“O se va el inepto de García o me voy yo”. Ese es el ultimátum que Carrillo le acaba de dar. Las palabras, que le caen como un mal bocado de comida, generan un pulso, un rifirrafe de voluntades.
A su jefe, Carrillo le parece mucho mejor trabajador que García, y poco sabe de las diferencias que existen entre ambos. ¿Qué hacer? “¿Sería lógico echar a García, solo porque Carrillo así lo quiere?”. Concluye que no, que la actitud del segundo es un poco infantil. ¿En qué terminará todo esto?, se pregunta, al tiempo que piensa que le gustaría ser un subalterno más, no tener ningún tipo de mando, sino solo ejecutar órdenes y ya. No entiende muy bien la sed de poder que tenemos los humanos.
Cree que si nos fijáramos bien—pocas veces lo hacemos— todo sería más sencillo, pero siempre miramos hacia donde no es, nos preocupamos por cosas sin sentido, y es ahí, desde ese punto de vista precario que ocupamos, donde surgen los malentendidos.
Está alterado. Siente como el corazón galopa dentro de su pecho. Una corriente de aire le golpea la cabeza y la sensación se acentúa por las gotas de sudor que lleva en la frente. Si pierde su pulso se queda sin vida, y si pierde el otro pulso, el laboral, no sabe bien cuáles serán las consecuencias, pero seguro las habrá.
No entiende por qué en su vida, todo tiene que estar envuelto en esa actitud decadente del pulso: uno con sus familiares, otro con su pareja, uno más con sus amigos, y eso sin contar los personales, los que tiene contra su yo, que son los más fuertes.
Suena el teléfono. Lo contesta y es Carrillo. Le recuerda que ya son las 4:30, y quiere saber si ya tomó una decisión, y a él, ya no le importa perder cualquiera de los pulsos, ¿qué más da?