viernes, 31 de agosto de 2018

Equivalencias

Desayuno. No sé porque últimamente hablo tanto acerca de ese momento del día. Debe ser, como ya lo he dicho antes, porque es uno de relativa calma, previo a la avalancha de caos que a veces se nos viene encima, y que desordena nuestros planes como si nada, acabando con nuestra percepción de justicia, divina o la que sea en que creamos. 

Les decía, desayuno. 

A punto de terminar me sobra café y me hace falta pan. Me gustaría estar en capacidad de calcular la cantidad exacta de ambos alimentos al momento de alistar el primero y preparar el segundo, y luego, que aquel momento en el que me introduzco el último trozo de pan en la boca, coincida con el último sorbo de café, pero eso nunca ocurre, bien sea porque los pellizcos que le doy al pan son desiguales, o algunos sorbos de café son más largos que otros; o porque el uno y el otro me saben muy rico y abuso, por decirlo de alguna manera, de cada uno de ellos en un momento determinado. 

Con la comida pasa mucho eso. ¿Quién no, alguna vez en su vida, se ha descachado comiendo hamburguesa y al final la cantidad de pan que le queda es exagerada, al compararla con un minúsculo trozo de carne?, ¿Qué ocurre en esas ocasiones? A esa escena también le podríamos sumar unas manos untadas de salsa o grasa, en fin. 

El café ya está casi frío. Decido ir a sacar más pan. Uno entero sería un exabrupto, me encanta esa palabra, así que corto un pedazo, una cantidad, considero, equivalente a la que me queda de bebida. 

Ya sentado en la mesa, le doy otro sorbo al café y muerdo el trozo de pan sin untarle nada, pues ahora la mantequilla se acabó. La mermelada también está a punto de acabarse pero no concibo untarla sola en él pan; siempre debe ir acompañada de mantequilla, caso contrario sería como bailar merengue solo, que claramente se puede, pero resulta aburridor. Caprichos pendejos que se inventa uno. 

Resulta, entonces, que la actividad de comer es la metáfora perfecta para describir lo desigual que es la vida, su desequilibrio constante, los altos y bajos en los que navegamos todos los días. La comida, su falta o abundancia, me refiero, o mejor, su casual desequilibrio, quizás intente decirnos algo. 

En medio de todo, entre toda la locura e injusticias de la vida, seguimos comiendo.

jueves, 30 de agosto de 2018

Desubicado

No sé cómo llegué acá. Será debido a gajes del oficio, me imagino. El punto es que uno está descansando y de repente comienza a hablar sobre algo, lo que sea, y el punto de vista salta de una primera persona a una tercera como si nada, como si en una narración estuviera bien visto eso. Imagino que algún día enloqueceré, cuando ya me sea difícil manejar tanta información en mí cabeza, si es que tengo una. 

“Bueno, si eso es lo que quieres Gabriela, la verdad no puedo hacer nada. Déjame en paz”, le dijo Ricardo, mientras dejaba caer los brazos hacia los costados. 

Gabriela abandonó el salón con la cabeza gacha. Él alcanzó a escuchar sus sollozos, pero igual dejó que se marchara. "Suficiente tengo con los líos en el trabajo para sumarles una de sus pataletas", pensó . 

No tengo idea quién carajos es Ricardo y por qué está tratando mal a su pareja. Queda claro que me falta información, o mejor, nos falta estimado lector, pues no la he narrado en ningún momento. Me imagino que más adelante se insertará en el texto, cuando al escritor le de la gana, un fogonazo del pasado, un flashback que le va a dejar, a usted, a mí y a todo el que se tropiece con estas letras, todo claro. 

Solo espero que ni se les ocurra utilizarme en segunda persona, esa zona sombría en la que no se distingue bien narrador, lector o personaje; porque ahí sí que todo se va al carajo, o bueno, puede que no, pero no me siento bien en esos zapatos. 

Gabriela está de pie junto a la cama, tiene un cuchillo en la mano y la mirada perdida. Su marido duerme profundamente. 

Ya el personaje de Gabriela está jugado, quizás podría darle un arrebate de culpa, un: “Entonces dejó deslizar el cuchillo por entre sus dedos, y después de que cayó en el piso, se sentó a llorar en el borde de la cama, mientras su marido murmuraba algo entre sueños”

Todo, en mi humilde opinión, depende de qué tan fuerte sean sus motivos, y si algo de lo que he contado le da la suficiente fuerza al personaje para que actúe de la manera en que lo piensa hacer. 

Por el momento ahí sigue callada y sola  en la oscuridad, en una lucha interna que la verdad no le deseo a nadie. De la decisión que tome dependen muchas cosas de esta narración.

miércoles, 29 de agosto de 2018

Algo

Dice la RAE que Algo es un pronombre indefinido neutro que designa una realidad ndeterninada cuya identidad no se conoce o no se especifica. Me parece una definición apropiada para este algo (post).

Llevo escribiendo todo el día. Bueno eso es un decir, digamos que desde las 2 de la tarde. En medio de esa actividad, a eso de las 11:30 p.m. grabe esta entrada con este título para que, ya saben, quedara como si hubiera sido escrita ayer.

Ahora escribo sobre eso, con el simple ánimo de contar algo, pues tengo el cerebro seco, estoy cansado y no pensé, durante todo el día, en ningún tema al que dedicarle unas palabras. De pronto fue que no ocurrió nada digno, como lo de la mujer del andén del día de ayer. 

Me pregunto que más habrá ocurrido con su Eduardo. De pronto hoy son nuevamente una pareja feliz y se van a casar a principios del otro año; fecha que estimo a la wachapanda, léase máldita sea o también a la loca, pues no tengo idea de cuánto es el tiempo que se necesita para preparar una boda, tema que mejor se lo dejamos a los(as) wedding planners

Hablando de la boda de esa mujer y Eduardo, evento que quiero dar como un hecho, tal vez lo mejor, a veces, sería pensar únicamente en cosas buenas, en que todo se va a solucionar o, mejor aún, empecinarnos en creer que todo lo que nos ocurre, independiente de si es catalogado como algo malo por el resto del mundo, pensamos que es bueno. Solo porque sí, porque se no da la gana y ya. Es una teoría que se me ocurre justo en este momento, debida al sueño, supongo, pero que me parece fantástica y sobre la cual, seguro, algún gurú de la superación personal ya escribió un libro, de no ser así espero que me avisen para escribirlo, y  y taparme en billete por la vía del porno motivacional. 

No sé muy bien que he dicho, de pronto hay algo importante y que esconden estás palabras, como dice la trillada frase del principito, eso  de lo esencial y todo ese rollo. ¿Un subtexto?, no creo, o de pronto sí porque todo tiene más capas de las que se ven a primera vista. Quizá este algo le sirva a alguien, incluso al tal Eduardo ese. 

Solo quería contar algo, lo que fuera.

martes, 28 de agosto de 2018

Unas cuantas palabras

Salgo de clase tarde y estoy en el centro. Mientras pido un taxi veo a una mujer con cara de preocupación sentada sobre un sobre un andén; habla por teléfono con picos trágicos en su tono de voz. 

Somos los únicas personas que estamos en la calle, junto con un guardia que lleva un pasamontañas negro y que se pasea con un perro, un Rottweiler sin bozal con cara de pocos amigos, de un lado a otro. 

¿Qué le habrá pasado la mujer? No sé si dará para una historia, lo más probable es que sí, pues por la forma en la que habla y gesticula se nota que hay drama y mucho sentimiento, y si algo nos despierta nuestras emociones, seguro que una historia atraviesa el incidente. 


Me hago el loco y me acerco al andén simulando mirar la dirección de una placa. Ahora veo que la mujer llora. “Eduardo, pero las cosas no deben ser así…” alcanzo a escuchar que le dice al tal Eduardo, el causante, supongo, de su tristeza y desolación, de que esté sentada en un andén, sola, en pleno centro en horas de la noche. 

Todo esto pasa, y digo todo aunque parezca poco, pues los "pocos" de alguien a veces son "muchos" para sus espectadores y viceversa; mientras pienso de donde carajos voy a sacar las 300 palabras que me hacen falta para un artículo de 1500. Lo sé, solo son unas cuantas palabras, pero el texto me ha costado mucho trabajo. 



Si nos fijamos bien, las palabras, las adecuadas digo, siempre nos hacen falta y las que nos sobran son las inadecuadas. A la mujer del andén seguro le hacen falta las palabras necesarias para tener a Eduardo de vuelta en sus brazos o para mandarlo al carajo de una buena vez; a Eduardo también le habrán faltado o sobrado palabras en muchas de las ocasiones que ha hablado con ella. 

No solemos prestarles mucha atención a nuestras palabras, pero son las que conforman la realidad, la de cada una por lo menos, y pueden convertirla en un infierno o un paraíso. 

Ya en el trayecto a casa, el conductor lleva puesta música reggaeton en el radio, pero faltando pocas cuadras cambia el género y pone música de despecho. Las palabras de la canción que escucho me llaman la atención:


“Yo no te odio 
Ni te guardo rencor 

Ni mucho menos amor 

Y con mucho respeto 

te lo diré 
Ya te olvidé 
Ya te saqué 
Y tus recuerdos 
Yo los quemé.” 



De pronto esas son las palabras que buscaba, y que nunca encontró, la mujer del andén. 

sábado, 25 de agosto de 2018

Recibir odio

Cuando llego al edificio el celador me pregunta para cuál apartamento voy. “Para el 302”, le digo. Me mira, quizá con algo de burla en sus ojos, y responde con suficiencia: “Dígame el nombre del inquilino, porque en el 302 no vive nadie”. Se lo doy, y me dice “Ah ya, es el 301” y con el tono de voz subraya el número del apartamento, como para que no se me olvide de camino al ascensor. Luego me pide mí número de cédula y lo anota, con un kilométrico de color azul, en una minuta, que casi no le cabe sobre el escritorio. 

Me pregunto qué harán con esos libros y si de algo sirve anotar el número de las cédulas de todos los visitantes a lo largo del día. Pienso que el único escenario para el que serviría llevar tal registro sería, por ejemplo, si ocurre un asesinato, y si la hora del crimen coincide, más o menos, con la hora en la que uno ingresó. Espero que esta vez no ocurra eso y que mi número de identificación se pierda entre muchos otros, que sea un dato más desprovisto de cualquier significado para las autoridades. 

Más tarde en el 301, porque ya sabemos que la reunión no era en el 302, donde no vive nadie; dato que, supongo, lo haría un lugar perfecto para asesinar a alguien; los que estamos reunidos no nos conocemos entre todos. 

Las amigas de una de una mujer cuentan que a ella le gusta preguntar: “Señor(a), ¿cómo se siente?”, con cierta frecuencia. No es una pregunta que le haga a cualquier persona, sino a algunas que ella tiene identificadas como receptoras de odio. ¿Del odio de quién? Del suyo, del mío, quizás del de todos, estimado lector. 

Uno de esos grupos de personas que, según ella, reciben odio todos los días, quizás uno del peor tipo, pues no es explicito, sino latente, son los celadores, me acuerdo del que acabo de conocer, y de estos existe un grupo especial que son los de las cajas de compensación. 

La mujer cuenta que esos lugares son como fortalezas con diferentes niveles de seguridad en las que uno se encuentra con celadores en cada puerta, quien, como sus otros amigos, solicitan que abramos la maleta, dictemos los últimos cuatro números del serial del computador, firmemos una minuta, etc. órdenes que a veces vienen precedidas por un : “Me colabora con…” mientras uno, en su afán, solo tiene ganas de entrar o largarse del lugar, no sin antes dejar una estela de odio por el camino. 

También existe otro grupo de celadores que reciben mucho odio, y son aquellos que están ubicados en las puertas de los supermercados, con esfero en mano, prestos a rayar las facturas de compra. 

Este tema del odio me recuerda lo que alguien me dijo alguna vez sobre el cáncer. Esa persona sostenía que la enfermedad y su carácter, aparentemente, de lotería, no es más que odio acumulado en el ambiente, que en cierto momento se concentra en una persona.

jueves, 23 de agosto de 2018

Condenado a muerte

El hombre está condenado a muerte y sabe que ya no hay nada que lo salve. Trata de hacerse a la idea de que en media hora su vida se va a acabar o, mejor, alguien la va acabar; que no fue el destino, y uno de sus tantos vericuetos el que se encargo de ponerle un punto final a la narración, sino alguien. “Que desgracia morir de esta manera”, piensa.

Antes de llevarlo al patíbulo le preguntan que si no tiene un último deseo. El hombre alguna vez había pensado acerco de eso, y todo el asunto le parece una farsa, "¿Qué sentido tiene toda esa estupidez del último deseo?”, se pregunta. Piensa en decirles que lo que desea es que lo maten lo más rápido posible, pero sabe que es una mentira. 

El hombre, como la gran mayoría, no quiere morir. Se Imagina entonces viejo, con el pelo totalmente blanco, en una reunión con una gran familia que nunca va a tener: Hijos, nietos, bisnietos; todos sentados a su alrededor en una gran mesa. Celebran su cumpleaños, el numero 103. Al yo de su fantasía se le escurren las lágrimas al ver a toda la familia reunida, celebrando su larga vida.

“¿Tiene alguno?”, la pregunta del guardia lo saca de su ensoñación. El hombre, en ese momento, siente urgencia por contar algo, lo que sea, así que pide una máquina de escribir y unas hojas.

Los guardias ríen, pero al hombre no le importa lo que piensen acerca de su petición, si es ridícula o no, es su último deseo y ojalá no se lo nieguen. Luego de la mofa, le traen una silla y mesa de madera descoloridas y cansadas, y ponen la máquina encima.

El hombre les pide el favor de que le quiten las esposas para poder escribir con libertad. Los guardias consultan por la radio con algún superior si pueden hacer eso.

Luego de un rato liberan sus manos y el hombre, con pasitos cortos, se acerca a la mesa y finalmente se sienta. “¿Qué debo contar?”, es la primera pregunta en la que piensa. El problema, como siempre, es el maldito tiempo, que no para de correr, y del que solo puede disfrutar media hora.

El hombre se queda mirando fijamente la hoja, pero nada se le ocurre, o de lo que se le ocurre nada le interesa. “Bonita hora para sufrir del síndrome de la hoja en blanco”, piensa.

Más que teclear, espicha algunas letras aleatoriamente y con rabia “xgxjkjdjfofnfoifndkdjdhdofnjcn”. Luego escribe: “El guardia que lea esto es un maricón”, pero no quiere irse de este mundo con una broma floja.

Con un movimiento decidido arranca la hoja del rodillo la arruga y la bota lo más lejos posible. Inserta otra y se queda mirándola por un largo rato. Un guardia le dice: “Ya solo le queda cinco minutos”.

“Me pareció que el desayuno de hoy fue uno de los mejores en mi estadía en la cárcel”, cuenta el hombre. La imagen de un café aguado, un huevo duro y un trozo de pan, fue la que le llegó  a su cabeza, y en sus ´últimos minutos de vida, trata de narrar esa breve experiencia de la mejor manera posible.

miércoles, 22 de agosto de 2018

El ritual del limpión de cocina

Preparar el desayuno es uno de los rituales del día que más me agrada. Hay algo, creo, en todos los pasos y/o subrituales que componen ese gran ritual que, digamos, resulta sanador. Debe ser, imagino, que el cerebro lo asocia con un momento zen de presencia plena; algo muy personal y que nos me brinda la oportunidad de estar realmente solo, al mismo tiempo que en paz con mis pensamientos. ¿A alguien más le ocurre eso?, espero que sí.

Sé que no tiene nada del otro mundo, pero el simple hecho de medir el agua, la cantidad de café para que quede en el punto que me gusta, ni muy fuerte, ni muy claro; decidir si utilizar la cafetera italiana o la prensa francesa; prender el fogón, calentar una arepa o un pan en el horno; alistar el huevo y lo que le voy echar, en fin, hacer lo uno y lo otro es algo que me tranquiliza.

En medio del proceso, utilizó el limpión de cocina para secarme las manos o secar la loza que voy a utilizar, actividad que representa el clímax del todo el ritual del desayuno; a ver me explico.

Cuando termino de utilizarlo lo lanzo, a veces con un estilo de basquetbolista, otras muy chambonamente, hacia los ganchitos de la pared donde se cuelgan esos trapos.

Mi ritual es el siguiente: Cuento con tres intentos para que el limpión quede colgando de un gancho. Si lo encesto, enchocolo, le atino al primero, significa que voy a tener un día maravilloso, y esa suerte disminuye si logro mi cometido en el segundo o tercer intento.

A veces ocurre que no me levanto con la puntería adecuada y no logro que el limpión quede colgando de un gancho en ninguno de los tres intentos. En ese caso repito la operación hasta que consigo dejar el trapo colgando, pues, de no ser así, significa que mi día va a ser muy normal, aburridor o, incluso, trágico. 

No llevo una estadística de éxitos y fracasos en mi lanzamiento de limpión y mucho menos una de días buenos y días malos; ni tampoco sé muy bien a que me refiero cuando hablo de un día genial o un día trágico. Solo quería contarles un poco sobre uno de mis rituales mañaneros.

martes, 21 de agosto de 2018

Chocolate con yuca frita

Mi padre, Ingeniero civil, pasó gran parte de su vida lejos de la familia, pues su trabajo siempre fue la construcción de carreteras por toda Colombia. 

En una de sus estadías en Bogotá, cuando yo tenía unos 10 años, me invitó a que lo acompañara en uno de sus viajes, con paradas en distintos lugares

Un día, en medio del viaje, nos levantamos muy temprano, y apenas salimos, recuerdo como el aire caliente que salía de mi boca se convertía en “humo” al estrellarse con el aire frío de la madrugada. 

Viajar con mi papá al volante, siempre fue un deleite para mi y mis hermanos, pues sus viajes estaban llenos de historias,reales, pero sobre todo fantásticas sobre infinidad de cosas, así que aburrirse era muy difícil, y  tenerlo para mí solo en esa ocasión, era como una especie de premio. 

Yo estaba expectante, pues mi padre me comentó que íbamos a pasar por Ambalema, Tolima, el lugar donde nació mi abuela. No sé por qué, pero en ese momento me pareció fascinante entrar, del alguna manera, en contacto con los orígenes de la familia. 

A eso de las 8 de la mañana paramos en un lugar de la carretera para desayunar. Recuerdo que yo tenía mucha hambre, y estaba pensando en unos huevitos pericos con pan y chocolate. Ya adentro del lugar, una choza con tejas de zinc, mi padre pidió la comida. 

Al rato el mesero se se acercó a la mesa con el pedido: Yuca frita, chocolate y carne en bistec. Al principio hice mala cara, y mi padre me dijo la misma frase de siempre: “Pruebe, y si no le gusta pues lo escupe”. Como tenía mucha hambre me llevé un trozo de yuca a la boca, seguido de un mordisco de carne en bistec, y maridé el revuelto con un sorbo de chocolate. 

¡Me supo a gloria!

lunes, 20 de agosto de 2018

Diario

Hablemos de nuevo sobre el amable recordatorio que llevo impreso en la garganta. Cada vez que veo la cicatriz, recuerdo a qué se debe, por qué está ahí y todos los incidentes que, de forma desordenada, revolotearon a su alrededor. 

Cuando digo recuerdo es un decir, pues estuve más de 15 días tendido en una cama de cuidados intensivos, así que todo me lo han contado. Dicen que fue un coma, pero el término me asusta, así que prefiero engañarme, y pensar que fue un sueño prolongado; dormir es morir un poco dicen por ahí. 

Para mí fue fácil, es decir, en esos días no me enteré qué era lo que estaba pasando y no sufrí ningún tipo de angustia por la gravedad de mi estado. Antes de que se pregunte, estimado lector, no vi ningún túnel, ninguna luz intensa y mucho menos sentí que flotara fuera de mi cuerpo. Menos mal, pues que pánico experimentar alguna de esas cosas, ¿no? 

En cambio, mi familia si que tuvo que haber pasado unos días de mierda; cada uno de ellos de la casa al hospital y del hospital a la casa, esperando una evolución en mí estado, pero no había forma de saber eso; transitaba la cuerda floja de la vida. 

Asumo que mis hermanos y mis padres, adoptaron diferentes mecanismos de supervivencia para poder sobrellevarlo todo sin derrumbarse, para poder continuar adelante con la vida y sus rutinas. 

El método que adoptó mi hermana mayor me gustó mucho. Ella decidió, cada vez que llegaba del trabajo a su apartamento, contarme esos días escribiendo en una libreta. Eran diferentes asuntos en los que me narraba, siempre se dirigía a mí, cosas que le pasaban a ella en su día a día, y cosas que ocurrían en el mundo. Recuerdo que en una de las entradas me contó sobre el carro que se había comprado y los paseos que íbamos a dar en él tan pronto me recuperara. También anotaba todo lo que los médicos decían, que si movía los ojos, un dedo, etc. 

Solo he visto ese diario, digamos, una sola vez, y en esa ocasión únicamente leí unos cuantos apartes. Lo hojeé rápido porque, pues aunque sé que trata mucho sobre mí, no me pertenece, pues hace parte de un momento muy privado de mi hermana, un ejercicio privado de escritura. 

Joan Didion dice en su ensayo Acerca de llevar una libreta, que esos ejercicios de registrar las experiencias propias no son para consumo público, sino que resultan ser un indiscriminado y errático montaje, con sentido solo para su creador. 

A veces pienso que si estoy vivo, en gran parte se lo debo a la buena energía que contiene ese diario.

viernes, 17 de agosto de 2018

Dos semanas de vida

Dos hombres están sentados en la mesa de un café. Hablan sobre negocios y mencionan algunas empresas mayoristas de tecnología; al rato llega otro. 

“Pero miren quien llego”, dice uno de los primeros en voz alta, y yo, que estoy leyendo, le hago caso y levanto la mirada para cumplir con su orden y examino al recién llegado: un hombre que lleva una camisa roja con pintas de rombos y pepas blancas, blue jeans y unos tenis, también rojos. 

El nuevo integrante del grupo les cuenta cuál fue la ruta que escogió para que le rindiera de tal manera. “¿Pero hoy vernos en un café?”, alega. “Si me dicen que nos veamos en un BBC, seguro que llego más temprano. 

“Si quiere ahorita después vamos, le responde uno algo ofendido, seguro el que escogio el café como lugar de reunión. 

Los envidio un poco. Estoy en el lugar quemando tiempo para una cita médica que tengo a las 5:40 p.m. ¿Pero en qué carajos estaba pensando cuándo la programé? 

Miro nuevamente a los bebedores de cerveza en potencia. Lo más sensato, para equilibrar los asuntos que me competen a mí y a ellos, sería que yo estuviera esperando a a una mujer que me gustara mucho para tomar un café y charlar de la vida, de todo y de nada. Pero no, mi plan de viernes es una cita médica. 

Se me ocurre pensar que el médico, después del saludo y una conversación sonsa que da arranque a nuestro encuentro, me va a decir que me quedan dos semanas de vida. Aparte del pavor, me daría mucha rabia que fuera así, pues 14 días no son nada; seguro pasarían volando y san se acabó. 

¿Qué tal que hubiera programado la cita para una fecha posterior a esas dos supuesta semanas de vida? ¿Moriría sin saber que la parca me iba a visitar?, ¿es eso una ventaja o una desventaja? 

¡A las 5:40 p.m.! ¿A Quién diablos se le ocurre? 5:40, 5:40. Repito la hora varias veces, más con un sentimiento de aburrimiento que de rabia. 

Minutos antes de la cita llego al lugar y la sala de espera está casi desocupada; obvio, pocos son los tarados que programaron citas para un virnes que precede un lunes festivo. Aparte de la recepcionista, solo me acompañan una abuela, su hija y nieta. 

El médico las hace pasar y aprovecho para leer otro par de capítulos de la novela. 

Cuando las mujeres salen, bromean con la recepcionista. Cuando dejan de hacerlo, la segunda me indica que puedo seguir. Ya en el consultorio, el médico me saluda y comienza a preguntarme que cómo me he sentido, me toma al presión, el pulso, me hace tomar aire y botarlo lentamente. La cita, al parecer transcurre normalmente. 

Cuando siento que va a acabar, le pregunto a bocajarro: Doctor, dejemos el teatro para otro momento, ¿cuánto tiempo me queda de vida? 

Abre los ojos y me mira sorprendido, sus labios se curvan, no sé si en una sonrisa sincera o malévola. 
“ ¿Qué quiere que le diga?, seguro más de dos semanas”.

jueves, 16 de agosto de 2018

Tiempo, maní y dinero

Time is money, reza un dicho, frase que los Les Luthiers, en uno de sus sketchs, traducen como: El tiempo es maní. ¿Que cómo es el maní ahí? Difícil saberlo, pues todo se basa en ese intangible que, vuelvo y digo, tratamos de atesorar y tanto nos enreda la existencia. 

Podría decir que hoy, en una vuelta bancaria, perdí tiempo, dinero y maní, pues los tres vienen a ser lo mismo, ¿acaso no? Ahí nos vamos entendiendo. 

Desde hace mucho tiempo tengo una tarjeta de crédito con el banco X. La tarjeta se venció el mes pasado y nunca me llegó el plástico, acudo a la terminología bancaria, nuevo. En una primera ida al banco, logré averiguar que la nueva tarjeta está, desde abril, en poder de la empresa de logística que las reparte. 

Ayer Intenté comunicarme con la línea de servicio al cliente, pero me aburrí de marcar 1 para esto, 2 para lo otro y tres para repetir el menú. Mi intención era comunicarme con una persona, un asesor, y no una berraca grabación, pero no lo logré. De pronto, lo acepto, me emberraqué antes de tiempo y desistí muy rápido, pero bueno, ¿qué más da? 

Hoy  visité de nuevo el banco. En la entrada hay una máquina que expende los turnos, y luego de digitar mi cédula y escoger la opción de asesoría, salió el número E333 en la pantalla, pero no me dio papelito. “¿Al fin me dio o no me dio turno?”, me pregunté, y repetí el proceso. Esta vez me asignó el E334, pero nuevamente sin papelito. 

Armado de dos turnos me senté a esperar y Luego de un poco más de 10 minutos, noté que llamaban a los A, B, C,D, pero el E no se movía del 228. “¿quién es el tarado ese que está haciendo visita?”, pensé, pero no logré identificarlo. 

Por fin dejaron de atender a ese E, el 329 y 330 pasaron rápido y el 331 y 332 los llamaron varias veces, pero nunca aparecieron, quién sabe, antes de decidir irse ,  cuánto tiempo esperaron a que atendieran al 228. 

“E333”, pronunció una voz femenina entre robótica y sensual. Me puse de pie rápido y me senté en el módulo que me asignaron, dispuesto a armar un escándalo si la mujer me pedía el papelito del turno. 

Ella, muy amable me pidió que le contara por qué estaba ahí y luego de escuchar mi historia me dijo que desafortunadamente el trámite que quería realizar solo se podía hacer llamando a la línea de servicio al cliente. 

Al ver mi actitud derrotada, y a punto de ponerme de pie, la mujer me sonrió y me dijo que podíamos llamar ahí mismo. Marco el número, digitó mí cédula y puso la llamada en altavoz, mientras otra grabación decía que pronto me iban a comunicar con un asesor. 

Cuando creí que solo estaba perdiendo tiempo, maní o dinero, alguien contestó. La mujer me pasó el teléfono, canceló la opción de altavoz y me dijo: “Dale, cuéntale tú caso.” 

Luego de que le repitiera a María, la mujer al otro lado de la línea, todo lo que ya le había Conrado a la primera mujer, me dijo que perfecto, que a continuación iba a ejecutar un protocolo de seguridad para cerciorarse de que yo si era realmente yo. “Señor juan, el protocolo consiste en tres preguntas que va a generar el sistema, espere en línea por favor”. 

“¿Aló, señor Juan?” 
“Si, dígame” 
“Le voy a hacer las preguntas, ¿ok? 
“Adelante” 

“La primera pregunta es: ¿En qué rango está el cupo de su tarjeta de crédito?” y luego me dio tres opciones de montos. No estaba seguro, sabía que una vez había solicitado que lo rebajaran porque el banco, de un día para otro y sin consultarme, decidió subirlo a 15 millones; noticia que me informaron emocionados en una escueta carta. Pero justo en ese momento no recordaba bien el monto. Me decidí por la opción B. 

“La otra pregunta es: ¿Cuántos puntos tiene acumulados con su tarjeta?” Que preguntas tan jodidas. Esta vez me decidí, también dudando, por la opción C” 

Ya no recuerdo cuál fue la otra pregunta, pero estaba seguro de que me iba a rajar en la prueba para comprobar mi identidad. 

Cuando terminé de contestar las preguntas, la mujer me pidió que esperara un momento. Luego de escuchar una fastidiosa música de espera a base de instrumentos de viento, la mujer me dijo: “Señor Juan los siento pero no pasó el protocolo de seguridad”, Vida perra.

“Señorita espere, ¿no me puede hacer otras preguntas? 
“Lo siento señor Juan, si no pasa el protocolo de seguridad, Lo único que puedo hacer es comunicarlo con otro asesor para que le repita el procedimiento. 

“Qué paso?”, me pregunto la mujer del banco, la que me prestó el teléfono. Después de que le conté, me dijo: “la próxima vez me dices y miramos en el sistema esos datos”, Le di las gracias y esta vez quería que me hicieran preguntas más difíciles, pero Lady la nueva asesora que me contestó, me pregunto por mi segundo apellido, si la dirección registrada empezaba por calle o carrera y que si tenía más tarjetas de crédito con el banco. 

En definitiva, no sé cuánto tiempo, maní y dinero, perdí hoy.

miércoles, 15 de agosto de 2018

Hola soledad

Una amiga me cuenta que quiere tomarse un año sabático. En el transcurrir de nuestra conversación, recapacita y dice que, por cuestiones de dinero y trabajo, le queda complicado efectuar la pirueta por tanto tiempo, pero que mínimo haría el plan a menor escala, viajando sola por dos meses. 

Le pregunto que qué dice su novio al respecto y me cuenta que el plan que tiene en mente es perfecto, pues a él no le gusta viajar tanto como a ella, y que además es quiere hacerlo sola. Le pregunto que por qué: "me  gusta la soledad", responde. 

Puede ser también  que  muchas veces esa afinidad por la soledad vaya de la mano con unas ansías por probarnos, de enfrentarnos solos al mundo, a la vida, al destino para así descifrar de qué realmente estamos hechos. Se me viene a la mente una de las citas de la película Into the wild, que dejo en inglés para no traicionar la intención de las palabras con una pobre traducción:

And I also know how important it is in life not necessarily to be strong 
but to feel strong. To measure yourself at least once. To find yourself at
 least once in the most ancient of human conditions. Facing the blind 
death stone alone, with nothing to help you but your hands and your own head.”
- Into the wild -

Punto para la soledad, tan mal vista por muchos que estigmatizan como bicho raro al solo, al loner, a ese que se atreve a ir a un bar, un cine o a hacer cualquier tipo de plan solo. 

Un jefe que tuvo mi hermana, conoció a su esposa de esa manera un día en que decidió ir a cine solo y ella también. Recuerdo que una vez con mi hermana, también en cine, cuando se acabó la película y ya saliendo del teatro, vi a una mujer bellísima que estaba sola, sentada en una de las última filas. 

De todos modos  no deja uno de preguntarse que les habrá ocurrido a esas personas que andan solas, si es que están tristes, despechadas, o no tienen amigos, pero muchas veces la respuesta tiende a ser solo  una: Les agrada estar solos. Disfrutan de la soledad tanto o más que esos otros que no pueden vivir si no están rodeados de personas 

Hace un par de años en la prueba de sonido de un concierto de las 1280 almas, el cantante de un grupo de Ska telonero, un hombre gordo que llevaba un vestido y sombrero negros, comenzó a cantar a capela. La primera palabras con las que probó el sónido fueron: “¡Hola soledad!”, el bolero de Rolando Laserie. Conocí esa canción ese día y el dejo nostálgico que tiene me agrada mucho. 

La soledad tiene muchas cosas por decirnos, deberíamos darle una oportunidad,

“Hola Soledad 
no me extraña tu presencia 
casi siempre estás conmigo, te saluda un viejo amigo 
que te encuentres uno más” 
- Hola soledad -

martes, 14 de agosto de 2018

Encuentro entre yoes

A veces, cuando mi musa está dormida, si es que ese ser fantástico existe, acudo a la vieja práctica de escuchar conversaciones ajenas, pues las historias que una persona le cuenta a otra, en una conversación casual, son buenísimas. 

Hoy lo hago mientras espero que me entreguen una pizza personal, pero la mesa en la que decido sentarme, intentando pasar por un cliente casual que solo espera su pedido, queda muy lejos de las mesas que están ocupadas. Una de estas, que se encuentra a mi derecha, la ocupan dos mujeres de unos 50 años. Ambas combinan mordiscos de un pastel, con sorbos de una bebida caliente, a medida que hablan. 

En diagonal, un hombre que está solo ocupa otra mesa. Está cruzado de piernas y no se cansa de mover frenéticamente la que le cuelga. También revisa su celular con una determinación y ansiedad que inquieta, como si todas las respuestas de la humanidad, quiénes somos y qué hacemos aquí, estuvieran contenidas dentro de ese aparatejo. 

Más adelante, en la última mes a la que accede mi campo visual, también están conversando dos mujeres, pero más jóvenes que las de la primer mesa en la que me fijé. 

Al carecer de un oído biónico, me aventuro a imaginar sus conversaciones, que se cuentan entre ellas; amores, desamores, tragedias, líos en el trabajo, con sus parejas, aciertos, en fin, esas cosas y eventos que componen nuestras vidas. En el caso del hombre intento imaginar en qué piensa, si de pronto es un loco que lleva una pistola escondida debajo de su abrigo y está a punto de agujerarnos a punta de balazos, pues está claro que no hay forma de saber cuando es que a uno le toca

Según mi musa, que se rehúsa a colaborar, las personas que componen la escena son mudas o hablan a punta de monosílabos que responden a preguntas torpes que repiten una y otra vez: ¿Cómo se llama?, ¿Cuántos años tiene?, ¿Cómo está?, ¿en qué trabaja?, y así. 

En un momento dejó ese ejercicio imaginativo, pues me percato de algo más interesante de lo que puede llegar a ser una conversación. Caigo en cuenta de que las mujeres son las mismas, es decir que las dos mujeres jóvenes, son al mismo tiempo las mujeres cincuentonas que charlan cerca de mí. 

Un encuentro entre yoes en semejante lugar tan anodino ¿Se imagina usted el evento que presencio estimado lector?, ¿Que de repente uno se encuentre con un yo pasado o futuro?, ¿tendríamos el valor suficiente para afrontar tal situación? 

Ninguna de ellas se ha percatado de que están repetidas en un mismo instante de tiempo. Solo espero que mi pizza esté lista antes de que eso llegase a ocurrir, pues es evidente que es un defecto del destino, y que si se llegan a ver a los ojos o cruzar palabra, desaparecerían como por acto de magia, y si, uno quiere ficción en su vida, pero no de una manera tan agresiva, que puede dejar secuelas psicológicas. 

De pronto estoy exagerando, quizás esos yoes ya se han visto en otro lugar o viven juntas y se la pasan mortificando a personas que, como yo, se dan cuenta de quién son realmente. 

El par de mujeres jóvenes se pone de pie y abandona el lugar. Volteo a mirar a sus yoes viejos, pero no se inmutan y continúan inmersas en su charla como si nada.

“Pizza Hawaiana para llevar” grita el cajero. Me apresuro en ponerme d pie y abandonar el lugar mientras por los parlantes del lugar suena one de U2, justo en el momento en que Bono canta: "We’re one but we’re not the same", como si les estuviera dedicando esa frase a esas cuatro extrañas, conocidas o lo que sean.

lunes, 13 de agosto de 2018

Cuando a uno le toca

Apenas me subo al taxi, el conductor, de un poco más de 40 años, me saluda efusivamente,como si fuera un amigo cercano al que hace rato no ve. Intercambiamos un par de frases y, casi siempre, ríe al final de estas. "Un hombre alegre", pienso.

Noto que tiene ganas de conversar y para mi resulta ser uno de esos días en los que no me quiero perder en mis pensamientos, así que me entregó a la conversación, suponiendo que, en efecto, es un gran amigo al que hace rato no veo. 

Al principio hablamos de cosas simples; los temas que siempre se tocan: la ciudad, su clima, el tráfico. Quizás, es este último tema el que descarrila la conversación, y alguno de los dos menciona la noticia del hombre que asesinaron en un barrio de los cerros orientales de la ciudad. 

“Menos mal que yo no soy presidente”, dice el hombre a modo de conclusión, cuando nuestras miradas se encuentran en el espejo retrovisor, le pregunto:“¿Y eso por qué?. “Yo si pasaría al papayo a todos esos delincuentes, es gente que ya no tiene arreglo”, responde. 

Me cuenta que el hombre que mataron tuvo la mala suerte de que la aplicación Waze lo llevará por esa ruta. “Definitivamente es que cuando a uno le toca, le toca”, y antes de que me anime a responderle, y afortunadamente, pues no tenía ninguna frase a la mano o, mejor, a la mente, continúa hablando: “Si, por ejemplo, mi hermano mayor. Él estuvo a punto de morir en dos vuelos en Indonesia. En uno, el más tenaz, alcanzó a enviarle un mensaje de texto a mi cuñada y todo. Al avión se le apagaron los motores y el piloto logró aterrizarlo planeándolo.” Le pregunto que en qué trabajaba su hermano y me cuenta que era desarrollador de software, y que siempre andaba 20 días por fuera y 10 en el país. Suspira y continúa su historia: “Y mire que hace siete años cuando estaba de visita acá, lo mataron en un fleteo.” 

Luego tocamos el tema de la seguridad en la ciudad. "Bueno, pero la verdad yo ya no me preocupo por eso”, me dice, “Yo en menos de tres meses me voy del país con la zángana”. Asumo que se refiere a su pareja. El silencio envuelve nuestra conversación por un instante. La verdad quiero saber para dónde se va y noto que él también quiere que se lo pregunte. No dilato más nuestra mudez. “¿Y para dónde se va?” Para xvgdgdd (no entiendo lo que dice). “Un pueblito cerca a Valencia”, mi primo ya está viviendo allá” 

“La zángana es mi mamá. Yo hace un tiempo ya estuve viviendo por fuera, en Montreal manejando tractomula. pero a ella no le gusta el frío por eso nos vamos a vivir a ese lugar. 

La carrera termina. Le pago le doy las gracias, me despido y le deseo un buen viaje. Luego de cerrar la puerta, apenas dos doy pasos, me pregunto si se podrá descifrar cuando le va a tocar a uno, si habrá forma alguna de esquivar a la muerte.

viernes, 10 de agosto de 2018

71 personas

Supongo que las tres mujeres que llegan son Abuela, madre e hija. Están uniformadas con sastres negros que imprimen tristeza. Yo, sentado en una de las barras del café y con una sed infinita, tomo un jugo con mucho hielo, mientras mis pensamientos son como una bandada de pájaros inquietos, que cada nada levantan vuelo de un lado al otro de mi cabeza. 

No sé porque escogen sentarse en el lugar en el que estoy, que es el más apartado de todos. Al principio mi yo huraño se molesta con su presencia. Ocupan el resto de la barra y la madre, tal vez notando mi fastidio, y ya cuando sus acompañantes están sentadas, dice: “perdón señor nos sentamos”. El tipo agrio que me habita se acobarda y le da paso al decente: “Si claro señora, siga”, responde. 

Quedan a mi derecha la madre, la hija y la abuela, en ese orden. La mujer más joven a cada rato se dirige a la segunda con todo tipo de frases que comienzan con la palabra abuelita: “abuelita quiere un poquito”, “abuelita, ¿está rico?”, abuelita esto y abuelita lo otro. A pesar de todo el interés que su nieta muestra por ella, la abuelita no responde nada y le da sorbos a su bebida, como si estuviera atafagada de tanta cantaleta. Tiene la mirada perdida en un punto que solo ella parece ver y, seguramente, se pasea por un recuerdo o pensamiento que nada tiene que ver con el momento presente. 

En ese momento, a la mujer que me dirigió la palabra, la que creo tiene pinta de mamá o tía, le suena el celular. “Hola papá, dice”. Guarda silencio por unos segundos y luego responde: “Yo conté 71 personas.” Tapa el teléfono con una mano y les dice a sus acompañantes: “Papá, pregunta que si fue la misma cantidad que la del sepelio”. Su vestimenta cobra sentido. 

“Si, creo que sí, yo conté más o menos las mismas”, responde la hija. Silencio de nuevo. 
“Carlos si sigue muy mal papá” … “No, no quiere ir al psiquiatra”. 

¿Quién es ese Carlos que no quiere ir al psiquiatra?, ¿Qué le pasó?, ¿hacía parte de las 71 personas?, todo son preguntas. 

“Muchas gracias señor”, dice la mamá al tiempo que las tres ponen de pie.

jueves, 9 de agosto de 2018

Un cuento

En el cuento, en un día gris que apenas comienza, un hombre está sentado en una cafetería. Intento describir la atmósfera del lugar en el que está, en qué se fija, y su interacción con la mesera, una mujer madura y rolliza, pero lo importante no es lo que le ocurre, sino lo que le pasó. 

Antes de que a alguien se le ocurra pensar: “¿Cómo así que lo importante fue lo que le pasó? ¿Acaso no sabe usted que lo importante es estar anclados en el presente, que el ahora es lo único con lo que contamos?”, quiero decir que el pasado es importante en términos narrativos para el cuento; allá, en esa porción de tiempo tan desprestigiada, es donde reside todo el conflicto, dónde el tipo hizo lo que le carcome la cabeza, y que repasa una y otra vez mientras se quema la lengua con el tinto que le sirvieron. 

Creo tener esa escena avanzada, pero desde que la acabé, mis artilugios narrativos entraron en huelga: “Hombre, la manera en que quiere contar eso es muy jodida, déjenos descansar”, “¿En serio quiere enredarse de esa manera?”; esos y otros comentarios son los que me vienen repitiendo cada vez que pienso en el cuento. 

Lo que ocurre es que quiero contar lo que le ocurrió al hombre, pero sin recurrir a la vapuleada técnica del flashback. Creo que esto se debe a que hace poco leí algo que dijo García Márquez sobre el tema, que cuando uno recurre a ellos es porque se le acabó la imaginación o algo así fue lo que quiso dar a entender el escritor. 

Entonces me distraigo con la palabra flashback, tal vez evitando evadir el asunto importante: Contar el cuento. 

“Escena retrospectiva”, la traduce el traductor de google. Una buena definición, pero me parece enredada, debe ser porque no me sabe bien la palabra retrospectiva. El diccionario de Oxford se va al otro extremo y simplemente la traduce como retroceder, volver. La quiebro en flash y back; “fogonazo del pasado”, pienso. Luego se me viene a la mente la palabra remembranza que, creo , puede ser la traducción más precisa: “memoria de algo del pasado”, sin tanta retrospectiva, flash ni otros términos que compliquen lo que significa. 

Recuerdo que eso es lo de menos y que lo que debo hacer es escribir, lo que sea: las imágenes que se me vengan a la cabeza, lo que piensa el personaje, Hacer un recuento de los hechos de esa noche trágica, digamos, de la mejor manera posible. 

Simplemente contar, con el ánimo de que las palabras y la historia encuentren, por sí solas, el camino más adecuado.

martes, 7 de agosto de 2018

Nada

Parece que hoy no tengo nada por decir, me refiero a escribir, pues si les dijera algo, digamos, al oído, no me escucharían, pues no los tengo a mi lado, en fin, usted, estimado lector, me entiende, eso espero. 

A lo que realmente me refiero es que, como en muchas otras ocasiones no tengo ni idea sobre que escribir, y cuando eso siempre me ocurre, cuento que no tengo nada por escribir. A la larga uno como que siempre se repite, se encuentra y se desencuentra. 

Hablando de nada, sería chévere, en realidad, no tener nada por decir; como aquellas personas que dicen que para meditar es necesario dejar la mente en blanco; algo falso, pues el mero hecho de intentar pensar en nada significa estar pensando en que no se quiere pensar en nada, ¿no? Sería algo similar a esos que dicen que son ateos porque no creen en dios y otros se les burlan en la cara, porque les dicen que si lo niegan es porque suponen que sí existe, algo así va ese enredo, ¿cierto? 

En medio de todo, o bien, de nada, no fui de todo sincero al comienzo de esta entrada, porque hace un momento, tendido en la cama, pensé en eso de la nada, es decir de tener la mente en nada o con nada, pero intenté no desarrollar la idea, cosa, con el perdón de la palabra cosa, tan ultrajada en nuestro lenguaje, que pretendo lograr con estas palabras. 

Pues nada, les venía hablando de la nada, o de tener la mente en blanco como para meterle sinónimos al tema, me refiero al blanco y la nada que bien lo podrían ser, pero entonces la palabra transparente podría armar camorra, como me encanta esa palabra, pues también solicitaría hacer acto de presencia. Y es que si usted se fija, estimado lector, a veces no es cuestión de que nos sobren o nos falten las palabras, sino que no las encontramos, es como si se tranparentaran. 

El punto, que muchas veces se nos escabulle, como las palabras, de ahí que las personas no nos entiendan y saltemos de un mal entendido al otro, en fin, el punto que en varias situaciones debería multiplicarse por tres para convertirse en los puntos suspensivos que, si nos fijamos bien, tienen algo de nada, pues lo dejan todo como en el aire. 

El aire. E Ahí otra cosa que no es nada, porque nada es eso que transparente habíamos sugerido y que no podemos agarrar, pero que elemento raro es ese pues sin él no podríamos vivir. 

La vida, estimado lector, ¡ja! la vida, la vida, creo que con esto concluyo estas palabras, porque me faltarían hojas para desarrollar esa idea, pero todos sabemos que esto no es una hoja per se, sino el remedo de una, entonces digamos que me faltarían caracteres, bytes, memoria y procesador para procesarla debidamente, aunque todos sabemos que no hay maquina en el mundo que logre compilar un programa tan enredado como vida.exe, por eso es que nos la pasamos con caras de consternación tipo error 404 Not Found, porque duramos toda una vida tratando de encontrarnos.

lunes, 6 de agosto de 2018

Libros insistentes

Nunca he sido muy ordenado para decidir en qué orden voy a leer los libros que tengo por leer. Cuando acabo uno, escojo el siguiente debido a, digamos, una especie de capricho momentáneo. 

A veces, de ese montón de libros sin leer, algunos todavía envueltos en su celofán transparente, lo complementa otro que se me cruza y que no tengo, pero que logra colarse porque comienza a repetirse y aparecer de diferentes maneras en mi vida durante un lapso considerable. 

Así me paso hace un tiempo con La Metamorfosis, novela que, aunque había leído en el colegio y a pesar de que no me gusta mucho releer libros, volví a leer porque parecía que, si no hacía eso, no me iba a dejar en paz. 

Ahora me está pasando algo similar con Madame Bovary. Últimamente esa novela se me aparece en todos lados: en artículos que leo, cuando hojeo libros en una librería, en una conversación, etc. 

Hoy, por ejemplo, me acordé del diario de Virginia Woolf. Los diarios de los escritores son textos que me atraen, por lo visceral de su escritura y porque están cargados de esa mezcla compuesta de neurosis y frenetismo; aspectos, a veces, tan necesarios al momento de escribir. 

Ese recuerdo me llevó a otro: una vez en una librería, duré mucho tiempo hojeando los diarios de Anais Nin, y me gustó mucho lo que alcancé a leer. Hoy busqué ese libro en internet y comienza con una entrada titulada: Invierno 1931-1932 En la que Nin escribe: 

Louveciennes resembles the village where Madam Bovary lived and died. 

It is old, untouched and unchanged by modern life. 

Rato después saltando de link en link, di con esta página en la que comparten de manera gratuita 18 libros que Ernest Hemingway habría deseado leer de nuevo por primera vez. Entre ellos se encuentra el libro de Flaubert. 

Lo he dicho y lo sostengo: A veces los libros nos llaman.

viernes, 3 de agosto de 2018

Gotas

Cuando era pequeño, tendría unos 6 o 7 años, escuché hablar a alguien sobre un método de tortura que consistía en amarrar a un preso, dejándolo en una posición en la que su cara quedara mirando hacia el cielo, mientras una gotera de agua le caía justo en la mitad de la frente, unos centímetros arriba del tabique. 

Al preso, delincuente o pobre diablo, lo dejaban en esa posición por mucho tiempo, hasta que la gotera le abría un hueco en la cabeza. Por las noches, al momento de dormir, me ponía a pensar que podían haber hecho las personas apresadas para recibir esa tortura tan macabra; “Mejor que a uno le abran un hueco en la cabeza de un balazo”, pensaba. 

A veces, apenas abro el grifo de la ducha, vuelvo a repasar la historia de “la tortura a gotas”, “tortura en gotera”, aún no me decido por el título. 

Ese espacio de tiempo, me refiero al tiempo que duro duchándome, es uno que disfruto mucho porque es uno de los pocos en que realmente estoy solo, solo y vulnerable; por eso es que en las películas de suspenso, muchos crímenes ocurren cuando alguien está en la ducha, pues está indefenso, pero no nos desviemos del tema, si es que lo hay en este puñado de palabras. 

Decía que me gusta ese momento, porque algo bueno de la soledad es estar libre de los estímulos que nos distraen, como los de la tecnología, por ejemplo. Sin nada a la mano con que distraernos, la soledad nos permite rumiar tema tras tema y esa contemplación de lo que sea que llevamos en la cabeza junto a los miles de gotas que la golpean resulta relajante, aunque algunas veces podemos caer en un recuerdo doloroso y si no buscamos la manera rápida de saltar a otro pensamiento o idea, esos callejones sin salida que todos tenemos en la mente, de cierta forma nos perforan la cabeza, como a esos presos de los que nunca supe cual fue el crimen que cometieron; igual, al final, culpables todos, ¿o no?

jueves, 2 de agosto de 2018

Significados

Leo una novela de un escritor argentino. Su prosa es agradable y varias veces me ha hecho reír. En uno de los capítulos utiliza mucho la palabra “boludo”: 


“La inconciencia y el empuje, entonces, tornan peligroso 
al boludo. Lo colocan en el estatus de amenaza no tanto para sí 
como para terceros” 
- El secreto de sus ojos - 


Creo entender el significado de la palabra, pero no estoy seguro que no es así, pues los argentinos la deben utilizar en diferentes contextos culturales y para situaciones específicas, entonces, estando en argentina, si a uno alguien le parece un boludo, podría ser perfectamente un hijo de puta o viceversa. 

Algo similar pasa con el vulgarismo mal-parido que aquí utilizamos como una ofensa (cabe decir que no tiene nada que hacer al lado de bobo-hijueputa, combo de palabras que este humilde servidor considera como las más ofensivas de todas), y que los gauchos no tienen problema alguno en decirla, incluso transmitían la telenovela “Malparida”, así no más, sin anteponerle el pronombre femenino. 

Parece que el enredo de los significados tiene que ver mucho con los insultos o las groserías, pues creo que ocurre lo mismo con la palabra Fuck, que traducida literalmente significa joder en términos sexuales, pero que tiene infinidad de aplicaciones y usos y que muchas veces, de puros fantoches, la utilizamos a la ligera, pero si la utilizáramos con los gringos, tan superfluamente, tal vez nos meteríamos en problemas. 

Y es que llegar a dominar otro idioma en su totalidad, con todos sus modismos y vericuetos resulta muy complicado. Recuerdo una ocasión en la que, con mis pocas habilidades de flirteo en redes sociales, le dejé un comentario a una mujer que tenía unos ojos verdes hermosísimos. Era un comentario simplón, con el que supuestamente admiraba su belleza en general, resaltando la de sus ojos, ¡hágame al favor semejante ridiculez! En fin, pero la mujer no lo entendió y me respondió algo que escondía, creo yo, un  Fuck off!

Pero bueno, a veces tenemos que aprender sobre cualquier lenguaje a punta de prueba y error. Así vamos por el mundo, disparando palabras, frases y tratando de entender lo que otros nos quieren decir.