Son las 11 de la mañana y el sol se derrama con furia sobre el pavimento, como si quisiera acabar con todo. El sol del fin del mundo, pienso.
Me dirijo hacía un café mientras visualizó un capuchino con una porción de torta selva negra, chocolate, vino, red velvet, la que sea, y mi boca comienza a salivar. Cuando estoy a cierta distancia del lugar me parece que no lo han abierto. Desvío la mirada rápido y pienso que no es así, que miré mal o mi vista falló. Segundos después cuando estoy enfrente del local me doy cuenta de que era cierto: no han abierto. El dueño del café se llama David, un hombre de aspecto bonachón que siempre lleva una boina y chaleco a cuadros Por sus vestimenta parece que se equivocó de época, pues la suya debe ser los años 40. Mi teoría es que David tiene mucho dinero producto de una herencia familiar y tener el café es solo un pasatiempo, una manera de gastar las horas del día. Por eso se da el lujo de abrir tarde e incluso hay días en que no abre su negocio. Envidio su estilo de vida.
Y ahora qué, me pregunto. Decido ir a un centro comercial cercano que tiene un café, pero que tampoco es seguro encontrarlo abierto. Cuando llego al lugar desde lejos veo un aviso de neón con una taza de café que índica que el sitio está abierto.
Me acerco al mostrador y le pido un capuchino a la cajera. Le pregunto qué tiene para acompañarlo que esté fresco y le recalco que es de suma importancia que no me mienta. La mujer sonríe, baja la mirada hacia el mostrador, la vuelve a dirigir hacia mí y responde: “En este momento lo único que tenemos es galletas”. Me decanto por dos de Coco y la mujer dice que ya mismo me lleva el pedido a la mesa.
Al poco rato llega con la orden, y apenas deja los platos sobre la mesa, le doy un sorbo al capuchino y sabe bien. Pienso qué estará haciendo David en estos momentos, si apenas se está levantando de la cama o si sigue dormido.
También pienso en lo fácil que resulta traicionar un negocio si no está disponible en el momento en que lo necesitamos. En ese preciso momento los parlantes del local dejan escuchar una guitarra suave y al instante una voz ronca la acompaña: Amanecer con él a mi costado no es igual que estar contigo. Suena hacer el amor con otro de Alejandra Guzmán.
viernes, 10 de enero de 2025
jueves, 9 de enero de 2025
Mejores amigos
Sabrina siempre presentaba a Marcos como su mejor amigo. Si se lo presentaba a un familiar que él no conocía, no tenía problema alguno en decir: “Te presento a mi mejor amigo”. Mejor amigo, ¿que querrá decir eso?, se preguntaba Marcos, mientras se sentía un poco incómodo al escuchar esa palabras, como si tuviera que actuar, de acuerdo al título, de una manera que desconocía.
Imaginaba que consistía en ser leal, estar ahí si ella lo necesitaba, escucharla, acompañarla a planes, y ese tipo de cosas. No es tan complicado ser mejor amigo, solía decirse cada vez que escuchaba la frase.
No eran uña y mugre, es decir, no se la pasaban de arriba para abajo todos los días y a veces duraban meses sin hablarse, pero cuando volvían a verse, después de largas temporadas en las que cada uno se ausentaba de la vida del otro, parecía que se hubieran visto el día anterior, así que se ponían al día en los temas que consideraban necesarios y él, creía, se seguía siendo ese mejor amigo.
Así había funcionado su amistad siempre, fluía de forma sencilla y sin complicaciones, digamos, o algún tipo de exclusividad. La forma en que se trataban se regía bajo el dictamen de Borges: “La amistad puede prescindir de la frecuencia o de la frecuentación.”
Ahora, Marcos no entiende porque Sabrina dejó de hablarle. Ha intentado contactarla, pero no coge el teléfono ni le devuelve las llamadas.
Supone que ella consiguió otro mejor amigo, o un novio en su defecto, y que al haber perdido ese puesto significa que incluso el simple título de amigo o conocido pende de un hilo, si es que todavía puede catalogarse de alguna de esas dos maneras.
Marcos piensa que la gente, esa masa amorfa de la cual hace parte, es extraña y que nunca, por más que queramos, terminamos de conocer a las personas.
También cree que no tiene que echarle tanta tiza al asunto, sino convencerse de que las amistades, por más sólidas que parezcan, se pueden acabar de un día para otro, y que si le preguntan por qué dejó de verse con Sabrina, porque sí es la mejor respuesta que puede dar.
No eran uña y mugre, es decir, no se la pasaban de arriba para abajo todos los días y a veces duraban meses sin hablarse, pero cuando volvían a verse, después de largas temporadas en las que cada uno se ausentaba de la vida del otro, parecía que se hubieran visto el día anterior, así que se ponían al día en los temas que consideraban necesarios y él, creía, se seguía siendo ese mejor amigo.
Así había funcionado su amistad siempre, fluía de forma sencilla y sin complicaciones, digamos, o algún tipo de exclusividad. La forma en que se trataban se regía bajo el dictamen de Borges: “La amistad puede prescindir de la frecuencia o de la frecuentación.”
Ahora, Marcos no entiende porque Sabrina dejó de hablarle. Ha intentado contactarla, pero no coge el teléfono ni le devuelve las llamadas.
Supone que ella consiguió otro mejor amigo, o un novio en su defecto, y que al haber perdido ese puesto significa que incluso el simple título de amigo o conocido pende de un hilo, si es que todavía puede catalogarse de alguna de esas dos maneras.
Marcos piensa que la gente, esa masa amorfa de la cual hace parte, es extraña y que nunca, por más que queramos, terminamos de conocer a las personas.
También cree que no tiene que echarle tanta tiza al asunto, sino convencerse de que las amistades, por más sólidas que parezcan, se pueden acabar de un día para otro, y que si le preguntan por qué dejó de verse con Sabrina, porque sí es la mejor respuesta que puede dar.
miércoles, 8 de enero de 2025
Laura, la soñadora
Laura estudió derecho con un amigo. No eran muy cercanos, pero por algún motivo se habían conocido. Mi amigo me contó sobre ella y me dijo que me la iba a presentar porque a ella también le gustaba leer. Él tenía fe de que nos enredáramos solo por el hecho de que a ambos nos gustaba leer.
Ya no recuerdo bien como hablamos por primera vez, si fue en una salida en conjunto con mi amigo o él me pasó su teléfono; el caso fue que un día la llamé y quedamos en ir a tomar cerveza y comer algo. De ahí en adelante ese siempre sería nuestro plan: comer, casi siempre era sushi, y luego ir a un pub, pedir un par de jarras de cerveza y hablar hasta que nuestros temas de conversación se agotaran.
Hablábamos de libros, autores preferidos y de nuestras familias y nuestros sueños o metas por cumplir. También sobre su gusto por la escritura: años atrás Laura había tenido un blog en el que escribía todos sus sueños de forma detallada. Me contó que no tenía problema en recordar lo que soñaba a no ser de que se acostara muy cansada. Le dije que quería leer alguna de sus entradas, pero me respondió que ya había cerrado ese espacio virtual y que no había vuelto a escribir nada.
Me acordé de ella, porque leí lo siguiente en una novela: “Solía deslizar el dedo por los lomos hasta que alguno me llamaba la atención por su color, su forma o el sonido del título. Entonces lo abría y leía el último párrafo”.
Laura tenía un ritual algo similar y es que siempre que comenzaba a leer un libro, lo primero que hacía era ir al final para leer última palabra de la novela”. Le pregunté que por qué lo hacía y me dijo que por ninguna razón en particular, sino que era algo que se le había ocurrido hacer una vez y que luego se le volvió costumbre.
Por Laura conocí a Bolaño. Ella había leído los Detectives Salvajes y me contó que le había gustado mucho esa novela. Un día, antes de encontrarme con ella, pase por una librería y pregunté por ese libro, pero del escritor chileno solo tenían 2666. Era una edición costosa, en pasta dura, que me llevé a la ciega sin ni siquiera leer un párrafo de forma aleatoria. Fue una novela que me costó muchísimo terminar de leer porque los capítulos me parecieron eternos. Todavía sigo sin leer los Detectives Salvajes.
Después de un par de citas con ella, traté de convencerme de que me gustaba y también de intentar algo con ella más allá de una amistad, pero luego de un par de insinuaciones vi que no había interés alguno de su parte. Luego nuestras salidas se comenzaron a espaciar hasta que dejamos de vernos.
Hablábamos de libros, autores preferidos y de nuestras familias y nuestros sueños o metas por cumplir. También sobre su gusto por la escritura: años atrás Laura había tenido un blog en el que escribía todos sus sueños de forma detallada. Me contó que no tenía problema en recordar lo que soñaba a no ser de que se acostara muy cansada. Le dije que quería leer alguna de sus entradas, pero me respondió que ya había cerrado ese espacio virtual y que no había vuelto a escribir nada.
Me acordé de ella, porque leí lo siguiente en una novela: “Solía deslizar el dedo por los lomos hasta que alguno me llamaba la atención por su color, su forma o el sonido del título. Entonces lo abría y leía el último párrafo”.
Laura tenía un ritual algo similar y es que siempre que comenzaba a leer un libro, lo primero que hacía era ir al final para leer última palabra de la novela”. Le pregunté que por qué lo hacía y me dijo que por ninguna razón en particular, sino que era algo que se le había ocurrido hacer una vez y que luego se le volvió costumbre.
Por Laura conocí a Bolaño. Ella había leído los Detectives Salvajes y me contó que le había gustado mucho esa novela. Un día, antes de encontrarme con ella, pase por una librería y pregunté por ese libro, pero del escritor chileno solo tenían 2666. Era una edición costosa, en pasta dura, que me llevé a la ciega sin ni siquiera leer un párrafo de forma aleatoria. Fue una novela que me costó muchísimo terminar de leer porque los capítulos me parecieron eternos. Todavía sigo sin leer los Detectives Salvajes.
Después de un par de citas con ella, traté de convencerme de que me gustaba y también de intentar algo con ella más allá de una amistad, pero luego de un par de insinuaciones vi que no había interés alguno de su parte. Luego nuestras salidas se comenzaron a espaciar hasta que dejamos de vernos.
martes, 7 de enero de 2025
Horror loci
Hace unos días en la entrada Taza de café hablaba, de una u otra forma, sobre cómo un cambio de residencia puede generar sensaciones de desarraigo.
Hace poco, leyendo el Substack de la escritora Beatriz Serrano, me encontré con el término horror Loci, que considero más apropiado para esa sensación que, a pesar de que ha menguado, aún experimento de forma fugaz.
Una investigadora cuenta que en el siglo I a. C. los romanos sufrían de horror loci, que se puede traducir como: asco por el lugar. Dice la mujer que viajaban con frecuencia al campo porque se aburrían de la ciudad para luego aburrirse del campo y volver a la ciudad, y caían en ese bucle incesante.
¿Y qué? pues lo mismo de siempre que uno nunca termina de estar satisfecho, y se piensa que siempre hace falta algo: una persona, un lugar, un trabajo, lo que sea. Qué agotador resulta vivir de esa manera, ¿acaso no?
Hablando de más, parece que Anaïs Nin no sufría de horror loci. En una entrada del volumen 5 de sus diarios, cuenta lo siguiente cuando estaba en Acapulco. Lo dejo en inglés porque si lo traduzco pierde mucha fuerza:
“I have attained a state of being which is effortless, a flowing journey”
De eso imagino, se debe tratar en parte la vida, de ser como una corriente de agua que se va metiendo por cualquier recoveco, sin preguntarse si el camino tomado fue una buena o mala elección.
Hace poco, leyendo el Substack de la escritora Beatriz Serrano, me encontré con el término horror Loci, que considero más apropiado para esa sensación que, a pesar de que ha menguado, aún experimento de forma fugaz.
Una investigadora cuenta que en el siglo I a. C. los romanos sufrían de horror loci, que se puede traducir como: asco por el lugar. Dice la mujer que viajaban con frecuencia al campo porque se aburrían de la ciudad para luego aburrirse del campo y volver a la ciudad, y caían en ese bucle incesante.
¿Y qué? pues lo mismo de siempre que uno nunca termina de estar satisfecho, y se piensa que siempre hace falta algo: una persona, un lugar, un trabajo, lo que sea. Qué agotador resulta vivir de esa manera, ¿acaso no?
Hablando de más, parece que Anaïs Nin no sufría de horror loci. En una entrada del volumen 5 de sus diarios, cuenta lo siguiente cuando estaba en Acapulco. Lo dejo en inglés porque si lo traduzco pierde mucha fuerza:
“I have attained a state of being which is effortless, a flowing journey”
De eso imagino, se debe tratar en parte la vida, de ser como una corriente de agua que se va metiendo por cualquier recoveco, sin preguntarse si el camino tomado fue una buena o mala elección.
lunes, 6 de enero de 2025
Una pregunta para Margaret Atwood
En enero de 2020 fue la última vez que asistí al Hay festival de Cartagena, justo antes de que empezara la locura del Covid. Me imagino que el virus ya estaba en la ciudad por la cantidad de extranjeros que la visitan, pero todos andábamos tranquilos porque era una cosa lejana, un problema de los chinos, en fin, que me desvío del tema.
Ese año la figura principal del festival fue la escritora canadiense Margaret Atwood. Su charla tuvo lugar en el centro de convenciones y cuando el lugar estaba lleno, antes de que ella subiera al escenario, varias mujeres, a modo de performance, ingresaron al auditorio vestidas con el disfraz del Cuento de la Criada: vestidos largos de color rojo más una cofia blanca.
Al final de la charla alguien le preguntó si su novela los Testamentos era una continuación del Cuento de la Criada. La escritora respondió que no, porque el personaje de Offred, la protagonista del Cuento de la Criada, no podía ser el mismo que había escrito en un principio, pues de alguna forma este había cambiado y evolucionado y que por eso no consideraba esa novela como una continuación.
Desde que inició la ronda de preguntas yo levanté la mano, y mientras la escritora respondía las dudas de las personas, traduje mi pregunta al inglés en mi cabeza para no hacerme un ocho al momento de formularla. Después de un par de minutos, creí tenerla lista. Solo necesitaba que el moderador me diera la palabra, pero el hombre decidió ignorarme y le dio la palabra a una mujer hizo una pregunta de unos 10 minutos, llena de opiniones personales, y que copó todo el tiempo restante de la ronda de preguntas.
Mi pregunta, tengo claro, no era nada del otro mundo. Solo quería saber si de las novelas que ha escrito, el Cuento de la Criada es la que más le gusta o que si otra es su favorita.
Días antes había investigado qué novelas de esa autora se deberían leer y por todos lados me salía que el Asesino Ciego es una obra de arte. Finalmente me quedé sin saber cuál es su novela favorita y me compré el Asesino Ciego a la ciega, valga la redundancia, pero no me gustó y abandoné esa lectura después de un par de días de haberla comenzado.
De todos modos, aunque Atwood me hubiera dicho que otra novela es su favorita, eso no garantiza que me hubiera gustado.
Ese año la figura principal del festival fue la escritora canadiense Margaret Atwood. Su charla tuvo lugar en el centro de convenciones y cuando el lugar estaba lleno, antes de que ella subiera al escenario, varias mujeres, a modo de performance, ingresaron al auditorio vestidas con el disfraz del Cuento de la Criada: vestidos largos de color rojo más una cofia blanca.
Al final de la charla alguien le preguntó si su novela los Testamentos era una continuación del Cuento de la Criada. La escritora respondió que no, porque el personaje de Offred, la protagonista del Cuento de la Criada, no podía ser el mismo que había escrito en un principio, pues de alguna forma este había cambiado y evolucionado y que por eso no consideraba esa novela como una continuación.
Desde que inició la ronda de preguntas yo levanté la mano, y mientras la escritora respondía las dudas de las personas, traduje mi pregunta al inglés en mi cabeza para no hacerme un ocho al momento de formularla. Después de un par de minutos, creí tenerla lista. Solo necesitaba que el moderador me diera la palabra, pero el hombre decidió ignorarme y le dio la palabra a una mujer hizo una pregunta de unos 10 minutos, llena de opiniones personales, y que copó todo el tiempo restante de la ronda de preguntas.
Mi pregunta, tengo claro, no era nada del otro mundo. Solo quería saber si de las novelas que ha escrito, el Cuento de la Criada es la que más le gusta o que si otra es su favorita.
Días antes había investigado qué novelas de esa autora se deberían leer y por todos lados me salía que el Asesino Ciego es una obra de arte. Finalmente me quedé sin saber cuál es su novela favorita y me compré el Asesino Ciego a la ciega, valga la redundancia, pero no me gustó y abandoné esa lectura después de un par de días de haberla comenzado.
De todos modos, aunque Atwood me hubiera dicho que otra novela es su favorita, eso no garantiza que me hubiera gustado.
viernes, 3 de enero de 2025
Día muerto
1 de enero de 2025.
El primer día del año siempre me ha parecido un día muerto, un día para quedarse en la cama y solo pararse para ir a la cocina a servirse los restos de la comida de fin de año, si es que hubo alguna. Un día en el que pesa saber que la fecha que acaba de pasar no era tan importante como creíamos sino otro día más del calendario, y que la rueda de la rutina está a punto de comenzar a girar de nuevo.
Pero este parece ser un día muerto diferente, o al menos eso indica la mano de mujer que reposa sobre mi pecho. Eso es lo primero que siento apenas entreabro los ojos. Sus dedos son largos y están coronados por uñas pintadas de un color rojo intenso. segundos después, cuando me acostumbro a la luz de la mañana que entra a la habitación por un gran ventanal ubicado al frente de la cama, la miro de reojo para ver si es Pamela, una vieja amiga y la única mujer que, se me ocurre, se prestaría para este plan en un día muerto.
No, no es ella. levanto la sábana para ver si mi piel presenta algún corte. No, estoy completo o al menos eso parece, pero cómo saberlo, ¿cómo saber si aún se conservan los dos riñones? No lo sé. El día, imagino lo dirá.
Afuera, desde la calle o un apartamento cercano, llega la letra de un vallenato, acompañado de voces y risas, los restos de una fiesta: Los caminos de la vida no son como yo pensaba, como los imaginaba, no son como yo creía. Nada es como uno cree, pienso mientras mi pecho se infla de aire y se desocupa, aún con la mano de la extraña encima de él.
Veo mi ropa tirada en la esquina del cuarto que puedo ver desde la posición en la que me encuentro e intento recordar la forma desesperada en la que me la he quitado antes de meterme a la cama con esta mujer.
Los caminos de la vida, vuelvo a pensar y me deslizo fuera de la cama, con cuidado de no despertar a la mujer. Me visto en cámara lenta y salgo de esta habitación que no logro ubicar en mi memoria.
Vaya manera de despertar en un día muerto.
El primer día del año siempre me ha parecido un día muerto, un día para quedarse en la cama y solo pararse para ir a la cocina a servirse los restos de la comida de fin de año, si es que hubo alguna. Un día en el que pesa saber que la fecha que acaba de pasar no era tan importante como creíamos sino otro día más del calendario, y que la rueda de la rutina está a punto de comenzar a girar de nuevo.
Pero este parece ser un día muerto diferente, o al menos eso indica la mano de mujer que reposa sobre mi pecho. Eso es lo primero que siento apenas entreabro los ojos. Sus dedos son largos y están coronados por uñas pintadas de un color rojo intenso. segundos después, cuando me acostumbro a la luz de la mañana que entra a la habitación por un gran ventanal ubicado al frente de la cama, la miro de reojo para ver si es Pamela, una vieja amiga y la única mujer que, se me ocurre, se prestaría para este plan en un día muerto.
No, no es ella. levanto la sábana para ver si mi piel presenta algún corte. No, estoy completo o al menos eso parece, pero cómo saberlo, ¿cómo saber si aún se conservan los dos riñones? No lo sé. El día, imagino lo dirá.
Afuera, desde la calle o un apartamento cercano, llega la letra de un vallenato, acompañado de voces y risas, los restos de una fiesta: Los caminos de la vida no son como yo pensaba, como los imaginaba, no son como yo creía. Nada es como uno cree, pienso mientras mi pecho se infla de aire y se desocupa, aún con la mano de la extraña encima de él.
Veo mi ropa tirada en la esquina del cuarto que puedo ver desde la posición en la que me encuentro e intento recordar la forma desesperada en la que me la he quitado antes de meterme a la cama con esta mujer.
Los caminos de la vida, vuelvo a pensar y me deslizo fuera de la cama, con cuidado de no despertar a la mujer. Me visto en cámara lenta y salgo de esta habitación que no logro ubicar en mi memoria.
Vaya manera de despertar en un día muerto.
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