Apenas pusieron la antena parabólica en mi casa me aficioné al Disney Channel. Aparte del amor platónico que sentía por Kelly de Saved by the bell, veía muchas caricaturas.
Recuerdo que a cada rato pasaban programas en los que mostraban tres pequeñas historias con los personajes clásicos: El pato Donald, Mickey, Goofy y, algunas veces, otros.
Un día en el colegio, en clase de español, la profesora nos dijo que escribiéramos un cuento. El día anterior yo había visto una caricatura de unos renos, la cuál ya había visto varias veces y decidí contar esa historia tal cual sin cambiarle nada. Utilicé entonces los mismos personajes, misma trama, etc. y me esforcé en recrearla lo mejor posible en mis palabras.
Me tocó leerlo ante todo el salón y lo hice muy orgullosos, pues tenía el episodio fresco en la mente y sentía que me había quedado bien escrito.
Cuando terminé alguien dijo que había fusilado un episodio de las caricaturas de Disney y, al rato, otros más lo corroboraron. “Malditos, tienen envidia de que me quedó bien escrito” pensé.
Sabía que lo que había hecho no estaba del todo bien y la profesora me dijo lo mismo, que no debía copiarme sino inventarme una historia desde ceros.
Un tiempo después en la misma clase, otra vez nos pidieron escribir un cuento. Era la oportunidad perfecta para redimirme y alejar mi nombre de las garras del plagio. Esa vez escribí una historia sobre un arquero de un equipo de fútbol.
En esa ocasión otro alumno tenía que leer la historia y el que la había escrito debía, más o menos, representarla. Recuerdo que cuando pasé al frente adopté una posición de arquero y, hacía el clímax de mi cuento, me estiré para atrapar un zapato, que hacía sus veces de balón de fútbol.