lunes, 25 de noviembre de 2024

Taza de café

Me refiero al objeto, no a la bebida. Tengo varias tazas, pero desde hace un tiempo no me sentía a gusto con ninguna. No sé, pienso que para disfrutar el café —ya sea el de la mañana, el de mediodía o el de la tarde, el que sea—, la taza que se utiliza juega un papel importante.

Hay tazas que no están a la altura de la experiencia, o que simplemente no combinan con uno. Ayer, en un centro comercial, entré a una tienda de Casa Ideas. Mientras caminaba distraídamente por los pasillos, me topé con la sección de mugs. Los observé con detenimiento, sin ninguna intención de compra, hasta que vi una taza de café, de color azul marino con una franja roja en la base. Escogí al azar una de las muchas que había de ese modelo. Allí, mientras la sostenía en mis manos, pensé: "Esta es mi tacita de café."

Hoy, cuando me levanté por la mañana, había olvidado por completo la compra y solo la recordé hasta que me puse a hacer el café. Luego, al echarle el chorrito de leche para combinarlo con el café y darle el primer sorbo, supe que había seleccionado la taza adecuada.

Quizá esa sensación extraña de sentirme tan a gusto con una taza que seguro han comprado más personas tiene que ver con una sensación de desarraigo a medias que experimento desde que cambié de residencia. Atrás dejé la taza que usaba. Digo "a medias" Porque, en estos momentos, ando entre dos lugares.  Soy morador de ambos, sin pertenecer completamente a ninguno.  

jueves, 21 de noviembre de 2024

Razones para desconfiar de sus vecinos y otros temas

Me bajo del taxi malgeniado. Parece que llevara la fuerza del fin del mundo dentro de mí. Imagino que mi estado de ánimo hace que se me suba la presión arterial y eso se traduce en un molesto dolor que me comienza a martillar el lado derecho de la cabeza. Dicho estado potencia mi mal genio y caigo en una especie de ciclo: a mayor mal genio mayor dolor de cabeza.

Mi destino es la librería Lerner, porque ya voy en el último capítulo de Aranjuez, el libro que, se supone, había comprado para el viaje. Voy en búsqueda de Razones para desconfiar de sus vecinos de Luis Noriega. Cuando me obsesiono por un libro no descanso hasta conseguirlo. Hace mucho lo había visto, pero lo había relegado a algún rincón oscuro de mi cerebro.

Chévere escribir un libro sobre los habitantes de un edificio, pensé en estos días, y al momento me respondí: un momento, ese libro ya existe. Después de un par de búsquedas en internet di con su título el cuál ya había olvidado por completo.

La noche anterior había revisado la página web de la librería y esta decía que quedaba una copia disponible.

Apenas pongo un pie dentro de la librería mi nivel de rabia solo ha disminuido una raya, y poco a poco el dolor de cabeza se quiere comer una porción de mi cerebro. Comienzo a pasearme por los pasillos, hojear libros y me pregunto: ¿Qué tal que otra persona que está en la librería también esté buscando el libro de Noriega, y mientras yo me distraigo con otro libros me lo quite? No señor, primero debo averiguar si todavía lo tienen y ya con el libro en la mano me puedo dedicar al fino arte de hojear libros. Justo en ese momento pasa a mi lado una mujer que trabaja en la librería, la miró fijo a los ojos y le pregunto por el libro. Ella lo busca en el sistema y me dice: “Sí, nos queda una copia, acompáñeme”.

La sigo por los pasillos de la librería casi pisándole los talones, hasta que llegamos a la sección de literatura colombiana. Ella comienza a buscarlo repitiendo el apellido del autor a modo de mantra, hasta que lo ubica y me lo pasa. Luego de un escueto gracias de mi parte, la mujer se esfuma.

Del dolor de cabeza y esa rabia filosa que llevaba ya no quedan casi ni rastros. Me aventuro a pensar que estar rodeado de libros es algo que tiene un efecto curativo.

En tu cara imbécil, pienso acerca de esa otra persona, hombre o mujer que también busca el libro de Noriega, mientras comienzo a hojear libros y a leer sus contraportadas y uno que otro párrafo al azar. Estoy en esa tarea cuando me encuentro con Los renglones torcidos de Dios, un libro que vi ayer en internet mientras buscaba información sobre el de Noriega. A modo de autoengaño pienso que ese encuentro fortuito es una especie de señal del destino, la vida, Dios, lo que sea y también decido comprarlo.

Cuando abandono la librería ya no tengo rabia ni dolor de cabeza. 

lunes, 18 de noviembre de 2024

Frases que me gustaría escribir

Estoy inscrito a muchas Newsletters. En la mayoría de los emails que me llegan me ofrecen todo tipo de servicios o productos. No sé por qué no me elimino de algunas de esas listas de correo, si me la paso borrando mails que ni siquiera abro.

Por eso me gustan mucho esas Newsletters que no tienen un único fin comercial sino que se concentran en contar cosas. Una de ellas es la de la escritora Juliana Muñoz.

Ella tiene un estilo muy lírico que, creo, está más allá de mis habilidades de escritura, bien sea porque me hace falta leer poesía, más novelas o simplemente porque no cuento con esa sensibilidad que tienen los poetas. No lo sé, pero siento que tiendo a escribir más directo, es decir, contar lo que veo y ya está. Millás dice que escribir consiste en ser capaz de ver lo que tienes delante de las narices.

El escritor español también cuenta que Decir lo que se dice, que a primera vista puede parecer sencillo, requiere una precisión de microcirugía casi imposible de lograr, pues donde menos esperas salta la metáfora.

Sea como sea, Juliana habla sobre su hijo en la última carta, y escribió una frase que me pareció perfecta: A veces, cuando te tengo alzado, siento una corriente tibia que se vierte por mi brazo. Luego me doy cuenta de que es tu mano. Tienes piel de agua.

¿Cómo hace uno para escribir de esa manera? ¿Cómo sonar de esa forma sin ser meloso o caer en cursilerías? que alguien me lo diga. Lo que me inquieta es que estoy casi seguro de que Juliana está tan compenetrada con su estilo y su lirismo, que son frases que teclean sus dedos como si nada. Frases sinceras en las que no busca sonar inteligente. Frases que me gustaría escribir.

viernes, 15 de noviembre de 2024

Aranjuez

Me gusta escribir, pero entonces llega ese momento, justo como ahora, en el que siento ganas de hacerlo, pero ningún tema concreto ronda mi mente, así que empiezo a teclear lo que salga, y lo que salió fue esto.

Comienzo este segundo párrafo perdido, entonces se me ocurre hablarles de Aranjuez, la novela de Gilmer Mesa.

Me paseo por los pasillos de una librería porque busco un regalo para P, una amiga. Regalar libros, pienso, es bien difícil porque dar en la vena del gusto lector de alguien es muy complicado, por el simple hecho de que dos personas nunca van a interpretar un libro de la misma manera.

Sea como sea, pienso que Lecciones de Química es una novela que le puede gustar. La pregunto y me cuentan que ya no les quedan copias. Voy por mi segunda opción: Cómo maté a mi padre. Lo tengo en mente porque fue un libro que disfruté, pero ya sabemos que esa razón no es una de peso.  Si pienso en él es porque hace poco P. me compartió una columna de su autora. Te comparto este artículo que me encantó, me escribió por Whatsapp, así que me aventuro a pensar que esa novela le puede gustar.

Ahí sigo, paseando por la librería. Mientras hojeo libros que me llaman la atención entablo una conversación con mí mismo:

—Vamos a comprar un libro para el viaje.
—¿Pero no cree que todavía tiene demasiados sin leer?
—Demasiados libros es una frase sin sentido para mí.
—¿Y qué me dice de todos esos que descargo en su kindle?
—Quiero comprar un libro y punto. Además, está claro que comprar libros es una actividad completamente independiente a leerlos, y en las últimas semanas no me he podido enganchar con ninguno, ¿acaso no lo recuerda?
—Usted verá.
—Pues sí, yo veré. Que esté muy bien.
—Lo mismo.

Justo cuando doy por finalizada la conversación, tengo a Aranjuez en mis manos. Lo comienzo a leer y los primeros párrafos me saben bien. Paso páginas hasta más o menos la mitad del libro y también leo otro párrafo que me agrada.

Dictaminó que el estilo de Mesa es sincero. Nada mejor que estos textos que no pretenden grandeza, ni están cargados de un lirismo exagerado. Más tarde, cuando me voy a acostar, veo el libro en la mesa de noche y aunque lo compré para leer en el viaje, me zampo el primer capítulo sin ningún remordimiento.

—¿No lo había comprado para el viaje?
—Se supone, pero creo que lo voy a acabar antes, ni modo, ¿cierto? Será comprarme otro libro ¿Qué se le va a hacer?

martes, 12 de noviembre de 2024

11/12

Ayer vi muchas publicaciones de personas que hablaban sobre la importancia de la fecha. Al ser el día 11 del mes 11, decían estas personas que se abría un portal o yo no sé qué vaina y era un buen día para manifestar cosas, signifique lo que eso signifique.

Me gustaría ser tan místico y creyente como ellos, pero la verdad es que tiendo hacia el escepticismo. Como dice la escritora Sara Jaramillo Klinkert: “Me gustaría creer en la astrología. Engañarme. Pensar que la locura del mundo se debe, por ejemplo, a la conjunción de determinados planetas. Mercurio retrógrado.”

El punto, si lo hay, es que ese portal energético de ayer invitaba a soltar aquello que ya no nos sirve y abrazar un nuevo comienzo.

Uno de los rituales para esa fecha consiste en conseguir papel, algo para escribir, una vela negra que simboliza la eliminación de la negatividad o una morada que tiene que ver con transformación y renovación espiritual, y un recipiente para quemar el papel.

Yo, claro, no realicé ese ni ningún otro ritual. Hoy a las 2.43 a.m me despertó un dolor de cabeza de los cojones. ¿Será que estoy entrando a una nueva temporada de dolores de cabeza? pensé, y también pensé sobre el 11/11 y que no había hecho ni un carajo con respecto a esa fecha. Tal vez habría podido practicar un ritual para visualizar un futuro sin dolores de cabeza o qué sé yo.

Me levanté a oscuras, con cuidado de no meterle un patadón a una pata de la cama, busqué una pastilla que me zampé con un trago largo de agua y me recosté de nuevo.

No sé cuánto tiempo me quedé mirando la oscuridad, la nada, esperando a que la pastilla hiciera efecto y el dolor de cabeza amainara. En ese instante me acordé de la narradora de Malas posturas, el cuento de Lina María Parra:

Aunque sepa lo que son, aunque sepa que si espero se me van quitar, 
cada vez que me da una migraña pienso que la única solución es la muerte.

Todo esto para lanzar dos preguntas: ¿Existe algún ritual para el 11/12 que sirva para resarcir la no práctica de alguno de ellos en la fecha madre, el 11/11?  ¿Quedará algún resquicio de ese portal por el que mis deseos se puedan colar?

domingo, 10 de noviembre de 2024

Territorios

Así se llama el cuento que escribí. Son seis hojitas que ya van en su cuarta versión y que leo a cada rato para agregarle o quitarle una palabra, o para cambiarle la puntuación a uno de los pensamientos de la protagonista, pues la narración tiene muy pocos diálogos. Por defecto, casi siempre tiendo hacia el monólogo interior y cuando quiero que la voz sea de otro tipo, necesito ser muy consciente al momento de escribir.

Me gusta cuando eso pasa, es decir, cuando una historia y sus personajes se meten en mi cabeza y me susurran nuevas líneas o ideas para que el cuento tenga más sentido. Hoy, cuando me levanté y me puse a calentar agua para preparar un café, lo leí de nuevo en mí celular. Fue una lectura fragmentada mientras preparaba una mezcla para hacer pancakes.

Cuando iba por la mitad de la historia seguí de largo con la lectura y el Pancake que estaba cocinando se quemó por uno de sus lados. Ahí me tocó apagar el celular y concentrarme en el desayuno.

Luego, en la mesa y cuando terminé de desayunar, seguí con la lectura y me di cuenta de unas inconsistencias en las transiciones de los pensamientos de Helena, la protagonista, a la acción de la historia, que transcurre entre la sala de espera de un aeropuerto y un avión. Como estaba lejos del computador, tomé capturas de pantalla y me las envié al Whatsapp, para editar esos segmentos luego.

En la tarde, cuando me senté a hacerle los cambios al cuento, no vi por ningún lado los errores que creí ver en la mañana. Eso  refuerza mi teoría de que los escritos van reorganizando sus palabras por sí solos y por eso se deben soltar en algún momento. Caso contrario uno puede quedarse editándolos hasta la eternidad.

viernes, 8 de noviembre de 2024

película floja

Hace rato no me engancho con ninguna serie. Ayer me propuse ver algo en televisión, lo que fuera, y di con una película de zombies.

Ocurría en españa y el protagonista, un hombre de barba poblada, decide quedarse solo en su casa, a pesar de que su hermana le dijo que se fuera con ella y su familia a las islas canarias, pues su esposo trabaja con el ejército y los iban a reubicar allá con todas las comodidades del caso.

El hombre no deja de intercambiar mensajes con su hermana, y le dice que va a buscar la manera de llegar al lugar en el que ella se encuentra con su familia, pero al final hace lo que le da la gana y se queda solo en compañía de su gato y, claro, se le acaba la comida y debe salir a buscarla.

Como era de esperarse debe enfrentarse con uno que otro zombie. Además de eso como si el conflicto no fuera ya suficiente, los guionistas decidieron meter en la historia a unos malhechores rusos que iban en un barco y que se encuentran al hombre de barba cuando este intenta escapar en un bote por un río o lago.

Uno de los rusos habla inglés y es el que sirve de intérprete con el capitán del barco. En una de sus conversaciones le preguntan a qué se dedica, y el hombre de barba responde que es abogado. Luego de que el ruso tradujera la respuesta, le cuenta al protagonista que le dijo al capitán que era ingeniero. “A nadie le caen bien los abogados”, concluye.

El hombre de barba entabla una especie de amistad con el ruso, que resulta ser ucraniano. En una de sus conversaciones se entera de que sabe pilotear helicóptero. Le cuenta que él sabe en que lugar de un hospital hay uno, y que si le ayuda a escapar podrían dejar la ciudad y volar hastaa las islas Canarias.

El ruso decide hacerle caso y cuando por fin llegan al hospital se encuentran con un grupo de sobrevivientes, pero para poder llegar al helicóptero deben atravesar un parqueadero repleto de zombies.

Como era de esperarse el conflicto escala porque los rusos del barco llegan al hospital en busca de provisiones.

Para no extenderme, al final el hombre con barba y el ruso logran llegar al helicóptero y luego de tener problemas para prender los motores, la hélices por fin comienzan a girar y despegan. En la última escena cuando ya viajan hacia las islas canarias, recibe una llamada de su hermana: “Hola ya voy para allá”, le cuenta y la respuesta que recibe es la siguiente: “No no vengas para acá”, y ahí se corta la llamada.

Queda claro que los guionistas, además de estar aburridos, no tenían ni idea cómo terminar la película y eligieron ese final flojo. Me sentí como cuando uno lee una historia y utilizan ese truco barato en el que narrador cuenta que todo fue un sueño.

Si dan con esa película no la vean, están advertidos.

lunes, 4 de noviembre de 2024

Después de leer

Escribí esto hace un par de días y lo dejé quieto a ver si se me ocurría algo más o las palabras se reacomodaban por sí solas. Me gusta pensar eso, que cuando uno vuelve a un texto después de un par de días, semanas, meses, incluso años, estos ya han encontrado por sí solos la forma de destrabarse.

12.38 a.m. Termino un capítulo de la novela que leo. Es una de esas lecturas que me hacen sentir liviano. Apenas pongo el separador en la página 168 o la 169, depende si se le mira como el final de un capítulo o el inicio del siguiente; siento un hueco de hambre en el estómago.

No debería tener esa sensación porque me comí un huevito con arroz y un paquete de maduritos de D1 —los mejores— a las 7 de la noche, pero 5 horas, imagino, son suficientes para generar sensación de hambre.

Evalúo si ir a la cocina a ver qué encuentro para picar, pero hace frío y me gana la pereza. Además, hace poco escuché ruidos de casa en la madrugada y como no quiero encontrarme con un ánima que deambula sin rumbo alguno, desisto de la idea.

Recuerdo que tengo un paquete de M&M amarillos—los mejores—, en mi escritorio y decido que voy a engañar al estómago con una de esas pepitas de chocolate.

Por un instante pienso que no debería comerlas porque ya me lavé los dientes, pero no importa, a veces es bueno no hacerse caso.

Cuando encuentro el paquete concluyo que dos es el número adecuado y me las trago casi sin masticarlas.

Los dulces no le hacen ni cosquillas al hambre que siento. Apago la lámpara, cierro los ojos y, parece, me quedo dormido al poco tiempo.