La palabra viene del latín hiātus y significa una interrupción o separación espacial o temporal. Podría decirse que un hiato es una fisura en el tiempo.
Fisura, pienso, suena a rompimiento a dejar de ser.
Una vez, cuando tenía 17 años, salí del tiempo por 17 días. Dejé de ser, pues caí en un estado de inconsciencia —coma por barbitúricos, para ser precisos—. Ese fue el mayor interrogante de mi existencia. Diecisiete días borrados de un solo tajo. La guadaña pasó cerca.
¿Qué fue de mí en esas dos semanas y un poco más? No lo sé. No recuerdo nada ni vi un túnel de luz, o seres queridos pidiéndome que me reuniera con ellos o que no fuera tan imbécil de dejarme morir. Solo recuerdo que un día desperté en una habitación de hospital con muchas luces de color blanco.
Luego de eso he tenido otros hiatos que también han tenido que ver con mi cabeza, debidos a temporadas de migrañas. A veces, los dolores son tan fuertes y frecuentes que también fisuran mi existencia. Cuando los experimento dejo de ser persona por un par de meses, y me convierto en un bulto que solo toma pastillas y que se echa en la cama a quejarse de lo desgraciada que es su vida.
Pienso en todo esto porque hace unos meses mi padre, que acaba de cumplir 90 años, perdió momentáneamente la visión en un ojo. Al cabo de unos minutos la recuperó y la vida siguió su curso. Luego de consultar con los médicos, nos dijeron que era posible que hubiera sufrido un ACV (Accidente Cerebrovascular) pequeño, y que eso había producido esa ceguera temporal, ese hiato ocular si es que el término aplica.
Nos recomendaron vigilarlo. Estar pendientes por si se le dificulta hablar, entender o si empieza a decir incongruencias, en otras palabras por si sufría un hiato de la realidad, lo que es un síntoma claro de un ACV grave en proceso.
Al final parece que uno va de un hiato al otro como si nada y tarde o temprano llega a ese último hiato, el definitivo, el que rompe la vida.
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