas veces, cuando escribo, suelo enredarme con los tiempos verbales. Si empiezo con el presente, el pasado intenta colarse a cada rato y solo caigo en cuenta de ello cuando edito.
Me gusta escribir en el tiempo presente porque ayuda a vivir lo que se narra de primera mano en tiempo real. Además es solo uno y ya está, no como el tiempo pasado con sus pretéritos perfecto, indefinido, imperfecto, anterior y pluscuamperfecto. El pasado, parece, no es lo uno ni lo otro, ni perfecto ni imperfecto. De ahí, imagino que enrede tanto la cabeza.
Otra cosa buena de narrar en presente es que no hay que recurrir a los flashbacks, que pueden ser muy buenos para darle bases a la historia que se narra, pero que la ralentizan y si se abusa de ellos o se utilizan mal, en ocasiones la vuelve aburridora.
Debe ser por eso que todo el mundo se la pasa diciendo que es bueno vivir en el presente. Es más fácil, o bien más directo, decir yo amo, que he amado, amé, amaba o había amado. Parece que el verbo, y las acciones que conlleva, es más susceptible a otras interpretaciones cuando está en pasado. De ahí, imagino, que los gringos no se compliquen con darle niveles al amor y solo existe el I love you, a diferencia del español con su te quiero o te amo.
El personaje se despierta en el presente, pero hacia el final del párrafo lo anclo al pasado.
Muchas veces, cuando escribo, suelo enredarme con los tiempos verbales. Si empiezo con el presente, el pasado intenta colarse a cada rato y solo caigo en cuenta de ello cuando edito.
Me gusta escribir en el tiempo presente porque ayuda a vivir lo que se narra de primera mano en tiempo real. Además es solo uno y ya está, no como el tiempo pasado con sus pretéritos perfecto, indefinido, imperfecto, anterior y pluscuamperfecto. El pasado, parece, no es lo uno ni lo otro, ni perfecto ni imperfecto. De ahí, imagino que enrede tanto la cabeza.
Otra cosa buena de narrar en presente es que no hay que recurrir a los flashbacks, que pueden ser muy buenos para darle bases a la historia que se narra, pero que la ralentizan y si se abusa de ellos o se utilizan mal, en ocasiones la vuelve aburridora.
Debe ser por eso que todo el mundo se la pasa diciendo que es bueno vivir en el presente. Es más fácil, o bien más directo, decir yo amo, que he amado, amé, amaba o había amado. Parece que el verbo, y las acciones que conlleva, es más susceptible a otras interpretaciones cuando está en pasado. De ahí, imagino, que los gringos no se compliquen con darle niveles al amor y solo existe el I love you, a diferencia del español con su te quiero o te amo.
viernes, 4 de abril de 2025
Mississippi
Escribo.
Pocas veces logro el estado de concentración profundo en el que me encuentro. Disfruto del momento, estoy presente, como dicen los místicos. Me regodeo en ese estado idóneo, me diluyo en él, en fin, creo que me entienden.
Las palabras salen de mis dedos una detrás de otra… o más bien, una delante de otra, como si nada. Mis manos son como metralletas que las disparan.
De repente, el maldito ringtone del celular me saca de ese estado. ¿Por qué no está en silencio?, me pregunto. Miro quién osa interrumpir mi momento de escritura y la pantalla del celular muestra que es una llamada desde Mississippi. La cuelgo y maldigo al idiota que me está intentando estafar.
Mi hermana siempre me pelea porque me gusta andar con el celular en silencio. Le explico que me molestan las pocas notificaciones que tengo activadas. ¿Y qué tal que sea algo urgente?, contraataca. Las personas utilizan ese ángulo de la urgencia cuando uno muestra poco interés de estar conectado con la realidad.
La verdad, nunca me ha pasado eso. Nunca ha pasado que alguien no me encuentre o me busque con urgencia para hacerlo.
Sea como sea, pongo el celular en silencio e intento ingresar de nuevo a ese territorio de escritura en el que me encontraba hace un momento. Antes de hacerlo, pienso en la palabra Mississippi, qué cantidad de ies, eses y pes.
Por un breve instante imagino a un niño gringo en una competición de deletrear palabras, y esa es la que le dan: spell Mississippi for us. El niño, claro está, se pone nervioso. Se restriega las manos llenas de sudor sobre el pantalón y comienza, pero ya sabe que le va a faltar o va a decir una consonante o vocal de más.
Qué desgracia de palabra.
Pocas veces logro el estado de concentración profundo en el que me encuentro. Disfruto del momento, estoy presente, como dicen los místicos. Me regodeo en ese estado idóneo, me diluyo en él, en fin, creo que me entienden.
Las palabras salen de mis dedos una detrás de otra… o más bien, una delante de otra, como si nada. Mis manos son como metralletas que las disparan.
De repente, el maldito ringtone del celular me saca de ese estado. ¿Por qué no está en silencio?, me pregunto. Miro quién osa interrumpir mi momento de escritura y la pantalla del celular muestra que es una llamada desde Mississippi. La cuelgo y maldigo al idiota que me está intentando estafar.
Mi hermana siempre me pelea porque me gusta andar con el celular en silencio. Le explico que me molestan las pocas notificaciones que tengo activadas. ¿Y qué tal que sea algo urgente?, contraataca. Las personas utilizan ese ángulo de la urgencia cuando uno muestra poco interés de estar conectado con la realidad.
La verdad, nunca me ha pasado eso. Nunca ha pasado que alguien no me encuentre o me busque con urgencia para hacerlo.
Sea como sea, pongo el celular en silencio e intento ingresar de nuevo a ese territorio de escritura en el que me encontraba hace un momento. Antes de hacerlo, pienso en la palabra Mississippi, qué cantidad de ies, eses y pes.
Por un breve instante imagino a un niño gringo en una competición de deletrear palabras, y esa es la que le dan: spell Mississippi for us. El niño, claro está, se pone nervioso. Se restriega las manos llenas de sudor sobre el pantalón y comienza, pero ya sabe que le va a faltar o va a decir una consonante o vocal de más.
Qué desgracia de palabra.
miércoles, 2 de abril de 2025
El ocaso de un gladiador
Salgo a hacer una vuelta, la termino antes de tiempo y me voy a un café a leer un rato. Luego de hacer el pedido en la barra, me siento y paso un buen rato acomodando el Kindle, buscando la posición más cómoda para leer. Sé que apenas empiece, cambiaré de postura: cruzaré la pierna, me inclinaré sobre la mesa, me recostaré en la silla, descruzare la pierna para cruzar la otra, en fin, soy de esos lectores que nunca encuentran la posición óptima, como muchos otros.
Al poco tiempo, un viejo y un hombre cercano a los sesenta se sientan en la mesa de al lado. Uno lleva pantaloneta y chaqueta deportiva; el otro, boina y chaleco a cuadros.
Como están tan cerca, es imposible no enterarse de que son padre e hijo. El segundo recalca que la tía Gladys no puede enterarse de lo que acaba de contarle. El padre asiente y promete que no dirá nada. El hijo repite la advertencia. Parece temer que, por la edad, su padre olvide la promesa y termine charlando con la tía sobre el tema. De repente, el viejo cambia de tema por completo y empieza a hablar de fútbol colombiano, como si el chisme de la tía Gladys se hubiera desvanecido en su cabeza.
Luego, una mujer mayor se acerca a saludarlo. El viejo se pone de pie con dificultad y le da un híbrido entre abrazo y apretón de manos. La mujer se va, pero al instante regresa, esta vez empujando a su esposo en una silla de ruedas. No sabemos dónde lo había dejado parqueado.
“¡Máximo, qué tal!”, grita el viejo.
“Bien, ¿y tú?”
“Jodido, pero ahí vamos”, responde con una franqueza algo cruel para el entusiasmo y estado del otro.
En menos de dos minutos intercambian frases cordiales y hablan de un conocido en común. Luego se despiden.
Cuando ya están lejos, el padre le dice al hijo:
“Yo estudié con Máximo en el colegio. Era tremendo jugador de baloncesto”.
El hijo asiente, pero no responde. Tal vez se pregunta si su padre olvidará el secreto que le contó, o si ya lo ha olvidado.
Al poco tiempo, un viejo y un hombre cercano a los sesenta se sientan en la mesa de al lado. Uno lleva pantaloneta y chaqueta deportiva; el otro, boina y chaleco a cuadros.
Como están tan cerca, es imposible no enterarse de que son padre e hijo. El segundo recalca que la tía Gladys no puede enterarse de lo que acaba de contarle. El padre asiente y promete que no dirá nada. El hijo repite la advertencia. Parece temer que, por la edad, su padre olvide la promesa y termine charlando con la tía sobre el tema. De repente, el viejo cambia de tema por completo y empieza a hablar de fútbol colombiano, como si el chisme de la tía Gladys se hubiera desvanecido en su cabeza.
Luego, una mujer mayor se acerca a saludarlo. El viejo se pone de pie con dificultad y le da un híbrido entre abrazo y apretón de manos. La mujer se va, pero al instante regresa, esta vez empujando a su esposo en una silla de ruedas. No sabemos dónde lo había dejado parqueado.
“¡Máximo, qué tal!”, grita el viejo.
“Bien, ¿y tú?”
“Jodido, pero ahí vamos”, responde con una franqueza algo cruel para el entusiasmo y estado del otro.
En menos de dos minutos intercambian frases cordiales y hablan de un conocido en común. Luego se despiden.
Cuando ya están lejos, el padre le dice al hijo:
“Yo estudié con Máximo en el colegio. Era tremendo jugador de baloncesto”.
El hijo asiente, pero no responde. Tal vez se pregunta si su padre olvidará el secreto que le contó, o si ya lo ha olvidado.
martes, 1 de abril de 2025
Sobre el destino y otros temas
Veo la presentación del cantante Benson Boone en los grammy. Es un showman completo. No sabía que él cantaba Beautiful Things, ni siquiera conocía el nombre de la canción, y siempre me pregunté cómo alguien podía cantar tan agudo y con tanta potencia..
Mi hermana me contó que dejó de participar en American Idol para perseguir una carrera musical por su cuenta. Al poco tiempo de dejar el programa firmó con una disquera y lo logró.
Pero eso es lo de menos. Lo que realmente me interesa es que en la audición del programa comentó que tenía 18 años y que comenzó a cantar a los 17. También dijo que no sabía que contaba con esa habilidad y que no tiene idea cómo surgió.
Imaginemos eso, tan solo un año de práctica le bastó para tener el nivel de cualquier cantante profesional. Pienso entonces en los miles de Bensons Boone que existen en la tierra. Hombres y mujeres que estudian música o que llevan años cantando y estudiando piano, pero que no lo han logrado.
Imagino que algunos, los más mayores, le tienen rabia y que sus pares contemporáneos lo admiran.
Pienso en todo este rollo, porque me pregunto: ¿Las personas están destinadas a ser algo? ¿Estaba Boone destinado a ser una estrella musical, mientras que los otros que lo intentaron solo serían espectadores, amateurs de por vida o acabarían en cualquier otra profesión?
Las respuestas, claro, no las tengo, pero me parece extraño. Esto me lleva a pensar en la escritura. Rosa Montero comenzó a escribir desde los 8 años y Piedad Bonnett cuenta que desde joven pensó lo siguiente: “El caso es que en alguna parte de mí se aposentó la idea de que lo que yo quería en la vida era escribir con la misma intensidad y hondura que Dostoievski.”
Estaban destinadas ambas mujeres a convertirse en escritoras, independientemente de sus actos. Lo mismo con Boone, ¿sí o sí debía convertirse en músico así hubiera trabajado en una gasolinera como Eddie Vedder?
La vida son preguntas.
Mi hermana me contó que dejó de participar en American Idol para perseguir una carrera musical por su cuenta. Al poco tiempo de dejar el programa firmó con una disquera y lo logró.
Pero eso es lo de menos. Lo que realmente me interesa es que en la audición del programa comentó que tenía 18 años y que comenzó a cantar a los 17. También dijo que no sabía que contaba con esa habilidad y que no tiene idea cómo surgió.
Imaginemos eso, tan solo un año de práctica le bastó para tener el nivel de cualquier cantante profesional. Pienso entonces en los miles de Bensons Boone que existen en la tierra. Hombres y mujeres que estudian música o que llevan años cantando y estudiando piano, pero que no lo han logrado.
Imagino que algunos, los más mayores, le tienen rabia y que sus pares contemporáneos lo admiran.
Pienso en todo este rollo, porque me pregunto: ¿Las personas están destinadas a ser algo? ¿Estaba Boone destinado a ser una estrella musical, mientras que los otros que lo intentaron solo serían espectadores, amateurs de por vida o acabarían en cualquier otra profesión?
Las respuestas, claro, no las tengo, pero me parece extraño. Esto me lleva a pensar en la escritura. Rosa Montero comenzó a escribir desde los 8 años y Piedad Bonnett cuenta que desde joven pensó lo siguiente: “El caso es que en alguna parte de mí se aposentó la idea de que lo que yo quería en la vida era escribir con la misma intensidad y hondura que Dostoievski.”
Estaban destinadas ambas mujeres a convertirse en escritoras, independientemente de sus actos. Lo mismo con Boone, ¿sí o sí debía convertirse en músico así hubiera trabajado en una gasolinera como Eddie Vedder?
La vida son preguntas.
lunes, 31 de marzo de 2025
A ratos perdidos
Sábado.
Camino con mi hermana por un centro comercial. Cuando vamos a pasar de largo una librería, me pregunta: “¿No quieres ver libros?”
Le menciono que hace poco me compré dos digitales, pero al final cedo a su oferta-pregunta y respondo: “Bueno, está bien”.
Ya en la librería, comienzo a hojear los estantes de forma desinteresada, como dándole a entender a los libros que, por más que vea alguno que me llame la atención, no voy a llevar ninguno.
Gravito hacia uno que se llama A ratos perdidos 5 y 6. Cuando lo abro para leer las primeras páginas, me doy cuenta de que es un diario, uno de mis géneros, si se le puede llamar así, favoritos. Su autor es Rafael Chirbes.
Leo la primera entrada de un ocho de enero. Chirbes habla sobre la lectura de una novela. Hasta ahí, nada raro, una entrada de diario como cualquier otra. Pero luego me encuentro con esta frase:
"Llevo despierto desde las seis de la mañana, leyéndome esta novela insalvable, que destapa mis limitaciones como escritor. Cabeza vacía y mano torpe, que se suman a una pérdida de referentes, a este no tener nada en la cabeza que me tortura."
¿Cómo no identificarse con esa frase? Chirbes describe ese estado de no escritura que tantas veces me atormenta. Luego se pregunta:
"¿Cómo puede uno querer ser escritor si no tiene nada que decir?"
Más adelante, dice que detecta precisión en el lenguaje en lo que acaba de leer, algo que siente que él no tiene. Concluye que leer a ese autor es como un detector que saca a la luz sus carencias.
Nunca había oído hablar de Chirbes. Visitar librerías deja la sensación de que uno es un ignorante que no ha leído nada. Al llegar a casa, me entero de que fue un escritor y crítico literario español.
Camino con mi hermana por un centro comercial. Cuando vamos a pasar de largo una librería, me pregunta: “¿No quieres ver libros?”
Le menciono que hace poco me compré dos digitales, pero al final cedo a su oferta-pregunta y respondo: “Bueno, está bien”.
Ya en la librería, comienzo a hojear los estantes de forma desinteresada, como dándole a entender a los libros que, por más que vea alguno que me llame la atención, no voy a llevar ninguno.
Gravito hacia uno que se llama A ratos perdidos 5 y 6. Cuando lo abro para leer las primeras páginas, me doy cuenta de que es un diario, uno de mis géneros, si se le puede llamar así, favoritos. Su autor es Rafael Chirbes.
Leo la primera entrada de un ocho de enero. Chirbes habla sobre la lectura de una novela. Hasta ahí, nada raro, una entrada de diario como cualquier otra. Pero luego me encuentro con esta frase:
"Llevo despierto desde las seis de la mañana, leyéndome esta novela insalvable, que destapa mis limitaciones como escritor. Cabeza vacía y mano torpe, que se suman a una pérdida de referentes, a este no tener nada en la cabeza que me tortura."
¿Cómo no identificarse con esa frase? Chirbes describe ese estado de no escritura que tantas veces me atormenta. Luego se pregunta:
"¿Cómo puede uno querer ser escritor si no tiene nada que decir?"
Más adelante, dice que detecta precisión en el lenguaje en lo que acaba de leer, algo que siente que él no tiene. Concluye que leer a ese autor es como un detector que saca a la luz sus carencias.
Nunca había oído hablar de Chirbes. Visitar librerías deja la sensación de que uno es un ignorante que no ha leído nada. Al llegar a casa, me entero de que fue un escritor y crítico literario español.
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