Hace unos años escribí un cuento de un francotirador croata que, en mi humilde opinión, ha sido uno de los mejores que he escrito.
En una de las escenas el soldado tiene en la mira a un niño que lleva un abrigo largo y una mochila en su espalda.
El segundo camina por la plaza Sebilj y se detiene a recoger una flor que está en el piso. Apenas ese personaje entra en escena cuento: “El abrigo roza el suelo con cada paso que da el niño”.
La imagen del abrigo la saqué de una novela de Vargas Llosa en la que se describe a una mujer: “Un vestido del mismo color de su piel, que besaba el suelo y la obligaba a dar unos pasitos cortos, unos saltitos de grillo.”
Cuando leo suelo pescar ese tipo de imágenes potentes que, me parece, describen mucho en pocas palabras. Cuando las encuentro, las leo y las releo porque me gusta mucho encontrarme con esos aciertos narrativos.
Imagino que no hay ideas 100% originales y que, como dice la escritora Sara Jaramillo Klinkert, en la escritura todo ya está inventado, de ahí que lo importante sea tomar diferentes pedacitos de aquí y de allá, para crear algo propio.
Hace poco me pasó algo similar con otro cuento en el que una mujer habla con un médico sobre su madre enferma. La mujer le pregunta al hombre que cuántos días le quedan, y el hombre, de forma pausada, le responde que en esos casos no tiene sentido hablar de un número, sino tratar de entender que más allá de eso, se trata de una dirección de viaje, un movimiento en el tiempo, un viaje de puntillas hacia un punto de inflexión.
Esa idea la saqué de un libro de historias de una doctora especializada en cuidados paliativos.