Cuando hablamos de mi texto, T. dice que se nota a leguas que soy el autor de la pieza, porque casi siempre dejo de lado al narrador y me meto en la mente del personaje principal. "Esa es tu firma Juanma", concluye.
Por defecto siempre caigo en el monologo interior cuando escribo una historia y utilizo ese recurso narrativo sin proponérmelo.
Millás dice que aunque Joyce lo manejó con destreza en Ulises, a él el parecía que estaba demasiado manoseado y gastado; utilizado no siempre con éxito y por eso busco otra vía para narrar su novela Desde la Sombra. La solución que encontró fue que el protagonista imagina que está en un programa de televisión y un locutor lo está entrevistando.
Como se trata de un programa basura, ese locutor escarba las zonas más oscuras y retorcidas del personaje.
No creo que este mal utilizar el monólogo interior si no se abusa de él, pero pienso que de vez en cuando sería bueno forzarme a utilizar otros estilos, acercarme a otras técnicas.
V. dice, por ejemplo, que le gustaría leer algo mío escrito desde el punto de vista de una mujer. C. lo confirma y agrega que debo salir de mi zona de confort.
Supongo que tanto T, como ellas tienen razón.
Me gustaría lanzarme a escribir un texto con esa narración desbocada y llena de voces como la de Saramago, o la que utiliza Laura Restrepo en Delirio, donde a veces hay segmentos que, parece, tiene fallos de punto de vista, pero son una mezcla precisa de narrador omnisciente con diálogos.
Loo que realmente ocurre es que el texto no lleva la puntuación tradicional, y las voces de los personajes van apareciendo. Entonces es tercera persona, con cara de segunda e incluso de primera, pero uno se zampa la lectura como si nada, pues aunque parezca que existen disonancias narrativas, por decirlo de alguna manera, el texto fluye como si nada.
¿La solución?
Escribir, escribir y escribir.
¿La solución?
Escribir, escribir y escribir.